La burocracia en el Opus Dei

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Por Segundo, 9 de noviembre de 2005


Susana Tamaro explica en “Anima Mundi” que “En el principio era el vacío. Después el vacío se contrajo, se hizo más pequeño que la cabeza de un alfiler. ¿Fue por propia voluntad o alguien lo obligó?. Nadie puede saberlo; lo que está demasiado comprimido, al final explota. Con rabia, con furia”.

Esas palabras fueron el disparador para realizar algunas observaciones acerca de la burocracia en el Opus Dei.

Me preguntaba ¿Por qué esos funcionarios habían organizado un Opus Dei semejante a un puente por el cuál se transita pero que a pocos se les ocurre quedarse a vivir?. ¿Por qué personas que habían pasado años de entrega en el Opus Dei abandonaban la fe? ¿Por qué quienes dejaban la Obra a veces reaccionaban con furia?...

Una posible respuesta sin pretender ser monopólica puede estar en las características de la burocracia interna. Una burocracia que, más tarde o más temprano, intoxica.

Se trata de un cuerpo de funcionarios que ocupan cargos en el gobierno central en las comisiones regionales, en las delegaciones y finalmente, en los consejos locales. Estos últimos merecen un comentario especial por parte de canonistas en orden a su emplazamiento canónico, su potestad y su competencia.

Desde el Prelado hasta el último consejo local esa burocracia se presentaba como cuasi divinizada; la obediencia a los directores es considerada como la obediencia a Dios; solo los directores son “buenos pastores” sólo ellos explicitan y concretan la voluntad de Dios de allí la necesidad de seguir esa Voluntad por el “conducto reglamentario” o bien expresiones como “hay que “obedecer en todo”, “obedecer a Dios es obedecer a los Directores”. La identificación “gobierno-voluntad de Dios” presenta severos reparos y con justeza ocupa el primer punto del texto suscripto por ex miembros que fue presentado ante la Santa Sede.

Sin embargo, en esa ambivalencia tan clásica del Opus Dei, la doctrina interna sostiene que no se obedece como los cadáveres sino a través de actos libres e inteligentes. Quienes estuvimos en la institución sabemos que precisamente la burocracia reclama una obediencia cadavérica. La obediencia libre e inteligente no es más que una ficción declamada; un comodín verbal.

La burocracia interna es rigurosamente verticalista; la expresión “unidad de la Obra” representa el valor supremo de la burocracia; ese valor produce una reacción instintiva a rechazar la más mínima crítica institucional. Al Prelado y a su línea jerárquica no se lo interpreta; simplemente se ejecutan sus mandatos. Opinar distinto es considerado una maligna señal de ruptura de la unidad. La burocracia reclama acatamiento absoluto; la obsecuencia está bien vista ya que “el que obedece no se equivoca”.

La burocracia está apegada a un férreo dogmatismo. Sus funcionarios no dan razones; es así porque sí; no están preparados para fundar opiniones. La burocracia tiene recetas simples y contundentes. Si un numerario tiene un problema afectivo lo mejor es cambiarlo de ciudad o de país; es una “cirugía” sencilla.

Desde la cabeza de la burocracia – el Prelado - se manipula el derecho interno. Existen abiertas contradicciones entre lo que expresan los Estatutos aprobados por la Iglesia y los documentos internos. Por lo que pude constatar muy pocos conocen las “reglas de juego”; aquí la burocracia, disimula, distrae, confunde, pero casi nadie sabe a qué atenerse. Se ha señalado en esta web lo que dicen los Estatutos sobre la pobreza y su abierta contradicción con el modo de vivir esa virtud que se impone a los numerarios/as. Mantener la ignorancia de la “reglas de juego” es mantener poder; la burocracia está de acuerdo con éste estilo.

A cargo de ésta burocracia se encuentra la dirección espiritual de los miembros de la Obra. En éste aspecto es donde alcanza el cenit del término burocracia; gobiernan detrás de un escritorio. He experimentado, en encuentros con miembros de Delegaciones o de Comisiones Regionales, la convicción de estar delante de funcionarios mal informados. Recuerdo la situación de un sacerdote. Le habían endilgado un cuestión afectiva basada en sospechas, conjeturas y en las más absurdas delaciones. Me sorprendí que la cuestión no era atender la problemática personal, afectiva, psicológica, sino simplemente deshacerse del problema. Tuve que mantener una conversación con un funcionario de Comisión Regional. Este señor no sabía la verdad de los hechos, conocía frívolamente al sacerdote, sin embargo tenía la receta en el bolsillo: el traslado era la única solución. De amor, de amistad, de caridad, ni hablemos.

En la dirección espiritual los funcionarios solían dar soluciones estandarizadas; nublados por los objetivos institucionales están imposibilitados para ver el verdadero bien de las personas. Solo conciben el bien en tanto las personas “encajan” en los objetivos institucionales.

Ante situaciones que se salían de lo habitual los funcionarios carecían de reflejos; no tenían respuestas o las que daban era claramente superficiales. Incluso entraban en crisis de pánico que los llevaba a trasladar el problema a la Delegación, de allí a la Comisión Regional y ésta, me consta en algún caso, al Prelado. Sí, los problemas más íntimos terminaban en manos de varias personas en una verdadera promiscuidad de lo personal. Es que los burócratas, si bien se perpetúan en los cargos, son fungibles.

La burocracia es fuertemente controlante. Allí están los informes de conciencia que se elevan a través de las distintas instancias de ese cuerpo de funcionarios.

Ese control comporta tener que pedir permiso para las decisiones más pueriles: ver una película fuera de las pautas establecidas, leer un libro, viajar a casa de los padres, asistir a un Congreso por motivos profesionales, autorizar la compra de un auto, de un portátil, o de una inversión por cuestiones laborales.

El numerario “controlado” les llena de tranquilidad; el numerario que mantiene “áreas” fuera de control cae inmediatamente bajo sospecha.

Los burócratas no tienen inconvenientes en ingresar en ordenadores, revisar los correos y después negar que lo han hecho.

Se trata de un control que se ejerce, entre otros medios, a través de la exacerbación de la culpabilidad. La culpa es uno de los elementos claves en la espiritualidad de la Obra. En la medida que las personas se sienten culpables la inseguridad se apodera de ellas de modo que se convierten en más gente más subordinada, menos libres, menos espontáneos. Esta cuestión de la culpabilidad merece un estudio más detenido. En los últimos años que permanecí en la Obra, la muerte se había convertido en un tema reiterativo; planteaban la muerte para luego dispensar la salud a través del acatamiento a la institución.

En materia de enfermedades psicológicas la persona afectada tenía claramente cercenado a elegir su médico o su psicólogo. He visto psiquiatras institucionales; la burocracia quería mantener el control sobre esos profesionales. Recuerdo a un numerario torturado por su depresión que había concertado una cita con un psiquiatra numerario siguiendo las pautas de la burocracia. Ese médico le terminó recitando en breves minutos las mismas puerilidades que le decía su director. La sorprendente violación de la ética profesional como así también la eventual mala praxis no revestían importancia alguna ni para el funcionario ni para el médico.

La burocracia que conocí estaba integrada por personas carentes de experiencia laboral, no se han ganado la vida a puño limpio; desconocen vivencialmente la compleja, rica y a veces dramática cuestión de trabajar. Sus planteamientos eran meramente teóricos, carentes de realismo y vida propia. Ello no les impedía proclamar – de nuevo la ambivalencia - que en el Opus Dei la gente se santifica a través del trabajo. Sería interesante saber la cantidad de numerarios que efectivamente se ganan la vida en un trabajo normal, fuera de la burocracia interna y sin depender del favor prelaticio para desempeñarse en colegios, universidades, institutos empresariales etc. Me permito afirmar que ese número es mínimo hasta que la Prelatura demuestre fehacientemente lo contrario.

Los funcionarios que he conocido carecían de la espontaneidad profunda del corazón; estructurados, rígidos, carentes de amor de amistad han generado un sistema que cada día suscita menos acatamiento; tienen la potestad pero su autoridad se resquebraja.

Muchos de los que nos alejamos luego de décadas en la institución hemos podido experimentar ese estar “comprimidos” y agrego, intoxicados, por verdaderas deformaciones.

Una intoxicación que puede llevar, incluso, al rechazo de la fe. No se puede juzgar con dureza a quienes han reaccionado, con fuerza, con virulencia sino antes bien preguntarse las razones de esas reacciones.

Es que como dice Tamaro lo que está demasiado comprimido, al final explota. Con rabia, con furia.


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