Carta "Videns eos", José María Escrivá, 24 de marzo de 1931

From Opus-Info
Revision as of 16:12, 27 December 2018 by Bruno (talk | contribs) (Deshecha la edición 15274 de Bruno (disc.))
(diff) ← Older revision | Latest revision (diff) | Newer revision → (diff)
Jump to navigation Jump to search
Es una reconstrucción fragmentaria a partir de las citas publicadas en los seis tomos de Meditaciones (ed. segunda Roma 1987, 1989-1991) y en algunos volúmenes de la serie de Cuadernos (de momento, los números III, V, VII-VIII). Los lugares de localización de esos fragmentos se ordenan según la división de números de la Carta. Se indica el comienzo y el final de cada cita mediante paréntesis cuadrados [...]; los paréntesis redondos que advierten sobre omisiones de texto (...) pertenecen a la cita tal como ha sido editada. En los tomos de Meditaciones se indica primero su número y después, tras un punto (.), el número de la página donde aparece cada cita. La serie de Cuadernos se menciona con la abreviatura C seguida del número de volumen unidos por un guión (-) y después se añade el número de la página con indicación de la respectiva nota.
Aparecen fragmentos de la carta Videns eos en estos lugares: 1: III.651, I.641. 2: IV.153. 3: C-VIII.89 n.2, C-VIII.160 n.10, III.474. 4: C-III.78 n.12, C-VIII.98-99 n.34, C-VIII.160-61 n.11, III.474. 5: C-VIII.98 n.33, C-VIII.281 n.1, III.487. 6: C-III.78 n.13, IV.467. 7: IV.73. 9: C-VIII.89 n.3, C-VIII.281-82 n.3, IV.440. 10: C-VIII.285 n.16, III.156, I.28, II.681. 11: C-VIII.95 n.21, II.679, IV.152. 12: C-VIII.204 n.6, C-VIII.264 n.35, II.683. 13: III.541, VI.44, VI.46. 14: C-III.186 n.28, C-VIII.84 n.22, II.620, IV.97, IV.97. 15: C-III.187 n.32, C-VIII.31-32 n.9, C-VIII.97 n.27, II.619, II.563, I.109, III.114. 16: I.70, I.70. 17: I.72, IV.469. 18: I.634, III.16. 19: I.634, I.636. 20: I.635, IV.471. 21: IV.185. 22: C-VIII.16-17 n.36, C-VIII.205-206 n.8, IV.254, I.637. 23: C-VIII.206 n.8, C-VIII.206 n.10, I.637. 24: I.641, I.730, III.475, VI.325. 25: C-III.183 n.17, n.21, I.642, IV.207. 26: C-VIII.175 n.34, IV.126, III.492, VI.43. 28: III.186. 29: IV.154. 30: III.187, IV.151. 31: I.732, II.726. 32: IV.399. 33: IV.61, III.695. 34: I.732, IV.468, II.450, I.648. 36: C-III.201 n.15. 37: C-VIII.93 n.11, III.715, I.530. 38: C-VIII.208-209 n.13, C-VIII.275-76 n.17, C-VIII.278 n.24, I.648, I.649, II.673. 39: C-III.139 n.34, I.649, V.305. 40: C-III.147 n.18, II.450, I.652. 41: C-VIII.277 n.22, IV.11, VI.315, I.652. 42: V.442, III.493. 43: C-VII.80 n.5, II.452, IV.694, IV.256. 44: III.626. 45: C-III.109 n. 15, C-III.109 n,18, C-III.109 n.20, C-VIII.207-208 n.11, C-VIII.208 n.12, C-VIII.211 n.23, C-VIII.262 n.31, II.574, IV.132, II.431. 46: C-VIII.264 n.33, I.642, II.431, I.642, III.386. 47: C-VIII.261-62 n.29, I.399, I.729. 48: C-III.110 n.18, C-VIII.268-69 n.58, II.449, I.708. 49: C-III.204 n.25, I.709 con la adición de un párrafo tomado del original. 50: C-VIII.196 n.24, III.543, III.716, VI.313. 54: III.339, II.691, II.502. 55: C-VIII.279 n.27, IV.392, VI.113, II.594, IV.731. 56: I.733, II.158, V.341, I.543. 57: C-V.127 n.23, C-VIII.17 n.37, C-VIII.213 n.30, I.644, VI.334. 58: C-V.48 n.19, C-VIII.160 n.7, III.436, IV.118. 59: C-VIII.96 n.23, IV.631, IV.632, VI.47, V.274. 60: C-III.134 n.22, II.88, I.681. 61: C-VIII.272-73 n.8, IV.628. 62: C-VIII.74-75 n.41, C-VIII.97-98 n.30, C-VIII.279 n.29, I.113. 63: C-III.220 n.14

1 VIDENS EOS [...] Me conmueve, hijos queridísimos, contemplar a Jesús que ejercita su poder divino y hace un milagro maravilloso, para ir al encuentro de los suyos, que se fatigan remando contra el viento por llevar la barca a donde el Señor les ha dicho.

Cumplimos también nosotros un mandato imperativo de Cristo, navegando en un mar revuelto por las pasiones y los errores humanos, y sintiendo a veces dentro de nosotros toda nuestra flaqueza, pero decididos firmemente a conducir a término esta barca de salvación que el Señor nos ha confiado. Se levanta quizá en ocasiones, de lo profundo del corazón, ante la fuerza del viento contrario, la voz de nuestra impotencia humana: ten misericordia de mí, oh Dios, porque me persiguen, me combaten y me hacen sufrir constantemente. Sin cesar me persiguen mis enemigos; y son muchos, en verdad, los que me combaten (Ps. LV, 2-3). El no nos deja, y siempre que ha sido necesario se ha hecho presente, con su omnipotencia amorosa, para llenar de paz y de seguridad el corazón de los suyos: Jesús les habló luego, y dijo: buen ánimo, soy yo, no tenéis que temer. Y se metió con ellos en la barca, y cesó el viento (Marc. VI, 50-51) [...]

[...] además de las faltas que tenemos en la conciencia, habrá otras, que están ocultas a nuestros ojos [...]

2 [...] cada uno de nosotros es como aquel gigante de la Sagrada Escritura: la cabeza de la estatua era de oro puro; su pecho y sus brazos, de plata; su vientre y sus caderas, de bronce; sus piernas, de hierro, y sus pies, parte de hierro, parte de barro (Dan. II, 32-33). No olvidemos nunca esta debilidad del fundamento humano, y así seremos prudentes —humildes— y no sucederá lo que acaeció a aquella estatua colosal: que una piedra desprendida, no lanzada por mano, hirió a la estatua en los pies de hierro y barro, destrozándola. Entonces el hierro, el barro, el bronce, la plata y el oro se desmenuzaron juntamente y fueron como polvo de las eras en verano: se los llevó el viento, sin que de ellos quedara traza alguna (Dan. II, 34-35).

Oíd, mis hijos, lo que el Espíritu Santo nos dice por San Pablo: el que piensa estar firme, mire no caiga. No habéis tenido sino tentaciones humanas, ordinarias; pero fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados más allá de vuestras fuerzas, sino que de la misma tentación os hará sacar provecho para que podáis sosteneros (I Cor. X, 12-13) [...]

3 [...] el alma se endiosa: ¡su vida nueva contrasta tanto con la de antes, y con la que a su alrededor encuentra tantas veces! [...]

4 [...] ¿endiosamiento sin humildad?, ¡malo! Y si el endiosamiento es corporativo, ¡peor! Porque Tú, Señor, salvas al pueblo humilde, y humillas al soberbio (Ps. XVII, 28) [...]

[...] No puedo ocultaros, hijos míos, mi temor de que en algún caso ese endiosamiento, sin una base profunda de humildad, pueda ocasionar la presunción, la corrupción de la verdadera esperanza, la soberbia y —más tarde o más temprano— el derrumbamiento espiritual ante la experiencia inesperada de la propia flaqueza: ¡qué eficaces seremos, si no perdemos la humildad, si no perdemos este propio conocimiento!

Suelo poner el ejemplo del polvo que es elevado por el viento hasta formar en lo más alto una nube dorada, porque admite los reflejos del sol. De la misma manera, la gracia de Dios nos lleva altos, y reverbera en nosotros toda esa maravilla de bondad, de sabiduría, de eficacia, de belleza, que es Dios. Si tú y yo nos sabemos polvo y miseria, poquita cosa, lo demás lo pondrá el Señor. Es una consideración que me llena el alma [...]

5 [...] En las travesías de la vida interior y en las del trabajo espiritual, el Señor concede a sus apóstoles esos tiempos de bonanza, y los elementos, las propias miserias y los obstáculos del ambiente, enmudecen: el alma goza, en sí misma y en los demás, la hermosura y el poder de lo divino, y se llena de contento, de paz, de seguridad en su fe aún vacilante. Sobre todo a los que comienzan, suele llevarlos el Señor —tal vez durante años— por esos mares menos borrascosos, para confirmarlos en su primera decisión, sin exigirles al principio lo que ellos aún no pueden dar, porque son sicut modo geniti infantes (I Petr. II, 2), como niños recién nacidos [...]

6 [...] Es malo el endiosamiento si ciega, si no deja ver con evidencia que tenemos los pies de barro, ya que la piedra de toque para distinguir el endiosamiento bueno del malo es la humildad. Por eso es bueno, mientras no se pierde la conciencia de que esa divinización es un don de Dios, gracia de Dios; es malo, cuando el alma se atribuye a sí misma —a sus obras, a sus méritos, a su excelencia— la grandeza espiritual que le ha sido dada. ¡Humildes, humildes! Porque sabemos que en parte estamos hechos de barro, y conocemos un poquito de nuestra soberbia y de nuestras miserias... y no lo sabemos todo. ¡Que descubramos lo que estorba a nuestra fe y a nuestra esperanza y a nuestro amor! [...]

7 [...] Para hacer los cimientos de un edificio, a veces hay que ahondar mucho, llegar a una gran profundidad, hacer grandes soportes de hierro y hundirlos hasta que se apoyen sobre roca. Pero no hay necesidad de eso si se encuentra enseguida terreno firme. Para nosotros la roca es ésta: piedad, filiación divina, abandono en las manos de Dios [...]

9 [...] Un hombre se va haciendo poco a poco, y nunca llega a hacerse del todo, a realizar en sí mismo toda la perfección humana de que la naturaleza es capaz. En un aspecto determinado, puede incluso llegar a ser el mejor, en relación con todos los demás, y quizá a ser insuperable en esa actividad concreta natural. Sin embargo, como cristiano su crecimiento no tiene límites [...]

[...] Os decía que hay, a lo largo de esta navegación de la vida nuestra, tiempos de bonanza —interna o externa— incluso prolongados; pero sólo en el Cielo la paz es definitiva, la serenidad completa [...]

10 [...] Alta es la meta, a la que Jesús nos llama: inasequible, hasta el fin mismo del camino de la vida. Siempre se puede tender a más, y el que no avanza, retrocede; el que no crece, mengua. Los que me comen, se lee en el Eclesiástico, aún tendrán hambre; y los que me beben, aún tendrán sed (Eccli. XXIV, 29) (...).

No nos queramos engañar: tendremos miserias. Cuando seamos viejos, también: las mismas malas inclinaciones que a los veinte años. Y será igualmente necesaria la lucha ascética, y tendremos que pedir al Señor que nos dé humildad. Es una lucha constante. Militia est vita hominis super terram (Iob VII, 1). Pero la paz está justamente en la lucha. ¡La paz es consecuencia de la victoria! [...]

[...] No podemos olvidar que llevamos en nosotros mismos un principio de oposición, de resistencia a la gracia: las heridas del pecado original, quizá enconadas por nuestros pecados personales. Se opondrán a tus hambres de santidad, hijo mío, en primer lugar, la pereza, que es el primer frente en el que hay que luchar; después, la rebeldía, el no querer llevar sobre los hombros el yugo suave de Cristo, un afán loco, no de libertad santa, sino de libertinaje; la sensualidad y, en todo momento —más solapadamente, conforme pasan los años—, la soberbia; y después toda una reata de malas inclinaciones, porque nuestras miserias no vienen nunca solas [...]

11 [...] Hijos míos: no os avergüence ser miserables; no os acobardéis porque tengáis en el corazón el fomes peccati, la materia propia para que se cebe el fuego del pecado.

No os asustéis, porque el justo cae siete veces, y otras tantas se levanta (Prov. XXIV, 16). En nuestra pelea espiritual no faltarán fracasos. Pero ante nuestras equivocaciones, ante el error, debemos reaccionar inmediatamente, haciendo un acto de contrición, que vendrá a nuestro corazón y a nuestros labios con la prontitud con que acude la sangre a la herida, combatiendo con eficacia el cuerpo extraño, el germen de infección [...]

12 [...] Es lógico, por otra parte, que sintamos la atracción, no ya del pecado, sino de esas cosas humanas nobles en sí mismas, que hemos dejado por amor a Jesucristo, sin que por eso hayamos perdido la inclinación a ellas. Porque teníamos esa tendencia, la entrega de cada uno de nosotros fue don de sí mismo, generoso y desprendido; porque conservamos esa entrega, la fidelidad es una donación continuada: un amor, una liberalidad, un desasimiento que perdura, y no simple resultado de la inercia. Dice Santo Tomás: eiusdem est autem aliquid constituere, et constitutum conservare (Santo Tomás, S. Th. II-II, q.79, a.1 c). Lo mismo que dio origen a tu entrega, hijo mío, habrá de conservarla [...]

13 [...] ¡Divina pedagogía de las parábolas!: luminosas y claras, para las almas sencillas; ininteligibles, para los complicados e indóciles: por eso los fariseos no las entienden. El sembrador, el campo, el enemigo, la cizaña... Acércate más a Cristo, y dile que te explique la parábola —edissere nobis parabolam! (Matth. XIII, 36)— en la intimidad de tu oración [...]

[...] Cum autem dormirent homines... No se ha de perder una sola palabra de lo que nos dice el Señor. Porque, en nuestra vida personal, ¿no es acaso sueño, un mal sueño, el que nos hace desperdiciar la buena semilla de la doctrina y de la vida santa? Luego debemos estar vigilantes. Custos, quid de nocte? (Isai. XXI, 11). ¡Centinela, alerta! Debemos estar en vela, debemos oír el grito de alarma, y repetirlo a los demás. No podemos adormecernos, porque si no, en medio de lo bueno vendrá lo malo: vigilad y orad, para no caer en la tentación (Matth. XXVI, 41) [...]

[...] Di al Señor que quieres poner todos los medios. Cuando veas que no has sabido ponerlos, que te duermes —¡triste cosa ese sueño!—, es la hora de reaccionar, con la gracia de Dios. Es seguro que no ha sido el nuestro un abandono que tenga su origen en falta de amor, sino en la flaqueza. Por eso, hemos de decir al Señor enseguida: en adelante yo seré fuerte, contigo. Las derrotas son mías; las victorias, tuyas. No quiero que haya mal en el mundo: el campo será arado, y recibirá la atención necesaria, con la semilla generosamente sembrada. Líbrame de mis enemigos, oh Señor, porque a ti acudo. Enséñame a cumplir tu voluntad, pues Tú eres mi Dios (Ps. CXLII, 9 y 10) [...]

14 [...] Tened optimismo. El propio San Pablo, en la epístola a los Filipenses, nos dirá: gaudete in Domino semper: iterum dico: gaudete (Philip. IV, 4); vivid siempre alegres en el Señor; os lo repito: estad contentos.

Hay que ver, hijos míos, el aspecto positivo de las cosas. Lo que parece más tremendo en la vida, no es tan negro, no es tan oscuro. Si puntualizáis, no llegaréis a conclusiones pesimistas. Como un buen médico no dice, al ver un paciente, que todo en él está podrido, os pido por amor a Jesucristo que tengáis confianza. No afirméis nada malo, sin ver la contrapartida. Un enfermo no es inmediatamente un cuerpo para el cementerio. Vamos a curarlo, dándole los remedios oportunos. Dentro de nuestro espíritu, tenemos toda la farmacopea [...]

15 [...] Estemos siempre serenos. Si somos piadosos y sinceros, no habrá penas duraderas y desaparecerán del todo esas otras que a veces nos inventamos, porque no lo son objetivamente. Viviremos con alegría, con paz, en los brazos de la Madre de Dios, como hijos pequeños suyos, que eso somos. De cuando en cuando, cada uno tiene en su mundo interior un conflicto menudo, que la soberbia se encarga de hacer grande, para darle importancia, para arrancarnos la paz. No hagáis caso de esas pequeneces. Decid: soy un pecador, que ama a Jesucristo [...]

[...] Casi todos los que tienen problemas personales, los tienen por el egoísmo de pensar en sí mismos. Es necesario darse a los demás, servir a los demás por amor de Dios: ése es el camino para que desaparezcan nuestras penas. La mayor parte de las contradicciones tienen su origen en que nos olvidamos del servicio que debemos a los demás hombres y nos ocupamos demasiado de nuestro yo. Entregarse al servicio de las almas, olvidándose de sí mismo, es de tal eficacia, que Dios lo premia con una humildad llena de alegría [...]

[...] nada de mentalidad de víctima. Hay una sola Víctima: Cristo Señor Nuestro en la Cruz [...]

16 [...] Un hombre piadoso puede tener su pobre corazón en tinieblas; y esas tinieblas pueden durar unos momentos, unos días, una temporada, unos años. Es la hora de clamar: Señor, ten misericordia de mí, porque te he invocado todo el día: porque Tú, Señor, eres suave y apacible, y de mucha clemencia con los que te invocan (Ps. LXXXV, 3 y 5) [...]

[...] puede ocurrir que la ceguera nuestra —si viene— no sea consecuencia de nuestros errores: sino un medio del que Dios quiere valerse para hacernos más santos, más eficaces. En cualquier caso, se trata de vivir de fe; de hacer nuestra fe más teologal, menos dependiente en su ejercicio de otras razones que no sean Dios mismo. Como alguien, que tiene poca ciencia, está más seguro de lo que oye a otro que posee muchísima ciencia, que de lo que a él mismo le parece según su propio entendimiento; así mucho más seguro está el hombre de lo que ha dicho Dios, que no puede engañarse, que de lo que ve con su propia razón, que puede equivocarse (Santo Tomás, S. Th. II-II, q.4, a.8 ad 2) [...]

17 [...] Dios ensalza en lo mismo que humilla. Si el alma se deja llevar, si obedece, si acepta la purificación con entereza, si vive de la fe, verá con una luz insospechada, ante la que después pensará asombrado que antes ha sido ciego de nacimiento. Y volviendo Jesús a hablar al pueblo, dijo: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida (Ioann. VIII, 12) [...]

[...] Esa debe ser también la aspiración de cada uno de vosotros, hijos míos: pasar inadvertidos, imitar a Cristo, que permaneció oculto treinta años siendo sencillamente el hijo del artesano (Matth. XIII, 55); imitar a María que, siendo Madre de Dios, gusta de llamarse su esclava: ecce ancilla Domini (Luc. I, 38).

El Señor nos quiere humildes: esa humildad no significa que no lleguéis a donde debéis llegar en el terreno profesional, en el trabajo ordinario, y, desde luego, en la vida espiritual. Es preciso llegar, pero sin buscaros a vosotros mismos, con rectitud de intención. No vivimos para la tierra, ni para nuestra honra, sino para la honra de Dios, para la gloria de Dios, para el servicio de Dios: sólo esto nos mueve [...]

18 [...] Quizá alguna vez, hijo mío, me digas que te encuentras cansado y frío, cuando cumples las Normas; que te parece que estás haciendo una comedia. Esa comedia es una gran cosa, hijo. El Señor está jugando con nosotros como un padre juega con sus hijos. Dios es eterno, y tú y yo delante de Dios somos unos niños pequeñísimos. Ludens in orbe terrarum (Prov. VIII, 31): estamos jugando ante Dios Nuestro Padre, y Dios juega con nosotros como juegan los padres con sus hijos.

Si en algún momento —ante el esfuerzo, ante la aridez— pasa por vuestra cabeza el pensamiento de que hacemos comedia, hemos de reaccionar así: ha llegado la hora maravillosa de hacer una comedia humana con un espectador divino. El espectador es Dios: el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo: la Trinidad Beatísima. Y con Dios Señor nuestro, nos estarán contemplando la Madre de Dios, y los ángeles y los santos de Dios.

19 No podemos abandonar nuestra vida de piedad, nuestra vida de sacrificio, nuestra vida de amor. Hacer la comedia delante de Dios, por amor, por agradar a Dios, cuando se vive a contrapelo, es ser juglar de Dios. Es hermoso —no lo dudes— hacer comedia por Amor, con sacrificio, sin ninguna satisfacción personal, por dar gusto al Señor, que juega con nosotros. Vivir de amor, sin andar mendigando compensaciones terrenas, sin buscar pequeñas infidelidades miserables, sentirse orgulloso y bien pagado sólo con eso: convertir la prosa ordinaria en endecasílabos de poema heroico [...]

[...] Obras son amores. Quien ha recibido mis mandamientos y los observa, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado de mi Padre y yo le amaré, y yo mismo me manifestaré a él (Ioann. XIV, 21). Si el Señor nos da a veces la gracia suya y nos hace comprender sus juicios incomprensibles (Rom. XI, 33), que son más dulces que la miel y el panal (cfr. Ps. XVIII, 11), de ordinario no sucede así; hay que cumplir con el deber, no porque nos guste, sino porque tenemos obligación. No hemos de trabajar porque tengamos ganas, sino porque Dios lo quiere: y entonces habremos de trabajar con buena voluntad. El amor gustoso, que hace feliz al alma, está fundamentado en el dolor, en la alegría de ir contra nuestras inclinaciones, por hacer un servicio al Señor y a su Santa Iglesia [...]

20 [...] Porque eras acepto a Dios, fue necesario que la tentación te probase (Tob. XII, 13). No olvides que el Señor es nuestro modelo; y que por eso, siendo Dios, permitió que le tentaran, para que nos llenásemos de ánimo, para que estemos seguros —con El— de la victoria. Si sientes la trepidación de tu alma, en esos momentos, habla con tu Dios y dile: ten misericordia de mí, Señor, porque tiemblan todos mis huesos, y mi alma está toda turbada (Ps. VI, 3 y 4). Será El quien te dirá: no tengas miedo, porque yo te he redimido y te he llamado por tu nombre: tú eres mío (Isai. XLIII, 1) [...]

[...] No te turbe conocerte como eres: así, de barro. No te preocupe. Porque tú y yo somos hijos de Dios —y éste es endiosamiento bueno—, escogidos por llamada divina desde toda la eternidad: nos escogió el Padre, por Jesucristo, antes de la creación del mundo, para que seamos santos en su presencia (Ephes. I, 4). Nosotros, que somos especialmente de Dios, instrumentos suyos a pesar de nuestra pobre miseria, seremos eficaces si no perdemos la humildad, si no perdemos el conocimiento de nuestra flaqueza [...]

21 [...] La tentación se vence con oración y con mortificación: cuando ellos me afligían, yo me vestí de saco, sometiendo al ayuno mi alma, y repetía en mi pecho las plegarias (Ps. XXXIV, 13) (...). Sed fuertes, recios, enteros, inconmovibles ante los falsos atractivos de la infidelidad [...]

22 [...] que se va, mientras esperamos la eterna. Porque toda carne es heno, y toda su gloria como la flor del heno y se secó el heno, y su flor se cayó; pero la palabra del Señor dura eternamente (I Petr. I, 24 y 25).

Pensad también que statutum est hominibus semel mori (Hebr. IY, 27), que una sola vez se muere. Unos, en la infancia; otros, jóvenes, como vosotros; otros, en plena madurez; otros, cuando han llegado a envejecer.

No podemos perder el tiempo, que es corto: es preciso que nos empeñemos de veras en esa tarea de nuestra santificación personal y de nuestro trabajo apostólico [...]

[...] Quiero ahora preveniros contra un conflicto psicológico. Hace años me decía un buen fraile, prudente y piadoso: no olvides que cuando llega la gente a los cuarenta años, los casados se quieren descasar; los frailes, hacerse curas; los médicos, abogados; los abogados, ingenieros; y todo así: es como una hecatombe espiritual.

Las cosas no suceden exactamente como decía aquel religioso o, al menos, no son una regla tan general. Pero deseo que mis hijos conozcan este posible mal, y estén prevenidos, aunque pasen muy pocos por esta crisis. Si alguno de vuestros hermanos pasa por esta angustia, tendréis que ayudarle: rejuveneciendo y vigorizando su piedad, tratándole con especial cariño, dándole un quehacer agradable. Precisamente a los cuarenta años no será; pero puede ser a los cuarenta y cinco. Y habrá que procurar que haya una temporada de distensión: y no lo haremos con cuatro, sino con todos.

23 Siendo muy niños delante de Dios, no podemos estar infantilizados. A la Obra se viene con la edad conveniente para saber que tenemos los pies de barro, para saber que somos de carne y hueso. Sería ridículo darse cuenta en plena madurez de la vida: como una criatura de meses, que descubre asombrada sus propias manos y sus pies. Nosotros hemos venido a servir a Dios, conociendo toda nuestra poquedad y nuestra flaqueza, pero si nos hemos dado a Dios, el Amor nos impedirá ser infieles.

Por lo demás, ser desleales, agarrarse entonces a un amor de la tierra, estad seguros de que supondría el comienzo de una vida muy amarga, llena de tristeza, de vergüenza, de dolor. Hijos míos: afirmaos en este propósito de no vender jamás la primogenitura, de no cambiarla, al pasar los años, por un plato de lentejas. Sería una gran pena malbaratar así tantos años de amor sacrificado. Decid: he jurado guardar los decretos de tu justicia, y quiero cumplir mi juramento (Ps. CXVIII, 106)

Dios, que premia nuestra fidelidad y nos recuerda que omnia cooperantur in bonum, nos previene al mismo tiempo contra el peligro constante del envanecimiento, según aquellas palabras de San Agustín: a los que aman a Dios de este modo, todo contribuye para su mayor bien: absolutamente todas las cosas endereza Dios a su provecho, de suerte que aun a los que se desvían y extralimitan les hace progresar en la virtud, porque se vuelven más humanos y experimentados. Aprenden que en el mismo camino de la vida justa deben alborozarse con gozo y temblor, sin atribuirse presuntuosamente a sí mismos la seguridad con que caminan ni decirse en tiempo de la prosperidad: ya nunca caeremos (San Agustín, De corrept. et grat. 9, 24) [...]

24 [...] El no nos deja, y siempre que ha sido necesario se ha hecho presente, con su omnipotencia amorosa, para llenar de paz y de seguridad el corazón de los suyos [...]

[...] Dolor de amor, pues, y —en la intimidad de ese dolor y de esa humildad— nos atreveremos a decir al Señor que hay también en nuestra vida mucho amor. Que si fue real la falta, real es el amor que El mismo pone en nosotros, que nos permite servirle con toda la fuerza de nuestros corazones [...]

[...] Todos tenemos errores, aunque llevemos años y años luchando por vencerlos. Cuando de la lucha ascética sacamos desaliento, es que somos soberbios. Hemos de ser humildes, con deseos de ser fieles. Es verdad que servi inutiles sumus (Luc. XVII, 10). Pero, con estos siervos inútiles, el Señor hará cosas muy grandes en el mundo, si ponemos algo de nuestra parte: el esfuerzo de alzar la mano, para asirnos a la que Dios —con su gracia— nos tiende desde el cielo [...]

25 [...] Si nos amamos a nosotros mismos de un modo desordenado, motivo hay para estar tristes: ¡cuánto fracaso, cuánta pequenez! La posesión de esa miseria nuestra ha de causar tristeza, desaliento. Pero si amamos a Dios sobre todas las cosas, y a los demás y a nosotros mismos en Dios y por Dios, ¡cuánto motivo de gozo! [...]

No admitáis el desaliento por vuestras miserias personales o por las mías, por nuestras derrotas. Abrid el corazón, sed sencillos: continuemos andando el camino, con más cariño, con la fuerza que nos da Dios (...).

Dejarlo todo porque se dejó una cosa, es absurdo, no conduce a nada. Es la lógica de un loco. Llevamos un tesoro y, si —por lo que sea— hemos perdido en el camino una parte, incluso considerable, no es ésa una razón para tirar, despechados, lo que nos queda. La actitud más razonable será tomar todas las precauciones —valiéndonos también ahora de nuestra experiencia — para no perder nada más. En las cosas del alma, no hay nada irremediablemente perdido [...] dile a tu Ángel Custodio —yo se lo digo al mío— que no quiera mirar nuestros errores, porque estamos dolidos, contritos. Que lleve al Señor esta buena voluntad que nace, en nuestro corazón, como un lirio que ha florecido en el estercolero [...]

[...] Si sentís decaimiento, al experimentar —quizá de un modo particularmente vivo— la propia miseria, es el momento de abandonarse por completo, con docilidad en las manos de Dios. Cuentan que un día salió al encuentro de Alejandro Magno un pordiosero, pidiendo una limosna. Alejandro se detuvo y mandó que le hicieran señor de cinco ciudades. El pobre, confuso y aturdido, exclamó: ¡yo no pedía tanto! Y Alejandro repuso: tú has pedido como quien eres; yo te doy como quien soy.

'26' De lo profundo te invoco, oh Señor. Oye mi voz: estén atentos tus oidos a la voz de mis súplicas. Si guardas, oh Señor, la memoria de los delitos, ¿quién podrá subsistir? Pero eres indulgente, y tu ley me ayuda a reverenciarte, Señor. En tus promesas espero, mi alma confía en el Señor. Israel espera al Señor más que los centinelas nocturnos esperan el alba; porque de El viene la misericordia y su redención es copiosa. El, pues, redimirá a Israel de todas sus iniquidades (Ps. CXXIX) [...]

[...] estamos hechos de barro de la tierra —de limo terrae (Genes. 77, 7)—, de barro de botijo: frágil, quebradizo, inconsistente. Pero ya habéis visto cómo arreglan esas vasijas de cerámica que se hicieron pedazos: con lañas, para que sigan sirviendo. Los cacharros recompuestos así, son incluso más bonitos: tienen una gracia particular. Se ve que han servido para algo. Si siguen sirviendo, son espléndidos. Además, esas vasijas, si pudieran razonar, no tendrían soberbia nunca. Nada tiene de extraño que se hayan roto, y menos aún que las hayan arreglado, sobre todo si se trataba de algo insustituible, y ¿quieres decirme, hijo mío, con qué puede sustituirse el alma?

[...] El conocimiento de la propia insuficiencia nos da a entender una dimensión más profunda de la necesidad de ser instrumentos de Dios. Y como queremos ser buenos instrumentos, cuanto más pequeños y miserables nos sintamos con verdadera humildad, todo lo que nos falte lo pondrá Nuestro Señor [...]

28 [...] recordando la miseria de que estamos hechos, teniendo presentes los fracasos que causó nuestra soberbia, ante la majestad de ese Dios —de Cristo pescador— hemos de decir lo mismo que Pedro: Señor, yo soy un pobre pecador. Y entonces —ahora a vosotros y a mí, como entonces al Apóstol— Jesucristo nos repite lo que también nos dijo cuando nos metió en su red, al llamarnos: ex hoc iam homines eris capiens (Luc. V, 10); desde ahora serás pescador de hombres: con mandato divino, con misión divina, con eficacia divina [...]

29 [...] No se romperán tus pies de barro, porque conoces su inconsistencia y serás prudente, porque sabes bien que sólo Dios puede decir: ¿quién de vosotros me puede acusar de pecado? (Ioann. VIII, 46).

Cuando llega la noche y hago el examen y echo las cuentas y saco la suma, la suma es: pauper servus et humilis! Digo muchas veces: cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies! (Ps. L, 19). No lo digo con humildad de garabato.

Si el Señor ve que nos consideramos sinceramente siervos pobres e inútiles, que tenemos el corazón contrito y humillado, no nos despreciará, nos unirá a El, a la riqueza y al poder grande de su Corazón amabilísimo. Y tendremos el endiosamiento bueno: el endiosamiento de quien sabe que nada tiene de bueno, que no sea de Dios; que él, de sí mismo, nada es, nada puede, nada tiene [...]

30 [...] Por eso, si los demás —porque el Señor, en su bondad, no les deja ver nuestra fragilidad— nos tienen por mejores que ellos, nos alaban y muestran desconocer que somos pecadores, debemos pensar y meditar en el fondo de nuestro corazón, con humildad verdadera: tamquam prodigium factus sum multis: et tu adiutor fortis (Ps. LXX, 7); llegué a ser, para muchos, como un prodigio; pero bien sé que tú, Dios mío, eres mi fortaleza [...]

[...] San Pablo se sabe el último de los apóstoles, pero siente también el mandato de evangelizar. Como tú y como yo. Tú sabrás cómo eres. De mi te puedo decir que soy una pobre cosa, un pecador que ama a Jesucristo. Por gracia de Dios no le ofendemos más, pero me siento capaz de cometer todas las vilezas que haya cometido cualquier otro hombre [...]

31 [...] Dios, cuando desea realizar alguna obra, emplea medios desproporcionados, para que se note bien que la obra es suya. Por eso vosotros y yo, que conocemos bien el peso abrumador de nuestra mezquindad, debemos decir al Señor: aunque me vea miserable, no dejo de comprender que soy un instrumento divino en tus manos. No he dudado jamás de que los trabajos que haya hecho a la largo de mi vida en servicio de la Iglesia Santa, no los he hecho yo: sino el Señor, aunque se haya servido de mí: no puede el hombre atribuirse nada, si no le es dado del cielo (Ioann. III, 27) [...]

32 [...] Por eso, cuando con el corazón encendido le decimos al Señor que sí, que le seremos fieles, que estamos dispuestos a cualquier sacrificio, le diremos: Jesús, con tu gracia; Madre mía, con tu ayuda. ¡Soy tan frágil, cometo tantos errores, tantas pequeñas equivocaciones, que me veo capaz —si me dejas— de cometerlas grandes [...]

33 [...] Mirad que Jesucristo nos ha besado los pies cuando los besó a los primeros doce. Y El es quien es, y nosotros somos lo que somos: pobres criaturas. Si somos fieles, si somos humildes, seremos limpios, mortificados, obedientes; seremos eficaces, en todo el mundo: cuanto más humildes, más eficaces. No hemos venido a mandar, sino a obedecer. Venimos a servir, como Jesús, que non venit ministran, sed ministrare (Matth. XX, 28) [...]

34 [...] No os extrañe que os diga que amo vuestros defectos, siempre que luchéis por quitarlos, porque son un motivo de humildad [...] ha dicho aquél, que es el primer literato de Castilla, que la humildad es la base y el fundamento de todas las virtudes, y sin ella no hay ninguna que lo sea [...]

[...] si queremos perseverar, seamos humildes. Para ser humildes, seamos sinceros: sinceros con Dios, con nosotros mismos, y con los que llevan adelante nuestra alma: ut probetis potiora, ut sitis sinceri et sine offensa in diem Christi (Philip. I, 10); a fin de que sepamos discernir lo mejor, y nos mantengamos puros y sin tropiezo hasta el final. Así perseveraremos [...]

[...] Si nos preocupa algo, lo contamos, estando prevenidos contra el demonio mudo. Contadlo todo, lo pequeño y lo grande, y así venceréis siempre. No se vence cuando no se habla. Se explica, porque el que se calla tiene un secreto con Satanás, y es mala cosa tener a Satanás como amigo [...]

36 [...] Ya habéis oído decir que el mejor negocio del mundo sería comprar a los hombres por lo que realmente valen, y venderlos por lo que creen que valen. Es difícil la sinceridad. La soberbia violenta la memoria, la oscurece: el hecho se esfuma, o se embellece, y se encuentra una justificación para cubrir de bondad el mal cometido, que no se está dispuesto a rectificar [...]

37 [...] quizá en nuestra vida, por debilidad, podremos obrar mal. Pero las ideas claras, la conciencia clara: lo que no podemos es hacer cosas malas y decir que son santas [...]

[...] Si no se es humilde, profundamente humilde, es fácil llegar a deformarse la conciencia. Quizá en nuestra vida, por debilidad, podremos obrar mal. Pero las ideas claras, la conciencia clara: lo que no podernos es hacer cosas malas y decir que son santas [...]

38 [...] sinceros con Dios: es difícil, porque la gente tiende al anonimato. Las personas que tienen una función de importancia en la vida pública, es frecuente que reciban montones de anónimos. De cara a Dios, hay muchos hombres que quieren pasar también en el anonimato, que rehuyen el encuentro en la oración personal y en el examen [...]

[...] A la Obra hemos venido a ser santos. No nos vamos a sorprender, al comprobar que estamos lejos aún de serlo. Por eso admitiremos con sencillez nuestras debilidades, sin tratar de revestirlas de rectitud; evitando la soberbia, que ciega tremendamente, y lo hace ver todo al revés de como es. Hijos míos, sed sinceros con vosotros mismos, sed objetivos. Lograremos, de este modo, la eficacia de nuestra dedicación. Es difícil: se necesita ser humilde, abrir bien el corazón, de par en par, en la dirección espiritual, para airear todos los rincones del alma.

Nuestra ascética tiene la sencillez del Evangelio. No debemos complicar nuestras almas, dejando el corazón oscuro; no podemos entorpecer la acción del Espíritu Santo, provocando en nuestra vida una solución de continuidad, que nos arranque —aunque sea por poco tiempo— la simplicidad del corazón y la sinceridad delante de Dios (cfr. II Cor. I, 12) [...]

39 [...] no os concedáis nada sin decirlo, hay que decirlo todo. Mirad que, si no, el camino se enreda; mirad que, si no, lo que era nada acaba siendo mucho. Acordaos del cuento del gitano, que fue a confesar: Padre cura, yo me acuso de haber robado un ronzal... Y detrás había una muía; y detrás, otro ronzal; y otra muía, y así hasta veinte. Hijos míos, que lo mismo pasa con otras muchas cosas: en cuanto se concede el ronzal, viene después todo lo demás, toda la reata, vienen después cosas que avergüenzan [...]

[...] de pequeño había dos cosas que me molestaban mucho: besar a las señoras amigas de mi madre, que venían de visita, y ponerme trajes nuevos. Me metía debajo de la cama. Luego, mi madre con cariño me decía: Josemaría, vergüenza sólo para pecar. Muchos años después me he dado cuenta de que había en aquellas palabras una razón muy profunda [...]

40 [...] No tengáis miedo a nada ni a nadie. Si vienen frutos amargos, decidlo. Todo el remedio está en Dios: aunque hubiese sido un delito grande, enorme. Decidlo todo; hablad, que se arregla. El que os oiga no se asustará de nada, porque sabe que él también es de barro, y que es capaz de cometer el mismo desatino, si es desatino, porque la mayor parte de las veces esos sufrimientos proceden de escrúpulos o de una conciencia mal formada. Más motivo para hablar claramente [...]

[...] cuando os ocurra algo que no quisierais que se supiese, decidlo inmediatamente —corriendo— a quien os puede ayudar, al Buen Pastor. Esta decisión es lógica: suponed que una persona camina con una piedra grande en la espalda y con los bolsillos llenos de piedrecitas que, entre todas, pesan cien gramos. Si situamos a esa persona en Madrid, vamos a suponer que la distancia que ha de recorrer es desde la Puerta del Sol hasta Cuatro Caminos. Cuando llegue al final del trayecto, no sacará una a una las piedrecillas de los bolsillos, quedándose —mientras— con la gran piedra encima. Hijos míos, pues nosotros igual. Lo primero que hemos de echar fuera es lo que pesa. Otro modo de comportarse es una gran tontería, y un principio de insinceridad [...]

41 [...] debemos facilitar, a quienes tengan la misión de formarnos, el conocimiento de todas nuestras circunstancias personales, no podemos tener miedo de que sepan cómo somos. Al contrario: nos ha de dar alegría hacer que nuestra alma sea transparente [...]

[...] con esa sinceridad con Dios, con vosotros mismos y con los que os forman, lograremos —en la medida de lo posible y con la ayuda de Dios— la perfección cristiana, la perfección humana, la perseverancia en el bien [...]

[...] Sólo de ese modo, con esa sinceridad con Dios, con vosotros mismos y con los que os forman, lograremos en la medida de lo posible y con la ayuda de Dios la perfección cristiana, la perfección humana, la perseverancia en el bien [...]

42 [...] hay que darse de una vez, sin reservas, varonilmente. Decirle al Señor: ecce ego: quia vocasti me! (I Reg. III, 6) [...]

[...] en los tiempos de serenidad espiritual —de endiosamiento bueno— haced como los ingenieros, que embalsan las aguasi limpias que vienen abundantes de la montaña y, cuando llega el estiaje, tienen un buen depósito, para beber, para regar los campos, para producir energía eléctrica: luz y fuerza. Ahora que abundáis en claridad, que os encontráis en el corazón ese afán de ser fieles, haced el propósito firme de acudir a esa claridad, invocando a Nuestra Madre Santa María, si un día permite el Señor que pensemos que estamos rodeados de tinieblas [...]

43 [...] La llamada divina exige de nosotros fidelidad intangible, firme, virginal, alegre, indiscutida, a la fe, a la pureza y al camino: el que persevere hasta el fin, será salvo (Matth. XXIV, 13), fieles hasta el último momento, y así seremos santos [...] Pensad también que statutum est hominibus semel mori (Hebr. IX, 27), que una sola vez se muere. Unos, en la infancia; otros, jóvenes, como vosotros; otros, en plena madurez; otros, cuando han llegado a envejecer [...]

[...] No podemos perder el tiempo, que es corto: es preciso que nos empeñemos de veras en esa tarea de nuestra santificación personal y de nuestro trabajo apostólico, que nos ha encomendado el Señor: hay que gastarlo fielmente, lealmente, administrar bien —con sentido de responsabilidad— los talentos que hemos recibido, para sacar adelante la Obra de Dios [...]

44 [...] Ahora pido, para vosotros y para mí, la fe de Pedro, quae per caritatem operatur (Galat. V, 6), que obra animada por la caridad. Una fe viva, inquebrantable, sin titubeos, sin atenuar su contenido, sin una sombra, operativa [...]

45 [...] Nosotros iremos adelante, con la gracia de Dios, no como ángeles —que eso sería un desorden, porque los ángeles tienen otra naturaleza—, sino como hombres limpios, fuertes, ¡normales!: lo que hacen tantos en la tierra por un hogar, lo que hicieron nuestros padres con una vida de cristiana fidelidad, hagámoslo nosotros por el Amor de los amores. Amad mucho, por tanto, la santa pureza, invocad a Nuestra Madre del Amor Hermoso, Santa María, y perseveraremos —alegres y sobrenaturalmente fecundos — en este Camino divino de nuestra Obra.

Si alguna vez sentís que está en peligro esa gracia que Dios nos ha hecho, no os debéis extrañar, porque —ya os lo he dicho— somos de barro: habemus autem thesaurum istum in vasis fictilibus (II Cor. IV, 7): una vasija de barro para llevar un tesoro divino. No te hablo para ahora: te hablo por si acaso, alguna vez, sientes que tu corazón vacila. Para entonces te pido, desde este momento, una fidelidad que se manifieste en el aprovechamiento del tiempo y en dominar la soberbia, en tu decisión de obedecer abnegadamente, en tu empeño por sujetar la imaginación: en tantos detalles pequeños, pero eficaces, que salvaguardan y a la vez manifiestan la calidad de tu entregamiento [...]

[...] Amad la santa pureza, hijos míos: nuestra castidad es una afirmación gozosa, una consecuencia lógica de nuestra entrega al servicio de Dios, de nuestro Amor. Podríamos haber puesto el afecto de nuestro corazón en una criatura; pero, ante la llamada de Dios, lo hemos puesto entero, joven, vibrante, limpio, a los pies de Jesucristo: porque nos da la gana —que es una razón bien sobrenatural— corresponder a la gracia del Señor [...]

[...] si en algún momento se hace más difícil la lucha interior, será la buena ocasión de mostrar que nuestro Amor es de verdad. Para quien ha comenzado a saborear de alguna manera la entrega, caer vencido sería como un timo, un engaño miserable. No te olvides de aquel grito de San Pablo: quis me liberabit de corpore mortis huius? (Rom. VII, 24), ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? Y escucha, en tu alma, la respuesta divina: sufficit tibi gratia mea! (II Cor. XII, 9), ¡te basta mi gracia!

El amor de nuestra juventud, que con la gracia de Dios le hemos dado generosamente, no se lo vamos a quitar al pasar los años. La fidelidad es la perfección del amor: en el fondo de todos los sinsabores que puede haber en la vida de un alma entregada a Dios, hay siempre un punto de corrupción y de impureza. Si la fidelidad es entera y sin quiebra, será alegre e indiscutida.

46 Dejadme que insista: sed fieles. Es algo que llevo clavado en el corazón. Si sois fieles, nuestro servicio a las almas y a la Santa Iglesia se llenará de abundantes frutos espirituales [...]

[...] No admitáis el desaliento por vuestras miserias personales o por las mías, por nuestras derrotas. Abrid el corazón, sed sencillos: continuemos andando el camino, con más cariño, con la fuerza que nos da Dios (...).

Dejarlo todo porque se dejó una cosa, es absurdo, no conduce a nada. Es la lógica de un loco. Llevamos un tesoro y, si —por lo que sea— hemos perdido en el camino una parte, incluso considerable, no es ésa una razón para tirar, despechados, lo que nos queda. La actitud más razonable será tomar todas las precauciones —valiéndonos también ahora de nuestra experiencia — para no perder nada más. En las cosas del alma, no hay nada irremediablemente perdido: el cuidado humilde y contrito con que procuremos conservar lo que nos quede, hará que recuperemos superándolo lo que hayamos perdido. Pues sucede algunas veces que la intensidad del arrepentimiento del penitente es proporcionada a un estado de gracia mayor que aquélla de la que cayó por el pecado... Por eso, el penitente algunas veces se levanta con más gracia que la que tenía antes (Santo Tomás, S. Th. III, q. 89, a. 2 c) [...]

[...] no olvidéis (...) que se puede cometer en la vida algún error, pero eso no quiere decir nada contra el camino, ni contra el Amor: quiere decir que, en lo sucesivo, hemos de ser más prudentes. Nadie puede razonar así: puesto que no puedo con la carga de un deber, no cumpliré ninguno. Es una reacción de soberbia, es pasar del endiosamiento al endiablamiento. Corruptio optimi pessima, enseña el viejo adagio escolástico: la corrupción de lo bueno es pésima. Sólo la humildad —con la gracia— puede impedir esa corrupción, ese paso breve de lo mejor a lo peor [...]

47 [...] Nuestra entrega nos confiere como un título —un derecho, por decirlo así— a las gracias convenientes para ser fieles al camino que emprendimos un día, porque Dios nos llamó. La fe nos dice que, cualesquiera que sean las circunstancias por que atravesemos, esas gracias no nos faltarán si no renunciamos voluntariamente a ellas. Pero nosotros debemos cooperar [...]

[...] Desde la eternidad el Creador nos ha escogido para esta vida de completa entrega: elegit nos in ipso ante mundi constitutionem (Ephes. I, 4), nos escogió antes de la creación del mundo. Ninguno de nosotros tiene el derecho, pase lo que pase, a dudar de su llamada divina: hay una luz de Dios, hay una fuerza interior dada gratuitamente por el Señor, que quiere que, junto a su Omnipotencia, vaya nuestra flaqueza; junto a su luz, la tiniebla de nuestra pobre naturaleza. Nos busca para corredimir, con una moción precisa, de la que no podemos dudar: porque tenemos, junto a mil razones que otras veces hemos considerado, una señal externa: el hecho de estar trabajando con pleno entregamiento en su Obra, sin que haya mediado un motivo humano. Si no nos hubiera llamado Dios, nuestro trabajo con tanto sacrificio en el Opus Dei nos haría dignos de un manicomio. Pero somos hombres cuerdos, luego hay algo físico, externo, que nos asegura de que esta llamada es divina: veni, sequere me (Luc. XVIII, 22); ven, sigúeme [...]

48 [...] Procuremos ser leales a lo largo de nuestra vida y, si en algún momento sentimos que no lo somos, luchemos, pidamos a Dios ayuda, y venceremos, porque Dios no pierde batallas. Pongamos todas nuestras miserias a los pies de Jesucristo, para que El triunfe: y veréis qué alto queda, y de qué manera nos ayudará a divinizar nuestra vida terrena.

La flaqueza humana nos acompaña aun en los mejores instantes, en los momentos más sublimes de nuestra existencia. Tenemos —para que nada pueda ya sorprendernos— el testimonio del Santo Evangelio. En la Última Cena, en aquel clima de efusión de amor y de confidencias divinas, en la reunión de los íntimos, de los más formados, de los predilectos: facta est autem contentio inter eos, quis eorum videretur esse maior (Luc. XXII, 24): se pusieron a discutir, a pelear entre ellos, sobre quién era el mayor, el más excelente.

Por eso, cuando sintamos en nosotros mismos —o en otros— cualquier debilidad, no debemos mostrar extrañeza: acordémonos de aquellos que, con su flaqueza indiscutible, perseveraron y llevaron la palabra de Dios por todos los pueblos, y fueron santos. Estemos dispuestos a luchar y a caminar: lo que cuenta es la perseverancia [...]

49 [...] Hijos míos, digamos con Juan y Santiago: possumus! Omnia possum in eo qui me confortat (Philip. IV, 13); todo lo puedo en Aquel que me conforta. Llenaos de confianza, porque el que comenzó la obra, la perfeccionará (Philip. I, 6): podremos, si cooperamos, porque tenemos asegurada la fortaleza de Dios: quia tu es, Deus, fortitudo mea (Ps. XLII, 2) [...]

Constantes, alegres, rectificando cada día un poco, como hacen los barcos en alta mar, para llegar a puerto. Los santos han sido como nosotros: han tenido buena voluntad y la sinceridad de rectificar en su vida interior, en su lucha: con victorias y con derrotas; que a veces son victorias; buscando el trato con Dios, que es esperanza, que es fe, que es Amor. Nuestro Dios está contento con esa lucha nuestra, que es señal cierta de que tenemos vida interior.

50 [...] Hay que pedir a Dios que ponga siempre en nuestra inteligencia esa fe y esa visión sobrenatural, que dé una jerarquía objetiva a nuestras ideas y a nuestros afectos y a nuestras obras. Hay que pedir ese criterio, porque es un don de Dios [...]

[...] No os fiéis fácilmente del propio juicio: como el metal precioso se pone a prueba —necesita la piedra de toque—, nosotros hemos de ver si nuestro juicio es oro fino —en lo humano y en lo sobrenatural— teniendo en cuenta el parecer de los demás, especialmente de quienes tienen gracia de estado para ayudarnos. Por eso hemos de tener la buena disposición de rectificar lo que antes hayamos afirmado. Que no es una humillación rectificar: es un acto lleno de rectitud, que está dentro de aquella pedagogía sobrenatural [...]

54 [...] Creced en la fe, ante los obstáculos propios o ajenos. Mirad cómo se comporta el centurión, según lo narra San Lucas: estando ya cerca de la casa, el centurión le envió a decir por medio de sus amigos: Señor, no te tomes esta molestia, que no merezco yo que tú entres en mi casa. Por esa razón, tampoco me consideré digno de salir en persona a buscarte; pero di tan sólo una palabra, y sanará mi criado (Luc. VII, 6-7).

Las dificultades, las contrariedades desaparecen, en cuanto nos acercamos a Dios en la oración. Vayamos a hablar humilde y francamente con Jesús, teniendo en cuenta que el que trata con sencillez, va confiado (Prov. X, 9), y enseguida se hará la luz, vendrán la paz y la serenidad y la alegría [...]

[...] Perseveremos en el servicio de Dios, y veremos cómo crece en número y en santidad este ejército de paz, este pueblo de corredención [...]

55 [...] Hijos míos, adelante con alegría, con esfuerzo: ninguna cosa nos parará en el mundo, mientras sirvamos al Señor, porque todo es bueno para los que aman a Dios [...] Conllevemos todas las dificultades de esta navegación nuestra, en medio de los mares del mundo, con la esperanza del Cielo: para nosotros y para todas las almas que quieran amar, la aspiración es llegar hasta Dios: la gloria del Cielo. Si no, nada de nada vale la pena. Para ir al Cielo, hemos de ser fieles. Y para ser fieles, hay que luchar, ir adelante en nuestro camino, aun cuando caigamos de bruces alguna vez: con El nos levantaremos [...]

[...] un gran Amor nos espera en el Cielo: sin traiciones, sin engaños: todo el amor, toda la belleza, toda la grandeza, toda la ciencia... Y sin empalago: nos saciará sin saciar [...]

[...] Nada tiene importancia si hay sinceridad, sentido sobrenatural y buen humor: nada está perdido nunca. Barrabás era un homicida y un revoltoso, y la Muerte de Cristo vida por Vida le salva a él de morir. Dimas era un ladrón, un delincuente: y una palabra humilde de arrepentimiento, una oración sencilla y confiada, y Jesús vida por Vida le salva a él de morir eternamente. ¡Rectifica, que nunca es tarde para rectificar; pero rectifica inmediatamente, hijo mío! [...]

56 [...] Habéis de ser victoriosos en vuestras miserias, haciendo victoriosos a los demás. Entre todos me ayudaréis a perseverar. Con errores, que todos tenemos, y que —cuando los reconocemos, pidiendo perdón al Señor— nos hacen humildes y merecen que digamos, con la Iglesia: felix culpa! [...]

[...] Dios cuenta con nuestras flaquezas, con nuestra debilidad, y con la debilidad de los demás; pero cuenta también con la fortaleza de todos, si la caridad nos une. Amad la bendita corrección fraterna, que asegura la rectitud de nuestro caminar, la identidad del buen espíritu [...]

[...] aceptar a los demás como son —porque cada uno de nosotros tiene culpas y errores—, ayudándoles con la gracia de Dios y con garbo humano a superar esos defectos, para que todos podamos sostenernos a fin de llevar con dignidad el nombre de cristianos [...]

57 [...] Hay muchas almas alrededor de vosotros, y no tenemos derecho a ser obstáculo para su bien espiritual. Estamos obligados a buscar la perfección cristiana, a ser santos, a no defraudar, no sólo a Dios por la elección de que nos ha hecho objeto, sino también a todas esas criaturas que tanto esperan de nuestra labor apostólica. Por motivos humanos también: incluso por lealtad luchamos por dar buen ejemplo. Si algún día tuviésemos la desgracia de que nuestras obras no fueran dignas de un cristiano, pediremos al Señor su gracia para rectificar.

Hemos de ser —en la masa de la humanidad— levadura; y necesitamos santidad: remediar los errores pasados, disponernos con humildad de corazón a practicar las virtudes, en nuestra vida ordinaria. Si vivimos así, seremos fieles [...]

58 [...] Solos, no podemos nada de provecho, porque habremos cortado el camino de las relaciones con Dios: sine me nihil potestis facere (Ioann. XV, 5); sin mí no podéis hacer nada. Pero unidos al Señor, lo podemos todo: omnia possum in eo qui me confortat (Philip. IV, 13); todo lo podremos en Aquél que nos confortará, aunque tengamos equivocaciones y errores, si luchamos por no tenerlos.

Soñaba una vez un conocido mío —nunca le acabo de conocer— que andaba en un avión a mucha altura, pero no dentro, sino sobre las alas: y padecía terriblemente. Nuestro Señor le daba a entender que así van por las alturas del apostolado las almas que no tienen vida interior, con el peligro constante de venirse abajo, sufriendo, inseguras [...]

59 [...] Esta vida es pelea, guerra, una guerra de paz, que hay que pelear siempre in gaudio et pace. Tendremos esa paz y esa alegría si somos hombres —o mujeres— del Opus Dei, que quiere decir: sinceramente piadosos, cultos —cada uno en su labor—, trabajadores, deportistas en la vida espiritual: ¿no sabéis que los que corren en el estadio, aunque corran todos, uno sólo se lleva el premio? Corred, de tal manera que lo ganéis. Todos los que han de luchar en la palestra, guardan en todo una exacta continencia; y no es sino para alcanzar una corona perecedera, mientras que nosotros esperamos una corona eterna (I Cor. IX, 24 y 25).

[...] Lo mismo que una madre no tiene en cuenta las pruebas de desafecto del hijo, en cuanto el hijo se acerca a ella con cariño, tampoco Jesús se acuerda de las cosas que no hemos hecho bien, cuando al fin vamos con cariño hacia El, arrepentidos, limpios por el sacramento de la penitencia [...]

[...] Si en algún momento aparece la intranquilidad, la inquietud, el desasosiego: nos acercamos al Señor, y le decimos que nos ponemos en sus manos, como un niño pequeño en brazos de su padre. Es una entrega que supone fe, esperanza, confianza, amor. Puedo decir que el que cumple nuestras Normas de vida —el que lucha por cumplirlas—, lo mismo en tiempo de salud que en tiempo de enfermedad, en la juventud y en la vejez, cuando hay sol y cuando hay tormenta, cuando no le cuesta observarlas y cuando le cuesta, ese hijo mío está predestinado, si persevera hasta el fin: estoy seguro de su santidad [...]

[...] Por eso somos almas contemplativas, con un diálogo constante, tratando al Señor a todas horas: desde el primer pensamiento del día al último pensamiento de la noche [...] Porque somos enamorados y vivimos de Amor traemos puesto el corazón en Jesucristo Nuestro Señor, llegando a El por su Madre Santa María y, por El, al Padre y al Espíritu Santo [...]

60 [...] El Señor nos habla —si le queremos oír, en el fondo de nuestra alma, a través de personas y sucesos— como un Padre amoroso [...] Sintámonos hijos de Dios, para volver a El con agradecimiento, seguros de ser recibidos por nuestro Padre del cielo (...). Filiación divina, pues. Con esa creencia maravillosa no perdemos la serenidad, para sentirnos seguros; para volver, si es que nos hemos descaminado en alguna escaramuza de esta lucha diaria —aun cuando hubiese sido una derrota grande—, ya que por nuestra debilidad podemos descaminarnos, y de hecho nos descaminamos. Sintámonos hijos de Dios, para volver a El con agradecimiento, seguros de ser recibidos por nuestro Padre del Cielo [...]

[...] tratar a Dios, tocar a Dios [...]

61 [...] De Cristo sale la vida a torrentes: una virtud divina. Hijo mío, tú le hablas, le tocas, le comes todos los días: le tratas en la Sagrada Eucaristía y en la oración, en el Pan y en la Palabra [...]

62 [...] Hijos míos: que estéis contentos. Yo lo estoy, aunque no lo debiera estar mirando mi pobre vida. Pero estoy contento, porque veo que el Señor nos busca una vez más, que el Señor sigue siendo nuestro Padre; porque sé que vosotros y yo veremos qué cosas hay que arrancar, y decididamente las arrancaremos; qué cosas hay que quemar, y las quemaremos; qué cosas hay que entregar, y las entregaremos [...]

[...] el gozo sacrificado y sobrenatural de ver toda la pequeñez —toda la miseria, toda la debilidad de nuestra pobre naturaleza humana con sus flaquezas y defectos— dispuesta a ser fiel a la gracia del Señor, y así ser instrumento para cosas grandes [...]

63 [...] Santa María, Madre de Dios, Madre nuestra, que tanto sabes de las miserias de tus hijos los hombres. Santa María, poder suplicante: perdón por la vida nuestra; por lo que ha habido en nosotros que tenía que haber sido luz, y ha sido tinieblas; que tenía que haber sido fuerza y ha sido flojedad; que tenía que haber sido fuego, y ha sido tibieza. Ya que conocemos la poca calidad de nuestra vida, ayúdanos a ser de otra manera, a tener contigo —como hijos tuyos— ese buen aire de familia [...]