Cuadernos 11: Familia y milicia/Ambiente de familia

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AMBIENTE DE FAMILIA


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Prosiguiendo Jesús su viaje, entró en cierta aldea, donde una mujer, por nombre Marta, le recibió en su casa 1. En ese hogar de Betania, como en el de Nazaret o en la casa de Pedro, en Cafarnaún, encontró siempre el Señor un lugar de descanso tras las jornadas de predicación o de viaje de una parte a otra de Palestina. A Jesús, que no tenía un lugar donde reclinar la cabeza 2, no le faltó un rincón amable preparado con delicadeza y cariño por las personas que le querían.

Nuestra vocación nos lleva a todos los caminos de la tierra, para combatir las batallas de Dios sembrando la alegría y la paz. Pero el Señor, si de una parte nos llama a la primera línea del frente, con los sacrificios y riesgos —y también la gloria— que esto comporta, de otra quiere que dispongamos de un hogar donde reponer las fuerzas. Así que la Obra es milicia y es hogar; lucha y paz; renuncia gozosa y caridad llena de cariño: Nazaret y el Calvario3.

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Un solo hogar

En el plan que Dios ha trazado para nuestra santificación y la plena eficacia de la labor apostólica, este calor de hogar tiene una gran importancia: es —con la alegría, la sinceridad y la delicadeza en el trato mutuo— el aire de familia del Opus Dei 4. Sin embargo, la razón de que constituyamos una sola familia—nos enseñó siempre nuestro Fundador—, no se basa en la materialidad de coincidir bajo un mismo techo. Como los primeros cristianos, somos cor unum et anima una (Act. IV, 32) 5. No penséis, pues —escribía don Álvaro—, que el ambiente y las virtudes de este hogar se han de limitar a las paredes materiales de nuestros Centros. Hablo (...) a los corazones de todas mis hijas e hijos, cualquiera que sea la sede material donde trabajan o donde descansan, donde pasan el día después de su jornada de trabajo, donde desenvuelven su vida familiar. La Casa del Opus Dei, como la Casa de Nazaret, no está circunscrita a un recinto de cuatro paredes 6.

Si en cada rincón de ese único hogar ha de manifestarse el espíritu del Opus Dei, con más motivo en las sedes materiales de nuestros Centros, donde habitualmente vive un reducido número de personas. Allí, en efecto, todos han de ver y respirar el aire de familia que habrán de infundir en otros hogares. Nuestro Fundador escribió que los hogares del Opus Dei son acogedores y limpios, nunca lujosos, aunque procuramos que tengan aquel mínimo de bienestar que se necesita para servir a Dios, para practicar las virtudes cristianas, para estar en condiciones de trabajar y para que se desarrolle con dignidad y sin estridencias la personalidad humana. Nuestras casas tie-

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nen la sencillez del hogar de Nazaret, que fue testigo de la vida oculta de Jesús, y el calor —humano y divino— del hogar de Betania, que el Señor santificó, buscando en él la amistad verdadera, la intimidad, la comprensión 7.

El calor de hogar no depende de los muebles, del buen gusto en la decoración, de la limpieza..., aunque todo esto ayude, y mucho, a conseguir ese aire grato que se respira en nuestra familia. Es fruto, principalmente, de la preocupación de todos y de cada uno por el bienestar espiritual y físico de los demás: porque tú procuras que estén las cosas en su sitio. Y porque, si tú ves que aquél necesita ropa y no lo dice —que debe decirlo—, lo dices tú; y si aquél no come, lo dices al Director; y si se ve una cosa rota, se avisa enseguida8.

El cuidado de las cosas pequeñas

Parte importante del ambiente de hogar depende del cuidado de las cosas materiales, que cuando se hacen con amor dejan de ser materiales, porque son también medios de santificación, de alabanza a Dios y de apostolado 9. Desde el principio de la Obra, nuestro Fundador enseñó a quienes le rodeaban este espíritu de familia, que les transmitía un íntimo y entrañable vigor para la tarea que habían de afrontar. Y esa formación les impulsaba también —como en cualquier familia buena— a considerar aquellas paredes como las del propio hogar: había que cuidar la casa; surgía —bajo el ejemplo y el amable impulso de nuestro Fundador— el deseo de llenar de muebles unas habitaciones vacías. El recurso a las familias de sangre era lo natural. Esto daba mayor cohesión aún, mayor sabor familiar, si cabe, a

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aquellos pisos primeros 10. Y lo mismo se ha seguido haciendo en la Obra, a la hora de comenzar la labor en una ciudad o un país, bajo el impulso directo de nuestro Padre.

En muchas ocasiones, para grabar bien este espíritu en sus hijos, nuestro Fundador nos impartía lecciones prácticas de cómo se han de cuidar los más pequeños detalles de la casa, precisamente por la entrañable dimensión de hogar que manifiestan. Y esto tiene mil manifestaciones pequeñas: es colocar bien los muebles en su sitio; es cerrar las ventanas con sentido común —en invierno, cuando ya no hay luz, cerrar las contraventanas para que la casa conserve el calor de la calefacción; en verano, cuando el sol es fuerte, para que no se estropeen las tapicerías de los muebles—; es ver si la calefacción marcha, y si no marcha avisar; es, en una palabra, cuidar los detalles del hogar, sin que esto suponga una atención especial, con naturalidad. Y eso no nos da una psicología encogida; hace falta una voluntad recia para ser constante en esas cosas pequeñas, en un detalle continuo, por amor a Jesucristo y por cariño a los demás. Ese conjunto de pequeñas cosas es mortificación constante: para que todo esté ordenando, limpio, agradable, cómodo. Ese conjunto de pequeñas cosas es mortificación, una mortificación que no mata, que no agobia, pero que trasciende de caridad, de cariño; una mortificación que ayuda a los demás a ser santos 11.

Como nos escribió don Álvaro, el hogar de la Obra no se puede aislar de este contexto de lucha, de exigencias de entrega, sin violentar la voluntad de Dios inscrita en el espíritu de nuestro Fundador. Nuestro hogar—amable, alegre— desconectado de esta relación al combate se desvirtuaría y disgregaría. No somos un rincón de cualquier casa, sino de aquella en donde habitó el Hijo de Dios, que había de dar su vida por la Redención del mundo (...).

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Por lo tanto, todo en nuestro hogar —como en Nazaret, donde mora el Amor— mira hacia la vida que ha de entregarse 12.

Para que pisen blando

La preocupación de unos por otros ha de llevar al sacrificio personal, sirviendo a los demás con alegría, cumpliendo de verdad —sin aferrarse a los propios gustos— aquella petición que tantas veces nos hizo nuestro Padre: poned en el suelo el corazón, para que pisen blando vuestros hermanos 13.

No podemos concedernos reposo en la lucha para mortificar la comodidad y el egoísmo, porque de eso depende también el aire de familia de nuestros hogares. Como recordaba nuestro Fundador, cada uno de nosotros tiene su carácter, sus gustos personales, su genio —su mal genio, a veces— y sus defectos. Cada uno tiene también cosas agradables en su personalidad, y por eso y por muchas más razones, se le puede querer. La convivencia es posible cuando todos tratan de corregir las propias deficiencias y procuran pasar por encima de las faltas de los demás: es decir, cuando hay amor, que anula y supera todo lo que falsamente podría ser motivo de separación y de divergencia.

Si alguno dice que no puede aguantar esto o aquello, que le resulta imposible callar, está exagerando para justificarse. Hay que pedir a Dios la fuerza para saber dominar el propio capricho; la gracia, para saber tener el dominio de sí mismo. Porque los peligros de un enfado están ahí: en que se pierda el control y las palabras se puedan llenar de amargura, y lleguen a ofender y, aunque no se deseaba, a herir y a hacer daño.

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Es preciso aprender a callar, a esperar, y a decir las cosas de modo positivo, optimista 14.

Ésta fue la constante exhortación de nuestro Padre, en la que resumía todo lo que esperaba de nosotros: hijos de mi alma, amaos los unos a los otros, que lo demás son pamplinas. Dejaos de simpatías y antipatías; nosotros obramos sobrenaturalmente. ¡Quereos! ¡Quereos de verdad! 15. Y en otro momento: entiendo perfectamente la predicación única que hacía San Juan, cuando decía: filioli mei, diligite alterutrum; hijitos míos, amaos los unos a los otros. Que os queráis, que sepáis convivir, que os fijéis en que la gente vaya vestida como debe; que no exageren en la pobreza; que coman; si uno está enfermo, a cuidarlo... Tenéis que ser unos para otros como hermanos mayores, pero hermanos mayores afectuosos, con sentido de responsabilidad l6.

Es la misma petición que don Álvaro nos repetía cuando el trabajo de la Obra entre las mujeres celebraba sus Bodas de Oro: le pido al Señor una gracia, apoyándome con confianza en la intercesión de la Santísima Virgen, de nuestro Padre, de los Abuelos y de Tía Carmen: la gracia de que en el corazón de cada hija y de cada hijo mío se respire siempre este ambiente de exigente milicia y de hogar amable, de lucha ascética y de santa caridad llena de cariño. De esta forma, la Obra entera conservará esa fuerte y divina cohesión, os lo repito, firme, compacta y segura en el seguimiento de Cristo, en los más distintos lugares de este mundo, y no podrá ni germinar ni crecer la mucha cizaña que el diablo siembra en esta tierra 17.

1. Luc. X, 38.
2. Matth. VIII, 20.
3. Don Álvaro, Cartas de familia (2), n. 255.
4. De nuestro Padre, Crónica, VI-54, p. 4.
5. De nuestro Padre, Carta 6-V-1945, n. 23.
6. Don Álvaro, Cartas de familia (2), n. 254.
7. De nuestro Padre, Carta 6-V-1945, n. 22.
8. De nuestro Padre, Meditación, 29-III-1956.
9. De nuestro Padre, Instrucción, 31-V-1936, nota 96.
10. Don Álvaro, Cartas de familia (2), n. 264.
11. De nuestro Padre, Círculo breve, 31-XII-1961.
12. Don Álvaro, Cartas de familia (2), n. 257.
13. De nuestro Padre, Crónica, III-54, p. 4.
14. De nuestro Padre, Crónica, 1980, pp. 365-366.
15. De nuestro Padre, Tertulia, 19-III-1964.
16. De nuestro Padre, Tertulia, l-VI-1974.
17. Don Álvaro, Cartas de familia (2), n. 255.