Cuadernos 8: En el camino del amor/La prudencia del espíritu

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LA PRUDENCIA DEL ESPÍRITU


Nuestro Señor, para ilustrar a los Apóstoles cómo deberían comportarse para ganar el Reino de los Cielos, les propuso en una ocasión la parábola de un administrador fiel y prudente a quien el amo situó al frente de su casa (1). Otras veces les hablaba de un señor que, yéndose a lejanas tierras, deja a cada uno de sus criados algunos talentos para que negocien con ellos hasta su vuelta (2). Y en otra ocasión, después de hablarles de responsabilidad, les reprocha que los hijos de este mundo son más sagaces en lo suyo que los hijos de la luz (3).

Jesucristo quiere que, para cumplir la Voluntad divina, pongamos toda la inteligencia y todo el ingenio de que seamos capaces. Y nos manda amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente (4). Mal podríamos demostrarle nuestro amor, si no pusiésemos todos nuestros recursos en su servicio, porque el amor es ingenioso, razona y discurre hasta encontrar los medios necesarios para servir al que ama. Se puede ser virtuoso sin razonar perfectamente respecto a todas las cosas, con tal de que se razone bien en las que hay que hacer virtuosamente. En este sentido, todo hombre virtuoso razona plenamente. Por eso, incluso los que parecen simples por carecer de la astucia de este mundo, pueden ser prudentes, conforme a lo que se lee en San Mateo:

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"sed prudentes como las serpientes y sencillos como las palomas" (Matth. X, 16) (5).


Para obrar con prudencia

No basta un vago deseo de agradar a Dios en todo lo que hacemos, no es suficiente la buena voluntad. Nuestro Padre nos repetía muchas veces las palabras de la Escritura: discite benefacere (6), aprended a hacer el bien, y solía comentar: no basta con querer ser médico, hay que estudiar la medicina; no basta con querer ser ingeniero, sino que es necesario estudiar seriamente (7). Lo mismo ocurre con todas las virtudes que hemos de vivir en la Obra: no basta con querer vivirlas, hace falta aprender a vivirlas.

La prudencia que hemos de vivir no es la prudencia de la carne, hecha de actitud recelosa, de excesiva moderación o de habilidad para seguir intenciones torcidas. La prudencia de la carne es muerte. Es la prudencia del espíritu la que da vida y paz (8). Tenemos que adquirir el hábito de ser ponderados sobrenaturalmente -con la luz de la gracia y la ayuda de la razón- para encontrar en cada caso el mejor modo de servir a Dios y a las almas. Bienaventurado el hombre que alcanza la prudencia -dice la Escritura-, porque su adquisición es mejor que la plata, más provechosa que el oro y más preciosa que las perlas (9). Es la virtud que, en cada situación de la vida, nos hace discernir lo que es útil para ir a Dios, de lo que nos puede alejar de El (10); la que nos permite encontrar el medio más apto para llevar a cabo el bien que deseamos.

Por eso, para ser prudentes sobrenaturalmente, en primer lugar hay que pedir a Dios esta virtud, pues toda dádiva preciosa y todo don perfecto es de arriba, desciende del Padre de las luces (11). También es preciso poseer la ciencia teológica, conocer las verdades de la fe y de la

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moral. Pero no es suficiente: además de estas verdades universales y permanentes, es necesario conocer los hechos, las personas y las circunstancias que nos rodean: la realidad existencial, variable según el lugar y el tiempo, en la que estamos inmersos. Sólo así podremos cumplir lo que Dios quiere de nosotros, aquí y ahora, en cada irrepetible momento de nuestra vida. Las acciones se dan en cosas singulares y concretas. Por eso, el prudente necesita conocer tanto los principios universales de la razón como las cosas concretas sobre las que versa su actividad (12).

Llevar a la práctica un cometido requiere un proceso que va desde los principios más remotos y generales, hasta las medidas más particulares e individualizadas, de modo que en cualquier decisión prudente podemos distinguir tres actos: en primer lugar el consejo, al que pertenece la información, puesto que aconsejarse es preguntar (...); el segundo acto es juzgar lo averiguado, con lo que termina el razonamiento especulativo. Pero la razón práctica, que se ordena a la acción, procede ulteriormente con un tercer acto que es preceptuar, y que consiste en aplicar a la acción esos consejos y juicios (13). Es preciso dar cada uno de esos pasos con el detenimiento que sea necesario, para que la resolución final sea prudente, tenga garantías de acierto y de eficacia.

En una palabra, para ser prudentes hemos de integrar todas estas virtudes, hemos de ser gente que sabe pensar por cuenta propia, que no acoge, sin más, los tópicos, los lugares comunes que hacen furor -son moda- durante un determinado tiempo. Nuestra formación nos enseña a realizar una labor de criba, que aprovecha lo que es bueno y deja lo demás (14).

Los aspectos del obrar prudente

Al estar la actividad prudente informada por el conocimiento de muchas realidades, pone en ejercicio una serie de virtudes, que son

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como aspectos o partes suyas, pues integran los requisitos imprescindibles para que esa acción sea prudente.

La prudencia mira hacia el futuro, para llevar a cabo una actuación, para ejecutar algo. Esa proyección no puede darse sin una mirada al pasado, que nos sirve de base para realizar lo que queremos. Es por tanto necesaria la experiencia: conocer lo que acontece en la mayoría de las ocasiones. Entre lo que sucede normalmente, que es un conocimiento todavía demasiado generalizado, es preciso captar los datos que actualmente cobran especial relieve: hace falta agudeza de mente. Y hay dos modos posibles de adquirir esa experiencia y esa penetración de un determinado problema: por nosotros mismos o aprendiendo de otros. La prudencia necesita, pues, ir acompañada de dos virtudes más: cierta agilidad mental, para la actividad propia, y docilidad, virtud que nos lleva a aprender de otras personas, solicitando su consejo.

Sin embargo, de nada servirían esos conocimientos recibidos de otro o alcanzados por los propios medios, si no supiésemos relacionarlos debidamente entre sí. Y eso requiere ser razonable, tener criterio.

Por otra parte, la prudencia se ordena a la acción. Por tanto, también se necesita previsión, que descubre y prepara los medios para alcanzar lo que se pretende. Además, las circunstancias pueden obligar a obrar de un determinado modo, excluyendo otros; y esto requiere vigilancia. Finalmente es precisa la precaución, porque no basta prever y proveer los medios oportunos, sino también salir al paso de los obstáculos que puedan presentarse.

Os estoy hablando de prudencia -escribe nuestro Padre-, y estimo que es conveniente aclararos que prudencia no es cobardía, no es inercia, no es inactividad. La inclinación de los hombres al mínimo esfuerzo -a la pereza- ha hecho que, en el lenguaje común, se identifique frecuentemente la prudencia con la pasividad. Esta actitud, para nosotros, sería prudencia de la carne que es muerte: prudentia carnis mors est; en cambio, la prudencia del espíritu es vida y paz: prudentia autem spiritus vita et pax (Rom. VIII, 6).

La virtud cardinal de la prudencia no implica sólo un juicio ponderado sobre lo que se ha de hacer, sino que el acto principal de esta virtud

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práctica es el actus imperandi, el imperio que pone en funcionamiento todas las energías, para ejecutar aquello que se ve con claridad que es voluntad de Dios.

Por eso, es y será siempre un pecado contra la virtud de la prudencia la apatía, la falta de diligencia en poner por obra enseguida lo que se ha decidido, después de pensar serenamente las cosas ante el Señor. Hijos míos, nada tiene que ver con esta virtud cardinal el miedo a cambiar de postura; esa resistencia a comenzar algo; ese recelo ante las iniciativas de nuestros hermanos; esa actitud constante de freno, de irresolución, que cohibe impulsos que son santos y que han de encauzarse; que pone barreras a las locuras de la fe (16).

Petición de consejo

Entre todos los elementos que integran el obrar prudente, hay uno particularmente importante, porque se da en el comienzo mismo de la decisión, y omitirlo equivaldría a viciar en su raíz la decisión adoptada: ese elemento es la petición de consejo. Tú, hijo mío -leemos en el Eclesiástico-, no hagas cosa alguna sin consejo; y no tendrás que arrepentirte posteriormente de lo hecho (17); que la palabra verdadera te preceda antes de realizar cualquier cosa y un consejo acertado antes de comenzarla (18).

El mismo Cristo nos dio ejemplo de esa virtud: después de haberse perdido, sus padres lo encontraron en el Templo, sentado en medio de los doctores, escuchándoles y preguntándoles (19). Y comenta San Gregorio: hay que considerarlo con cuidadosa reflexión: cuando Jesús fue hallado en medio de los doctores, no estaba enseñando, sino preguntando (...). Aquel Niño, que por el poder de su divinidad suministraba a los doctores la voz de la ciencia, quiso ser enseñado preguntando (20). Y, añade el

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relato evangélico: cuantos le oían quedaban admirados de su sabiduría y de sus respuestas (21).

Nuestro Señor Jesucristo, siendo perfecto Hombre, quiso someterse a esta limitación propia de la criatura humana. Nos enseña a preguntar, porque el hombre no puede saberlo todo por sí mismo. Y esto sucede particularmente en cuestiones de prudencia, que por tratar de lo particular y contingente, exige, para conocer algo con certeza, tener en cuenta muchas condiciones y circunstancias, difícilmente observables por uno solo, que pueden en cambio ser percibidas con más seguridad por varios, pues lo que uno no advierte se le ocurre a otro (22).

A la misma conclusión -que es necesario acudir a otros-, se llega considerando las posibles medidas que se pueden adoptar, pues los medios en las cosas humanas no son algo fijo, sino que hay gran variedad y multiplicidad de ellos, según la diversidad de personas y negocios (23).

Sintetizando estas razones, escribió nuestro Padre: no os fiéis fácilmente del propio juicio: como el metal precioso se pone a prueba -necesita la piedra de toque-, nosotros hemos de ver si nuestro juicio es oro fino -en lo humano y en lo sobrenatural- teniendo en cuenta el parecer de los demás, especialmente de quienes tienen gracia de estado para ayudarnos (24).

Prudencia al mandar y al obedecer

Esta forma de actuar -que es prudencia- es la que se vive en el gobierno de la Obra. Está dispuesto que en todas nuestras casas y Centros, en todas nuestras actividades, haya un gobierno colegial, porque ni vosotros ni yo nos podemos fiar exclusivamente de nuestro criterio personal. Y esto no está dispuesto sin una particular y especial gracia de Dios: por eso, sería un grave error no respetar ese mandato (25).

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Incluso en decisiones de poca trascendencia es preciso que intervengan los que tienen derecho, y más si se trata de resolver algo por escrito, aunque sea redactar un telegrama, aunque sean pequeñeces. ¡Qué paz da hacer las cosas así! (26).

A veces, el que obedece no tiene otra función que la de ejecutar lo que le indican. Pero aun en ese caso hay que vivir la prudencia porque aunque el súbdito, en cuanto ejecutor, no necesita prudencia gubernativa, en cuanto es un ser racional participa algo del gobierno, según su libre albedrío, y en esa misma medida necesita tener prudencia (27). Y esa prudencia es especialmente necesaria en la Obra, donde hemos aprendido a vivir una obediencia de personas con entendimiento y con voluntad: con responsabilidad (28). Por eso, cuando algún encargo concreto lo veamos de no fácil realización o incluso no oportuno, hemos de exponer con humildad y con sencillez nuestras dificultades o nuestra perplejidad al Director que nos hizo aquel encargo determinado. Y, después, haremos lo que nos diga, y como se nos diga (29)..

Por otra parte, pocas veces recibiremos un encargo especificado hasta en sus últimos detalles. Normalmente disponemos de un amplio margen para realizar los encargos apostólicos con iniciativa y responsabilidad. Necesitáis espíritu de iniciativa -nos dice nuestro Padre-: sugerid. Sugerid cuantas cosas os parezcan prudentes y eficaces, para el apostolado y para el sostenimiento de la tarea que lleváis entre manos (30).

La mayoría de las veces no recibiremos precepto alguno, sino sólo un criterio, algunas normas que hemos de tener en cuenta cuando se presente la ocasión de aplicarlas. Corre de nuestra cuenta la iniciativa de la labor, orientarla como parezca más oportuno en cada caso. A nosotros toca tomar en cada situación las medidas convenientes, poner este último acto que, al ser el que más se acerca al fin de la razón práctica, es también el acto principal de la prudencia (31).

Además, están las cuestiones económicas, sociales, políticas..., so-

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bre las que la Obra nunca nos dará precepto ni criterio alguno. A vosotros -decía nuestro Padre-, con vuestros conciudadanos, os toca correr con valentía ese riesgo de buscar soluciones humanas y cristianas -las que en conciencia veáis: no hay una sola- a las cuestiones temporales que surjan en vuestro camino.

Porque esperaríais inútilmente que la Obra os las dé hechas: eso ni ocurrió, ni ocurre ni podrá ocurrir jamás, porque es contrario a nuestra naturaleza (32). A nosotros corresponde, en este caso, el pleno ejercicio de los tres actos propios de la prudencia: aconsejarse, juzgar la información recibida y determinar lo que consideremos más conveniente. Conscientes de nuestra absoluta libertad en cuestiones temporales, hemos de poner los medios que permiten vivir también ahí una prudencia sobrenatural, pues es deber de los cristianos saturar de espíritu evangélico el orden temporal, de tal forma que su actividad en este terreno dé claro testimonio de Cristo y sirva para la salvación de los hombres (33).

En este sentido, cuando en el ejercicio de la profesión se plantean problemas morales de solución difícil o complicada, o en los que el juicio puede fácilmente oscurecerse por interés de parte, existe -para todos los cristianos- el deber de pedir consejo, derivado de la obligación de actuar siempre con conciencia recta.

Esa petición de consejo debe hacerse, como es lógico, a personas con buena preparación moral y un conocimiento suficiente de los problemas, que les permita aplicar los principios de la Teología moral al caso particular. En ocasiones, puede ser conveniente incluso acudir a un especialista de seguro criterio cristiano. En cualquier caso, este asesoramiento se refiere exclusivamente a la valoración moral de los problemas, para ayudar a la formación de juicios rectos, actuando después cada uno en consecuencia, con libertad y responsabilidad personal: no representa, pues, una intromisión en cuestiones opinables. Naturalmente, en las consultas sobre estas materias se deben guardar estrictamente las normas morales acerca del secreto profesional.

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Una ayuda eficaz

El Señor ha querido que podamos contar con una ayuda de singular eficacia en nuestra vida personal. Con la Confidencia el Señor nos da luces para saber -para aprender- lo que hay que hacer para portarse bien, con perfección cristiana, en un caso determinado (34). Es la recomendación de la Sagrada Escritura: no te apoyes en el consejo de cualquiera. Trata, sí, con un varón piadoso que sabes que guarda los preceptos de Dios, cuyo corazón es semejante al tuyo. Y permanece en lo que resuelvas, porque ninguno será para ti más fiel que él. El alma de ese hombre piadoso ve mejor las cosas que siete centinelas en lo alto de una atalaya. Y en todas ellas ora por ti al Altísimo, para que te dirija por la senda de la verdad (35).

En la Tradición de la Iglesia, siempre se ha considerado que la lepra de la propia voluntad y del propio juicio son más perniciosas cuando están más disfrazadas. Propia voluntad llamo -decía San Bernardo- a la que no es conforme a la de Dios (...), cuando lo que queremos no lo hacemos para la gloria de Dios y para aprovechar a los hombres (...), sino para satisfacer los propios deseos del corazón (...).

Pero aún más perniciosa es la lepra del propio consejo, porque es más oculta, y cuanto mayor es, más sano le parece estar al que la padece. Esta lepra es la de los que tienen celo de Dios, pero no ajustado a sabiduría, sino según su criterio equivocado, tan obstinado que no quiere consejos (..). Estos son enemigos de la unidad, no viven en la concordia y faltan a la caridad, están hinchados de vanidad, enamorados de sí mismos y se consideran grandes a sus ojos; ignoran la justicia de Dios y quieren imponer la suya (36).

A esto lleva el estar pagado del propio criterio, el desprecio del juicio de los demás. En cambio, tener quien aconseje y oriente permite desarrollar la propia personalidad, superar eficazmente las propias limitaciones y sacar el máximo partido a la personal capacidad. Precisamente la necesidad de pedir consejo se siente con mayor hondura cuan-

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do se tiene criterio propio, personalidad e iniciativa, madurez de juicio. Incluso es una nota de excelencia contar con otras personas que puedan. Ayudarnos (37), enseña Santo Tomás. La tendencia contraria indica, además de falta de humildad, una actitud infantil que pretende arreglar los problemas más complejos con las recetas más simples. Por eso los santos viven una prudencia no tan independiente que se haga soberbia -porque muchas veces la soberbia disfraza las palabras y quiere ver ahí una "santa libertad"-, ni timorata en vez de humilde -porque esa actitud deprime el ánimo impidiendo decir lo que es justo-, disfrazando de humildad la propia indecisión (38).

Hay que conciliar siempre estos dos extremos: consultar, escuchar la opinión de otras personas; y, por otro lado, ser personas de decisión, que saben tomar una determinación después de un estudio sereno, y asumirse responsablemente todas las consecuencias de sus actos.

Debemos adquirir el hábito de consultar. Con fiad en vuestros hermanos -predicaba nuestro Fundador-, confiad también en los talentos que Dios les ha dado, y en su amor a Dios y a la Obra. Y desconfiad un poquito de vuestro propio juicio: esto os llevará siempre a tener en cuenta la opinión de los demás, y a ser más eficaces (39).

Al pedir un consejo, hay que hacerlo cumpliendo todas las condiciones que señaló nuestro Padre, y que permiten dar una respuesta adecuada: decir las cosas con tiempo, sin urgir ni impacientarse por la respuesta; sabiendo sopesar lo que tiene o no importancia; con objetividad; después de haber estudiado a fondo el asunto; presentando una posible solución, si es que puede hacerse; sugiriendo sin obligar...

Responsabilidad personal

Consecuencia lógica de nuestra personal libertad es que seamos responsables de los propios actos. La responsabilidad debe ser tan gran-

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de como la libertad (40), enseñó siempre nuestro Fundador. Nunca el criterio o el consejo recibido debe ser una excusa para rehuir la responsabilidad de los propios actos. Nosotros somos amigos de la libertad, por lo menos tanto como el que más la quiera; pero siempre que se trate de una libertad responsable, que esté dispuesta a responder de sus acciones. Hoy se habla mucho de libertad; pero son pocos los que quieren aceptar la responsabilidad, las consecuencias de los propios actos: en arte, en política, en todo... Y se buscan excusas de mil tipos (41). El que pide un consejo lo pide porque quiere, y si lo sigue, lo hace libremente.

Que los demás nos ayuden a vivir los actos propios de la prudencia, no es óbice para que nosotros debamos también ejercitarla. En las actividades que realizamos entran en juego unas veces unas virtudes, y otras veces, otras; pero siempre hay que vivir personalmente la prudencia, porque las virtudes están de tal modo conectadas entre sí, que no es posible ejercitarlas si no se es prudente; ni se puede ser prudente si no se es caritativo, templado, obediente, justo... (42)

Un modo concreto de progresar en todas las virtudes y mejorar las actividades apostólicas es avivar el deseo de aprender, consultando cuantas veces sea necesario, pues en materia de prudencia el hombre necesita aprender de otros (43), no se basta a sí mismo. Tenemos que aprender a vivir las virtudes; y no sólo de un modo abstracto, sino en cada circunstancia y situación de la vida. Hemos de aprender continuamente para llegar a ser almas de criterio seguro, de decisiones acertadas, serenos, con madurez. Es preciso que os sintáis mayores de edad (44), escribió nuestro Padre para todos sus hijos. Y adquiriremos esa virtud práctica, propia de los años, si sabemos fomentarla pidiendo consejos en los diferentes momentos de nuestra existencia. La edad no son los años -dice San Agustín-, sino la prudencia y la sabiduría (45).

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(1) Cfr. Luc. XII, 42.

(2) Cfr. Matth. XXV, 14-30.

(3) Luc. XVI, 8.

(4) Cfr. Matth. XXII, 37.

(5) Santo Tomás, S. Th. 1-11, q. 58, a. 4 ad 2,

(6) Isai. I, 17.

(7) De nuestro Padre, Instrucción, 31-V-1936, nota 20.

(8) Rom. VIII, 6 (Vg).

(9) Prov. III, 14-15.

(10) San Agustín, De moribus Ecclesiae Catholicae I, 15, 25.

(11) Iacob. I, 17.

(12) Santo Tomás, S. Th. II-II, q. 47, a. 3 c.

(13) Santo Tomás, S. Th. II-II, q. 47, a. 8.

(14) De nuestro Padre, Carta, 9-I-1959, n. 25.

(15) Cfr. Santo Tomás, S. Th. II-II, q. 49.

(16) De nuestro Padre, Carta, 29-IX-1957, nn. 50-51.

(17) Eccli. XXXII, 24.

(18) Ibid. XXXVII, 20.

(19) Luc. II, 46.

(20) San Gregorio, Regula pastorales 3, 15.

(21) Luc. II, 47.

(22) Santo Tomás, S. Th. II-II, q. 47, a. 15 c.

(23) Santo Tomás, S. Th. II-II, q. 47, a. 15 c.

(24) De nuestro Padre, Carta, 24-III-1931, n. 50.

(25) De nuestro Padre, Instrucción, 31-V-1936, n. 28.

(26) De nuestro Padre, Instrucción, 31-V-1936, nota 39.

(27) Santo Tomás, S. Th. II-II, q. 47, a. 12 c.

(28) De nuestro Padre, Instrucción, mayo-1935, 14-IX-1950, nota 91.

(29) Instrucción, 31-V-1936, nota 120.

(30) De nuestro Padre, Instrucción, 31-V-1936, n. 21.

(31) Santo Tomás, S. Th. II-II, q. 47, a. 8 c.

(32) De nuestro Padre, Carta, 9-I-1959, n. 36.

(33) Concilio Vaticano II, decr. Aposlolicam actuositatem, n. 2.

(34) De nuestro Padre, Instrucción, 8-XII-1941, n. 20.

(35) Eccli. XXXVII, 14-19.

(36) San Bernardo, In Pascha sermo 3, 3-4.

(37) Santo Tomás, S. Th. II-11, q. 129, a. 9 ad 3.

(38) San Gregorio, In Ezechielem homiliae 1, 7, 2.

(39) De nuestro Padre, n. 125.

(40) De nuestro Padre, Crónica VIII-56, p. 7.

(41) De nuestro Padre, Crónica, 1967, p. 889.

(42) Cfr. Santo Tomás, S. Th. I-II, q. 65, a. 1 y 2.

(43) Cfr. Santo Tomás, S. Th. II-II, q. 49, a. 3 c.

(44) De nuestro Padre, Instrucción, 31-V-1936, n. 20.

(45) San Agustín, De moribus Ecclesiae Catholicae I, 10, 17.