Anexo a una historia/Introducción

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EL OPUS DEI - ANEXO A UNA HISTORIA


INTRODUCCIÓN

Tenía todos mis apuntes redactados cuando se produjo la muerte de Monseñor Escrivá. Ante la noticia, mi primera reacción fue de sorpresa: ¿cómo es posible? No era una impresión, sino una pregunta, en el más estricto sentido de su significado. ¿Cómo ha podido morir ya, ahora, en 1975?

Y la evidencia se imponía una vez más. Y se imponía produciéndome una auténtica distensión: se había roto el enorme muro de su personalidad humana. Había dejado de existir esa personalidad suya como única razón y medida de toda acción y de toda obligación de las personas de la Obra. Única, indiscutible, infalible, absoluta, en todo y para todos, dada la significación que se le había dado en la formación de los socios y la especial mentalización que a éstos se les imbuye.

La potencia de esta personalidad, el mito que se había creado en torno, su manera de exponerse y de imponerse, me habían hecho difícil, muy difícil, llegar a concebir que a Monseñor podía ocurrirle algo tan corriente, tan igual a los demás humanos, como el hecho de morir.

Realmente la muerte no perdona a nadie, la muerte es la única que no establece diferencias. Todos acabamos muriendo, todos igual. A la vez, es también la muerte la que define para cada persona la verdadera y distinta dimensión de su vida.

En el caso de Monseñor, ahora ya, la imposición de su estilo, de su manera de pensar, de hablar incluso, dejará quizá de tener un carácter dictatorial y arrollante para pasar a adquirir proyección eterna. El hecho de que una persona, una vida -la misma vida- formen parte de la Iglesia triunfante en el seno del Padre Celestial, concede a ésta unas prerrogativas que, a mi entender, no son arrogables, aplicables, en el curso de su vida terrena. Ahora es distinto, puede ser distinto.

De entre unas cuantas opiniones recogidas alrededor de este acontecimiento recuerdo una, de un miembro de la Obra precisamente, que comentaba que había que rezar mucho por el Fundador, ya que había tenido que encontrarse con la auténtica verdad ante Dios, y que la verdad de tantas cosas y tan variadas podía haberle resultado muy dura. Y lo decía con cariño.

Yo no creo que estas cosas que pueden haber resultado tan lamentables en su efecto y que han tenido tan dolorosas consecuencias, tengan que serle aplicadas a título exclusivamente personal. Pienso que sus acciones han sido movidas por la mejor intención. La dedicación de su vida, la extensión de su apostolado, la proyección de la Obra por él fundada, tienen, por supuesto, su buena parte positiva. El juicio sobre la repercusión de unos hechos propios de la Obra debe hacerse sobre la veracidad de unos datos constatables, bajo la autenticidad de los propios acontecimientos, en concreto y personalizados; pero, a la vez, con suficiente magnanimidad para saber desligar el hecho en sí y su repercusión sobre terceros de la intención subjetiva de la persona que lo realizó.

Y por eso, por todo eso, después de la muerte de Monseñor Escrivá no veo necesidad de cambiar lo que yo tenía escrito, ni quitar, ni poner, ni corregir siquiera el tiempo de los verbos.

Es un testimonio vivido en presente, al que, lógicamente, no tiene por qué afectarle lo que haya sucedido después.

Un testimonio meditado y madurado. Redactado ahora, desde donde estoy -fuera de la Obra-, justo por imposición de esa muralla, de ese silencio, de ese total rechazo que institucionalizó en la Obra la persona de su Fundador frente a aquellos que quisimos, antes que nada, resolver desde dentro las incoherencias que nos afectaban.

Un testimonio, una relación de hechos, que escribí contando de antemano con la repulsa del Padre -una repulsa que sólo sería una repetición más en la cadena de sus actitudes-, y que hoy, ante él precisamente y ante su nueva situación, cuando le es posible juzgar bajo el prisma divinizado de la verdad, intuyo que puede provocarle una reacción bien distinta.

Una vida, un decir y un hacer que se hace semblanza, se hace noticia, se constituye en historia. Y, sin embargo, hoy como ayer, al escuchar y contemplar en la prensa y en la televisión las palabras y los hechos de Monseñor Escrivá espigados para dar testimonio de su persona y de su Obra (suya como Fundador), he vuelto a sentir la misma enorme desazón que experimentaba cuando, dentro de la Obra, palpaba la distancia entre la realidad y las palabras. ¡Cuánto contraste! ¡Qué distinto escucharle... a "vivirle"!

Por televisión nos han mostrado retazos de sus apariciones en público, en las llamadas "tertulias", y he tenido que levantarme del asiento, incapaz de seguir contemplando tanta ficción. Su intención, sus palabras, su afán de captarse al auditorio poniendo en juego todos sus recursos, no dudo de que fueran buenos, alentadores incluso para algunos; pero en el contexto de una experiencia como la mía su enorme contradicción necesariamente provoca el rechazo.

¿Un hombre para la historia? ¿Una personalidad genial y arrolladora?

La historia, en su lento rodar a través de los siglos, se repite una y otra vez; la multiplicidad de hechos que la componen se entrecruzan y se anudan, son interdependientes. Y aunque la Obra rechace para sí cualquier semejanza o antecedente, en su deseo de aparecer como única y distinta, es imposible -yo diría que es antihistórico- dudar de que los tiene. La personalidad de un San Bernardo, por ejemplo, en la Edad Media, su inteligencia, su poder de captación fueron causa de un Císter que se extendió vertiginosamente; entonces como ahora. Y como ahora, el ganarse la amistad de los poderosos, que tanto encurnbró a los templarios, fue a la vez la causa de su caída. ¿Las Órdenes Militares no fueron acaso un movimiento secularizante, al estilo de su época? La historia se repite. Y se repite en la sabiduría de su experiencia, con toda su fuerza desmitificadora; se repite imponiendo franqueza y humildad a todos... a la Obra también, que no es, ni nunca ha sido, ni tiene por qué serlo, genial y exclusiva.

"Ha llegado la hora de desligar de la Obra a la persona del Padre", comentaba también uno de los hijos espirituales de Monseñor. La Obra, hasta ahora, no ha sido otra cosa que la persona del Fundador. La inspiración divina de su concepción, su origen sobrenatural, su desarrollo posterior, todo, ha necesitado, porque así lo creyó oportuno Monseñor, estar encarnado en su propia personalidad, en su personalidad humana. La Obra, hasta ahora, ha sido él y sólo él. Ahora tendrá que seguir siendo sin él; a pesar y además de todo lo que la Obra tenga siempre que deberle (y que agradecerle) como Fundador.

Ahora la Obra, necesariamente, tendrá que realizarse según un espíritu, unas Constituciones bien conocidas, unos caminos claramente delimitados; no podrá seguir inspirándose únicamente en la "manera de ser" de una persona, por mucho que esa persona sea -o se diga- instrumento de Dios. Ahora también, providencialmente, es la mano de Dios la que ha de actuar sobre la Obra.

Sin duda, la Obra seguirá el rumbo trazado por un hombre que fue el instrumento fundacional; seguirá asimilando y dando la misma doctrina que de él recibió, esa misma abundancia de sistematización establecida, ahora sellada por la fuerza y la nostalgia (para los que le han conocido y querido) de la muerte de su propio organizador. Pero seguirá al menos con la gran diferencia de que se ha cerrado una época muy concreta; se han acabado esos tiempos de constantes y desconcertantes cambios de rumbo que, sobre la marcha, Monseñor nunca tuvo reparos en que se sucedieran continuamente, paralelos a su personal manera de ser. Al tener ahora la Obra que empezar a caminar por sí sola, podrá ser ella, y no una persona determinada.

Quizá tengan que dejar de ser "pequeños"; quizá tengan que plantearse la dura situación del hijo huérfano que ha de enfrentarse con las necesidades de la casa para subsistir. ¿Habrá llegado la hora en que de verdad los socios, todos, puedan sentirse llamados a hacer la Obra? La Obra tal y como Dios la quiere para su Iglesia. Tal y como se la inspiró a Monseñor, tal y como quiso encomendarle que la diera a luz en el mundo.

Hoy, necesariamente, fuera de ese seno engendrador, que tan empeñado estaba en mantener y en alargar su estancia en la oscuridad de sus entrañas -a mi entender ése ha sido el problema-, el Padre podrá seguir siendo el Padre, pero la Obra tendrá que ser ya la Obra. Él ha sido y no dejará de ser su procreador (con Dios y en nombre de Dios), pero la criatura ha de tener vida propia.

¿Entenderán esto los que se consideran sus hijos fieles? ¿Cabrá esta diferenciación en la mente de quienes jamás tuvieron problema en admitir que la Obra y su Fundador eran la misma cosa? ¿Será posible esta "mayoría de edad", a la que todos hemos estado llamados en la Obra teóricamente, al tiempo que había que renunciar a ella para ser dóciles, y entregados, y como condición necesaria para no incurrir en soberbia? No lo sé; no sé si será posible.

Sólo pienso que ahora, ante la carencia de Padre, quizá sea mayor la necesidad de una Madre, de esa Madre santa que es la Iglesia; querida y proclamado así por y para el Fundador de la Obra, pero siempre encuadrada y reducida a lo que él admitía y decía de ella para los suyos. El Papa, sí, al que no dudo que Monseñor Escrivá haya profesado un auténtico cariño filial; pero primero el Padre. El Padre y, a través del Padre, la Iglesia. Seguros de que así la voluntad de Dios era más directa, más segura. "Papas he conocido varios, Obispos conocéis todos un montón, pero Fundador sólo uno; y Dios os pedirá cuenta de haber vivido en la época del Padre" -decía Monseñor en el curso de una meditación dirigida a un grupo de hijos suyos, en Londres, año 1962.

Para mí, haberle conocido es un honor, y es a la vez una obligación. No he podido sentir pena ante la noticia de su muerte; la felicidad de su gloria no me entristece. Y entiendo que Dios, una vez más, ha usado de su misericordia. Se lo ha llevado antes de lo que él mismo había profetizado, de una manera fulminante, sin opción a una reacción ni a montaje de ningún tipo, ni personal ni alrededor de él en el momento y de la manera precisos para salvaguardar su santidad. Se lo ha llevado cuando muchos, muy difícilmente mantenidos dentro de la organización, necesitaban tenerle en el cielo mejor que en la tierra.

Yo diría que la Obra acaba de nacer. Hasta ahora no había sido ella, sino él. Ahora la criatura empieza a ser por sí misma. ¿Qué harán los suyos? ¿Qué reacciones tendrán y seguirán teniendo? Muchos, me consta, tendrán una reacción bastante semejante a la mía: forman, diría yo, el sector realista de la Obra; otros.., quizá en busca de perpetuar el mito, de seguir provocando histerismos colectivos que mantengan el eco de una veneración mítica, serán intransigentes mantenedores de un pasado.

La influencia, la costumbre, la represión de tantos años no van a ceder fácilmente. Creo que si yo hubiera continuado dentro no estaría hoy en condiciones de ver las cosas con tanta claridad, creo que no hubiera contado ni con facultades ni con posIbIlidades para ello: hay un "deber de conciencia" que puede y acaba con todo lo personal, cncuadra todo, anula... ¡tantas cosas!

Son muypocos (aunque sé de algunos) los capaces de conservar dentro esa facultad de discernimiento que permite juzgar las cosas sin prejuicios.

Ahora sí, necesariamente, deberá imponerse el espíritu, el genuino espíritu de la Obra, su acción verdaderamente eclesial, ocorrerá el riesgo de quedarse en un fanatismo corrosivo y desprestigiante, que en nada favorecerá su continuidad.

Para los que sólo conocen la Obra desde fuera, una vez mas cabe el interrogante: ¿Qué es realmente la Obra? ¿Cuáles son sus fines? En definición de su propio Catecismo interno, la Obra es una Asociacion Internacional de fieles católicos, aprobada por la Iglesia, cuyos fines son la santidad y el apostolado.

Yo, sin embargo, me pregunto más bien: ¿qué va a ser, a partir de ahora, de la Obra? ¿Ha acabado ya esa época de pruritos especiales sobre una sola persona, que tanto ha dificultado (en mi experiencia) la explicación y la comprensión de la verdad de la Obra, a pesar y además de los 60.000 socios de tantos países? ¿Se seguirá centrando todo en el recuerdo y en la veneración de los mismos, ahora con mayor justificación, y a la vez tanto más anquilosante, o le cabrá ante la Iglesia una disponibilidad distinta, una actitud más asequible, mas sencilla?

Que Monseñor Escrivá sea santo de altar o no, lo ignoro. No todos los santos han brillado por las mismas virtudes: los méritos pueden ser muy distintos y muy variados. Pero lo que no creo posible es que la santidad de Monseñor pueda basarse precisamente en la sencillez o en la humildad. A modo de ejemplo:

Monseñores en la Obra hay varios; es un título honorífico que en la Curia Romana abunda mucho: lo son entre otros don Álvaro del Portillo, también lo era don Salvador Canals y varios más. Pero este dato se ha preferido ignorar hasta que Monseñor Escrivá ha muerto. Viviendo él, sólo de él debía hablarse.

También es sintomático el hecho de que Monseñor Escrivá jamás asistiera, en los muchos años de su estancia en Roma, a los funerales de ningún cardenal ni de ninguna personalidad (al menos, no se nos ha contado, y esas cosas no se dejan pasar tan fácilmente). Él sólo recibe en casa, se solia argumentar.

San Pablo, con su avasalladora claridad, asegura que la caridad es superior a todos los carismas: "Y si poseyere el don de profecía, y el de sabiduría y el de ciencia... y tuviera tanta fe que trasladara los montes, pero no tuviera caridad, de nada sirve" (1 Corintios, 13, 1). A Dios y sólo a Dios queda reservado el juicio. Pero a nosotros nos sigue tocando aplicar la doctrina.

Los prodigios, los éxitos, el eco de la personalidad de Monseñor, todo cuenta, todo seguirá contando; todo seguirá sirviendo de bandera para sus seguidores. Pero, necesariamente, y para no dejar de ser objetivos, se ha de contar con ello sin sacraro de su contexto.

Para mi, el mayor milagro que podría hacer el Padre sería el de devolver a la Obra su sencillez y su autenticidad. Autenticidad que implica humanidad y secularidad.

Una vez más, en la historia se abre el horizonte de un futuro... que puede ser espléndido, pero que se alza ante un campo de batalla sembrado de víctimas. Son el tributo que esta clase de triunfos suele exigir. El tributo de unas vidas, unas gentes estupendas, marginadas y pisoteadas, porque no pudieron -no pudimos- renunciar a nuestro deber de estar en desacuerdo con aquello que repugnaba a nuestra conciencia, y nos imponía la imposibilidad de cooperar con sistema semejante.

Ante el Fundador, este caer arrollados y destrozados no ha constituido ni siquiera una llamada de atención. Ante la Iglesia o, al menos, frente a nuestra propia conciencia, quizá pueda llegar a ser un testimonio de fidelidad al Cuerpo Místico de Cristo, por encima del cuerpo de la Obra. Una ofrenda, un sacrificio (uno más entre tantos otros que han podido seguir caminos distintos, incluso el camino de sacrificarse dentro) que espera del Cielo, y no de los hombres, acontecimientos que, a la larga o a la corta, traigan la solución.


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