Cuadernos 11: Familia y milicia/Siempre acompañados

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SIEMPRE ACOMPAÑADOS


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La llamada de Dios, que nos ha hecho formar parte de una gran familia sobrenatural, lleva consigo que ya no podamos sentirnos nunca solos, porque la Obra derrocha siempre cariño y comprensión con cada uno de sus hijos. El Opus Dei entero es un hogar: un solo hogar con un solo puchero 1.Y la razón de que constituyamos una sola familia, no se basa en la materialidad de convivir bajo un mismo techo. Como los primeros cristianos, somos cor unum et anima una (Act. TV, 32) y nadie en la Obra podrá sentir jamás la amargura de la indiferencia 2. Con esa fraternidad espiritual nos sentimos siempre acompañados, protegidos por el ambiente cálido y profundamente cordial propio de una familia, en la que el cariño y la preocupación de unos por otros son su atmósfera de vida. Aun cuando podamos estar físicamente alejados de nuestros hermanos, no nos sentimos nunca aislados. Ningún hijo de Dios está solo, ninguno es un verso suelto: somos versos del mismo poema épico, divino, y no podemos romper esa unidad, esa armonía, esa eficacia 3.

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La fuerza de no estar solo

Nuestro afán de almas, junto con el anhelo de divinizar todas las cosas humanas nobles, nos puede llevar en ocasiones a tener que vivir en una situación de aparente aislamiento, en escaso contacto con otras personas de Casa. Pero viviendo nuestro espíritu no nos sentiremos nunca solos, porque tenemos en el Opus Dei un sentido eclesial, desde que hemos nacido, que nos hace vivir instintivamente la realidad del Cuerpo Místico de la Iglesia, y de este miembro del Cuerpo Místico que es la Obra 4. Hacemos así operante en nuestra vida una de las verdades de la Fe cristiana —el dogma de la Comunión de los Santos—, que nos mantiene unidos al Padre y a nuestros hermanos, con una solidaridad que ninguna circunstancia —por adversa que sea— puede romper: vivid una particular Comunión de los Santos: y cada uno sentirá, a la hora de la lucha interior, lo mismo que a la hora del trabajo profesional, la alegría y la fuerza de no estar solo 5.

No estás solo insiste nuestro Padre en otro punto de Camino. Te hacemos mucha compañía desde lejos. —Además..., asentado en tu alma en gracia, el Espíritu Santo —Dios contigo— va dando tono sobrenatural a todos tus pensamientos, deseos y obras 6. La inhabitación de Dios en el alma en gracia, junto con la Comunión de los Santos y la realidad familiar de la Obra, hacen que nos sintamos siempre acompañados. Como Jesucristo, cuando se vio abandonado por los suyos, podemos decir, en cualquier circunstancia de nuestra vida: no estoy solo, porque el Padre está conmigo7. En cualquier parte —en el ajetreo de una fábrica y en el silencio de un laboratorio, en el

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rumor de la calle y en las mil situaciones de la vida ordinaria— podemos mantener un diálogo íntimo con el Señor, un coloquio no necesariamente con palabras, pero siempre hecho de amor, que mantiene el corazón continuamente vibrante. Dios está siempre con nosotros: si subiere a los cielos, allí estás tú; si bajare a los abismos, allí estás presente; si, robando las plumas a la aurora, quisiera habitar en los extremos del mar, también allí me cogería tu mano y me sostendría tu diestra. Si dijere: «las tinieblas me ocultarán, será la noche mi luz en torno mío», tampoco las tinieblas son densas para ti, y la noche luciría como el día, pues las tinieblas y la luz son iguales para ti 8.

Este convencimiento forma parte del ambiente que tenemos que difundir en todas partes, quizá especialmente ahora que la civilización moderna, fría en su racionalidad y, a veces, deshumana en su funcionalidad, deja a los hombres en una soledad dramática. Parecería que Dios está lejano, pero sabemos por la fe que no es así: que nos viene al encuentro de mil maneras, cada día, cada instante9.

Eslabones de una misma cadena

Hay muchas personas que —aun estando en medio de una muchedumbre de parientes, amigos, compañeros— se sienten solas. Unas veces, porque no encuentran a su alrededor un trato afectuoso, humano; otras, porque quizá son incapaces de abrir su corazón a los demás. La incomunicabilidad ha venido a ser un rasgo característico de parte de la sociedad contemporánea, en la medida en que dominan —quizá encubiertos— el materialismo o el egocentrismo, que son las dos formas —una,

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animal; la otra, diabólica— con que el hombre puede cerrarse a la comunicación del amor. El que no se da, porque sólo quiere recibir, o porque quiere nutrirse de sí mismo, acaba asfixiándose. Y en definitiva, únicamente Dios puede llevar al alma a darse. Por eso es lógico que quien no conoce a Dios o no le ama, se encuentre tarde o temprano con el corazón vacío, porque sin Dios todo lo demás es como cisternas agrietadas, incapaces de retener el agua 10. Y sólo en Dios podemos verdaderamente encontrarnos, comunicar, identificarnos. Fuera de Dios no sabemos amar de verdad, y no sabemos tampoco sentirnos queridos.

Somos personas corrientes, de la calle; no nos son ajenas las circunstancias, los peligros y las tentaciones que afectan a la vida de nuestros compañeros: tampoco, por tanto, el riesgo de la soledad en un ambiente hostil o frío. Pero nuestro espíritu nos ofrece todo lo necesario para superar cualquier dificultad. Os he hablado antes —escribía nuestro Padre— de que es preciso tener unas cuantas ideas madres, a las que acudir con frecuencia para encenderse en ellas. Ésta es una: no estamos solos, porque Dios existe, y me ha llamado a la existencia, y me mantiene en ella, y me da fortaleza. Además, me ha elegido con predilección 11.

Este sentirse acompañado por Dios hace necesario, fácil y gustoso el deber de acompañar a los demás, de difundir en los demás el calor que Dios pone en nuestro corazón con su presencia. No estoy solo, porque la llamada de Dios hizo que haya muchas almas que dependen de mí, a las que puedo ayudar o a las que puedo hacer daño. Somos eslabones de una misma cadena 12.

En el Opus Dei tampoco podemos sentirnos desvinculados del resto de los hombres. La llamada de Dios nos empuja, por

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su misma naturaleza, a estar en relación con mucha gente. Y cuando, por las circunstancias que fueren, comenzamos a vivir en un ambiente desconocido y nuevo, la vocación proselitista nos hace salir inmediatamente del inicial aislamiento. Pido para mis hijos la fortaleza de espíritu que les haga capaces de llevar consigo su propio ambiente; porque un hijo de Dios, en su Obra, debe ser como una brasa encendida, que pega fuego dondequiera que esté, o por lo menos eleva la temperatura espiritual de los que le rodean, arrastrándolos a vivir una intensa vida cristiana 13.

Con la continua presencia de Dios, el cariño de nuestros hermanos y el afán proselitista, estamos bien protegidos contra la soledad que amarga la vida de tantas personas y la hace estéril y vacía. Por esta razón repetía nuestro Padre: en la Obra nadie debe estar solo, y si está solo es porque quiere 14: porque se resiste en su egoísmo a aceptar el consejo, la compañía, la ayuda de sus hermanos; porque no abre con sencillez el corazón en la Confidencia; porque —sin vida interior— se ha enfriado su espíritu de proselitismo.

Querer con los demás

No es corriente que alguien busque directamente el aislamiento. La soledad suele venir más bien cuando lo que se tiene en común con los demás, que debía predominar, queda ofuscado o relegado por algo que se hace propio y exclusivo; cuando se pretenden en primer término objetivos puramente personales. Nos aislamos de los demás en la medida en que compartimos menos afanes con ellos, en la medida en que nuestra vida se polariza en una dirección que les es ajena. El afecto tiende a

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configurarse con lo que ama. Cuando todos queremos lo mismo, por ese mismo hecho nos identificamos unos con otros, nos sentimos unidos y acompañados. Querer con los demás es el mejor modo de querernos.

Al mismo sentimiento de soledad podría llegar el que no abriera su corazón en la Confidencia, el que entorpeciera —a fuerza de reprimirlo— el desahogo de su intimidad. Todos los seres humanos necesitan comunicar a otras personas los sentimientos más íntimos que anidan en su corazón. Normalmente, esta necesidad se realiza en la amistad: el amigo recoge la confidencia del amigo, le consulta, le anima, le acompaña en su alegría o en su dolor. En la Obra, por vocación divina, este cauce natural ha sido sobrenaturalizado y, sin desvirtuar sus peculiares características, ha sido elevado a la categoría de medio de formación. Así, la Confidencia, sobrenatural y humana al mismo tiempo, sigue siendo el cauce idóneo para que el alma descargue allí sus preocupaciones, sus luchas, sus ilusiones, sus proyectos. Cuando, por falta de visión sobrenatural, no se ve en la Confidencia este aspecto de cariño y de amistad, cuando no se considera al Director —o a quien hace sus veces— como el mejor amigo, cuando no se sabe ver en él a Jesucristo, cuando falta confianza, no llega a realizarse esa transferencia exigida por la misma naturaleza humana, y en la persona que pasa por este trance surge, tarde o temprano, un sentimiento de soledad.

Algunas situaciones normales de la vida ascética ó del trabajo, si no estamos prevenidos, podrían dar origen —en determinadas circunstancias— a la tentación de la soledad. Quizá se experimente durante una temporada cierta aridez en el cumplimiento de las Normas, y se tenga la impresión de que Dios no está con nosotros; es el momento de la generosidad profunda, de la purificación del egoísmo; y es así como se vence el peligro del aislamiento que acecha.

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Si estás solo, hijo mío —decía nuestro Padre— es porque quieres: porque no pones los medios 15. Ante el sentimiento de soledad, si llega alguna vez a presentarse, hay que rectificar prontamente poniendo los medios oportunos. De lo contrario, esa situación llenaría de tinieblas la vida y la reduciría a la esterilidad más absoluta: quedará desierta, no será podada ni cavada, crecerán en ella los cardos y las zarzas y aun mandaré a las nubes que no lluevan sobre ella 16.

Una postura desviada, que conduciría a la infelicidad en la tierra y en el cielo, consistiría en buscar soluciones a esa soledad culpable, fuera del camino que Dios mismo ha trazado a cada uno, o en resignarse con esa situación, envidiando quizás a otras personas y consumiendo las propias energías en sueños irrealizables o en imaginaciones quiméricas. El que obrara así cerraría aún más su corazón, y podrían aplicársele las palabras del Salmo: está seco mi corazón y consumido como heno (...). He venido a ser como pelícano del desierto, como un búho entre las ruinas. No duermo y sollozo, soy como pájaro solitario sobre el tejado (...). Mis días son como sombra que se alarga, y me he secado como hierba I7. Si no saliera de ese estado, acabaría rechazando el cariño de sus hermanos: porque el que se encierra en sí mismo, ni siquiera advierte los detalles de afecto, se hace impermeable; mientras tiene una sensibilidad casi patológica para cualquier pequeña inconsideración de los demás.

La solución habría que buscarla por otro camino. Nos advertía nuestro Padre: desde el principio he querido —lo ha querido Dios Nuestro Señor— que nadie en Casa tenga una preocupación o una pena para él solo. En las manos de todos están los medios, para que puedan hacer ver al Director en qué si-

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tuación se encuentran; que recen y que hablen confiadamente; que preparen con empeño su Confidencia. Y de este modo nunca nos encontraremos solos en nuestra lucha por la santidad 18.

Lo más importante, lo que está en la base de todo, es reconquistar la compañía divina. Y para eso, es absolutamente necesario acudir a la oración de cada día con el afán sincero de encontrar al Señor, que nos espera en el Sagrario, y de entablar un diálogo personalísimo con Él. Buscas la compañía de amigos que con su conversación y su afecto, con su trato, te hacen más llevadero el destierro de este mundo..., aunque los amigos a veces traicionan. —No me parece mal.

—Pero... ¿cómo no frecuentas cada día con mayor intensidad la compañía, la conversación con el Gran Amigo, que nunca traiciona? 19. Mientras no se expulse a Dios del corazón por el pecado, siempre está abierta la posibilidad de encontrarle y de no sentirnos solos. Por eso, la soledad más dramática, la más absoluta, es la soledad del pecado; y aun en este caso, Dios vuelve a ocupar su puesto en el alma mediante el arrepentimiento y la confesión. ¡Cuántas tonterías —nos decía nuestro Padre—, cuántas contrariedades que desaparecen inmediatamente, si nos acercamos a Dios en la oración! Id a hablar con Jesús, que nos pregunta: ¿qué te pasa? —Me pasa..., y enseguida, luz 20.

Con ansia de perpetuación

Para no encontrarse nunca solo, el otro camino estrechamente vinculado con la vida interior, de la que es consecuencia forzosa e inmediata— es preocuparse de los demás y hacer pro-

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selitismo. El proselitismo, hijos, indica cómo va nuestra vida espiritual. Cuando algún sacerdote o religioso se quejan de que no tienen vocaciones, pienso que la razón sólo puede ser una: que no viven bien la suya; que no la aman.

Si alguno de mis hijos no tiene ese afán proselitista es que va mal: está moribundo, no le late el corazón. Fomentad la ilusión de multiplicaros por mucho: nos llaman, hijos, del mundo entero y necesitamos gente joven, bien formada, que vaya a trabajar a otros países 21. Ante situaciones de aislamiento, en un ambiente desconocido, nuestro Fundador siempre repetía este consejo: hacer apostolado, buscar vocaciones. Ya en 1934, escribía: vibrad, y los que estéis aislados, no os quejéis. —¿No será, quizá, vuestro aislamiento voluntario?

Reunid un pequeño grupo de amigos —con ocasión de una obra concreta de caridad o de cultura— y, si vibráis, si tenéis espíritu, de ese núcleo de jóvenes virtuosos y cultos saldrán los nuevos apóstoles —con vuestro mismo ideal, con vuestro mismo sentir, con vuestra misma ansia y vibración—, que os sacarán del aislamiento 22.

Hacer proselitismo es la mejor manera de llenar el ansia de perpetuación que late en todos los corazones humanos. ¿Quién no tiene hambre de perpetuar su apostolado? 23. En las vocaciones que hayamos traído a la Obra, en las que hayamos ayudado a perseverar, tendremos la garantía de que nuestra vida ha sido fructuosa y plena, de que no se ha agostado en una soledad infecunda.

Si ponemos en práctica este punto esencial de nuestro espíritu, jamás podremos encontrarnos solos. Al contrario, buscaremos la cercanía de los demás hombres para realizar en ellos nuestra labor apostólica: en el trabajo, en el estudio, en la oficina, en el hogar.

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De esa convivencia —decía nuestro Padre— tomáis ocasión para acercar las almas a Cristo Jesús, y es lógico que no la rehuyáis. Más aún, es preciso que la busquéis, que la fomentéis, porque sois apóstoles, con un apostolado de amistad y de confidencia, y no podéis encerraros en ningún muro que os aísle de vuestros compañeros: ni materialmente —porque no somos religiosos—, ni espiritualmente, porque el trato noble y sincero con todos es el medio humano de vuestra labor de almas 24.

Más valen dos que uno solo

La vida de nuestro Padre es una demostración práctica de que una persona que vive el espíritu del Opus Dei no puede nunca sentirse sola, a pesar de las contradicciones que pudieran presentarse. Nosotros tenemos una vida interior particular, propia, en parte común sólo a nosotros. Característica de esa vida interior de los miembros de la Obra, que ha de darnos a cada uno un modo peculiar de ver las cosas, es procurar activamente la santidad de los demás. No amamos a Dios si nos dedicamos a pensar sólo en nuestra propia santidad: hay que pensar en los demás, en la santidad de nuestros hermanos y de todas las almas.

Después de mi muerte, podéis romper el silencio que vengo guardando desde hace tantos años, y gritar, gritar. He tenido que callar por años y años. Entre mis papeles encontraréis muchas exhortaciones a la prudencia, al silencio, a vencer las dificultades con la oración y la mortificación, con la humildad, con el trabajo y los hechos, y no sólo con la lengua. Había una cosa que me impedía hablar, que me llevaba a callar, y que tie-

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ne relación con todo el preámbulo que vengo haciendo. Yo tenía —no es cosa mía, es gracia de Dios Nuestro Señor— la psicología del que no se encuentra nunca solo, ni humana ni sobrenaturalmente solo. Tenía un gran compromiso divino y humano. Y quisiera que vosotros participaseis también de este gran compromiso que persiste y persistirá siempre.

No me he encontrado nunca solo. Esto me ha hecho callar ante cosas objetivamente intolerables: ¡hubiera podido producir un buen escándalo! Era muy fácil, muy fácil... Pero no, he preferido callar, he preferido ser yo personalmente el escándalo, porque pensaba en los demás.

No tenemos más remedio que contar con ese —vamos a llamarlo así— prejuicio psicológico de pensar habitualmente en los demás, tener ese punto de vista determinado, propio, exclusivo nuestro 25.

Más valen dos que uno solo, porque logran mejor fruto de su trabajo. Si uno cae, el otro le levanta; pero ¡ay del que está solo, que si cae no tiene quien le levante!26. Si alguien pasara alguna vez por esas tristes circunstancias, todos en la Obra le ayudarían a salir de su soledad: con su oración, con su compañía, con su cariño sobrenatural y humano. Nadie podría nunca decir: he venido a ser extraño para mis hermanos, extraño a los hijos de mi madre27; porque si abriera el corazón, si renovara su afán de santidad y su vocación proselitista, inmediatamente volverían a florecer en su alma el gozo y la seguridad de sentirse acompañado.

Que ninguno se encuentre solo en el Opus Dei, escribía en otra ocasión nuestro Padre: pido al Señor que todas mis hijas y todos mis hijos terminen su carrera terrena sin haber sentido la crueldad de la indiferencia, y que puedan repetir gozosos

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las palabras del salmo: ecce quam bonum, et quam iucundum habitare fratres in unum! (Ps. CXXXII, 1), ¡qué bueno y qué agradable es vivir unidos los hermanos!28. La única manera de conseguirlo es olvidarse cada uno de sí mismo, y pensar en Dios y en los demás; porque —son palabras de Jesucristo— si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, quedará solo; pero si muere, llevará mucho fruto 29.

1. De nuestro Padre, Carta 29-IX-1957, n. 11.
2. De nuestro Padre, Carta 6-V-1945, n. 23.
3. De nuestro Padre, Carta 24-III-1931, n. 56.
4. De nuestro Padre, Carta 31-V-1954, n. 30.
5. Camino, n. 545.
6. Ibid. n. 273.
7. Ioann. XVI, 32.
8. Ps. CXXXVIII, 8-12.
9. De nuestro Padre, Carta 7-X-1950, n. 27.
10. Ierem. II, 13.
11. De nuestro Padre, Carta 29-IX-1957, n. 67.
12. Ibíd.
13. De nuestro Padre, Carta 24-III-1930, n. 11.
14. De nuestro Padre, Instrucción, mayo-1935, 14-IX-1950, n. 46.
15. De nuestro Padre, Instrucción, l-IV-1934, nota 7.
16. Isai. V, 6.
17. Ps.CI, 5-12.
18. De nuestro Padre, Instrucción, 31-V-1936, n. 96.
19. Camino, n. 88.
20. De nuestro Padre, Meditación La oración de los hijos de Dios, 4-IV-1954; En diálogo con el Señor, p. 34
21. De nuestro Padre, Tertulia, l-V-1968.
22. De nuestro Padre, Instrucción, l-IV-1934, nn. 85 y 86.
23. Camino, n. 809.
24. De nuestro Padre, Carta 16-VII-1933, n. 13.
25. De nuestro Padre, Meditación Señal de vida interior, 3-III-1963; En diálogo con el Señor, p. 64.
26. Eccles. IV, 9-10.
27. Ps. LXVIII, 9.
28. De nuestro Padre, Carta 31-V-1954, n. 23.
29. Ioann. XII, 24.