15 Años. Tres lustros, una vida.

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Por Ángel V. (Nick: Armando)


I

El próximo 21 de marzo, día sábado, se cumplen 15 años desde que deje la Obra. En aquel día del año 2005 fue Lunes Santo, en el inicio de la Semana Santa, Juan Pablo II estaba en los últimos momentos de su pontificado, 10 días después fallecería. Si hago alusión al deceso de Juan Pablo II es porque había marcado mucho en mi vida, en un UNIV fui de los afortunados que pudo saludarlo en persona e intercambiar unas palabras. Unas fotos quedaron como recuerdo de aquel momento, por cierto, fotografías que teníamos prohibido comprar y tener por un criterio de pobreza cuya “explicación” era un enredo. Me acuerdo que me dieron una charla al respecto en el camino de Roma a Frascati, mientras aquel director razonaba con miles de argumentos por los cuales nosotros no podíamos tener esas fotos que nos hicieran con el Papa en una Audiencia, yo pensaba en la manera que no se dieran cuenta que las había pagado y que, dos días después, iría a por ellas para tenerlas conmigo.

Pues menuda fecha había elegido para irme de la Obra, con la conmoción de esa entrega hasta la muerte de Juan Pablo II y yo diciendo no. Ese era mi pensamiento, una idea que me hundía aún más de lo que de por si supone el dar el paso hacia la “nada” (lo uso acá como un símil de lo que te decían cuando planteabas el irte). Pero, aun así, con esa presión psicológica que se sumó a la propia de los interrogatorios y torturas psicológicas que me dejaban machacado totalmente y se reflejaba en mi rostro, sabiendo que con un “no me voy”, terminaría aquel tormento que, día a día, iba en aumento, con todo eso, decidí irme un 21 de marzo, en Semana Santa del año 2005…

Lo he contado acá en los años que toca aniversario redondo. Ese lunes llegué al centro, solo estaba el Director y otro más, porque la casa en pleno hacía su curso de retiro anual, al que me había negado a asistir, con mucho esfuerzo por cierto porque la campaña para que acudiera fue intensa. Saludé al Santísimo, sabía que era la última vez, porque sí o sí, ese sería el último día que pondría un pie en aquella casa, construida con dinero que me había ganado con el sudor de mi frente. Subí a dirección, toqué la puerta, el director me hizo pasar, con amabilidad me ofreció un lugar para sentarme, lo hice, empezó, con una dulzura inusitada, a decirme que esperaba que esa Semana Santa fuera un buen momento para serenarme, renovar mi entrega y que, si quería, podía llevarme uno o dos días a la casa de retiros, para hacer una parte del retiro con todos.

Lo paré en seco, le dije que si había acudido a su llamado era para irme como la gente y no dando un portazo, que de él dependía cómo sería. Se quedó lívido, me dijo que lo pensara a lo que refuté que llevaba 3 meses pensándolo en medio de interrogatorios y torturas psicológicas, que ya basta y le lancé la frase que fue contundente y sin ninguna posibilidad de enredarme con sus argumentos, le dije “prefiero un millón de veces el infierno en la vida eterna, que seguir en este tormento diario que es estar en casa, deseo, lo que me quede de vida, tener una vida digna”. Me veía y tartamudeaba sin poder articular palabra alguna, había sido fulminante mi argumento. Me explicó que debía escribir una carta solicitando la dispensa y en los términos que debía hacerla. Aquella nota fue muy escueta, la vio, me dijo que estaba bien, le di la mano y me dijo “te acompaño”. Me llevó hasta la puerta del centro y antes de salir, le pedí me dejara ir a despedirme del Señor. Accedió, entré al oratorio y vi por última vez aquel Cristo tallado en marfil, aquel Sagrario con el respectivo conopeo del color litúrgico del Lunes Santo. Del fondo de mi alma salió un “gracias”, porque ante aquel Sagrario y aquella imagen había hablado con Dios del tema. Dije adiós a aquel lugar para siempre y me fui.

Por primera vez en muchos meses me percataba que brillaba el sol, los árboles de palo blanco estaban cargados con sus flores amarillas en aquella avenida en la que estaba ubicado el centro. Al empezar a conducir, reí, reí como nunca, era feliz, muy feliz.


II

Pero no todo terminaba ahí. En la primera semana de Pascua, al volver al trabajo, a la hora de la salida, me sorprendió ver que un director regional estaba frente a la puerta, esperándome, al verme se acerca, me invita a un café “para poder hablar con tranquilidad”. Con aquel director habíamos hecho muchas cosas juntos en la labor de San Rafael, había una comunicación directa y franca desde hacía años. Intentó convencerme, apeló a nuestra “amistad”, a lo vivido, a la “gran labor” apostólica que había realizado (¿?), a que con mi prestigio profesional podía cristianizar la sociedad, a un sinfín de cosas y nada, yo seguía con el no. Intentó que le prometiera que lo pensaría y le dije que no podía prometerle nada, que le mentiría y eso era pecado.

Pensé que me dejarían en paz, pero no, enviaron al Vocal de San Miguel de la Comisión Regional, él también fue a buscarme a mi trabajo y nos fuimos a tomar un café a una cafetería cercana. Empezó con amabilidad, con comprensión, en plan “criaturita de la creación, reacciona ¿qué harás sin nosotros porque tú eres algo torpe”, un dechado de cariño, risas y comprensión. Me pidió que le manifestara qué no me gustaba, también lo que consideraba debía cambiar en la Obra, me ofreció trasladarme de centro, de poder escoger quiénes estarían en mi grupo, me eximían de todos los encargos apostólicos, que podía tener cuenta bancaría, tarjeta de crédito y débito, que podía leer lo que quisiera, ir al cine, al teatro, viajar por todo el mundo y aquí viene lo más divertido, visto esto con la distancia de los años, podía ir a todos los rincones del planeta si así era mi deseo “menos a España, ahí no pondrás un pie nunca más”.

Le dejé hablar, yo callado, sorbiendo el café y viéndole a los ojos, eso lo ponía nervioso y sudaba a mares por los nervios. Al decirme lo de España, no aguanté más, solté una carcajada muy sonora y le dije que parara, que no era necesario que siguiera y que no retiraba la carta, tampoco la rompería ni nada de eso, que la dispensa la había pedido conscientemente y que quería que todo aquello terminara cuanto antes.

Del tono conciliador para que yo aceptara romper la carta de solicitud de dispensa, pasó a amenazarme con que no sería feliz nunca, que siempre estaría señalado, que me estaba jugando el alma con aquella decisión y si persistía en mi terquedad y soberbia “irás al infierno por la eternidad”, como lo había dicho quien ya sabemos.

Le repetí lo mismo que le dije al director de mí centro, pero con más vehemencia y “como no hay más que decir, te deseo buenas tardes, no te preocupes que yo pago en caja” le solté. Me puse de pie y salí, él me siguió atropelladamente, me dijo que termináramos la conversación como personas educadas. Le di la mano y seguí mí camino.

Juan Pablo II falleció el 2 de abril de aquel año. Estaba dando mis primeros pasos en libertad, con sus bemoles porque siempre te queda el flato de una ruptura abrupta. No obstante, tenía paz, mucha paz, la felicidad no podía quitármela nadie. Andaba haciendo unos trámites para un posible trabajo, atendía a quien posiblemente me contrataría y en un momento dado de la entrevista, al fondo, se escucharon campanas que tañían a duelo, había muerto el Papa, yo llevaba pocos días de haberme ido de la Obra. Y pasaron los años.


III

Al inicio tuve dificultades de adaptación y de aceptación. Obviamente en casa de mis padres hubo una extrañeza colosal, al verme tanto tiempo ahí y para “congraciarse”, me enseñaban noticias referentes a la obra o las labores que se hacían en mi ciudad y eran motivo de “noticias” en los periódicos locales. Solapadamente me preguntaban si iría al centro, si me quedaría a comer, o si pasaría un fin de semana. Se quedaron de una pieza al ver que estaría en casa el día de cumpleaños de mi hermano pequeño. Yo sin decir nada, no sabía cómo, pensaba que, al verme, asumirían lo que había sucedido y no preguntarían nada. Las luces rojas se encendieron cuando los directores fueron a buscarme a casa de mis padres, mi madre sí me preguntó, por fin, directamente, qué había pasado, de igual manera le respondí: “me salí del Opus Dei”. Ella me vio, sus ojos llorosos, me abrazó, no dijo nada. En la próxima comida, en familia, ahora sí familia de verdad, les hablé a todos y les dije que ya no era de la Obra, a la vez les pedí perdón. No olvidaré nunca la cara de satisfacción de mi padre y mi madre gozosa dijo “¡por fin!”.

A los pocos meses decidí vivir solo. Me gustaba estar en la casa familiar, pero yo era un desconocido para ellos y ellos para mí también, me refiero a nuestras formas de vida, a los hábitos cotidianos de cada una y de cada uno de los que habitaban aquella casa ¡Descubrí la televisión! Y me aficioné a ella. Cuando plantee a mis padres que iría a vivir solo, no hicieron un drama, al contrario, vi que estaban aliviados de mi decisión porque, con todo el cariño y profundo amor que nos profesábamos mutuamente, era obvio que no podíamos volver a convivir juntos. Casi 20 años de una relación padres - hijo cada vez más distante, había marcado mucho nuestras comunicaciones cotidianas. Acordamos que cada domingo llegaría a casa, a comer en familia. Y así lo he hecho hasta el día de hoy.

Mi amigo “ateo”, quien me ayudó tanto en mi proceso de salida, me facilitó el conseguir vivienda, aquella era una casa grande, a un precio muy asequible para mi presupuesto, medianamente amueblada, requería, eso sí, comprar electrodomésticos. Mi amigo me acompañó, llevaba meses de haberme ido de la Obra. Ante el torbellino que era este amigo para comprar, yo terminé mareado, no estaba acostumbrado a comprar tantas cosas, con mi dinero y con la rapidez con que se hizo esa vez. Yo llevaba dinero en efectivo, me vieron con cara de “marciano”, no manejaba chequera, menos tarjetas.

Así equipé aquella primera casa que montaba para mí, aún sobreviven algunos electrodomésticos, otros han sido sustituidos.

Aquel año, por motivos laborales, debí viajar ¡primer viaje que realizaba sin consultar! Dos semanas en Europa, con unos días libres entre sesión y sesión, cuando planificaba esos días, me acordé de la advertencia “a cualquier parte del mundo, menos a España, ahí no pondrás ni un pie nunca más”. Temí que se cumpliera el rejalgar porque, aunque lo intenté, no logré conseguir billetes para España y, por tanto, debí cambiar de destino e ir a Alemania. Recorrí Berlín a mi aire, fue un viaje maravilloso. No más ir con carta que dijera que era “amigo de Miguel”, el estar pendiente que debía ir a Misa, de las normas, del cilicio, de esto y lo otro, era un viaje de trabajo, sí, pero a la vez, de ocio. En aquella ocasión, celebré mi primer cumpleaños en libertad, en México, que era donde debía hacer escala tanto de ida como de vuelta.

Llegaron las Navidades, las primeras totalmente entregado a preparar las fiestas en familia. Y con ello las compras propias de las fechas, en concreto, los regalos. Mi amigo “ateo” (perdón que le ponga ese mote, pero él así se define), se ofreció a acompañarme a hacerlas porque tenía coche (carro) y yo aún no, así también tomábamos un café y tal. Si la primera vez el asustado fui yo, ahora lo fue él, al verme comprar con tanta ilusión los regalos navideños y sin reparar en gastos. Sé que existe, en la actualidad, el discurso que no nos dejemos llevar por el consumismo en fechas tan señaladas, pero hace 15 años, al ser las primeras navidades que podría comprar obsequios a los míos, con dinero ganado con el sudor de mi frente, que ahora administraba yo y disponía en qué gastarlo, me di el gusto de hacerlo. Deseo señalar en esta parte de la narración que, al inicio, uno es muy tacaño a la hora de hacer gastos, pero, especialmente, se es para uno mismo: ropa, artículos de escritorio, menaje de casa, etc. De darse un caprichito ni se diga, porque cuando lo haces, habiendo pasado poco tiempo, te sientes culpable, como que has hecho un gasto superfluo.

Con el tiempo, y a base de ejercitarte, esto va cambiando. Afortunadamente me di cuenta por dos vías, por un ex de casa de Costa Rica y por mis compañeros de trabajo, puedo decir que fue casi en simultáneo que recibí la respectiva advertencia. En el caso de mi entorno más próximo, me comentaron que veían que yo era muy generoso hacia los demás, pero conmigo mismo muy parco, casi como espartano. Lo mismo me comentó el amigo antes citado. Así que empecé a cambiar o intentar hacerlo, ahora puedo decir que casi lo he logrado.


IV

Pero he adelantado acontecimientos. Entre cambio de casa, viajes y compras, había algo muy en el fondo de mi corazón que me hacía ruido, que se manifestó en ciertas actitudes, por ejemplo, iba a Misa el domingo, me sentaba hasta atrás, al momento de la Consagración, no levantaba la mirada, me sentía traidor y eso provocó una contradicción interna porque, pensaba, Dios me había iluminado la mente a que me fuera (ese momento lo comenté en una entrada aquí, hace muchos años) y ahora, que había hecho lo que, en conciencia, consideré era lo correcto, tenía esas reacciones. Otro aspecto es que no hablaba del tema, trataba de acallar dentro de mí el que había pertenecido a la Obra y me daba repelús cuando alguien hacía alusión a la institución, asimismo no me atrevía a contar a nadie nada de lo vivido, ni a mi amigo que me ayudó tanto, fui capaz de darle detalles de lo vivido durante casi veinte años.

Como comenté también en otro escrito, el descubrir OpusLibros fue mi tabla de salvación y me ayudó a salir adelante, a afrontar aquella realidad, a no vender lástima, en pocas palabras, a coger al toro por los cuernos de mi propia vida, sin seguir lamentándome por lo vivido. Pienso que el encontrarme esta página fue providencial, llegó en el momento de más agobio y, además, apareció sin buscarla.

Había estallado el escándalo de Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, en mi afán de obtener más información, empecé a navegar por el internet en busca de páginas que me dieran datos concretos, fidedignos y no solo los órganos oficiosos que minimizaban lo sucedido. En esa indagación cibernética, aparece una página que dice “OpusLibros”, experimente una conmoción interior y pensé para mí que del opus no quería saber nada, pero por cuestiones profesionales, tengo la capacidad de leer rápido y de reojo, precisamente al hacerlo, me percaté que decía “gracias a Dios nos fuimos”. Pinché, entré y quedé enganchado durante tres días con sus noches.

Leía como poseso y lloraba sin consuelo, el problema era cuando el llanto venía en plena jornada de trabajo, afortunadamente tenía una oficina para mí solo que, si no, tremendo papelón hubiera dado. No hice otra cosa más en esos días, leía testimonio tras testimonio y cada uno de ellos me llevaba a la convicción que había sido engañado. Primero lloré de rabia por haberme dejado embaucar y después lloré de lástima por mí mismo, por el daño que yo mismo dejé que me infringieran sin reaccionar, después lloré como consuelo a aquellos años perdidos de juventud, en los que había estado como muerto en vida para tantas personas de mi alrededor con las que no conviví y, sobre todo, por el abandono en que tuve a mi familia. Lloraba por todo eso, amanecía leyendo y llorando, así tres días seguidos.

Y en la página de aquel entonces había un chat, con miedo entré, “vuela libre” se llamaba, si no estoy mal, me presenté, me acogieron, leyeron mis penas, mis dudas, mis miedos, encontré a personas con las que podía hablar de aquello, que entendían lo que había sucedido, empecé a sentirme bien y no paraba de chatear. Así conocí a varias y varios de vosotros, primero por ese medio y luego tuve la fortuna de conoceros en persona, con algunas y algunos conservo una amistad profunda, pero a todos nos une la misma experiencia y eso, perdonad la expresión, nos hermana. Y ese chat salvó mi vida y mi bolsillo, no debí pagar psiquiatra, ellas y ellos me ayudaron. Me acuerdo perfectamente bien que los días sábados me preguntaban qué haría ese día, si respondía que me quedaría en casa, me animaban a dar un paseo, a ir a comer un helado, a hacer algo que me apeteciera, que me diera el aire. Me ayudaron a quererme a mí mismo, me enseñaron el valor de mi yo y, si me lo permitís, deseo hacer mención de alguien que nos ha dejado y sé que ayudó a bastantes personas que acuden a esta página, me refiero a Aldo Pacelli. Un alma de Dios que apareció en mi vida en el momento justo, cuando hacia aguas mi interior y no lo sabía.


V

Total, que llegó ¡El primer viaje a España después de la salida! Año y meses, casi dos años, habían transcurrido desde que presenté la carta de la dispensa y el viaje a la tierra prohibida, a la que no pisaría nunca jamás, a España. Mes y medio duró esa estancia, con ida a Zaragoza en plan a la manera en que llega un ladrón según la parábola del Evangelio. Fui a escondidas, ahí me encontré con un sacerdote maño que nos ha ayudado muchísimo y hablamos largo y tendido, tomando un café, en un lugar escenario de mis correrías. Pero, aunque llegué sigilosamente, no pude evitar avisarle a uno del grupo con quien habíamos hecho buena amistad y nos encontramos para un par de cañas. Después de varias horas de charla, al irle a dejar a casa, yendo de vuelta al hotel, sabía que pronto estaría fuera, tal como sucedió meses después.

Y en ese viaje fue que os conocí a varias y a varios en persona. Lo pasamos bomba en Madrid, Barcelona y Valencia. Momentos capitales para mi reconstrucción, para mi sanación. A la vuelta de aquel viaje, sucedió algo en mi familia que me hizo recordar la amenaza del rejalgar, pero aún con eso en mi mente, no dejé que me agobiara y, aunque no en su totalidad, salimos abantes.

De OpusLibros aprendí que la carta de dispensa es una tontería, que obviamente uno está con aquello de pedirla porque está bajo el influjo del adoctrinamiento y teme hacer algo contrario a Dios, el irse sin solicitarla. También de esta página logré entender el proceso de captación, de cómo la institución nos atrapa con sus tentáculos y de lo importante que es salir adelante. A esta página le debo mi reconstrucción y el que encontrara un rumbo para mi vida.

Siguieron los años, mi madre murió, tuve la suerte de poder llorarla con normalidad y no con esos esquemas encorsetados de “visión sobrenatural”, “ofrecer a Dios” y tanta tontería que nos inocularon en el alma. No olvidaré el mensaje de pésame que publicasteis acá y las llamadas que me hicieron por el móvil, hasta el día de hoy, ignoro como obtuvisteis en aquella ocasión, mi número. Nunca olvidaré ese detalle ¡nunca!


VI

La vida continuó, con la normalidad propia de toda persona de a pie, éxitos, fracasos, ni fu, ni fa, alegrías, tristezas (el fallecimiento de mis padres), penurias, triunfos académicos (titularidad como profesor). Y en uno de esos años, recibo un mail. Uno de Zaragoza, que aún estaba en la obra, me escribía anunciando su llegada al país donde vivo y que quería verme, de eso han pasado casi 10 años. Pues nada, yo le quería mucho y respondí inmediatamente que sí. Decir el otro en el centro al que acudió aquí que quería verme y pegar el grito en el cielo los directores fue una. No obstante, ante su insistencia maña, accedieron, pero acompañado por un “custodio”, que debía estar presente en nuestra entrevista, seleccionaron a alguien que conocía yo y con su risa falsa me saludó y demostró, delante de mi amigo, cariño. Demás está decir la cantidad de obstáculos que puso para evitar que nos viéramos a solas, pero como soy terco también, insistí en que hablarle a mi amigo, no a él, al “custode”. Un gran abrazo selló nuestro encuentro con mi amigo maño, ante el asombro del otro, y, con cortesía, ambos le dijimos que no hacía falta que se quedara, que ya se iría conmigo y yo lo llevaría de vuelta.

Hablamos con total sinceridad y casi agotamos los temas, se enfadó cuando supo que yo había estado en Zaragoza y no le había dicho nada, me hizo jurarle que no lo volvería a hacer y que iría a su casa si volvía a la capital aragonesa. Me puso al día de todos, de vivos, enfermos y difuntos. Me dio el saludo y recuerdos de cada uno, algunos hasta mensajes escritos me habían enviado, en fin, fue un momento muy emotivo, la comunicación se reanudó y aún continúa siendo muy fluida y constante. Cada año nos vemos en el país en el que vivo y yo intento devolver la visita en mis idas a España que, después de la primera vez tras romper la “prohibición”, he intentado que sean frecuentes, aunque no lo he logrado del todo.


VII

Después de muchos años de no regresar, por motivos de todo tipo, menos por la prohibición descrita anteriormente, volví a España con el fin de pasar unos días de descanso en Zaragoza, así, literal, sin afanes, sin planes ni nada, solo descansar en aquella ciudad tan amada. Pero no, al final fue un capítulo pendiente que era necesario sanar. En los preparativos se me ocurrió ir a Torreciudad, me entró un afán en lograrlo e insistí en hacerlo, por supuesto que, a este amigo de la Obra, cuando le dije que deseaba ir a Torreciudad, movió cielo y tierra para complacerme.

¿Por qué quería ir a Torreciudad? Primero porque fue un lugar donde viví cursos anuales y convivencias, donde viví, lloré, reí, pensé, medité y atisbé lo que sería la salida de la Obra. Y también porque fui como monitor a convivencias de San Rafael, total, muchos recuerdos y no sé, pero quería volver a ver aquello. Segundo, deseaba ir a decirle a la Virgen que el lío no había sido con ella, sino con los que le habían construido aquellos edificios; a darle gracias por lo vivido en estos años fuera y que ahí estaba, para verla y decirle guapa.

Total, que salimos muy temprano para Torreciudad. Me emocionó volver a ver Monte Aragón, la Hoya de Huesca, los Mallos de Riglos, pero especialmente Barbastro y no porque fuera el lugar de nacimiento de ya saben quién, sino porque en una novela histórica estupenda “El Puente de Alcántara”, describe el sitio de Barbastro por parte de los Francos durante las tantas guerras entre reinos cristianos y taifas. Al ver la iglesia dedicada al fundador de la Obra, vino a mi mente los momentos en que visitábamos las obras y que estuve el día de la consagración de aquel recinto. Y ahí me di cuenta que me había metido en un auténtico enfrentamiento con mi pasado. A medida que avanzábamos en la carretera, aumentaba la intensidad de las emociones que experimentaba.

Llegamos ¡Y estaba nublado! Pero como mi acompañante quería ir a Misa en el Santuario, dio tiempo a que se despejara, me preguntó si entraría a Misa, le dije que no, que iba en plan turista, que había rezado a la Virgen, dicho lo que quería ir a decirla y ya, no más, que en lo que él estaba en Misa, yo daría paseos. Fueron momentos intensos, ver las diversas casas: La Masada, La Solana, así mismo El Casón, sede de tantas calaveradas durante los cursos de retiro anual. Y el estar ahí, años después, fuera la Obra, pude apreciar aquello desde otra perspectiva y aceptar lo que intuía, lo frío que es ese sitio, como si la Virgen estuviera cautiva en aquellos edificios desangelados, tan faltos de alma, me estremeció interiormente. Me acordé de las palabras de mi madre “Todo muy bonito, hijo mío, pero es muy frío, no hay devoción”.

Fui a rendir honras fúnebres, en el cementerio de Torrero, a los del grupo que habían partido a la vida eterna. Al estar frente a su tumba, se agolparon en mi mente miles de recuerdos y lloré, lloré al decirles gracias por tanto que habían hecho por mí, porque aquellos habían sido como unos angelitos ancianos (se autonombraron mis abuelos) que me vieron como su nieto y me cuidaron, también riñeron, como tal. Era un momento altamente deseado que por fin pude realizar, recé por el descanso de sus almas y me retiré.

Mi estancia en Zaragoza fue rica en encuentros con algunas y algunos de vosotros que sé que leeréis este escrito. Especialmente con el grupo con el que hicimos buenas migas, a pesar que yo no era parte de ese sino el de mayores, y que, al volver a encontrarnos, muchos de ellos acudieron a la reunión con mujer e hijos, de aquel grupo no había quedado nadie en la obra. Fueron momentos especiales y entrañables que espero volver a repetir, si este año convulso de 2020 se calma y se podrá volver a viajar por avión.

Pero no quiero cerrar esta narración sin mencionar uno de aquellos encuentros en ese último viaje a España y fue conocer en persona a Maripaz en Pamplona. Un día muy intenso, dos almas que se comprendieron desde que se vieron a lo lejos, al bajar del autobús. Hablamos de todo, Maripaz con una educación exquisita me dejó hablar, y vaya que sí que hablé, un desahogo impresionante en el emblemático “Café Iruña” de la capital navarra.


VIII

En conclusión, fui reconstruyéndome en lo interior y en lo exterior, creciendo en mi vida profesional, alcanzando metas, pensando más en mí, aprendiendo a quererme, a valorarme y a no anteponer ninguna institución en mi vida, a medir todo en su justa dimensión. Llegaron así los 5 años, los 10 años y ahora los 15 años de haberme ido. ¿He sido infeliz? No, para nada, porque hasta el dolor ha sido distinto porque he podido ser yo, lamentar y vivir el duelo por el fallecimiento de mis padres, sin cosas absurdas como “la visión sobrenatural”, y tener que estar estoicamente ahí cuando lo que querías era llorar. Y así muchas cosas dolorosas que me han tocado vivir. Pero a la vez, muchísimas cosas felices que han sucedido en mi vida.

Hace cuatro años, me enteré que quien era el Vocal de San Miguel en el momento de mi salida, también se había ido de la Obra. Las Navidades pasadas nos reunimos a comer, fue una comida estupenda, en otro ambiente, con otras perspectivas, distinto al encuentro de hace 15 años. El próximo 21 de marzo, será con quien me tomaré unas cervezas, para celebrar la vida y decir ¡Salud!.

Ángel V.



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