Cuadernos 8: En el camino del amor/El valor de las dificultades

EL VALOR DE LAS DIFICULTADES


Al llegar a la Obra, se nos explicó desde el principio que las dificultades para alcanzar la santidad y para ejercer el apostolado iban a ser de ordinaria administración. Nuestro Padre había escrito que, a las nuevas vocaciones, es importante decirles también con claridad que, al venir a la Obra, no van al Tabor: van al Calvario. Que -non est discipulus super magistrum, no es el discípulo más que el maestro (Matth. X. 24)- serán objeto de críticas y murmuraciones: que es posible que la insidia babee sobre su conducta limpia: que quizá venga, contra la Obra, o contra ellos, o contra todos -ya vino alguna vez-, la contradicción de los buenos -la permite el Señor-, que con rectísima intención conciben y propalan falsedades (1)

El desorden universal introducido por el pecado es la causa de que hayamos de contar con dificultades y obstáculos de todo género; sería, pues, ilusorio olvidar su existencia. Lo normal es que, antes o después, hagan su aparición en nuestra vida o en nuestro trabajo, porque ningún ideal grande se consigue sin esfuerzo; y es precisamente en esa lucha donde se van adquiriendo y desarrollando las virtudes, que templan el carácter y enrecian la voluntad.

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De ordinaria administración

El camino del cristiano, el de cualquier hombre, no es fácil. Ciertamente, en determinadas épocas, parece que todo se cumple según nuestras previsiones; pero esto habitualmente dura poco. Vivir es enfrentarse con dificultades, sentir en el corazón alegrías y sinsabores; y en esta fragua el hombre puede adquirir fortaleza, paciencia, magnanimidad, serenidad (2).

No nos debe ocurrir aquello que refiere San Gregorio Magno: hay algunos que quieren ser humildes, pero sin ser despreciados; quieren contentarse con lo que tienen, pero sin padecer necesidad; ser castos, pero sin mortificar su cuerpo; ser pacientes, pero sin que nadie los ultraje. Cuando tratan de adquirir virtudes, pero rehúyen los trabajos que las virtudes llevan consigo, es como si no queriendo saber nada de los combates en el campo de batalla, quisieran ganar la guerra viviendo cómodamente en la ciudad (3)..

Es ingenuo querer vencer sin lucha. Por eso, en una lápida que hay en la Cripta de la Iglesia prelaticia de Santa María de la Paz, recordando unas palabras de San Pablo, nuestro Padre hizo escribir: semper in corde habentes quod nemo coronabitur nisi qui legitime certaverit (4), siempre hemos de recordar que nadie será coronado si no luchare legítimamente. Pues, como afirma San Agustín, en esta peregrinación en que consiste ahora nuestra vida no puede dejar de haber tentaciones, porque nuestro mejoramiento se realiza a través de la tentación, y nadie se conoce a sí mismo si no es tentado, ni nadie puede ser coronado si no hubiese vencido, y no puede vencer si no hubiese luchado, y no puede luchar si no hubiese tenido tentaciones ni enemigo (5).

Habrá siempre dificultades en la vida interior como las habrá en el apostolado: porque aunque la piedad de los buenos ansíe convertir a los malos y consiga realmente la conversión de muchos por la gracia de Dios misericordioso, sin embargo, las insidias de los espíritus malignos en contra de los santos no cesan, y ya sea dolosa y ocultamente o con

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guerra abierta, devastan los designios de los fieles de buena voluntad (6). Así ha sido siempre, y la historia de todos los grandes apostolados es también la de las grandes luchas, la de las grandes tribulaciones de los que sirven al Señor. Así es desde la Redención que Cristo obró en el Calvario, y así será mientras el mundo dure.

Visión sobrenatural

El dolor, la tribulación, la dificultad, tienen para el cristiano signo positivo, desde que Jesucristo venció al pecado sobre el leño de la Cruz. Y, sin embargo, hay en el ambiente una especie de miedo a la Cruz, a la Cruz del Señor. Y es que han empezado a llamar cruces a todas las cosas desagradables que suceden en la vida, y no saben llevarlas con sentido de hijos de Dios, con visión sobrenatural. ¡Hasta quitan las cruces que plantaron nuestros abuelos en los caminos...!

En la Pasión, la Cruz dejó de ser símbolo de castigo para convertirse en señal de victoria. La Cruz es el emblema del Redentor: in quo est salus, vita et resurrectio nostra: allí está nuestra salud, nuestra vida y nuestra resurrección (7).

Siendo así de claro, comentaba nuestro Fundador, a veces, el pueblo cristiano lo olvida. Y yo creo que por esto el Señor, aquel 14 de febrero del 43, quiso poner la Cruz en el corazón nuestro, quiso coronar la fachada de su Obra con la Cruz, y quiso que nosotros lleváramos ese símbolo, la Cruz, metida en la entraña del mundo(8)

El hijo de Dios, el hermano de Jesucristo ha de abrazarse amorosamente a la Cruz, viendo en el dolor el camino y la manifestación del amor, su piedra de toque, como anuncia San Pedro: carísimos, cuando Dios os prueba con el fuego de las tribulaciones, no lo extrañéis, como si os aconteciese una cosa muy extraordinaria (9).

El camino que nos ha mostrado Cristo pasa por la Cruz, donde en-

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contramos la posibilidad de corredimir. Así nos lo ha enseñado nuestro Padre: ¿no es verdad que en cuanto dejas de tener miedo a la Cruz, a eso que la gente llama cruz, cuando pones tu voluntad en aceptar la Voluntad divina, eres feliz, y se pasan todas las preocupaciones, los sufrimientos físicos o morales?

Es verdaderamente suave y amable la Cruz de Jesús. Ahí no cuentan las penas; sólo la alegría de saberse corredentores con El (10).

Además, el cristiano ha de amar el dolor porque es un medio de purificación, de expiación, de penitencia: por sus pecados personales y por los de los demás. El cristiano ha de mirar la contradicción a la luz de la fe, y ha de sobrellevarla con el apoyo de la esperanza teologal. Ni siquiera ha de esperar a que la Cruz llegue: debe buscar la purificación activa. Y ese cambio de actitud es ya una garantía del espíritu con que se va a sobrellevar, y de lo hacedero que va a ser caminar con ella.

Deportividad y alegría en la lucha ascética

El espíritu de la Obra nos enseña a ver y llevar las dificultades con una disposición decidida y jovial. Sabemos bien que entre las virtudes que debemos practicar especialmente están el optimismo, la reciedumbre, la valentía y la alegría (11). Y estas cuatro virtudes determinan nuestra actitud ante los obstáculos interiores o exteriores.

Nuestro Padre nos ha dicho que hemos de ser deportistas en el terreno humano y en el sobrenatural. Y así, con esta visión que podemos llamar deportiva, entraremos en todos los trabajos del alma y del cuerpo con la ilusión del que va a vencer. Para ti, que eres deportista, ¡qué buena razón es ésta del Apóstol!: "Nescitis quod ü qui in stadio currunt omnes quidem currunt, sed unus accipit bravium? Sic currite ut comprehendatis". -¿No sabéis que los que corren en el estadio, aunque todos corren, uno solo se lleva el premio? Corred de tal manera que lo ganéis (12)

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Es toda una actitud alegre, serena, animosa, joven. Con ella entrevemos la meta, y con ella mantenemos el diario entrenamiento, sabiendo que todo concurre a la victoria definitiva.

En estos tiempos de tanto deporte, ahora que casi se hace culto del deporte..., todos los deportistas se entrenan para estar en forma. Nosotros estamos en forma, si luchamos en las cosas pequeñas. Si no, es imposible. ¡Y hay que estar en ,forma! Que la vida tiene toda la belleza y toda la alegría del deporte (13). La dificultad, grande o pequeña, resulta un acicate, un estímulo, una valla que es preciso saltar en la carrera. Hermanos -decía San Pablo-, yo no pienso haberlo conseguido aún; pero, olvidando lo que queda atrás, una cosa intento: lanzarme a lo que tengo por delante, correr hacia la meta, para alcanzar el premio al que Dios nos llama desde lo alta por Cristo Jesús (14). Y así volvió a escribir, después de muchos años de tribulaciones: he combatido con valor, he concluido la carrera, he guardado la fe. Nada me resta sino aguardar la corona de justicia que me está reservada, y que me dará el Señor en aquel día, como justo Juez; y no sólo a mí, sino también a los que desean su venida (15).

Deportividad para enfrentarnos con los obstáculos, y también alegría, buen humor. Así es más fácil superarlos. Además, el amor gustoso, que hace feliz al alma, está fundamentado en el dolor, en el deber, en la alegría de ir a contrapelo (16). Este buen humor, esta alegría con que procuramos afrontar las dificultades se refleja, naturalmente, en nuestros Centros y en la vida de cada uno de nosotros; es el omnia in bonum que nos ha enseñado a vivir nuestro Padre, instrumento poderosísimo en el apostolado y en el proselitismo.

Al Señor hay que servirle así. Sin alegría no se puede servir: ¿os imagináis vosotros que alguien os sirviera entre penas y llantos? He hecho escribir en los edificios de nuestra Casa Central en Roma, estas palabras: servite Domino in laetitia, servid al Señor con alegría (Ps. XCIX, 2).

Estad siempre alegres. También a la hora de la muerte. Alegría para

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vivir y alegría para morir. Con la gracia de Dios, no tenemos miedo a la vida, ni tenemos miedo a la muerte. Nos falta la ocasión para estar tristes: ¡que estén tristes los que no quieran ser hijos de Dios! (17).

Nadie piense que esta alegría nuestra es una expansión temperamental, o fruto quizá de la edad. En nosotros la alegría es algo sobrenatural, está por encima de temperamentos, no se deja condicionar por el estado de salud o de enfermedad, ha de empapar lo mismo la juventud que la madurez o la vejez, y tiene sus raíces en forma de cruz (18), como tantas veces afirmó con frase gráfica nuestro Padre. En una palabra, nuestra alegría se fundamenta en la filiación divina, vive del amor, bajo la luz de la fe, y está amparada en la esperanza. Por eso nuestra ascética afirma que perder el buen humor es una cosa grave (19).

Ser objetivos

Deportividad y alegría para afrontar las dificultades. Y también sencillez para no inventarse cruces que no existen, para no complicarse falsamente la vida. Porque, aunque las dificultades sean naturales y debamos contar siempre con ellas, existe el riesgo de desorbitar en algún momento las cosas, dando una excesiva importancia a situaciones o acontecimientos que obstaculizan la vida interior o la acción apostólica. Puede ocurrir alguna vez, en efecto, que todo se vea mal, que se piense que nada se hace bien, que parezca ineficaz toda la labor con determinada alma o en determinado trabajo. Puede suceder, en definitiva, que se llegue a una especie de pesimismo global.

¿Dónde está la raíz de esta actitud? En el olvido de nuestra filiación divina, y a menudo también en la poca objetividad, o en la excesiva impresionabilidad; en una palabra, en la falta de perspectiva. Es como la visión al microscopio de una pequeña lesión. La visibilidad se limita a la mínima superficie situada al otro extremo de la lente; nada se

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observa del resto del organismo, que está sano. Una visión así deformada impediría, en nuestro caso, estimar todo lo que de positivo hay en las almas, o en la-labor de que se trate, y no nos dejaría tampoco considerar la extensión y fecundidad apostólica de toda la Obra.

Cuanto más pequeño se ve uno ante la dificultad -por falta de humildad, por confiar excesivamente en la fuerza personal-, mayor es la tendencia a exagerar la gravedad del obstáculo y a justificar así el propio encogimiento. Un enemigo, prevenía nuestro Padre: el pesimismo. Pueden padecerlo hombres que se saben hijos de Dios. pero a quienes, si se trata de una contradicción intensa, su soberbia o una especie de espíritu de cuerpo no les deja ver que son ut iumentum. Ya sabéis lo que digo del burro: cuantos más palos recibe, más trabaja. Nosotros hemos de tener tal espíritu que, si alguna vez hay alguna contradicción, no nos desalentemos (20). Y esto lo mismo en el trato con las almas, que en la labor que se nos confíe, que en nuestra propia vida interior.

El desaliento es consecuencia de tener una visión demasiado humana del problema. Por eso hay que pedir luces al Señor para que nos haga partícipes de la visión que El tiene. Necesitamos una perspectiva elevada, panorámica y más profunda, que nos ayudará a apreciar todo lo positivo y bueno, y a considerar el obstáculo en sus justas proporciones, y a acertar con el medio más adecuado para vencerlo.

Con esa luz sobrenatural se estudiarán todas las circunstancias, y de nuevo podremos persuadirnos de que la trascendencia de los sucesos es relativa y les daremos su verdadera dimensión; sobre todo, se nos descubrirá lo mucho de bueno que hay en eso que antes nos parecía todo malo. Ponderando lo positivo, desecharemos, si alguna vez llegare, ese posible pesimismo global. Y estaremos en condiciones de examinar la situación con serenidad, que es virtud propia de personas maduras, y que a todos, también a los más jóvenes, nos pide nuestro Fundador: has de tener la mesura, la fortaleza, el sentido de responsabilidad que adquieren muchos a la vuelta de los años, con la vejez; tendrás todo esto, siendo joven, si no me pierdes el sentido sobrenatural de hijo de

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Dios, porque El te dará, más que a los viejos, esas condiciones convenientes para hacer tu labor de apóstol (21).

Luego, con serenidad, con calma se busca ese punto preciso que no va todo lo bien que podría ir. Junto a muchas buenas cualidades, hay en el alma algún defecto que obstaculiza la santidad. Y hay que localizarlo, conservando siempre el optimismo y la moral de victoria. Hay que ver, hijos míos, el aspecto positivo de las cosas. Lo que parece más tremendo en la vida, no es tan negro, no es tan oscuro. Si puntualizáis, no llegaréis a conclusiones pesimistas. Como un buen médico no dice, al ver a un paciente, que todo en él está podrido, os pido por amor a Jesucristo que tengáis confianza. No afirméis nada malo, sin ver la contrapartida. Un enfermo no es inmediatamente un cuerpo para el cementerio. Vamos a curarlo, dándole los remedios oportunos. Dentro de nuestro espíritu, tenemos toda la farmacopea (22).

Se busca el mal, y una vez hallado, se le pone el remedio conveniente. Y esto tiene asimismo aplicación a la tarea encomendada, en la que -al lado de mucha gracia de Dios y de unos frutos quizá cuajados- existe alguna dificultad interna o externa, algún aspecto que no se había considerado del modo adecuado, que retrasa la marcha de esa labor y que es susceptible de mejora.

Todo se arregla

La mayor parte -con mucho- de los motivos de infelicidad o de disgusto son imaginarios, y la falta de humildad suele jugar aquí un papel importante. Nuestro espíritu nos pide sencillez para no ver tragedias donde no existen, para valorar objetivamente las dificultades, para no dar importancia a lo que no la tiene, para confiar siempre en nuestro Padre Dios.

Para ayudar a quien atraviese por estas circunstancias, hay que ac-

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tuar como un médico. Cada uno de nosotros ha de vivificar las almas que le rodean, ha de dar vida a la labor que se le ha confiado. Estamos para curar; si todo estuviera muerto o si todo estuviera sano, no haríamos falta, pues no tienen necesidad de médico los que están sanos, sino los enfermos (23). Y el Señor nos ha conferido, como a sus primeros Apóstoles, el poder de curar toda enfermedad y toda dolencia (24) en el terreno espiritual; poder que actualizaremos con la ayuda del Espíritu Santo, a quien la Iglesia hace esta triple petición: lava lo que está manchado, riega lo que es árido, cura lo que está enfermo (25).

Un médico lo primero que hace es examinar al paciente: el organismo no está muerto, ¡vive!, aunque tampoco está totalmente sano. Hay algo que produce un malestar general. Descarta el médico el optimismo ciego, un poco necio; y nosotros debemos hacer igual :fe, alegría, optimismo. -Pero no la sandez de cerrar los ojos a la realidad (26). . Así procura localizar el foco de infección -si de infección se trata-, después de un análisis detallado y de examinar todo el organismo. Luego, da el diagnóstico -indica el mal concreto y su causa-, y busca la medicina adecuada para destruir directamente al enemigo, o para fortalecer el organismo, o para estimular las defensas. A la elección del remedio sigue su aplicación. Y el tratamiento se continúa todo el tiempo preciso, hasta que se obtiene la curación deseada.

Pero hay que tener paciencia con el enfermo, porque es natural que a veces se resista, tanto más cuanto más doloroso resulte el remedio. Hay que disculpar, comprender, con una paciencia que surge del amor mismo a las almas. Caritas patiens est (27), la caridad es paciente, y sin caridad no puede haber verdadera paciencia (28).

La misma paciencia es necesaria cuando se ha aplicado el oportuno remedio a una determinada labor, pues las labores tienen un engranaje, y una puesta en marcha a veces lenta, y un tiempo de maduración hasta alcanzar el ritmo deseado.

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Frutos de este modo de actuar

Son muchos, incontables, los buenos frutos que podemos obtener de las dificultades. Si somos fieles nada nos hará daño: ¿quién hay que pueda dañaros, si no pensáis más que en obrar bien? Pero si sucede que padecéis algo por amor a la justicia, sois bienaventurados (29). El Señor nos dará siempre toda la gracia necesaria, no sólo para salir sin pérdida, sino para obtener fruto abundante. Máxime, sabiendo que hemos entrado en combate por el amor de su Nombre. El cristiano ha nacido para la lucha, y cuanto más encarnizada se presenta, tanto más segura es la victoria con el auxilio de Dios (30).

En la vida interior, la lucha contra las dificultades enreda al alma. Los árboles que crecen en lugares sombreados y libres de vientos, mientras externamente se desarrollan con aspecto próspero, se hacen blandos y fangosos, y fácilmente los hiere cualquier cosa; en cambio, los árboles que viven en las cumbres de los montes más altos, agitados por muchos y fuertes vientos, constantemente expuestos a la intemperie y a todas las inclemencias, golpeados por fortísimas tempestades y cubiertos de frecuentes nieves, se hacen más robustos que el hierro (31). El alma envuelta en dificultades, con la gracia de Dios se fortalece, se hace generosa y paciente, inexpugnable e invicta, recia y constante. En los obstáculos hemos de ver siempre una incomparable ocasión de hacernos fuertes. Por tanto, tened, hermanos míos, por objeto de sumo gozo el caer en varias tribulaciones, sabiendo que la prueba de vuestra fe produce la paciencia. Y que la paciencia perfecciona la obra, para que así vengáis a ser perfectos y cabales sin faltar en cosa alguna (31).

Y lo mismo en las tareas apostólicas. Encontraremos dificultades, trabajos, incomprensiones, al hacer apostolado y proselitismo, pero siempre hemos de recordar que los obstáculos son providencia de Dios, para fortalecer a quienes se acercan con vocación al Opus Dei y para san-

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tificar a todos (33). Y que precisamente esas contradicciones son la mejor garantía de la solidez de la labor. Si no hay dificultades, las tareas no tienen gracia humana..., ni sobrenatural. -Si, al clavar un clavo en la pared, no encuentras oposición, qué podrás colgar ahí? (34). Una labor hecha de este modo, venciendo obstáculos, es una labor segura, bendecida por Dios, crecida a la sombra de la Cruz de Jesucristo y participante de sus méritos. Por eso, sabemos ver en las contrariedades como una señal positiva, que nos llena de optimismo y nos hace afrontarlas con ánimo decidido, deportiva y alegremente, con amor y con fe, con ansia de frutos.

¡Amad! Sufrid con alegría. Enredad el alma. Virilizad la voluntad. Asegurad la entrega y, con esto, la eficacia (35).

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(1) De nuestro Padre, Instrucción, 9-I-1935, n. 283.

(2) Amigos de Dios, n. 77.

(3) San Gregorio Magno, Moralia 7, 28, 34.

(4) Cfr. II Tim. II, 5.

(5) San Agustín, Enarrationes ira Psalmos LX, 3.

(6) San León Magno, Homilía 70, 5.

(7) Vía Crucis, II estación, punto 5.

(8) De nuestro Padre, Crónica XI-60, p. 8.

(9) I Petr. IV, 12.

(10) Vía Crucis, II estación.

(11) Catecismo [de la Obra], 5ª ed., n. 84.

(12) Camino, n. 318.

(13) De nuestro Padre, Crónica XI-60, p. 10.

(14) Philip. III, 13-14.

(15) II Tim. IV, 7-8.

(16) De nuestro Padre, n. 201.

(17) De nuestro Padre, Instrucción, mayo 1935, 14-IX-1950, n. 69.

(18) Es Cristo que pasa, n. 43.

(19) De nuestro Padre, Crónica XI-60, p. 11.

(20) De nuestro Padre, Meditación, 9-VI-1960.

(21) De nuestro Padre, Meditación, 17-II-1959.

(22) De nuestro Padre, Carta, 24-III-1931, n. 14.

(23) Luc. V, 31.

(24) Matth. X, 1.

(25) Secuencia Veni, Sancte Spiritus.

(26) Camino, n. 40.

(27) I Cor. XIII, 4.

(28) San Agustín, De patientia 23.

(29) I Petr. III, 13-14.

(30) León XIII, Litt. ene. Sapierviac chrisrianae, 10-1-1890, n. 19.

(31) San Juan Crisóstomo, Homilía de gloria in tribulationibus.

(32) Iacob. 1, 2-4.

(33) De nuestro Padre, Crónica XI-60, p. 13.

(34) Forja, n. 245.

(35) De nuestro Padre, Meditación, 15-IV-1954.