Cuadernos 8: En el camino del amor/Actos de contrición

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ACTOS DE CONTRICIÓN

Hemos sido elegidos por el amor de Dios, hijas e hijos queridísimos, para vivir este camino -siempre joven y nuevo- de la Obra, esta aventura humana y sobrenatural, que es corredención con Cristo, participación estrecha e íntima en el ansia impaciente de Jesús por extender el fuego que había venido a traer a la tierra (cfr. Luc. XII, 49) (1). Con la gracia de Dios, con esfuerzo y con la ayuda de todos nuestros hermanos en la Obra, vamos realizando en nuestra vida la identificación con Jesucristo, meta de toda santidad. Es tarea larga, que no puede darse por terminada en unos años: es un trabajo de toda la vida.

Cada día que pasa, el alma contemplativa se asemeja más y más a Jesucristo, se configura más profundamente con El mediante la oración y la recepción de sacramentos. El alma se endiosa: ¡su vida nueva contrasta tanto con la de antes, y con la que a su alrededor encuentra tantas veces! (2). Pero sabe que sólo en el Cielo esa identificación será perfecta: hay, a lo largo de esta navegación de la vida nuestra, tiempos de bonanza -interna o externa- incluso prolongados; pero sólo en el Cielo la paz es definitiva, la serenidad completa (3). Mientras caminamos, sentiremos el peso de la flaqueza: miserias que sanar, puntos de lucha, defectos de carácter quizá aparentemente superados y que de pronto parecen cobrar más fuerza, llamadas de la gracia a las que no sabemos corresponder con generosidad...

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Es consecuencia de la naturaleza caída, que se debate entre el bien y el mal, entre el pecado y la virtud, entre el egoísmo y la entrega. No podemos olvidar -recuerda nuestro Padre- que por el pecado original estamos proni ad peccatum; estamos injertados en aquella primera pareja caída; tenernos facilidad grande para caer; sentimos en la boca todo el sabor de aquella herencia. Propter peccata, por nuestros pecados, por el original y por los personales, padecemos todos esos sentimientos que no son de paz; esos errores: porque la naturaleza humana está muy dispuesta al error (4). Pero también tenemos al alcance de la mano el remedio oportuno: la contrición, los actos de desagravio, que constituyen una de las Normas de siempre de nuestro plan de vida.

La conciencia de la propia miseria

Como consecuencia de esa ley del pecado que llevamos dentro, puede ocurrir que, después de muchos años de servicio a Dios, después de llegar a la madurez luchando por vivir bien las Normas, alguien sienta, de pronto, de un modo especialmente vivo, toda la miseria de que estamos hechos. La obediencia, vivida anteriormente -mejor o peor, pero con alegría-, puede volverse un deber insoportable, que tropieza con un impulso incontrolado de rebeldía. Quizá también el espíritu crítico, que parecía definitivamente dormido y superado, renace cortante y lleno de amargura. Es posible que los pequeños detalles de la entrega se conviertan en algo sumamente costoso. Al mismo tiempo, el corazón puede verse atraído por cosas a las que había renunciado, y guardarlo entero para Dios supone una lucha y esfuerzo continuos. Tampoco sería extraño que los defectos del carácter -los propios y los de los demás- apareciesen con otro relieve, agigantados, hasta resultar difíciles de sobrellevar.

Esa repentina conciencia de la propia miseria no puede ser nunca motivo de sobresalto. Es algo normal en la vida interior, que alguna vez podremos experimentar. Pero hemos de estar prevenidos, porque existe

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el peligro de reaccionar de un modo humano, y las consecuencias serían desastrosas.

En efecto, puede caerse en la tentación de achacar al ambiente exterior o a determinadas circunstancias la razón de ser de nuestra flaqueza. De este modo el alma cierra el camino de la humildad, que es el que le habría de llevar a Dios, y no se deja ayudar. En consecuencia, los propósitos de mejora resultan una y otra vez ineficaces; y la tensión de una lucha denodada que, sin embargo, no produce fruto alguno, desemboca en una inquietud que quita la paz, la serenidad y la alegría. Los exámenes de conciencia pasan entonces fácilmente a ser fuente de inquietudes, que suelen originarse cuando el pecado duele no tanto porque es ofensa hecha a Dios, cuanto porque es miseria propia.

Nuestro Padre nos prevenía contra este peligro: en esta lucho íntima, en esta guerra ascética que llevamos dentro, hijos míos, hay errores en nuestra conducta y puede perderse la paz. Si tú piensas en esos errores. en esas infidelidades, piensa también en lo que el Señor te dice por boca de Jeremías: Ego cogito cogitationes pacis et non afflictionis (Ierem. XXIX, II): yo abrigo pensamientos de paz .y no de aflicción. Te dice a ti esas palabras, porque las necesitas: pensar otra cosa sería soberbia (5). El Señor nos quiere serenos, alegres. La lucha ascética que nos pide no es la que desemboca en el desasosiego y en el escrúpulo, sino otra muy distinta que llena de paz. Y cuando falta, debemos buscar la raíz de esa ausencia, y esa raíz es la soberbia. Porque puede haber rechazo del pecado y de sus consecuencias, deseos de santidad y, al mismo tiempo, moverse más o menos conscientemente por el malsano afán de estar en regla con Dios, de no deberle nada.

Crecer en humildad

El modo de proceder, en tal situación, no consiste en redoblar los esfuerzos y continuar luchando a brazo partido por levantar a toda cos-

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ta el edificio de la propia virtud. Supondría un esfuerzo titánico, imposible de mantener durante mucho tiempo. Antes o después vendrían el desaliento y la tristeza. El camino, por así decirlo, es el inverso. Se trata de ahondar en los cimientos, de volver a poner como base de toda la lucha ascética una profunda y verdadera humildad. Si tu humildad te lleva a sentirte eso -basura: ¡un montón de basura!-, aún podremos hacer de toda tu miseria algo grande (6).

Mientras no haya ese reconocimiento absoluto e incondicionado de las propias faltas, es inútil redoblar el esfuerzo de la lucha, porque Dios resiste a los soberbios y a los humildes da su gracia (7). Sólo a partir del arrepentimiento sincero, de la contrición profunda, llega la serenidad, la paz y la alegría. Hemos de reconocer, sin disculpas de ningún género, que hemos ofendido a Dios en esto y en aquello; sentir, íntimamente convencidos, la realidad de nuestros pecados. Y esto no sólo en circunstancias excepcionales, después de una caída aparatosa, sino constantemente, como reacción ante las más pequeñas faltas de generosidad y de correspondencia, ante los olvidos, ante la menor muestra de desamor hacia Dios, que tanto nos ama y que nos perdona siempre que volvemos a El con el corazón contrito y humillado (8).

Mientras callé -dice el salmista- consumíanse mis huesos con mi gemir, durante todo el día. Día y noche tu mano pesaba sobre mí, y mi vigor tornóse en sequedades de estío. Pero te confesé mi pecado, te descubrí mi iniquidad. Dije: "confesaré a Dios mi pecado", y tú perdonaste mi iniquidad (9). Es entonces cuando las faltas dejan de ser una carga que nos hace tambalear. Y -continúa nuestro Padre- si a pesar de todo, por mala disposición física, por falta de sueño, por cansancio, vienen esos pensamientos; entonces, es la hora de meditar lo que nos dice el Señor: invocabitis me, et ego exaudiam vos (Ierem. XXIX, l2); invocadme, que Yo os escucharé. ¿Hay padre o madre que tenga un corazón más grande y más hermoso? (10).

Cabe también el peligro de reaccionar admitiendo, sí, la realidad

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de las propias miserias, pero aceptándolas como algo inevitable: en el fondo, eludiendo la responsabilidad, disculpándose. De este modo alguien podría llegar a alcanzar una tranquilidad relativa; pero se trataría de una apariencia de paz, nunca del gaudium cum pace fruto de la humildad, de la verdad. Si no se es humilde, profundamente humilde -nos advierte nuestro Fundador-, es fácil llegar a deformarse la conciencia. Quizá en nuestra vida, por debilidad, podremos obrar mal. Pero las ideas claras, la conciencia clara: lo que no podernos es hacer cosas malas y decir que son santas (11).

Nuestro modo de reaccionar ante las propias faltas debe ser el de humillarnos, pidiendo perdón a Dios con un arrepentimiento sincero. ¿De qué nos podemos gloriar?, predicaba nuestro Padre. Yo no tengo más que miserias; si alguna cosa aceptable tengo, es de Dios. Y esto no es falsa humildad. Con mi inteligencia de hombre, en la presencia de Dios, sólo veo esto: miserias; y lo veo tan claro como que dos y dos son cuatro. Pero está la gracia de Dios: omnia possum in eo qui me confortat! (Philip. IV, 13), y lucho por convertirlas en divinas. Toda persona que lucha, lleva camino de santidad. Hijos míos, aprovechad estas luces de Dios porque -me lo habéis oído decir muchas veces- el Señor no quiere nuestras miserias, pero cuenta con ellas para nuestra humildad y para nuestra santificación (12).

Las propias faltas muestran lo que en realidad uno es: un desdichado y miserable y pobre y ciego y desnudo (13); hacen sentir la radical insuficiencia humana, como la de aquel siervo de la parábola que no tenía con qué pagar a su señor (14). Mas para eso se precisa un principio de humildad que nos lleve a clamar miserere mei, Deus, después de cada caída, grande o pequeña: ten misericordia de mí, Señor, según tu gran misericordia (15). El alma humilde reconoce que debe pedir a Dios perdón muchas veces al día. Cada vez que se aparta del buen camino ve la necesidad de acudir a Dios, con dolor sincero, como el hijo pródigo de la

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parábola: padre, pequé contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros (16). Y el Señor, que está cerca de los que tienen el corazón contrito (17), escucha esa oración humilde.

Hubiera muerto con la más desastrada de las muertes, dice San Juan Crisóstomo del hijo pródigo. Pero como se arrepintió y no perdió la esperanza, después de corrupción tan grande volvió a su primer esplendor, se vistió de la más bella vestidura y obtuvo honor mayor que el hijo que jamás había caído (18). Porque la misericordia de Dios es inmensa. En la Obra no hay nadie que tenga por oficio mortificar a los demás. Si esa persona que nos mortificó sin querer, sin darse atenta, recibe la corrección fraterna de otro, y viene a nosotros para pedir perdón por aquel detalle, ¡qué alegría! Le recibimos con los brazos abiertos... ¡Pues no podemos pensar arce el Señor Nuestro tiene un corazón más pequeño que el tuyo o el mío! Dios quiere la paz para nosotros y está esperando que acudamos de nuevo a El, para pedirle perdón. Por eso estoy tan contento (19).

El camino de la contrición

No podemos desconocer la realidad de nuestras faltas, ni perder la paz porque tenemos caídas, ni aceptarlas con un gesto de indiferencia, cansados ya de luchar contra ellas. Hemos de encontrar en la humildad la base firme que nos haga pelear sin desalientos ni claudicaciones. Y para lograrla tenemos un camino seguro, que es el de la contrición. Un camino maestro, al que el alma que tiene verdadera vida interior vuelve constantemente a lo largo de su existencia, porque resulta imprescindible tanto en la juventud como en la madurez, en toda circunstancia.

Así nos lo enseñó nuestro Padre: os he dicho muchas veces que la mejor de las devociones son los actos de contrición, y que siempre estoy volviendo como el hijo pródigo.

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No tenemos por qué llevar detrás, arrastrando, una cola de miserias: hay que ponerlas en manos de Dios y decirle como San Pedro después de las negaciones, con humildad verdadera: Domine, tu omnia nosti; tu seis quia amo te! (Ioann. XXI, l7); Señor, Tú sabes que te amo a pesar de mis flaquezas. Y así las miserias no nos apartan de Dios, sigo que nos llevan a El: como no se aparta de su madre el niño que cae de bruces. ¡Mamá!, grita, y corre a los brazos de su madre, o, si es un poco mayor, a los de su padre, que sabe que son más fuertes... Si hemos cometido un error, pequeño o grande, ¡a Dios corriendo! Cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies (Ps. L, 9); no despreciará Dios un corazón contrito y humillado (20).

No es lo malo estar lleno de miserias, sino dejar de luchar contra ellas. No os asustéis -escribe nuestro Fundador en una de sus Cartas-, porque el justo cae siete veces, y otras tantas se levanta (Prov. XXIV, 16). En nuestra pelea espiritual no faltarán fracasos. Pero ante nuestras equivocaciones, ante el error, debemos reaccionar inmediatamente, haciendo un acto de contrición, que vendrá a nuestro corazón y a nuestros labios con la prontitud con que acude la sangre a la herida, combatiendo con eficacia el cuerpo extraño, el germen de infección (21). Si tuviéramos la desgracia de ofender gravemente al Señor -¡tan lejos puede llegar nuestra miseria!-, e incluso aunque cayésemos muchas veces, pasado aquel momento de ofuscación o de debilidad, acudiremos siempre a nuestro hermano sacerdote, que nos perdonará en nombre de Jesucristo. Y con la gracia del sacramento saldremos reconfortados para la nueva lucha.

Junto al arrepentimiento y al dolor, hemos de fomentar el propósito de poner los medios para no caer otra vez en las faltas de que nos acusamos. El sentido de la filiación divina nos da una facilidad grande para volver con agradecimiento, seguros de ser recibidos por nuestro Padre (22). La experiencia de ser siempre acogidos con benevolencia paternal, nos moverá aún a mayor dolor, saboreando la realidad de que so-

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mos hijos de Dios. Lo mismo que una madre no tiene en cuenta las pruebas de desafecto del hijo, en cuanto el hijo se acerca a ella con cariño, tampoco Jesús se acuerda de las cosas que no hemos hecho bien, cuando al fin vamos con cariño hacia El, arrepentidos, limpios por el sacramento de la penitencia (23).

Apoyarse en los demás

La vida santa de nuestros hermanos, que luchan por servir al Se­ñor, será también estímulo que nos ayude a acudir a la misericordia de Dios con deseos de mejora. Cuando te sientas verdaderamente humillado por tus errores -recomendaba nuestro Padre-, haz lo que hacía Moisés (cfr. Exod. XXXII): poner los méritos de otros delante del Señor. Moisés presentaba los de su pueblo. Yo tengo costumbre de poner, en la presencia de Dios, las virtudes y los servicios de mis hijos. Suelo decir: Señor, ne respicias percata mea, sed fidem. Después añado: mira a estos hijos y a estas hijas, ¡cómo te aman, con qué alegría te sirven, qué ilusión tienen de extender por el mundo tu Nombre y tu Amor, con qué empeño y fidelidad obedecen a la Santa Iglesia y al Papa! (24).

Cuando la humildad nos lleva a ver, junto a las propias debilidades, las virtudes de los demás, entonces estamos en condiciones de agradecer que nos traten con cariño, que nos comprendan y nos disculpen sin merecerlo; y aprendemos a comprender las flaquezas de los otros y a quererlos tal como son, con sus defectos: a tener un corazón grande, que sepa medir las de los demás, por sus propias imperfecciones. Este es el único camino de caridad -la comprensión-, para ir limando miserias e imperfecciones propias y ajenas; y aun para servirse de esas imperfecciones y miserias, como impulso que lleve adelante la labor de apostolado (25).

De este modo no experimentaremos indiferencia o desagrado ante los defectos de otros, sino que sentiremos la necesidad de ayudar a

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nuestros hermanos con nuestra oración, con nuestra mortificación y con nuestro cariño, dolidos sólo por lo que supone una falta de amor a Dios. De nuestros pecados, como de los ajenos, lo que nos dolerá es que sean ofensas a Dios. Hijos míos -decía nuestro Padre-, por nuestros errores, por los errores de aquellos que forman nuestro pusillus grex, pida­mos perdón al Señor: miserere mihi, Deus; attende, Domine; miserere, quia peccavimus tibi. Tenemos obligación de ser ipse Christus, y El es el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo; hemos de borrar delante del Señor, con nuestra vida entregada, los errores propios y los ajenos (26)..

Paz y alegría

La contrición aleja de nuestra vida la mentalidad de víctima: hay una sola Víctima: Cristo Señor Nuestro en la Cruz (27). La contrición nos une a Cristo, llenándonos de deseos de reparar. Y esa rectitud de intención nos devuelve -si la habíamos perdido- la paz y la alegría. Nos lo recordó nuestro Fundador en muchas ocasiones: ¿cómo no perder la serenidad? Otras veces os he dicho: con rectitud de intención. Y ahora añado: haciendo actos de contrición. Con los actos de contrición mejora la vida espiritual, se llega a la serenidad, a la paz; y a veces mejora también la salud física. Por eso he pensado que quienes viven vida interior según nuestro espíritu, acaban siendo necesariamente personas serenas, con menos facilidad para enfermedades psíquicas, porque se ponen en manos del Señor, que las lleva por buen camino (28). Y añade nuestro Padre: ¿queréis más serenidad? Haced actos de contrición. ¿Queréis hasta bienestar físico? Haced más actos de contrición (29).

Paz y alegría, gaudium cum pace, es el premio que Dios otorga al alma arrepentida y contrita. Hijos míos, que estéis contentos. Yo lo estoy, aunque no lo debiera estar mirando mi pobre vida. Pero estoy conten-

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to, porque veo que el Señor nos busca una vez más, que el Señor sigue siendo nuestro Padre (30). Sólo hay motivos de optimismo. De esta manera no se pierden ni siquiera las batallas perdidas. Al contrario, cada laña más es como una condecoración. Por eso debemos tener la humildad de no esconderlas: los cacharros de barro arreglados con lañas tienen, a los ojos de Dios, más gracia que los que están nuevos (...).

¿Y qué trae esta paz, esta serenidad, este estado del alma que se siente hija de Dios? Nos llena a vivir abundantemente la caridad de Cristo y a comunicarla a los demás (31).

No importa que tengamos errores si, arrepentidos, estamos dispuestos a recomenzar cuantas veces sea preciso. Os lo he dicho muchas veces, y no me cansaré de repetir que la vida interior se compone de muchos sucesos como los de Naím. Resucitar, ¿qué es sino comenzar y volver a recomenzar? En la vida interior estamos resucitando a cada momento, con actos de contrición, de dolor Y de reparación (32).

Los actos de desagravio son una Norma de siempre, que debe ir tomando cuerpo en nuestra vida ya desde los primeros pasos en la vocación, porque es salvaguardia de la paz interior y de la perseverancia. A los que comienzan suele llevarlos el Señor -tal vez durante años- por esos mares menos borrascosos, para confirmarlos en su primera decisión, sin exigirles al principio lo que ellos aún no pueden dar, porque son sicut modo geniti infantes (I Petr. II, 2), como niños recién nacidos (33). Pero esto no excluye que, mejorando en el amor de Dios y en el conocimiento propio, se descubran con claridad faltas a las que antes se prestaba menos importancia. Por eso, hemos de enseñar a los más jóvenes a ejercitarse desde el principio en la contrición. De lo contrario, podría sucederles lo que advierte nuestro Padre: no puedo ocultaros, hijos míos, mi temor de que en algún caso ese endiosamiento, sin una base profunda de humildad, pueda ocasionar la presunción, la corrupción de la verdadera esperanza, la soberbia y -más tarde o más temprano- el derrumbamien-

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to espiritual ante la experiencia inesperada de la propia flaqueza (34).

Reconocerse pobres pecadores ante el Señor, hacer frecuentes actos de contrición, es el mejor modo de prevenir posibles conflictos y de asegurar la felicidad temporal y eterna. Haciendo muchos actos de contrición durante el día, conservaremos siempre joven y vibrante nuestra entrega, y cerraremos el paso a inquietudes y tensiones que podrían ahogar el deseo de ser santos. Acaba siempre tu examen -recomienda nuestro Padre en Camino- con un acto de Amor -dolor de Amor-: por ti, por todos los pecados de los hombres... -Y considera el cuidado paternal de Dios, que te quitó los obstáculos para que no tropezases (35).

La meta final es la identificación con Jesucristo. Este es el rumbo que hemos de tener siempre presente, a la hora de la tempestad y de la calma. A mí -decía nuestro Padre- me gusta contemplar una labor de jardinería. ¡Cuántas veces he visto convertir en cuarenta y ocho horas una plaza pública en un vergel! Nosotros somos también un erial que ha de convertirse en vergel; una ramita que debe dar fruto dulce y abundante. Y para eso, hijos míos, hemos de injertarnos en el árbol que es Jesucristo: necesitamos vivir en Cristo, con Cristo, para Cristo, a pesar de nuestras flaquezas (36).

Para llegar a esa identificación con Jesucristo, hay que hacer muchos actos de contrición. Y si nos parece grande el peso de nuestras faltas, debemos recurrir siempre a María, porque Ella jamás nos abandonará, en este camino de servicio a su Hijo Jesús, en medio del mundo (37).

Acudamos, pues, a la Virgen, para que nos obtenga de la Trinidad Beatísima, más gracia; la gracia de la fe, de la esperanza, del amor, de la contrición. Para exclamar, con San Pedro: Domine, tu omnia nosti; tu seis quia amo te! (Ioann. XXI, 17) (38)..

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(1) De nuestro Padre, Carta, 9-I-1959, n. 1.

(2) De nuestro Padre, Carta, 24-III-1931, n. 3.

(3) De nuestro Padre, Carta, 24-III-1931, n. 9.

(4) De nuestro Padre, Meditación, 5-XI-1967.

(5) De nuestro Padre, Meditación, 5-XI-1967.

(6) Camino, n. 605.

(7) 1 Petr. V, 5.

(8) Cfr. Ps. LI, 19.

(9) Ps. XXXI, 3-5.

(10) De nuestro Padre, Meditación, 5-XI-1967.

(11) De nuestro Padre, Carta, 24-III-1931, n. 37.

(12) De nuestro Padre, Tertulia, 9-XI-1966.

(13) Apoc. III, 17.

(14) Cfr. Matth. XVIII, 23-27.

(15) Ps. LI, 3.

(16) Luc. XV, 18-19.

(17) San Agustín, In Ioannis Evangeliurn tractatus 15, 25.

(18) San Juan Crisóstomo, Exhortatio ad Theodorum lapsum 1, 7.

(19) De nuestro Padre, Meditación, 5-XI-1967.

(20) De nuestro Padre, Meditación, 5-XI-1967.

(21) De nuestro Padre, Carta, 24-III-1931, n. 11.

(22) De nuestro Padre, Instrucción, mayo-1935, 14-IX-1950, nota 28.

(23) De nuestro Padre, Carta, 24-III-1931, n. 59.

(24) De nuestro Padre, Instrucción, 8-XII-1941, n. 26.

(25) De nuestro Padre, Instrucción, 31-V-1936, n. 46.

(26) De nuestro Padre, Instrucción, 31-V-1936, nota 122.

(27) De nuestro Padre, Carta, 24-III-1931, n. 15.

(28) De nuestro Padre, Meditación, 5-XI-1967.

(29) De nuestro Padre, Meditación, 5-XI-1967.

(30) De nuestro Padre, Carta, 24-III-1931, n. 62.

(31) De nuestro Padre, Meditación, 5-XI-1967.

(32) De nuestro Padre, Crónica VII-65, pp. 45-46.

(33) De nuestro Padre, Carta, 24-III-1931, n. 5.

(34) De nuestro Padre, Carta, 24-III-1931, n. 4.

(35) Camino, n. 246.

(36) De nuestro Padre, Tertulia, 7-I-1964.

(37) De nuestro Padre, Carta, 24-III-1931, n. 63.

(38) De nuestro Padre, Instrucción, mayo-1935, 14-IX-1950, nota 118.