Cuadernos 8: En el camino del amor/Ciudadanos de las dos ciudades

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CIUDADANOS DE LAS DOS CIUDADES

Al crearnos con una naturaleza social, Dios ha querido que le demos gloria también en esta dimensión de nuestra vida, que comporta -entre otros deberes- el de tomar parte en las actividades relacionadas con la comunidad política.

Política, en el sentido noble de la palabra -escribía nuestro Padre hace años-, no es sino un servicio para lograr el bien común de la Ciudad terrena. Pero este bien tiene una extensión muy grande y, por consiguiente, es en el terreno político donde se debaten y se dictan leyes de la más alta importancia, como son las que conciernen al matrimonio, a la familia, a la escuela, al mínimo necesario de propiedad privada, a la dignidad -los derechos y los deberes- de la persona humana. Todas estas cuestiones, y otras más, interesan en primer término a la religión, y no pueden dejar indiferente, apático, a un apóstol (1).


Los deberes cívicos

El Magisterio eclesiástico exhorta a los cristianos, ciudadanos de la ciudad temporal y de la ciudad eterna, a cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados siempre por el espíritu evangélico. Se equivocan

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los cristianos que, bajo pretexto de que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura (cfr. Hebr. XIII, 14), consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta de que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas, según la vocación personal de cada uno (2).

Nuestro Fundador insistió siempre en que la presencia leal y desinteresada en el terreno de la vida pública ofrece posibilidades inmensas para hacer el bien, para servir: no pueden los católicos -no podéis vosotros, hijos míos- desertar de ese campo, dejando las tareas políticas en las manos de los que no conocen o no practican la ley de Dios, o de los que se muestran enemigos de su Santa Iglesia.

La vida humana, tanto la privada como la social, se encuentra ineludiblemente en contacto con la ley y con el espíritu de Cristo Señor Nuestro: los cristianos, en consecuencia, descubren fácilmente una compenetración recíproca entre el apostolado y la ordenación de la vida por parte del Estada, es decir, la acción política. Las cosas que son del César, hay que darlas al César; y las que son de Dios, hay que dárselas a Dios, dijo Jesús (cfr. Matth. XXII, 21).

Por desgracia, es corriente que no se quiera seguir este precepto tan claro, y que se involucren los conceptos, para terminar en dos extremos que son igualmente, desordenados: el laicismo, que ignora los legítimos derechos de la Iglesia; y el clericalismo, que avasalla los derechos, también legítimos, del Estado. Es preciso, hijos míos, combatir estos dos abusos por medio de seglares, que se sientan y sean hijos de Dios y ciudadanos de las dos Ciudades (3)..

Con mayor urgencia se plantea hoy esta necesidad, cuando existe una conciencia generalizada de participación en la vida pública y son muchos los que usan el poder político para implantar costumbres contrarias a la fe y a la moral de Jesucristo, y a la dignidad humana. Son los mismos que, en aras de una falsa libertad, querrían "amablemente" que los católicos volviéramos a las catacumbas (4).

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A1 mismo tiempo, se asiste en muchas naciones a una especie de apatía de los hombres de fe, de aquellos que podrían afrontar la solución de las cuestiones sociales desde la luz del mensaje de Cristo. Es frecuente, en efecto, aun entre católicos que parecen responsables y piadosos, el error de pensar que sólo están obligados a cumplir sus deberes familiares y religiosos, y apenas quieren oír hablar de deberes cívicos. No se trata de egoísmo: es sencillamente falta de formación, porque nadie les ha dicho nunca claramente que la virtud de la piedad -parte de la virtud cardinal de la justicia- y el sentido de la solidaridad cristiana se concretan también en este estar presentes, en este conocer y contribuir a resolver los problemas que interesan a toda la comunidad.

Por supuesto, no sería razonable pretender que cada uno de los ciudadanos fuera un profesional de la política; esto, por lo demás, resulta hoy materialmente imposible incluso en las sociedades más reducidas, por la gran especialización y la completa dedicación que exigen todas las tareas profesionales, y entre ellas la misma tarea política.

Pero sí se puede y se debe exigir un mínimo de conocimiento de los aspectos concretos que adquiere el bien común en la sociedad, en la que vive cada uno, en las circunstancias históricas determinadas (5).

Por otro lado, y en sentido amplio, todos participan en la acción política cuando ejercitan responsablemente, en consonancia con la doctrina cristiana, el derecho y el deber de expresar su voto en las elecciones; cuando se preocupan de influir cristianamente en las decisiones de las sociedades menores -asociaciones políticas, culturales, profesionales, deportivas, etc.- en las que toman parte; cuando saben difundir la verdad y rechazar los errores que propagan ciertos medios de comunicación hostiles a la Iglesia... Esta es tu tarea de ciudadano cristiano: contribuir a que el amor y la libertad de Cristo presidan todas las manifestaciones de la vida moderna: la cultura y la economía, el trabajo y el descanso, la vida de familia y la convivencia social (6).

Aguarda a los cristianos una tarea noble, urgente, apasionante: terminar con el cómodo abstencionismo de muchos, inculcar en la menta-

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lidad de tantos hermanos nuestros en la fe que la preocupación social, la participación activa en la vida pública -cada uno a su nivel, y según la personal vocación- es obligación de la que daremos cuenta a Dios. Ya en 1932 proponía nuestro Padre una serie de medidas prácticas en este sentido: querría que, en el catecismo de la doctrina cristiana para los niños, se enseñara claramente (...) el deber de actuar, de no abstenerse, de prestar la propia colaboración para servir con lealtad, y con libertad personal, al bien común (...).

También en el campo de la pedagogía escolar -de la formación humana-, bueno sería que los maestros, sin imponer criterios personales en lo opinable, enseñaran el deber de actuar libre y responsablemente en el campo de las tareas cívicas (7).

Libertad en lo opinable

La actuación cívica, social, política -aun gozando de una legítima autonomía, por lo que concierne a las soluciones concretas opinables (8)- debe estar ordenada a Dios, que es el último fin de todas las cosas. En consecuencia, habrá de partir de una serie de principios que son verdaderos, y por tanto irrenunciables, acerca de la naturaleza humana y de los valores morales fundamentales. Por eso, es grave el error de quienes piensan que pueden entregarse totalmente a los asuntos temporales, como si éstos fuesen ajenos del todo a la vida religiosa (...). El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época (9).

Sin embargo, salvados esos principios fundamentales de doctrina común, el cristiano debe reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales discrepantes y debe respetar a los ciudadanos que, aun agrupados, defienden lealmente su manera de ver (10). Es natural, porque son

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muchos y diferentes los hombres que se encuentran en una comunidad política, y pueden con todo derecho inclinarse hacia soluciones diferentes (11).

Ved, hijos de mi alma -escribía nuestro Fundador, hace muchos años-, la gran necesidad que hay de formar a los católicos con un fin determinado: el de conducirles a la unidad en las cosas esenciales, dejándoles al mismo tiempo que usen de su legítima libertad, con caridad y comprensión para todos, en las cuestiones temporales. Libertad: no más dogmas en cosas opinables.

No va de acuerdo con la dignidad y con la psicología misma de los hombres ese fijar arbitrariamente unas verdades absolutas, donde por fuerza cada uno ha de contemplar las cosas desde su punto de vista, según sus intereses particulares y con su propia experiencia personal (12).

En determinadas circunstancias, sin embargo, cuando lo exige el bien común y el bien de la Iglesia, la Jerarquía eclesiástica -y sólo ella- tiene el derecho y el deber de orientar a los católicos en el campo de la política, si juzga que se da esa necesidad. Y cuando la Jerarquía interviene de esa manera, eso no es de ningún modo clericalismo. Todo católico bien formado debe saber que compete a la misión pastoral de los obispos dar criterio en cosas públicas, cuando el bien de la Iglesia lo requiera; y saben también los católicos bien formados que esa intervención corresponde únicamente, por derecho divino, a los obispos; porque sólo ellos, estando en comunión con el Romano Pontífice, tienen función pública de gobierno en la Iglesia: ya que Spiritus Sanctus posuit episcopos regere Ecclesiam Dei (Act. XX, 28), el Espíritu Santo puso a los obispos para regir la Iglesia de Dios (13).

Naturalmente, cuando anden en juego principios fundamentales -la vida humana, la libertad religiosa, la dignidad del matrimonio y la familia, la educación cristiana...- los católicos actuarán conforme a los principios de la ley moral en esos campos, por propia iniciativa. Esta actitud común no es, propiamente hablando, una actitud política, ni puede confundirse tampoco con la mentalidad de partido único, pues la

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defensa y promoción de los valores humanos fundamentales se sitúa por naturaleza en un plano superior al de los juicios contingentes que son característicos de la acción política, tal como se entiende comúnmente esta palabra. La defensa de esos y otros valores supremos se coloca en una esfera intangible, no opinable, precisamente por constituir manifestaciones de la ley divina y de la ley natural, obligatoria para todos los hombres.

En este sentido, por ejemplo, no es una postura política la defensa de la vida humana, en contra de quienes la manipulan o la suprimen a su arbitrio. Se trata de una cuestión moral ante la que no caben discusiones o disensiones de lo que la Iglesia enseña. La política, la libre discusión en lo opinable, vendrá al establecer cuáles son los medios más oportunos -legislativos, informativos, educativos, asistenciales...- para salvaguardar la vida humana y fomentar esa cultura de la vida tan predicada últimamente por los Romanos Pontífices. Y en esto es evidente que caben muchas opiniones diversas, igualmente razonables, en las que los católicos no tienen por qué coincidir.

Unidad y diversidad

El Señor ha confiado a la Iglesia una misión sobrenatural, que se coloca por encima de la actividad política contingente. En este terreno, la Iglesia tiene el derecho y el deber de proyectar la luz de la Verdad eterna sobre las realidades creadas. La mejor manera de llegar a una política auténticamente humana -afirma el último Concilio Ecuménico- es fomentar el sentido interior de la justicia, de la benevolencia y del servicio al bien común, y robustecer las convicciones fundamentales en lo que toca a la naturaleza verdadera de la comunidad política y al fin, recto ejercicio y límites de los poderes públicos (14). Es exactamente lo que hace la Iglesia con los fieles. Un planteamiento que trae el eco de aquella clara conciencia que tenían los primeros cristianos de ser los

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mejores ciudadanos: no nos basta ser justos -la justicia consiste en dar igual a los iguales-, sino que se nos propone ser buenos y pacientes (15). La recta formación doctrinal y espiritual repercute inmediata y eficazmente en la actuación pública de las personas, respetando al mismo tiempo su libertad.

Así actúa la Obra con sus miembros. El Opus Dei no interviene para nada en política; es absolutamente ajeno a cualquier tendencia, grupo o régimen político, económico, cultural o ideológico. Sus fines (...) son exclusivamente espirituales y apostólicos. De sus miembros exige sólo que vivan en cristiano, que se esfuercen por ajustar sus vidas al ideal del Evangelio (16).

El Opus Dei se propone la santificación de sus propios fieles, cada uno en el estado, profesión u oficio que ocupa en el mundo. Estáis vinculados unos a otros, y cada uno con la Obra entera, sólo en el ámbito de la búsqueda de vuestra propia santificación, y en el campo -también exclusivamente espiritual- de llevar la luz de Cristo a vuestros amigos, a vuestras familias, a los que os rodean (17).

Nuestro Padre nos ha enseñado que en Casa caben -y cabrán siempre- todas las tendencias que la conciencia cristiana pueda admitir, sin que sea posible ninguna coacción por parte de los Directores (18) Y ha utilizado expresiones muy severas, para dejar clara la bendita libertad de que gozamos en todo lo temporal, particularmente en las ideas políticas: si en algún caso alguno de ellos -decía refiriéndose a los miembros de la Obra-.intentara presionar a los otros imponiendo sus propias opiniones en materia política o servirse de ellos para intereses humanos, los demás se rebelarían y lo expulsarían inmediatamente (19). Más aún: si se diera alguna vez -no ha sucedido, no sucede y, con la ayuda de Dios, no sucederá jamás- una intromisión del Opus Dei en la política, o en algún otro campo de las actividades humanas, el primer enemigo de la Obra sería yo (20). Y en el trato con sus hijos se atuvo a este principio aun en ma-

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nifestaciones muy delicadas: nunca os he preguntado, ni os preguntaré jamás -y lo mismo harán, en todo el mundo, los Directores de la Obra-, qué piensa cada uno de vosotros en estas cuestiones, porque defiendo vuestra legítima libertad (21).

Servir a la Iglesia sin servirse de la Iglesia

Este espíritu se manifiesta en algunas actitudes prácticas. La más importante es el amor a la libertad, el rasgo que -en lo humano nuestro Fundador decía que deseaba dejarnos como herencia. Seríamos inconsecuentes si no respetásemos otras opiniones diferentes a la que cada uno de nosotros tenga (22). Y aseguraba enérgicamente nuestro Padre: si alguno no entiende esto se deberá quizá a que no entiende la libertad personal (23).

Por eso, qué triste cosa es tener una mentalidad cesarista, y no comprender la libertad de los demás ciudadanos, en las cosas que Dios ha dejado al juicio de los hombres (24). Esa mentalidad cesarista puede darse también entre los católicos cuando, bajo pretexto de la defensa de la fe, de la moral o de la Iglesia, se arrogan el monopolio de la verdad en lo que es opinable.

Escribía nuestro Padre, ya en los primeros años de la Obra: otra advertencia, hijos, aunque quizás es superflua, porque, si tenéis mi espíritu, difícilmente querréis actuar así en la vida pública. La advertencia es ésta: que no seáis católicos oficiales, católicos que hacen de la religión un trampolín, no para saltar hacia Dios, sino para subir hasta los puestos -las ventajas materiales: honores, riquezas, poder- que ambicionan. De ellos decía con buen humor una persona seria, quizá exagerando, que ponen los ojos en el cielo, y las manos donde caigan (25).

Precisamente porque amamos apasionadamente a la Iglesia, nues-

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tra Madre, nos repugna aun el pensamiento mismo de servirnos de ella para fines humanos. De la Iglesia sólo podemos servirnos para encontrar las fuentes de la gracia y de la salvación (26). Y no tolerarnos que ninguno confunda nuestros propios errores personales con la Iglesia. No hay derecho a involucrar a la Iglesia con la política, con la actuación política más o menos acertada, y siempre opinable de cada uno: eso es muy cómodo y muy injusto (27).

Por lo demás, la formación que recibimos en la Obra nos enseña que por encima de todo apasionamiento humano -aun del más justo y más noble-, está el supremo mandato de la caridad; y, en consecuencia, procuramos promover -dentro de la diversidad de opiniones temporales- la unidad de los católicos en lo esencial, en lo que la Iglesia enseña con autoridad, tan frecuentemente amenazada por las rencillas de los que militan en distintas posiciones políticas. Esa misma formación nos impulsa a ser santamente intransigentes con las ideas que se oponen a la enseñanza de la Iglesia y, al mismo tiempo, comprensivos -santamente transigentes- con las personas que equivocadamente las defienden; nos invita a manifestarnos siempre con la elegancia -que exige la justicia- de considerar que opinando sobre puntos que Dios ha dejado a la libre discusión de los hombres, podemos equivocarnos, y de hecho nos equivocamos muchas veces.

Disponibilidad para las tareas públicas

Como la inmensa mayoría de los ciudadanos, la mayor parte de los miembros del Opus Dei trabajan en oficios o profesiones ajenos a las tareas políticas. Sólo algunos, que tienen vocación profesional para la cosa pública, se dedican de lleno a esa actividad. Y lo hacen con plenísima libertad y con responsabilidad personal igualmente plena.

La Obra no tiene política alguna: no es ése su fin. Nuestra única finalidad es espiritual y apostólica, y tiene un resello divino: el amor a la

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libertad, que nos ha conseguido Jesucristo muriendo en la Cruz (cfr. Galat. IV, 31). Por esto, la Obra de Dios no ha entrado ni entrará nunca en la lucha política de los partidos: no es solamente loable, sino un estricto deber para muestra familia sobrenatural mantenerse por encima de las querellas contingentes, que envenenan la vida política, por la sencilla razón de que la Obra -vuelvo a afirmar- no tiene fines políticos, sino apostólicos.

Pero vosotros, hijos míos -cada uno personalmente-, no sólo cometeríais un error, como os acabo de decir, sino que haríais una traición a la causa de Nuestro Señor, si dejarais el campo libre, para que dirijan los negocios del Estado, a los indignos, a los incapaces, o a los enemigos de Jesucristo y de su Iglesia (28).

Es muy bueno estar disponibles para ejercer las tareas públicas, precisamente por el afán de poner a Cristo en la entraña del ordenamiento civil. Siempre con plena libertad y responsabilidad personales. Para los que se sientan llamados a estas tareas, van dirigidas especialmente las recomendaciones del Concilio Vaticano II: quienes son, o pueden llegar a ser, capaces de ejercer ese arte tan difícil y tan noble que es la política, prepárense para ella y procuren ejercitarla con olvido del propio interés y de toda ganancia venal. Luchen con integridad moral y con prudencia contra la injusticia y la opresión, contra la intolerancia y el absolutismo de un solo hombre o de un solo partido político; conságrense con sinceridad y rectitud, más aún, con caridad y fortaleza política, al servicio de todos (29).

Son objetivos nobles, de gran altura humana y moral, que la Iglesia recomienda no sólo a sus hijos, sino a cuantos se dedican profesionalmente a la gestión de la cosa pública. Metas de verdadero servicio a la colectividad que resultan especialmente asequibles a los cristianos, cuando de verdad se esfuerzan por seguir -en su vida personal, familiar y social- las huellas de aquel Maestro que no vino a ser servido, sino a servir, y a dar su vida en rescate por muchos (30).

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(1) De nuestro Padre, Carta, 9-1-1932, n. 42,

(2) Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 42.

(3) De nuestro Padre, Carta, 9-I-1932, n. 41.

(4) Surco, n. 301.

(5) De nuestro Padre, Carta, 9-I-1932, n. 46.

(6) Surco, n. 302.

(7) De nuestro Padre, Carta, 9-I-1932, nn. 45-46.

(8) Cfr. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 36.

(9) Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 43.

(10) Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 75.

(11) Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 74.

(12) De nuestro Padre, Carta, 9-I-1932, n. 51.

(13) De nuestro Padre, Carta, 9-I-1932, n. 50.

(14) Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 73.

(15) Atenágoras, Legado pro christianis 34.

(16) Conversaciones, n. 28.

(17) De nuestro Padre, Carta, 9-I-1932, n. 44.

(18) De nuestro Padre, Crónica 1-57, p. 7.

(19) Conversaciones, n. 28.

(20) Conversaciones, n. 28.

(21) De nuestro Padre, Carta, 9-I-1932, n. 48.

(22) De nuestro Padre, Carta, 9-I-1932, n. 49.

(23) Conversaciones, n. 28.

(24) Surco, n. 313.

(25) De nuestro Padre, Carta, 9-I-1932, n. 52.

(26) De nuestro Padre, Carta, 9-I-1932, n. 55.

(27) De nuestro Padre, Carta, 9-I-1932, n. 47.

(28) De nuestro Padre, Carta, 9-I-1932, n. 42.

(29) Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 75.

(30) Matth. XX, 28.