Carta 14-II-1974. José María Escrivá. Roma 1974

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(la 3ª Campanada)

1 Queridísimos: que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos. Salgo otra vez a vuestro encuentro, volviendo a sonar la campana. Siento el deber de avisaros y lo hago como tradicionalmente se convoca a los fieles, para acercarlos al Sacrificio de Jesucristo: repitiendo las llamadas. Tres solían darse, para anunciar el comienzo de la Santa Misa. Las gentes, al oír el repique ya familiar, aceleraban definitivamente el paso, corrían hacia la casa del Señor. Esta carta es como una tercera invitación, en menos de un año, para urgir vuestras almas con las exigencias de la vocación nuestra, en medio de la dura prueba que soporta la Iglesia.

Quisiera que esta campanada metiera en vuestros corazones, para siempre, la misma alegría e igual vigilia de espíritu que dejaron en mi alma —ha trascurrido ya casi medio siglo— aquellas campanas de Nuestra Señora de los Ángeles. Una campana, pues, de gozos divinos, un silbido de Buen Pastor, que a nadie puede molestar. Sin embargo, hijos míos, habrá de moveros a contrición y, si es necesario, suscitará un deseo de profunda reforma interior: una nueva ascensión del alma, más oración, más mortificación, más espíritu de penitencia, más empeño —si cabe— en ser buenos hijos de la Iglesia.

Espero —con estas líneas— impulsaros a que busquéis con mayor esfuerzo la presencia, la conversación, el trato y la intimidad con Dios Señor Nuestro, Trino y Uno, a través de la devoción familiar a la trinidad de la tierra: que esta habitual confianza con Jesús, María y José sea para nosotros y para quienes nos rodean como una continua catequesis, un libro abierto que nos ayude a participar en los misterios, misericordiosamente redentores, del Dios hecho Hombre.

Así iremos por este mundo, camino adelante, cantando coplas de amor, anunciando la infinita clemencia de Dios con sus criaturas, que en tantas ocasiones no se dirigen al Señor ni le aman, porque no le conocen, ya que se ha secado la lengua de quienes deberían predicarle, hasta el punto de que no pocos han perdido lo único de apariencia cristiana que les quedaba: la técnica de hablar claramente de Jesucristo y de su doctrina salvadora.

2 Servite Domino in laetitia (Ps. XCIX, 2). ¡Sirvamos al Señor con alegría! Este es nuestro afán, todo un programa de vida santa, al comienzo del nuevo año. Para servirle, nos ha empujado a marchar por este camino divino de la Obra —tú eré mi siervo: yo te elegí (Isai. XLI, 9)— y a acompañarle sin condiciones: como acabamos de contemplar durante la Navidad que, en los planes colmados de ansias redentoras de Dios, ha tenido por protagonista admirable a la Sagrada Familia de Belén. Hemos sido escogidos para que demos la vida entera, sin reservarnos nada, como hijos queridísimos (Ephes. V, 1) que sirven de todo corazón (cfr. I Reg. XII, 20).

Con el ejemplo de Jesucristo que viene a entregarse por nosotros (cfr. I Ioann. III, 16), hemos de animarnos a responder con la misma generosidad con que Tomás moviliza a los demás Apóstoles, para seguir a Jesús, arriesgando la vida: vayamos también nosotros y muramos con El (Ioann. XI, 16).

Hijos míos, Dios nos enseña a abandonarnos por completo. Mirad cuál es el ambiente, donde Cristo nace. Todo allí nos insiste en esta entrega sin condiciones: José —una historia de duros sucesos, combinados con la alegría de ser el custodio de Jesús— pone en juego su honra, la serena continuidad de su trabajo, la tranquilidad del futuro; toda su existencia es una pronta disponibilidad para lo que Dios le pide. María se nos manifiesta como la esclava del Señor (Luc. I, 38) que, con su fiat, transforma su entera existencia en una sumisión al designio divino de la salvación. ¿Y Jesús? Bastaría decir que nuestro Dios se nos muestra como un niño; el Creador de todas las cosas se nos presenta en los pañales de una pequeña criatura, para que no dudemos de que es verdadero Dios y verdadero Hombre.

Sería suficiente recordar aquellas escenas, para que los hombres nos llenáramos de vergüenza y de santos y eficaces propósitos. Hay que embeberse de esta lógica nueva, que ha inaugurado Dios bajando a la tierra. En Belén nadie se reserva nada. Allí no se oye hablar de mi honra, ni de mi tiempo, ni de mi trabajo, ni de mis ideas, ni de mis gustos, ni de mi dinero. Allí se coloca todo al servicio del grandioso juego de Dios con la humanidad, que es la Redención. Rendida nuestra soberbia, declaremos al Señor con todo el amor de un hijo: ego servus tuus, ego servus tuus, et filius ancillae tuae (Ps. CXV, 16): yo soy tu siervo, yo soy tu siervo, el hijo de tu esclava, María: enséñame a servirte.

3 Paraos por ahora un poco, hijos, y pensad en vosotros mismos. Quizá comencemos a sentir ya el repique de la campana gorda —de la gracia del cielo— en el fondo del alma. Dios nos advierte, desde su donación incondicionada, que la conducta auténticamente cristiana se teje con los hilos de una trama divina y humana: la voluntad del hombre que enlaza con la voluntad de Dios. Soltar un hilo, aunque parezca sin importancia, supone empezar a deshacer el tapiz. ¡Triste fracaso, un buen tapiz deshilachado¡ ¡Qué dolor, si un hijo de Dios se atreve a reclamar la voluntad, que había entregado al servicio de esta Obra donde reina la Cruz salvadora!

Os escribo para que estéis prevenidos ante los asaltos del diablo, que ataca a la hora undécima quizá, casi al fin de este caminar de aquí abajo, cuando vuelve a remover los resortes de la prudencia carnal. Tú y yo, tenlo presente, hemos venido a entregar la vida entera. Honra, dinero, progreso profesional, aptitudes, posibilidades de influencia en el ambiente, lazos de sangre; en una palabra, todo lo que suele acompañar la carrera de un hombre en su madurez, todo ha de someterse —así, someterse— a un interés superior: la gloria de Dios y la salvación de las almas.

A servir a Dios y sólo a El (cfr. Matth. IV, 10; Luc. IV, 8) hemos sido llamados. Responder sinceramente a esta elección significa, en el Opus Dei, dirigir la vida entera al fin apostólico de nuestra vocación. Si algo, en nosotros, quedara voluntariamente al margen de ese intento, sería señal cierta de que habíamos emprendido el descamino de vivir para nosotros mismos y, como sugiere San Agustín, mortui sumus illi, quando viximus nobis: estamos muertos para Él, cuando vivimos para nosotros (In Ioann. Ev., 75, 3). La unidad de vida, tan necesaria —indispensable— para nuestra fisonomía espiritual, constituye la más clara manifestación de la plenitud de entrega que tratamos de hacer realidad.

4 Pensad en esta unidad de vida cuando, con el paso del tiempo, os encontráis cogidos de lleno por el quehacer profesional. Debéis sentir la responsabilidad de quienes han de permanecer más metidos en Dios que nadie, haciendo de la profesión una continua ocasión de apostolado. Si en esos años de madurez la profesión se fuera convirtiendo como en un coto aislado, donde sólo con dificultad tienen acceso los criterios apostólicos, hemos de ver ahí un indicio evidente de que se está rompiendo la unidad de vida: y habría que recomponerla. Habría que volver a vibrar, esdecir, habría que volver a la piedad, a la sinceridad, al sacrificio —gustoso o dificultoso— por las cosas de la Obra, del apostolado, a hablar deDios sin empachos ni respetos humanos.

Hijos míos, no os podéis entibiar: la profesión u oficio es el ámbito natural de nuestro apostolado y, por tanto, el punto de encuentro constante con Dios, el terreno para nuestro diálogo divino y para nuestra lucha interior. Revelaría un síntoma indudable de tibieza que nuestro trabajo ordinario se transformara en campo para satisfacciones de afirmación personal, de influjo a lo humano, de mundano progreso.

Nos exige la Obra de Dios, repito, que santifiquemos la profesión. No es la Obra un conjunto de tareas de apostolado para gente menuda: es trabajo esforzado de cristianos adultos, que procuran comportarse como niños delante de Dios. Con Dios nos espera una cita importante siempre, especialmente en está hora en la que, por la experiencia de cada uno y por las circunstancias de la sociedad, podemos —debemos— dar más abundantemente.

No olvidéis el particular empeño que pone en estos tiempos el demonio, para lograr que los fieles se separen de la fe y de las buenas costumbres cristianas, procurando que pierdan hasta el sentido del pecado con un falso ecumenismo como excusa. Deseamos, tanto como el que más lo desee, la unión de los cristianos: y aun la de todos los que, de alguna manera, buscan a Dios. Pero la realidad demuestra que en esos conciliábulos, unos afirman que sí y —sobre el mismo tema— otros lo contrario. Cuando —a pesar de esto— aseguran que van de acuerdo, lo único cierto es que todos se equivocan. Y de esa comedia, con la que mutuamente se engañan, lo menos malo que suele producirse es la indiferencia: un triste estado de ánimo, en el que no se nota inclinación por la verdad, ni repugnancia por la mentira. Se ha llegado así al confusionismo: y se aniquila el celo apostólico, que nos mueve a salvar la propia alma y las de los demás, defendiendo con decisión la doctrina sin atacar a las personas.

5 He de agradecer al Señor su gran bondad, porque mis hijas y mis hijos me han proporcionado, en este casi medio siglo, tantas y tantas alegrías, precisamente con su adhesión firme a la fe, su vida reciamente cristiana y su total disponibilidad —dentro de los deberes de su estado personal, en el mundo— para el servicio de Dios en la Obra. Jóvenes o menos jóvenes, han ido de acá para allá con la mayor naturalidad, o han perseverado fieles y sin cansancio en el mismo lugar; han cambiado de ambiente si se necesitaba, han suspendido un trabajo y han puesto su esfuerzo en una labor distinta que interesaba más por motivos apostólicos; han aprendido cosas nuevas, han aceptado gustosamente ocultarse y desaparecer, dejando paso a otros: subir y bajar.

Es el juego divino de la entrega, al que mis hijos han respondido conscientes de su responsabilidad ante Dios de sacar adelante la Obra en bien de las almas. El Señor se ha lucido y, sobre vuestra generosidad, ha volcado su eficacia santificadora: conversiones, vocaciones, fidelidad a la Iglesia en todos los rincones del mundo. Así brota el fruto sobrenatural de un entregamiento sin condiciones. Y esto, en la Obra, se pide a todos: porque ha de ser siempre lo ordinario, lo natural.

¡Ay, si una hija mía o un hijo mío perdiera esa soltura para seguir al ritmo de Dios y, con el correr del tiempo, se me apoltronara en su quehacer temporal, en un pobre pedestal humano, y dejara crecer en su alma otras aficiones distintas de las que enciende en nuestros corazones la caridad de Dios! En una palabra: produciría una pena inmensa que, al cabo de los años, un alma no rechazara la tentación de condicionar su entrega.

Cuando escritores embusteros, que se atreven en su soberbia y en su ignorancia —quizá en su mala fe— a calificarse como teólogos, perturban y oscurecen las conciencias, cada uno de nosotros ha de anunciar con mayor fuerza la doctrina segura, a través de un proselitismo incesante. Para que esta acción apostólica sea fructuosa, dediquemos cada día más empeño a nuestra formación teológica personal y a nuestra vida interior. Pidamos al Dios Trino y Uno que aumente nuestras hambres de meternos en la sobrenatural oscuridad de su luz, y que esa luz de su verdad luzca en la cumbre, para que se verifique aquello del salmo: lux orta est iusto, et rectis corde laetitia (Ps. XCVI, 1 1); ha nacido la luz para el justo, y para los rectos de corazón la alegría.

6 Estamos en continuo contacto con la realidad eterna y con la terrena, realidad que sólo admite una postura: vivir en la Iglesia de siempre. Es cierto que, en alguna ocasión, el hecho de tener y propugnar la verdad, algunos lo interpretan falsamente como un acto de soberbia, como si nos preocupáramos de salvaguardar un derecho a nuestra vanidad personal, cuando cumplimos estrictamente un enojoso deber.

Llena de dignidad cristiana aparece la figura de San Pablo, mientras se defiende de los que le iban a azotar, declarando su condición de ciudadano romano; y cuando con decisión expone al tribuno, que afirma que él consiguió con dinero ese privilegio, ego autem et natus sum (Act. XXII, 28), yo lo soy por nacimiento. San Pablo no teme ser acusado de soberbia porque proclama la verdad, en cosa que se refiere a él mismo: si he hablado antes de dignidad cristiana y de firmeza, ahora lo alabo por su valentía.

Dignidad, firmeza, valentía. Resulta difícil descubrir gentes que procedan con esa reciedumbre. Por eso, vienen ganas de gritar: ¿dónde estás, Señor, que no te siento: que no te veo, que no te oigo, que no te toco? Y me responde con palabras del Salmo: si ascendero in caelum, tu illic es: si descendero in infernum, ades (Ps. CXXXVIII, 8); me encontrarás en las alturas del cielo, lo mismo que en los abismos. Y en cada persona, en cada suceso, en cada instante, en cada latido de tu corazón. Adelante, pues, a no olvidar que la verdad no tiene más que un camino.

Hay que servir a Dios sin poner condiciones, si queremos serle fieles con alegría. Decidme, ¿qué gozo alcanzaría quien diera de mala gana, como quien hace un favor extraordinario? Pensad que cuando no fijamos condiciones a Dios, se caen las montañas: se desvanecen los obstáculos más grandes. Lo que parecía una dificultad que excedía nuestras fuerzas, se resuelve en un espejismo. No te puedes quedar, hijo mío, con reservas dentro de tu corazón: planes, aspiraciones, deseos o un fondo de desconfianza, que te dejarían sombrío y helado.

7 Estamos llamados a vivir al día, con lo puesto, sin que nada nos ate, confiados a la Providencia de nuestro Padre Dios. Si no, el camino se torcería. Quizá alguno aguantara un tiempo en ese estado, pero el clima peculiar de la Obra —de entrega total— acabaría por rechazarlo, como cuerpo extraño. Qué horizonte más pobre el de un hijo mío que se embebiera de tal modo en sus cosas que se juzgara intocable, incapaz de considerarse disponible.

Vigilad, porque arranca de ahí el itinerario de la soberbia. Después se perciben los síntomas de enmohecimiento del corazón para la piedad, para la fraternidad, para los encargos apostólicos; se enrarece el carácter, con reacciones desproporcionadas ante estímulos ordinarios; el alma se ensombrece y crea distancias respecto a los demás y como un alejamiento de lo que, en horas de fidelidad, era algo entrañable; aparece la frialdad de una criatura que no ha asimilado sobrenaturalmente una humillación, o un error o un detalle que suponía un vencimiento.

Vuelve, añadiría yo, si tropezara con un hijo mío en esa situación: vuelve a la piedad de hijo pequeño de Dios, a la sinceridad fraterna, reconoce humildemente que has descubierto —tú, que te creías ya por encima de tantas cosas— las más baratas miserias metidas en el corazón. Reza, habla, piensa de nuevo en las almas. Comprobarás que recomienzas a luchar y a vencer como el Señor espera de ti. Tus heridas se cambiarán en condecoraciones.

Comprende que eres de barro de botijo y no te asustes, nunca más, de topar dentro de ti con abismos de vileza. Clama, ruega, recorre las etapas del hijo pródigo. Tu Padre Dios sale a tu encuentro apenas te confiesas pecador, en aquello que la soberbia te ocultaba como pecado. Comienza para ti una gran fiesta —la profunda alegría del arrepentimiento— y estrenas un traje limpio: una caridad más honda, más divina y más humana, porque cuentas ya con la seguridad de haber aceptado humildemente la poquedad de tu condición.

8 ¿Aprenderás, hijo mío, a no señalar limitaciones a quien te amó tanto que dio su vida por ti? Este camino de generosidad y de prontitud, para la contrición, marca la senda de la alegría. Tú y yo no podemos poner condiciones al Creador: El a nosotros, sí, porque es Dios y es el Dueño de nuestro corazón, de nuestra vida entera. Pero como Dios se identifica con el Amor (cfr. 1 Ioann. IV, 8) y las obligaciones que exige el Amor elevan y liberan la conducta entera, resulta que dejarse condicionar por nuestro Dios es entrar en el maravilloso recorrido de los que participan de su Amor. De ahí que, con la libertad de quienes sirven como hijos, repitamos, sabiendo muy bien lo que expresamos: gaudete in Domino semper! (Philip. IV, 4), alegraos siempre en el Señor. Nuestro gozo está en servirte: con las barreras que Tú quieras, Señor mío.

Precisamente quien no pone condiciones servirá al Señor con alegría, y quien se hace siervo de Dios libertus est Domini (I Cor. VII, 22), es liberto del Señor. Qué libertad la nuestra, hijos míos, si nos decidimos a perder la vida sirviendo; qué libertad, cuando renunciamos de verdad a ocuparnos de nosotros mismos. Perdonad mi insistencia, pero me urge que me entendáis muy bien: hemos de respetar todos, en el Opus Dei, el compromiso de no permitir que nada ni nadie enturbie —con disquisiciones, teorías o ejemplos de ajenas experiencias más o menos de moda en un momento— el ambiente, el espíritu peculiar nuestro de entrega total.

Esto —y más hoy, y aun más en algunos círculos eclesiásticos— choca y no me extraña que choque, porque la lógica de Dios desafía abiertamente a la lógica de los hombres. Unos, con pretextos de evangelizar el mundo, se afanan en ceder y ceder, desvirtuando la sal cristiana. Nosotros procuramos exigirnos, y exigir mucho. Hijos míos, nos ha ido muy bien perseverar así, a pesar de las resistencias de nuestra personal debilidad. Justamente por el convencimiento de nuestra flaqueza, nos consta que cediendo no se consigue nada. Percibimos el grave deber de transmitir a las generaciones que vendrán detrás de nosotros este espíritu de radical dedicación, de no poner límites ni condiciones a cuanto el Señor nos pida en su servicio.

9 Tú, hijo mío, ¿cómo vigilas ahora, ante este gran compromiso de amor?, ¿cómo es tu fidelidad diaria al plan de vida, en medio de los ajetreos y responsabilidades de tu trabajo?, ¿cómo rezas?, ¿cómo te preocupas de aprovechar todas las relaciones con el prójimo, para convertirlas en ocasión de apostolado?, ¿te esfuerzas en los encargos apostólicos? No te puedes conformar con una ocupación incolora, tarda para llegar al fondo de un alma hasta abrirle horizontes divinos.

Dios nos necesita con una descarada carga apostólica, para que hablemos de El a las gentes. Crecer, en la Obra, es ir profundizando en esta unidad de vida, que nos lleva a engarzar el apostolado en las incidencias de la labor profesional, en la tarea ordinaria de cada jornada, sin tapujos ni falsas discreciones —hace años que enterré esa palabra, discreción, para que no hubiera lugar a equívocos—, procurando dar a conocer la doctrina y la vida de Jesucristo.

Hay que vibrar, hijos míos, hay que vibrar, porque rendiremos cuenta del tiempo inútilmente gastado. Para nosotros, el tiempo es gloria de Dios, el tiempo —en cada momento— es ocasión irrepetible de sembrar buena doctrina. No existen nunca razones para descuidar el apostolado. Cuanto más lejos de la verdad de Cristo esté el lugar en que os mováis, más dentro de Dios debéis meteros, con nuestra vibración interior y con el fervor apostólico. Así seremos luz, farol resplandeciente, encendido en las encrucijadas de esta tierra.

10 Pero la humanidad actual, me diréis, no se presenta nada propicia para entender estos deseos de total dedicación a Dios. Efectivamente, el viento que corre, dentro y fuera de la Iglesia, parece muy ajeno a aceptar estos requerimientos divinos tan profundos. Personas alejadas de hecho de Jesucristo, porque carecen de fe, han ido fomentando un clima de renuncia a toda lucha, de concesiones en todos los frentes. Y así, cuando el mundo ha necesitado una fuerte medicina, no ha habido poder moral capaz de parar esta fiebre, esta organizada campaña de impudor y de violencia, que el marxismo explota tan hábilmente, para hundir aun más al hombre en la miseria.

Se escucha como un colosal non serviam! (Ierem. 11, 20) en la vida personal, en la vida familiar, en los ambientes de trabajo y en la vida pública. Las tres concupiscencias (cfr. 1 Ioann. 11, 16) son como tres fuerzas gigantescas que han desencadenado un vértigo imponente de lujuria, de engreimiento orgulloso de la criatura en sus propias fuerzas, y de afán de riquezas. Toda una civilización se tambalea, impotente y sin recursos morales.

No cargo las tintas, hijos míos, ni tengo gusto en dibujar malaventuras: basta abrir los ojos y, eso sí, no acostumbrarse al error y al pecado. Un lamentable modo de acostumbrarse ha ocasionado la petulancia de algunos eclesiásticos que —posiblemente para encubrir su esterilidad apostólica— llamaban signos de los tiempos a lo que, a veces, no era más que el fruto, en dimensiones universales, de esas concupiscencias personales. Con ese recurso, en lugar de imponerse el esfuerzo de averiguar la causa de los males para ofrecer el remedio más oportuno y luchar, prefieren claudicar estúpidamente: los signos de los tiempos componen la tapadera de este vergonzoso conformismo.

11 ¿Qué remedios emplearemos nosotros, cuando abunda tanta facilidad para desvariar? Hijos míos, inactivos no vamos a quedarnos. Equivaldría a desertar. El procedimiento primero se basa en la santidad individual. Es hora de exigencias en la conducta. Cada uno debe considerarse personalmente comprometido a responder con generosa fidelidad a la vocación recibida. No hemos de aflojar en el cumplimiento de nuestras Normas de piedad, si queremos aportar algún auxilio contra estos males. Hemos de luchar por guardar los sentidos, para que la presión de toda una sociedad cargada de erotismo no debilite la finura de nuestra vida casta; ni hemos de abrir la mano tampoco en las lecturas, aunque se lancen a diario, llenando kioskos y librerías, quintales de basura contra la fe y contra la moral.

Hay que pelear y resistir, hijos, no cabe más solución que ir contra la corriente, ayudándonos a mantenernos fieles y atribuyendo mucha importancia aun a lo más insignificante, en el ejercicio cotidiano de las virtudes. No existe nada de poca categoría: un abandono, en algo que se nos antoja de escasa monta, puede traer detrás una historia desagradable de traiciones. No os fiéis, pues, de vosotros mismos, aunque pasen los años. Mirad que lo que mancha a un chiquillo mancha también a un viejo.

Velad, para individuar con prontitud el menor síntoma de flojera en la lucha. Así no nos dejaremos dominar por una mentalidad y una norma de conducta ajenas a las enseñanzas de Jesucristo. Todo tiene su trascendencia. Mirad que el demonio pretende engañar y sugestiona, argumentando que tal o cual detalle no lesiona ni la fe ni el camino y, si uno se deslizara por esos pequeños abandonos, acabaría perdiendo el camino y la fe. Atentos, hijas e hijos de mi alma, que el diablo no para, y todos arrastramos concupiscencias y pasiones.

12 En esta última decena de años, muchos hombres de Iglesia se han apagado progresivamente en sus creencias. Personas con buena doctrina se apartan del criterio recto, poco a poco, hasta llegar a una lamentable confusión en las ideas y en las obras. Un desgraciado proceso, que partía de una embriaguez optimista por un modelo imaginario de cristianismo o de Iglesia que, en el fondo, coincidía con el esquema que ya había trazado el modernismo. El diablo ha utilizado todas sus artes para embaucar, con esas utopías heréticas, incluso a aquellos que, por su cargo y por su responsabilidad entre el clero, deberían haber sido un ejemplo de prudencia sobrenatural.

Resulta muy significativo que —quienes promovían todo este fenómeno de desmejoramiento— solían escamotear las exigencias cristianas de reforma personal, de conversión interior, de piedad; para abandonarse, con un obsesivo interés, a denunciar defectos de estructura. Entraban ganas de clamar, con el profeta, scindite corda vestra et non vestimenta vestra (Ioel II, 13): ¡basta de comedias hipócritas!: a confesar los propios pecados, a tratar de mejorar cada uno, a rezar, a ser mortificados, para ejercitar una auténtica caridad cristiana con todos.

Hijos míos, curaos en salud y no condescendáis. El demonio anda rondando tamquam leo rugiens circuit (I Petr. V, 8): como un león inquieto, y espera que hagáis la mínima concesión, para dar el asalto al alma: a la entereza de vuestra fe, a la delicadeza de vuestra pureza, al desprendimiento de vosotros mismos y de los bienes terrenales, al amor de las cosas pequeñas.

13 En una palabra: el mal viene, en general, de aquellos medios eclesiásticos que constituyen como una fortaleza de clérigos mundanizados. Son individuos que han perdido, con la fe, la esperanza: sacerdotes que apenas rezan, teólogos —así se denominan ellos, pero contradicen hasta las verdades más elementales de la revelación— descreídos y arrogantes, profesores de religión que explican porquerías, pastores mudos, agitadores de sacristías y de conventos, que contagian las conciencias con sus tendencias patológicas, escritores de catecismos heréticos, activistas políticos.

Hay, por desgracia, toda una fauna inquieta, que ha crecido en esta época a la sombra de la falta de autoridad y de la falta de convicciones, y al amparo de algunos gobernantes, que no se han atrevido a frenar públicamente a quienes causaban tantos destrozos en la viña del Señor.

Hemos tenido que soportar —y cómo me duele el alma al recoger esto— toda una lamentable cabalgata de tipos que, bajo la máscara de profetas de tiempos nuevos, procuraban ocultar, aunque no lo consiguieran del todo, el rostro del hereje, del fanático, del hombre carnal o del resentido orgulloso.

Hijos, duele, pero me he de preocupar, con estos campanazos, de despertar las conciencias, para que no os coja durmiendo esta marea de hipocresía. El cinismo intenta con desfachatez justificar —e incluso alabar— como manifestación de autenticidad, la apostasía y las defecciones. No ha sido raro, además, que después de clamorosos abandonos, tales desaprensivos desleales continuaran con encargos de enseñanza de religión en centros católicos o pontificando desde organismos paraeclesiásticos, que tanto han proliferado recientemente.

Me sobran datos bien concretos, para documentar que no exagero: desdichadamente no me refiero a casos aislados. Más aún, de algunas de esas organizaciones salen ideas nocivas, errores, que se propagan entre el pueblo, y se imponen después a la autoridad eclesiástica como si fueran movimientos de opinión de la base. ¿Cómo vamos a callar, ante tantos atropellos? Yo no quiero cooperar, y vosotros tampoco, a encubrir esas grandes supercherías.

14 A este descaro corruptor, hemos de responder exigiéndonos más en nuestra conducta personal y sembrando audazmente la buena doctrina. Hijas e hijos míos, que nadie nos gane en diligencia: es la hora de una movilización general, de esfuerzos sobrenaturales y humanos, al servicio de la fe. Ninguno de mis hijos puede ausentarse de esta batalla. Saber estas cosas y lamentarse no bastaría: debemos esparcir la buena semilla a manos llenas y con constancia, de palabra y por escrito. Pero, sobre todo, con nuestro comportamiento: que se note que reverenciamos la fe y amamos fielmente a Jesucristo y a su Santa Iglesia. Cada uno de vosotros debe ser un foco activo de apostolado, que haga eco y difunda doctrina cristiana diáfana, en medio de este mundo y de esta Iglesia, tan enfermos y tan necesitados de la buena medicina que encierra la verdad que Jesús nos trajo.

Persuadíos de que, si procuramos trabajar con esta sinceridad, no nos ganaremos las simpatías de algunos. Sin embargo, no caben ni ambigüedades ni compromisos. Si, por ejemplo, os llamaran reaccionarios porque os atenéis al principio de la indisolubilidad del matrimonio, ¿os abstendríais, por esto, de proclamar la doctrina de Jesucristo sobre este tema, no afirmaríais que el divorcio es un grave error, una herejía?

Hijos de mi alma, que ninguno me venga con remilgos y distingos, en estos momentos en que se requiere una firme entereza doctrinal. Abominemos de ese cómodo irenismo de quien imaginara pacificar todo, encasillando unos a la izquierda y acomodando otros a la derecha, para colocar graciosamente en un prudente centro —nada de extremismos, aseguran— el fruto de su juego dialéctico, ajeno a la realidad sobrenatural.

Ellos inventan el juego y deciden la posición de los demás. De estas típicas posturas falaces de ciertos eclesiásticos, que traicionan su vocación, brota como resultado la frívola componenda, la doctrina desvaída, el alejamiento del pueblo de sus pastores, la pérdida de autoridad moral y la entrada en el ámbito de la Iglesia de facciones partidistas. En el fondo, todo se reduce a que han caído en las redes de la dialéctica propia de una filosofía opuesta a la verdad, porque se fundamenta en violencias a la realidad de las cosas. Se descubre, también, que se teme más el juicio de los hombres que el juicio de Dios.

15 El remedio de los remedios es la piedad. Ejercítate, hijo mío, en la presencia de Dios, puntualizando tu lucha para caminar cerca de Él durante el día entero. Que se os pueda preguntar en cualquier momento: y tú, ¿cuántos actos de amor de Dios has hecho hoy, cuántos actos de desagravio, cuántas jaculatorias a la Santísima Virgen? Es preciso rezar más. Esto hemos de concluir. Quizá rezamos todavía poco, y el Señor espera de nosotros una oración más intensa por su Iglesia. Una oración más intensa entraña una vida espiritual más recia, que exige una continua reforma del corazón: la conversión permanente. Piensa esto, y saca tus conclusiones.

Si tú y yo no nos decidiéramos seriamente a cultivar esta reforma nuestra interior, imprescindible para un alma de oración, contemplativa, defraudaríamos al Espíritu Santo, que santifica a su Iglesia y nos impulsa a clamar Abba, Pater! (Rom. VIII, 15), a rezar como buenos hijos de Dios. Cualquier resistencia a esta acción del Espíritu Santo equivale a contribuir a la labor de quienes pretenden destruir la Iglesia, adulterando sus fines. Recemos más, ya que el Señor ha encendido en nuestra alma este gran amor a la Iglesia Santa. Clamemos, hijos, clamemos —clama, ne cesses! (Isai. LVIII, 1)—, y el Señor nos oirá y atajará la tremenda confusión de este momento.

16 Nos ocupamos, sólo y exclusivamente, de una tarea espiritual. La alternativa es indudable: o secundamos el ímpetu del Espíritu Santo, que nos lleva a servir al Señor con alegría —con espíritu filial— o nos arrastrará el espíritu propio, nuestra soberbia: y entonces fácilmente quedaremos a merced del diablo, porque sólo el Espíritu divino posee la fuerza definitiva para arrojar lejos a Satanás. Meditad, por tanto, en la importancia de entrar por caminos de oración, que así se recorren las sendas de docilidad a la gracia.

Añadiría de nuevo que abunda el desconcierto y se causa mal impunemente —incluso con máscara de bien— porque se reza poco, y rezando poco no se logran discernir los espíritus y se confunde el error con el bien. Todo el designio del diablo, me atrevo a asegurar, está centrado en disuadir a los hombres de perseverar en la oración, porque la oración es el modo de introducirse en la amistad con Dios.

Es lógico que, para un combate de esta naturaleza, busquemos alianzas espirituales. Por tanto, para servir al Señor con fidelidad, hemos de fomentar el trato con los Santos Angeles. Ellos, firmemente asentados en la caridad, criaturas espirituales, se demuestran los grandes y más leales aliados para luchar por Dios. Convenceos, hijos míos, de esta trascendencia espiritual de la pelea que hemos de sostener, porque esta consideración nos dará luces de fondo que orientarán nuestra conducta.

En primer término hemos de persuadirnos de que los medios sobrenaturales son los más adecuados, para afrontar una contienda de este tipo: la oración, la mortificación, el conocimiento de la doctrina de la fe, los sacramentos. Esto es lo sabio y prudente. Esto es lo propio de adultos, que eligen los auxilios más aptos para alcanzar su fin. Como consecuencia, cuanto podáis ver, oir o leer con posibilidad de apartaros de esta verdad, rebatidlo como enredo de personas inmaduras, proceda de donde proceda.

Por desgracia, se observan también en la Iglesia sitios —cátedras de teología, catequesis, predicación— que deberían alumbrar como focos de luz, y se aprovechan —en cambio— para despachar una visión de la Iglesia y de sus fines totalmente adulterada. Hijos míos, es un grave pecado contra el Espíritu Santo, porque precisamente el Paráclito vivifica con su gracia y sus dones a la Iglesia (Catecismo Mayor de San Pío X, n. 143), establece allí el reinado de la verdad y del amor, y la asiste para que lleve con seguridad a sus hijos por el camino del cielo (ibid.).

Confundir a la Iglesia con una asamblea de fines más o menos humanitarios, ¿no significa ir contra el Espíritu Santo? Ir contra el Espíritu Santo es hacer circular, o permitir que circulen sin denunciar sus falsedades, catecismos heréticos o textos de religión que corrompen las conciencias de los niños, con enseñanzas dañosas y graves omisiones.

17 Frente a ese griterío, hemos de exclamar: basta. De una parte, no cediendo nosotros a los halagos del embrollo diabólico y, simultáneamente, colaborando cada uno en la difusión de la doctrina, en especial de aquellos puntos que algunos se empeñan en oscurecer.

Hijos, no os durmáis en un quehacer rutinario. Sentid el desvelo por cumplir el bien, que el tiempo es corto. No os acobardéis jamás de dar la cara por Jesucristo. Hemos de avergonzarnos solamente por nuestros pecados, por no haber correspondido a tanta gracia de Dios. Pero nunca admitiremos ningún sentimiento de vergüenza porque nos señalen como sus discípulos: acordaos de Pedro, en la casa de Anás (Ioann. XVIII, 13-27), aquella mala noche. Os contaré, como en otras ocasiones, lo que mi madre me repetía a mí cuando yo era chico: Josemaría, ¡vergüenza sólo para pecar! Hemos de abominar del pecado mortal, del venial deliberado y aun de la más leve falta, porque ha de dolernos no agradecer con mucho amor, el inmenso amor que Dios nos manifiesta.

Para ser así, fieles, apoyaos en el Señor: es decir, no confiemos únicamente en nuestras escasas energías. Nadie más ridículo que el que se jacta, presuntuoso, de lo que realiza. El diablo se organiza para coger a los hombres por la vanidad y por el orgullo. Tened el convencimiento de que nuestra fortaleza es prestada, que la verdadera fuerza y perseverancia sobrenatural en el bien vienen de Dios. Ninguno se crea mejor que los demás, ninguno se considere exento de errores y de pasiones. Si nos supusiéramos al margen de la miseria humana, seríamos la risa del diablo y del mundo. Fuera, hijos, el orgullo y la vanidad: buscad solamente la gloria de Dios.

18 Hijas e hijos míos, deseo confirmar bien claramente que siento mi responsabilidad ante Dios, por haberme confiado tantas almas: y después de haber rezado mucho y de haber empujado a otros a rezar durante largo tiempo, os he comunicado las disposiciones que en conciencia estimaba prudentes, para que vosotros —en medio de este caos eclesiástico— encontarais con unas directrices seguras de orientación.

Algunas de estas indicaciones molestarán a ciertas personas ajenas a nuestro apostolado; otras opinarán —y con razón— que exigimos mucho. Pues bien, hijos míos: seguiremos exigiéndonos. Insistiré en estas cautelas, con el fin de que las grabéis en vuestras almas. Nos esforzamos, con la gracia de Dios, por no abandonar y por utilizar con tenacidad los medios para que no nos arranquen la fe, los medios para cultivar las virtudes cristianas en esta casi universal deserción moral.

Ya sé que este razonamiento implica que trabajemos a contrapelo en muchas cosas. Pero hemos de mantenernos así, porque conviene delante de Dios y delante de los hombres, y porque comprendemos que no existe otro modo cristiano de comportarse. De esta manera, además, nos evitamos que venga a la Obra alguno para causar perjuicios, porque no resistiría este empeño de humilde entrega, de lucha y de madura abnegación.

19 Si algún hijo mío dudara en su interior, o no captara la importancia de semejante actitud al verla aplicada en pormenores prácticos, yo le urgiría a que, arreciando su penitencia, pida luces, aumento de la fe y mejoramiento del Amor. Nosotros, porfío todavía, no hemos de aflojar: se comienza tirando de un hilo y acaba uno con el traje en la mano, reducido a un ovillo. Si alguno se resistiera y no se reformara, pienso que no habría más solución que aconsejarle que solicitara la salida. En el Opus Dei no podemos albergar a nadie con la desgraciada capacidad de romper la compacta —lo digo adrede: icompacta!— unidad de fe y de buen espíritu con que, a pesar de nuestras miserias personales, tratamos de estar bien cerca del Señor. No se pierde lo que estaba perdido.

Perseverad, pues, vigilantes. Hoy, especialmente entre los eclesiásticos y los clericales tocados por las corrientes modernistas, todo se juzga con una visión ajena al sentido sobrenatural. Me refiero a esas personas que, donde advierten una obediencia cristiana, hablan de verticalismo; si descubren certeza de fe en lo que todos hemos de creer, afirman que no hay pluralismo; si se observan unas normas litúrgicas con unción, serán capaces de sostener que falta espontaneidad en el culto. Se sujetan a clichés que unos cuantos desaprensivos lanzan a la calle y, después, los más impresionables los reproducen sin discriminación, en ocasiones —y ya es síntoma de escasez de talento— por el gusto de repetir una frase que juzgan más o menos de moda.

Tened en cuenta que, ante su propio fracaso, a no pocos este ritmo de vivir de la Obra —que sólo se comprende desde un punto de vista espiritual— les ha de parecer equivocado, absurdo y fruto de locura intransigente. Es explicable que insistan en sus afirmaciones heréticas, con irresponsables vociferaciones, mientras nos alabarían si atacáramos a la Iglesia, al Papa, a la fe católica o a la moral cristiana. Nos honran con su crítica cazurra, mientras el Señor, por su Madre Santísima, envía almas abundantes a las filas de esta familia de la Obra, para que el Opus Dei crezca cada día en el mundo con más intensidad y con más extensión.

20 No queremos contribuir a empobrecer la espiritualidad de la Iglesia, arremetiendo contra lo que Jesucristo mismo instituyó: disminuyendo el sacerdocio ministerial y su santidad, para que se confunda con el sacerdocio real de los fieles; quitando el culto y las prerrogativas de la Madre de Dios, empequeñeciendo sus fiestas y su veneración; ahogando la devoción a los santos y a sus imágenes; destruyendo el sacramento del matrimonio. Y, sobre todo, dando disposiciones que conducen a arrancar de las almas el amor al Santo Sacrificio de la Misa y la certeza en la Real Presencia de Jesucristo en el Santísimo Sacramento del altar y Reservado en el Sagrario.

Errores y desviaciones, debilidades y dejaciones he dicho ya: y ahora —como siempre— el mal se envuelve diabólicamente en paños de virtud y de autoridad: y así resulta más fácil que se fortalezca y que produzca más daño. Porque aparecen gentes con una falsa religiosidad, saturada de fanatismo, que se oponen desde dentro a la Iglesia de Jesucristo, dogmática y jurídica, haciendo resaltar —con increíble desorden, cambiando por los del Estado los fines de la Iglesia— lo político antes que lo religioso.

Todo coopera al desprestigio general de la autoridad eclesiástica y a que no se corrijan con oportunidad y energía los desórdenes: los desatinos heréticos, la inestabilidad, la confusión, la anarquía en asuntos de fe y de moral, de liturgia y de disciplina. A esta situación la llaman algunos —defendiéndola— aggiornamento, cuando es relajación y menoscabo del espíritu cristiano, que trae como consecuencia inmediata —entre otros efectos— la desaparición de la piedad, la carencia de vocaciones sacerdotales o religiosas, el apartar a los fieles en general — ya lo dije— de las prácticas espirituales. Y, por tanto, menos trabajo en servicio de las almas, al paso que los eclesiásticos —al verse ineficaces— se muestran desgraciados y abandonan el proselitismo, porque piensan que procurarán también la infelicidad a otros.

21 Nosotros nos negamos a jugar con la fe. Roguemos a diario a Nuestro Señor: adauge nobis fidem! (Luc. XVII, 5): auméntanos la fe; y la esperanza y el amor: la vida sobrenatural. Todas esas medidas de prudencia, que procuramos cuidar, indican que deseamos ser leales y que no queremos desviarnos: conocimiento de nuestra debilidad y confianza fundada en Dios.

Fijaos en que, a la debilitación de la fe, acompaña una desorientación de la conciencia. Se llega hasta el extremo de considerar, con categoría de fenómenos positivos, sucesos que no admiten más explicación que la caída de la criatura, por flojedad en la lucha: esas defecciones o hechos semejantes de clérigos y de laicos son interpretadas cínicamente por algunos como búsqueda de mayor autenticidad.

Convenceos, hijos míos, que en cuestiones de fe, de pureza y de camino no hay detalles de poca importancia. Si se escribiera el itinerario de los desertores, al principio de cada historia se encontraría siempre una reata de pequeños abandonos en materia de fe, por ejemplo, en el culto; o de pureza, porque se descuida la guarda de los sentidos; o de vocación, porque se dialoga admitiendo pensamientos contra la perseverancia, que habrían de rechazarse prontamente. Confirmo que, en estas materias, no se encuentran pormenores de poca monta, porque esta infidelidad se manifiesta muy pronto en una progresiva disminución de la alegría en el servicio de Dios.

Esa persona —que ya está caída o ha empezado a caer— responde con mala cara, con malos modos; habla habitualmente hiriendo, discute agresivamente, sobre todo de cuestiones políticas; se muestra más amigo de los que difunden errores —o de la gente lejana, que no trata— que de los que conviven a su lado, con los de su casa. Deja de rezar. Los más soberbios ocultan esta crisis bajo la máscara orgullosa de la frialdad, de una postiza actitud intelectualoide: hombres o mujeres que no se sabe nunca dónde ocultan el corazón, hasta que se descubre que lo tenían puesto en sí mismos.

Hijas e hijos míos: escarmentemos en cabeza ajena. No nos fiemos jamás de nuestra opinión. Aunque pasen los años y se cuenten por decenas los de fiel perseverancia, ¡no os fiéis!: estad alerta sobre vosotros mismos, y ayudaos mutuamente. Hemos de luchar hasta que nos muramos. Os lo volveré a recordar: lo que es una mancha para un hombre joven, mancha también a un viejo; no penséis nunca que a nosotros ya no nos causan perjuicio ciertas concesiones.

No olvidemos las pobres miserias de nuestra vida, frecuentes como el tictac de un reloj: porque así no nos. olvidamos tampoco de que nuestra pobre fortaleza, lograda con la gracia divina, está formada de debilidad. Entonces comprendemos que hemos de ser humildes y nos dirigimos al Señor, diciendo: Tú, por tu bondad, cuentas con mi mezquindad y, de esta basura, sacas algo divino, me enciendes como el carbón en el fuego, que se hace brasa y luz, y se transforma hasta desprender destellos como un rubí.

Me llené, temblando, de temor; y me rodearon las tinieblas. Invoqué, entonces: ¿quién me pondrá alas de paloma, y volaré y descansaré? (Ps. LIV, 6 y 7). Renovemos nuestra oración, con el Salmo, al reconocernos tan inseguros, y nos encontraremos esforzados y capaces de dar fuerzas a quienes vacilen. Pero atentos a la advertencia, que recuerda San Pablo a los de Corinto: conocimiento propio, porque qui se existimat stare, videat, ne cadat (I Cor. X, 12); el que se juzga fuerte y seguro, no olvide que es capaz de caer. Insisto en que el humilde reconocimiento de nuestra debilidad, ante el Señor, será la mejor base para nuestra firmeza.

22 No os exhorto para provocar en vosotros un simple movimiento emotivo, sino para que no decaigáis en la pelea, con licencias que os llevarían a perder la vibración interior. Hemos venido a esta tierra, para ofrecer nuestra vida en un holocausto a Dios: no os canséis de entregaros; no paréis en vuestro afán por alcanzar la santidad, echando mano —al cabo del tiempo— de compensaciones humanas que apagarían vuestro celo. Procurad que haya siempre en vuestros corazones un sincero sentimiento de dolor.

Esta es la invitación que os he dirigido al comenzar el año 1974, al pedir para todos la alegría, y para mí —con la alegría— la compunción. Hemos de comprender que no valemos nada —menos que nada—, y apoyarnos en la fortaleza de Dios. Por esto, hijos míos, no seáis jamás engreídos. No os durmáis en las buenas obras realizadas, adoptando un aire de suficiencia, porque sólo el corazón humilde está preparado para no malearse.

Buscad, siempre y para todo, la ayuda y el auxilio de Dios. Persuadíos de que, sin Él, ninguna tarea provechosa se acaba. Ambicionad, por tanto, su misericordia y rezad así: dirigat corda nostra, quaesumus Domine, tuae miserationis operatio, quia tibi sine te placere non possumus (oración del Dom. XVIII después de Pent. Misal Romano): necesitamos que nos gobierne la clemencia de Dios, porque no podemos agradarle ni servirle con alegría, si Él no nos asiste. Es preciso que contemos con Él para todo, abriendo el corazón, a fin de que de una manera sobrenatural y paterna nos lleve por caminos de vida interior y de apostolado.

Importa mucho percibir las mociones que utiliza esa misericordia de Dios, para dirigir nuestro corazón hacia su servicio. Uno de estos impulsos consiste en facilitarnos la ayuda fraterna: a través de una mediación humana, que por la gracia se convierte en divina, Dios se adentra en nuestras almas. La práctica de la sinceridad, esencial para ser fieles, se hace camino de encuentro con Dios.

No me cansaré de porfiar, afirmando que sin plena sinceridad resulta imposible perseverar. Por eso demuestra tanto interés el diablo en cegar nuestras inteligencias con la soberbia, que enmudece: sabe que, apenas abrimos el alma, Dios se vuelca con sus dones. Hijos, en el principio de todo descamino hay una resistencia a referir algo que humilla, se esconde una falta de sencillez. En el principio de toda ruptura con el afán de seguir al Señor con alegría, está siempre la tristeza de no haber hablado a tiempo.

23 Con esta delicadeza tan sobrenatural y tan terrena, se acerca a nuestros corazones la compasión del Señor por nuestra nada: un socorro del cielo, valiéndose de un hermano. De aquí el papel capital de la caridad fraterna, en la economía de nuestra santificación. Sitúa el Señor a nuestro lado un alma, que aconseja, que estimula, que advierte o que corrige. Os he dicho siempre que servir, en la Obra, se traduce en empujarnos ser santos.

Corazón, hijos míos, poned el corazón en serviros. Cuando el cariño pasa por el Corazón Sacratísimo de Jesús y por el Dulcísimo Corazón de María, la caridad fraterna se ejercita con toda su fuerza humana y divina. Anima a soportar la carga, quita pesos, asegura la alegría en la pelea. No es algo pegadizo, es algo que fortalece las alas del alma para alzarse más alta; la caridad fraterna, que no busca su propio interés (cfr. 1 Cor. XIII, 5), permite volar para alabar al Señor con un espíritu de sacrificio gustoso. Las lañas que colocamos, —o que nos aplican— lucen como condecoraciones en el pecho de un soldado. Hijos de mi vida, quereos, ayudaos, y dejaos ayudar, haciéndoos las oportunas advertencias con comprensión y con caridad. Así, bien unidos, venceremos tantas batallas de paz, que aún hemos de combatir en nombre del Señor y de la Iglesia. Solos, no podemos nada; con Dios y con el concurso de nuestros hermanos, todo lo podemos. Un firme propósito, pues, de ayudar y de dejarnos ayudar.

24 Recientemente os había ya urgido sobre esta mutua vigilia de amor que hemos de vivir, muy especialmente en estos tiempos en los que, desde dentro de la Iglesia, se siembra descaradamente la confusión. Agitadores de sacristías y de conventos, gente que ha hundido seminarios y vaciado iglesias, parecen destinar todo su interés a que haya hombres que sin guardar el Evangelio de Cristo y su ley, se llamen cristianos y envueltos en oscuridad se crean que tienen luz, por los halagos y embustes del enemigo, que, según nos dice el Apóstol, se transfigura en Angel, y reviste a sus agentes de ministros de justicia: presentan la noche como día, la muerte como salud, la desesperación con apariencia de esperanza, la perfidia como fidelidad, el anticristo con el nombre de Cristo; así escamotean con sutileza la realidad, engañando con apariencias de verdad. Esto sucede, hermanos amadísimos, por no volver al origen de la verdad, por no buscar la fuente, por no guardar la doctrina del Maestro celestial (San Cipriano, De Ecclesiae Catholicae unitate, c. 3).

Acudamos, pues, a la buena doctrina, que enciende con lumbres la inteligencia y mueve a obrar rectamente, porque trae claridad a la conciencia para discernir el bien del mal. La gran catequesis, que es nuestra tarea, requiere un asiduo estudio; y requiere también, cualquiera que sea la ciencia que se cultive, aprender a situar rectamente y bajo la luz de la fe aquella parte del saber humano al que se dedica, por profesión, el propio esfuerzo. Así se evita uno de esos males tan corrientes hoy: que un sector de la ciencia pretenda aplicar soluciones para todas las exigencias de la criatura, como si el hombre fuera un simple animal.

25 No se relee sin gran dolor lo que San Pío X describió en su encíclica Pascendi, cuando exponía las características del modernismo, que en ese documento definía como compendio de todas las herejías. Todo aquello que entonces el Magisterio universal de la Iglesia intentó atajar con penetrante visión y energía sobrenatural, aparecía ya con su enorme gravedad, pero era todavía un mal relativamente limitado a algunos sectores. En nuestros días ese mismo mal —idéntico en su inspiración de raíz y con frecuencia en sus formulaciones— ha resurgido violento y agresivo, con el nombre de neomodernismo, y en proporciones prácticamente universales. Aquella enfermedad mortal, antes localizada en unos pocos ambientes malsanos, y contenida dentro de esas fronteras por prudentes medidas de la Santa Sede, ha alcanzado aspectos de epidemia generalizada. Su extensión ha facilitado su virulencia y la manifestación de efectos monstruosos en cantidad y en calidad, que quizá ni siquiera hubiésemos podido imaginar ante los primeros brotes del modernismo.

Lo que inicialmente se mostraba sólo, aunque ya fuese muy grave, como la reducción de las Verdades dogmáticas a la simple experiencia subjetiva, conservando algún matiz espiritual, se ha degradado aún más: las hondas exigencias del alma —y aun las de la misma gracia divina— quedan disueltas en la horizontalidad sin relieve de lo mundano: identificando el amor de Dios con las aspiraciones o deseos más inmediatos del hombre-masa, sometido a los determinismos de la planificación materialista y atea, y a la de los instintos animales.

La soberbia de la vida (I Ioann. II, 16) presenta su vanidad total en la exteriorización de la concupiscencia de los ojos, ambición de poder y de bienes terrenos, sin mesura; y de la concupiscencia de la carne, sensualidad sin freno y degradación libertina. Es como la descomposición entera de un cuerpo, después de haber perdido el alma.

26 Si, para combatir eficazmente los males del modernismo, San Pío X —como de modo análogo había hecho antes León XIII— señalaba, entre los más importantes remedios que urgía poner, el fiel seguimiento de la filosofía y de la teología de Santo Tomás, es patente que ahora se impone como nunca el estricto cumplimiento de esa disposición. Con el Motu proprio Doctoris Angelici, San Pío X traducía, en normas disciplinares concretas, lo que había sido una constante recomendación de sus antecesores en la Sede de Pedro, desde el año 1325.

No me parece ocioso transcribir aquí algunas de las afirmaciones de ese documento pontificio: se deben conservar santa e inviolablemente los principios filosóficos establecidos por Santo Tomás, a partir de los cuales se aprende la ciencia de las cosas creadas de manera congruente con la Fe, se refutan los errores de cualquier época, se puede distinguir con certeza lo que sólo a Dios pertenece y no se puede atribuir a nadie más, se ilustra con toda claridad la diversidad y la analogía existente entre Dios y sus obras.

Y añade: por lo demás, hablando en general, estos principios de Santo Tomás no encierran otra cosa más que lo que ya habían descubierto los más importantes filósofos y Doctores de la Iglesia, meditando y argumentando sobre el conocimiento humano, sobre la naturaleza de Dios y de las cosas, sobre el orden moral y la consecución del fin último. Con un ingenio casi angélico, desarrolló y acrecentó toda esta cantidad de sabiduría recibida de los que le habían precedido, la empleó para presentar la doctrina sagrada a la mente humana, para ilustrarla y para darle firmeza.

Los puntos más importantes de la filosofía de Santo Tomás no deben ser considerados como algo opinable, que se pueda discutir, sino que son como los fundamentos en los que se asienta toda la ciencia de lo natural y lo divino. Si se rechazan estos fundamentos o se los pervierte, se seguirá necesariamente que quienes estudian las ciencias sagradas ni siquiera podrán captar el significado de las palabras, con las que el Magisterio de la Iglesia expone los dogmas revelados por Dios. Por eso quisimos advertir a quienes se dedican a enseñar la filosofía y la sagrada teología, que si se apartan de las huellas de Santo Tomás, principalmente en cuestiones de metafísica, será con gran detrimento.

Así, entre otras determinaciones, San Pío X exhortaba: pondrán en esto un particular empeño los profesores de filosofía cristiana y de sagrada teología, que deben tener siempre presente que no se les ha dado facultad de enseñar, para que expongan a sus alumnos las opiniones personales que tengan acerca de su asignatura, sino para que expongan las doctrinas plenamente aprobadas por la Iglesia. Concretamente, en lo que se refiere a la sagrada teología, es Nuestro deseo que su estudio se lleve a cabo siempre a la luz de la filosofía que hemos citado.

¡Cuánto dolor se hubiese ahorrado a la Iglesia y cuánto daño se hubiese evitado a las almas, con la fiel obediencia a esos mandatos de San Pío X! Pido ahora a mis hijas y a mis hijos, precisamente en este año en el que se conmemora el VII centenario de la muerte del Doctor Angélico, que sigan delicadamente esas indicaciones de la Iglesia en el estudio y en la enseñanza de la doctrina filosófica y teológica, seguros de que también así contribuiremos a que, por la misericordia divina, las aguas vuelvan a su cauce.

27 Indudablemente, esta tarea requiere paciencia, virtud que non tantum bona custodit, sed et repellit adversa (San Cipriano, De bono patientiae, c. 14), que además de custodiar lo bueno, rechaza lo que se opone al bien. Se muestra impaciente, en este sentido, el que deja de guardar la verdad y renuncia, porque no resulta cómodo ir contra la corriente, a la lucha contra el mal. Muchos perjuicios han venido a la Iglesia por la impaciencia, es decir, por la negligencia en cuidar la recta doctrina —el depósito de la fe— y en contrarrestar con fortaleza la herejía. Con razón afirmaba además San Cipriano que impatientia etiam in Ecclesia haereticos facit (De bono patientiae, c. 14): la impaciencia hace herejes, precisamente porque los pastores abandonan la vigilancia del depósito de la fe, expuesto a los asaltos de cualquier aventurero, y hasta ellos mismos —sufriendo y desorientados— desconfían de la Iglesia.

Faltan ganas de luchar, porque falta fe. Pensad, hijos, en los Santos Padres y en los grandes Santos Doctores. Todos han puesto su vida al servicio de la verdad del dogma y de la moral de Cristo: la han protegido, la han defendido de los ataques heréticos, la han difundido, la han practicado, aun a costa de sacrificios personales y persecuciones, sin miedo a llamar a los herejes por su nombre. Hay que apoyarse en la intercesión de estos celosos baluartes y conocer bien su enseñanza y sus ejemplos, para ayudar a desterrar de la Iglesia la visión que lleva a claudicar ante cualquier cosa, o a disolver el mensaje de Jesucristo en un humanitarismo adornado de preocupaciones sociales.

28 El cristiano debe superar cualquier temor a que su fe contraste con las ideologías o valores que, en un determinado momento, traten de imponerse. Querer agradar a todos, y siempre, equivale a prepararse para traicionar. El cristiano tampoco ha de presentarse como un hombre que busca pelea con todos y por cualquier motivo. Pero no ha de soslayar la obligación, gustosa obligación, de proclamar su ideal sin ambigüedades.

Además, cuenta con el derecho de sentirse apoyado en este comportamiento, por quienes están designados por el Señor para custodiar ese sagrado tesoro. Causa pena el espectáculo de algunas altas deserciones, a la hora de hablar o de decidir con iluminada convicción, a la hora de cortar un abuso. Bien triste resulta que en estos tiempos se haya utilizado la palabra caridad —no causar un dolor al hermano, dicen—, como coartada de la cobardía.

Ruego al Señor, con todas las fuerzas de mi alma, que conceda a mis hijas y a mis hijos la gracia de ser, en su Iglesia, fieles cristianos: fieles a la herencia sobrenatural recibida, y que jamás ninguno traicione o ceda en cuestiones dogmáticas o morales. Hemos de aumentar nuestra lealtad con Dios, en estos momentos de deslealtad.

A rezar, pues. A estudiar la buena doctrina, para que haya en nuestro espíritu un sereno remanso de aguas limpias, donde beban las criaturas sedientas de certidumbre. Cuando acudáis a lucrar las indulgencias del Año Santo, al invocar a la Santísima Virgen, orad por, la Iglesia entera. Suplicad a la Madre que mire con compasión a sus hijos: con la misma compasión que en las bodas de Caná.

29 Esta humanidad corre el riesgo de quedarse sin el vino del anuncio salvador de Jesucristo. Recurramos a María Santísima y escuchemos su consejo: haced lo que El os diga (Ioann. II, 5). María, nos remite al poder sin límites de su Hijo. Ella intercede y Él se decide. Pero se requiere que los hombres nos dispongamos también a servir, a llenar hasta arriba las tinajas. Te encomendamos, Señor, que no prives a tu Iglesia de buenos ministros, de buenos pastores, de ejecutores puntuales de tus mandatos. Pastores que pongan su esfuerzo, con santo celo, en predicar la ciencia indiscutible e iluminar la tierra con la recta conducta. Tú convertirás en gracia este celo: ¡ven, Señor, no tardes! (cfr. Hab. II, 3; Hebr. X, 37).

Hijas e hijos míos, a no ceder ni un milímetro, que nos jugamos el alma. Son años, éstos, para vivir más piadosamente que nunca, con más sinceridad que nunca, con más obediencia que nunca, más apostólicos que nunca. Dios nos ha bendecido mucho: agradecédselo muy de veras. Sintamos, junto con nuestra personal indignidad, una confianza inmensa en la misericordia de su Sacratísimo Corazón, urgido por el dulcísimo Corazón de Nuestra Madre Santa María. Con esta confiada piedad nunca dejaremos de comportarnos con completa adhesión al Señor, a su Iglesia y al Romano Pontífice, y gozaremos de la alegría de los hijos recios de esta Iglesia Santa.

Cariñosamente os bendice vuestro Padre.

Mariano

Roma, 14 de febrero de 1974.