Cuadernos 9: Virtudes humanas/La madurez humana

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LA MADUREZ HUMANA


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Hermanos, depuesta toda malicia y todo engaño, y los fingimientos y envidias y todas las murmuraciones, como niños recién nacidos apeteced la leche del espíritu sin mezcla de fraude, para que con ella vayáis creciendo en santidad 1.

La vida sobrenatural, que por el Bautismo se infunde como en germen en el alma del cristiano, tiene unas exigencias vitales de sostenimiento, de crecimiento y maduración. El organismo sobrenatural -virtudes infusas y dones del Espíritu Santo- debe ir desarrollándose progresivamente; de lo contrario, corre el peligro de atrofiarse o al menos de permanecer en una vulnerable y anormal niñez de espíritu. Contra este obstáculo prevenía vigorosamente San Pablo a los Efesios, animándoles a que se esforzaran por llegar al hombre perfecto, a la medida de la plenitud de Cristo. De este modo ya no seamos niños que fluctúan y están zarandeados por todos los vientos de opiniones, por el engaño de los hombres, por la astucia que lleva al error. Por el contrario, viviendo la verdad con caridad, crezcamos en todo hacia Aquel que es la cabeza, Cristo2.

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Madurez en las virtudes

Ese estado de madurez sobrenatural supone el desarrollo armónico y perfecto de las virtudes -teologales y morales- y de los correspondientes dones del Espíritu Santo. Ser cristianamente maduros' forma parte, ordinariamente, del camino para llegar a ser santos: para ejercitar en grado heroico la caridad, la humildad, la laboriosidad, la pobreza, la lealtad..., es necesario que esas virtudes hayan alcanzado un cierto grado de desarrollo, de madurez. Hermanos, no pude hablaros como a espirituales, sino como a carnales, como a niños en Cristo. Os di a beber leche, no alimento sólido, pues todavía no podíais soportarlo3. Porque el alimento sólido es de varones perfectos, de aquellos que con el largo uso tienen ejercitados los sentidos en discernir el bien y el mal4.

El crecimiento interior se adquiere con la gracia, especialmente a través de los sacramentos, y con el ejercicio de las virtudes. En primer término, de las virtudes teologales: la fe, que nos da la inteligencia más plena de la Revelación divina, y confiere esa visión sobrenatural propia del cristiano maduro, esa capacidad de discernir el bien y el mal al abrigo de todos los vientos de opiniones5; la esperanza, que nos mantiene firmes y serenos, sin pueriles temores, ante todos los obstáculos; la caridad, que es principio y forma de todas las virtudes, vínculo de la perfección6 exigencia de entrega para romper el círculo estrecho del egoísmo infantil, de las propias necesidades inmediatas; que es fuente de comprensión, viviendo siempre la verdad con caridad7.

Paralelamente, y en segundo término, la madurez espiritual también es fruto del desarrollo de las virtudes morales: la prudencia: hermanos, no seáis niños en el uso de la razón -amonestaba San Pablo-. Sed niños en la malicia, pero hombres maduros en el uso de la razón8. sabiendo interpretar las circunstancias y discernir los medios que, en cada momento, son más adecuados y útiles para ir creciendo en Cristo. La justicia,

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con Dios y con los hombres; la fortaleza y la templanza, que armónicamente contribuyen a que nos comportemos con firme estabilidad y dominio de nosotros mismos, con mucha paciencia, en tribulaciones, necesidades y angustias (...), con pureza, con ciencia, con longanimidad, con bondad, en el Espíritu Santo, con caridad sincera, con la palabra de la verdad, con el poder de Dios: mediante las armas de la justicia en la derecha y en la izquierda; en honra y deshonra, en calumnia y buena fama9.

Unidad de gracia y naturaleza

El orden sobrenatural (...) no sólo no destruye ni lesiona el orden natural, sino que al contrario lo eleva y perfecciona, de modo que ambos órdenes se ayudan mutuamente y casi se complementan10. La vida de la gracia adquirida por el Bautismo no es una irrupción violenta y destructora de lo divino en lo humano. El organismo sobrenatural se adhiere y descansa sobre el organismo natural, que si antes sólo podía vivir una vida meramente humana -y después del pecado original, ni siquiera plenamente humana-, de ahora en adelante será capaz de realizar actos vitales sobrenaturales, de vivir una vida divina; vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios habita en vosotros11. Gracia y naturaleza, aunque esencialmente distintas, constituyen en el cristiano un principio unitario de operaciones. El hombre elevado por la gracia se presenta como espíritu unido al cuerpo en unidad de naturaleza, en todas sus potencias naturales y sobrenaturales12.

La gracia no opera, pues, de espaldas a la naturaleza, de la realidad -física, psicológica y moral- sobre la que reposa. Y el organismo sobrenatural crece y alcanza su madurez, la medida de la edad perfecta según Cristo13, normalmente mientras se desarrolla y adquiere madurez humana. No se trata de una pura coincidencia, aunque en algún caso puede que así suceda. Una madurez en el plano humano, y más si es-

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tá informada por la gracia, ofrece una base más conveniente para la plenitud sobrenatural; y al contrario, la maduración de la vida interior mejora -como por una consecuencia secundaria- los modos de la conducta humana.

Refiriéndose a las virtudes humanas, parte esencial de la madurez en lo humano, nuestro Padre ha hecho notar que estas virtudes, sobrenaturalizadas, hacen de nosotros un terreno fértil para que podamos recibir con mayor eficacia las virtudes infusas, y son al mismo tiempo, de ordinario, una consecuencia de las virtudes teologales; porque el Espíritu Santo mora en el alma del justo -en la persona que cree en Dios, que espera en El, que le ama- y actúa por las mociones de su gracia, comunicando una confianza filial en el Padre, y concediendo mayor facilidad para obrar el bien, incluso humanamente: operatur in vobis et velle et perficere; nos hace querer lo bueno y perfeccionar nuestra acción (Philip. II, 13), ayudándonos de modo especial: postulat pro nobis gemitibus inenarrabilibus, pide por nosotros con clamores inenarrables (Rom. VIII, 29), para mejorar nuestra conducta humana14.

En determinadas circunstancias, la madurez humana puede ser algo más que una simple conveniencia o disposición para la madurez sobrenatural. Una vida interior que se apoya en una tarea secular, como el trabajo profesional, de modo que éste venga a ser la materia de santificación, la palestra donde se ejercitan y vigorizan las virtudes cristianas; una vida sobrenatural que se desarrolla tomando ocasión de las cosas del mundo, con el afán de encaminarlas a su Creador y Redentor; una vida de entrega a Dios, que busca la santidad propia y la de las demás almas, con las que se relaciona por motivos normalmente profesionales, sociales, económicos, de amistad...; una vida interior así exige indiscutiblemente la madurez humana necesaria para poder desarrollar con competencia y con perfección ese trabajo profesional, utilizar con medida y equilibrio las cosas terrenas, iniciar, sostener y mejorar las relaciones humanas.

A la luz de las particulares condiciones de la vocación al Opus Dei, entendemos que nuestro Padre nos urgiera con insistencia: es preciso

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que os sintáis mayores de edad15. Necesitamos ser humanamente maduros, adultos, aun los más jóvenes; de lo contrario, difícilmente llegaríamos a conseguir la madurez sobrenatural que la santificación exige. Es parte muy principal del espíritu del Opus Dei fomentar en la vida, en el carácter de mis hijos, las virtudes humanas: nuestra Madre la Obra nos quiere amigos de la libertad y de la responsabilidad personal, sinceros, leales, generosos, abnegados, optimistas, tenaces, decididos, con rectitud de intención y capacidad de trabajo16; en una palabra, personas hechas. Estas virtudes humanas sobrenaturalizadas -os decía- nos llevan a ejercitar las virtudes teologales, a recibir con mayor docilidad los dones del Espíritu Santo; y hacen que los miembros del Opus Dei sean, en todos los sitios donde actúan, sembradores de paz y de alegría17.

Características de la persona madura

Refiriéndose a la formación de los futuros sacerdotes -y es una consideración que puede aplicarse a todos los cristianos-, el Concilio Vaticano II hace notar la necesidad de cultivar también (...) la madurez humana, la cual se manifiesta, sobre todo, en cierta estabilidad de ánimo, en la capacidad de tomar decisiones ponderadas y en el modo recto de juzgar los acontecimientos y los hombres 18. Todas estas manifestaciones de madurez se apoyan en un desarrollo efectivo, pleno y armónico, de los talentos que el Señor, en diferente modo y medida, ha entregado a cada uno.

En primer término, la capacidad de juicio. Una persona madura se considera a sí misma con realismo y objetividad, admite sus limitaciones, distingue lo que es pura posibilidad de lo que es ya conquista efectiva. Sabe lo que quiere y lo que puede. Y nace de ahí un sentimiento de seguridad, de confianza, de equilibrio, que le permite actuar siempre de modo coherente, libre y responsable, aceptando las consecuen-

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cias de sus actos. A la vez, su coherencia no es rigidez; sabe adaptarse a las circunstancias y resolver sus problemas -siempre reales, objetivos- cediendo y concediendo o, al contrario, exigiendo, según sea preciso. Sin recurrir a astucias ni a artimañas, cuando las cosas no se pueden resolver por la vía directa, sabe encontrar los caminos que, con un prudente rodeo, conducen a la misma meta.

Muy contraria es la actitud de la persona inmadura, que no ha conseguido esa plenitud humana, y que se engaña a sí misma ocultando su timidez bajo un comportamiento altanero, arrogante o -lo que es más difícil de desenmascarar- modesto y humilde. No me gusta tanto eufemismo: a la cobardía la llamáis prudencia19, escribía nuestro Padre en Camino. Quien es inmaduro vive en la inseguridad; no puede aceptar su propia misión con sentido de responsabilidad: rehúye los compromisos, el trato abierto. En su conducta muestra como síntomas la falta de fijeza para todo, la ligereza en el obrar y en el decir, el atolondramiento...: la frivolidad, en una palabra20 excusa inconsciente para no afrontar seriamente los problemas. El hombre inmaduro se teme sobre todo a sí mismo: te empeñas en ser mundano, frívolo y atolondrado porque eres cobarde. ¿Qué es, sino cobardía, ese no querer enfrentarte contigo mismo? 21.

En el aspecto social, en la convivencia con los demás, una persona madura sabe encontrar siempre el lugar -de igualdad, de superioridad o de inferioridad- que le corresponde. Participa en la construcción del bien común sin timideces ni complejos, independientemente de la categoría de su personal aportación. Es comprensivo, paciente con los demás. Es -como ha escrito nuestro Padre- tal como el Señor nos quiere: prudentes, ponderados, con medida en todas las cosas, con docilidad para aprender, y para llevar a cabo solícitamente cuanto se nos encomienda; prontos a evitar cualquier peligro con equilibrado espíritu de iniciativa; dispuestos a juzgar -si hay el deber de hacerlo-, cuando tengamos todos los elementos necesarios; y a huir habitualmente de la excesiva preocupación por las cosas temporales22.

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Por el contrario, una persona sin la debida madurez, frente a los demás no encuentra el punto justo: o cae en la condescendencia débil e inconsiderada, o aplica un excesivo y estéril rigor. Una manifestación clara de (...) falta de madurez (...) es querer reformarlo todo y enseguida. Los que hacen eso, piensan que cuantos les han precedido y sus Directores (...) han sido tontos 23 La tozudez y la petulancia; no querer escuchar a los demás ni rectificar claramente los propios errores, no aceptar las justas imposiciones de la convivencia social, son también manifestaciones frecuentes de puerilidad. ¿Hasta cuándo, ingenuos, os aferraréis a la infancia, y los insolentes os complaceréis en la vanidad, y los necios odiaréis la disciplina? 24.

Dos actitudes corrientes y significativas de inmadurez, son la de los niños que imitan a los adultos, o la de los adultos que parecen más bien niños. Personas que, siendo humanamente como niños -no desarrollados aún-, adoptan modos de mayores, artificiales y postizos, y a menudo grotescos, pues con frecuencia no hay nada más contraproducente que intentar aparentar una madurez que no se posee. Y al revés, el adulto -sólo en años, a juzgar por su conducta- que usa actitudes de los más jóvenes, muchas veces para ocultar inconscientemente su infantilismo, y siempre cayendo en el ridículo, como un enano que tratara de hacerse pasar por niño. ¿Has visto algo más tonto que un chiquillo "hombreando", o un hombre "niñoide"? 25, preguntaba nuestro Padre. Y la Sagrada Escritura amonesta: dejaos ya de infantilismo, y vivid y andad por la senda de la madurez 26.

Dificultades internas y externas

Uno de los aspectos más importantes de la madurez humana es su carácter dinámico. Mientras el desarrollo y la plenitud del cuerpo se consigue de un modo natural, con el tiempo, a no ser que intervenga al-

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gún factor extraño como la enfermedad, la madurez de la persona entera -cuerpo y alma- no se consigue ordinariamente si ésta se abandona a sí misma, si no se la dirige, si no se le procuran unos cuidados, una formación para vencer los obstáculos y las dificultades: en primer lugar, el desorden interno, la desintegración tendencial de la propia naturaleza producida por el pecado de origen y por los personales. El pecado -enseña el Concilio Vaticano II- es, en definitiva, una disminución del hombre mismo, que le impide alcanzar la propia plenitud 27.

Esta falta de armonía interna viene favorecida en parte por el ambiente cultural y social. La sociedad cada vez exige más y entrega proporcionalmente menos. Es casi tópico, pero no por eso menos dolorosamente cierto, que la vida social impone nuevas y más precoces cargas, sin proporcionar muchas veces la necesaria preparación para asumirlas responsable y eficazmente. El mundo se presenta hoy poderoso y al mismo tiempo débil, capaz de obrar lo mejor y lo peor, mientras delante se le abre el camino de la libertad o de la esclavitud, del progreso o del atraso, de la fraternidad o del odio 28.

En este sentido, es especialmente gráfica la actitud infantil, difundida en algunos ambientes, de idealizar los ideales o de ensalzar los defectos. Los grandes ideales de libertad, de paz, de progreso, de amistad, de justicia..., que son patrimonio de todas las culturas humanas y especialmente de la cristiana; esos grandes ideales se levantan por encima de la realidad humana, se desencarnan, como el niño que no distingue entre la realidad y sus ensueños y fantasías. De este modo, las lógicas limitaciones se hacen pasar como conformismo, negligencia o ramplonería. Todo es malo e inservible, sin distinguir ni comprender que en el hombre coexisten a la vez una vocación sublime y una profunda miseria 29, y que las grandes conquistas humanas'-tanto en lo personal como en lo colectivo- se han conseguido paso a paso, contando con las propias e inevitables deficiencias. Por otro lado, las metas demasiado ambiciosas, imposibles de alcanzar, conducen a la larga o a la corta al mal que se combate: a la desilusión, al escepticismo.

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No es menos pueril la actitud contraria de ensalzar los defectos: llamar bueno a lo que una conciencia formada ha considerado siempre como malo: la cobardía, el egoísmo, el desorden, la insociabilidad... En ocasiones se encubre todo con un optimismo lleno de inseguridad, que no es afirmación de la misericordia de Dios, sino negación de la responsabilidad humana. Lo advertía nuestro Padre: fe, alegría, optimismo. -Pero no la sandez de cerrar los ojos a la realidad 30.Y también: nunca quieres "agotar la verdad". -Unas veces, por corrección. Otras -las más-, por no darte un mal rato. Algunas, por no darlo. Y, siempre, por cobardía.

Así, con ese miedo a ahondar, jamás serás hombre de criterio 31.

La madurez no consiste en un quedarse a mitad de camino entre esos dos extremos, sino en saber conjugar con sereno realismo todas las exigencias de la persona concreta y ,de la sociedad y cultura a que se pertenece.

El triple aspecto de la madurez

Para llegar a estar humanamente hecho es necesaria madurez de juicio, madurez de la afectividad y madurez en la acción.

Madurez de juicio para no dejarse arrastrar por los ensueños, ni por slogans o modas; para tener plena conciencia de las propias capacidades y limitaciones, de los deberes y de la misión en el mundo, y de los medios para llevarla a término. Madurez en la afectividad: saber canalizar las inclinaciones naturales al servicio de la totalidad de la persona; conceder a la voluntad su papel rector, libre y responsable, afrontando las consecuencias que se deriven de las propias decisiones. Madurez en la acción: con una conducta clara, coherente, que los demás puedan comprender.

Todo esto, sin embargo, no se adquiere de un modo espontáneo: es necesaria una labor de formación, que en parte cumple la sociedad

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-familiar, civil, religiosa-, pero que requiere también una plena cooperación personal. En primer término, el deseo explícito de ser persona madura. Cuando era niño, hablaba como niño, sentía como niño, razonaba como niño. Cuando he llegado a ser hombre, me he desprendido de las cosas de niño 32. Después, el afán de aprender, de servirse de la experiencia de los mayores; la precaución de preguntar, cuando no se entienden las cosas, y de pedir consejo, a quien sabe y puede darlo. Paralelamente, el fomento de la responsabilidad personal, de la lealtad, la reciedumbre y las demás virtudes humanas, que son como los pilares de una voluntad robusta, decidida. Voluntad. -Es una característica muy importante. No desprecies las cosas pequeñas, porque en el continuo ejercicio de negar y negarte en esas cosas -que nunca son futilidades, ni naderías- fortalecerás, virilizarás, con la gracia de Dios, tu voluntad, para ser muy señor de ti mismo, en primer lugar. Y, después, guía, jefe, ¡caudillo!..., que obligues, que empujes, que arrastres, con tu ejemplo y con tu palabra y con tu ciencia y con tu imperio 33.

Y todo esto -nos decía nuestro Fundador-, con paciencia, sabiendo contar con el paso del tiempo. Para crecer en madurez rápidamente es necesario insistir, insistir e insistir, y de nuevo insistir. Si la meta no se conquista a la primera, se consigue a la segunda o a la décima... No hay que desanimarse nunca sino renovar el empeño, hasta alcanzar esa madurez humana, sin la cual es muy difícil conseguir la otra, la sobrenatural 34.

Al alcance de todos

La madurez humana es una meta que cae dentro de nuestras posibilidades, de modo que teóricamente, utilizando los medios disponibles, todos los hombres podrían alcanzarla con mayor o menor facilidad. Sin embargo, la realidad es muy otra, y con el paso de los años son abundantes las personas que entran en esa adulta minoría de

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edad35 de que hablaba nuestro Padre. Y es que allá donde el orden de las cosas se ve turbado por las consecuencias del pecado, el hombre, inclinado al mal desde su nacimiento, encuentra nuevas incitaciones al pecado, que no se pueden vencer sin grandes esfuerzos y sin la ayuda de la gracia36. La gracia sana la naturaleza, corrigiendo en parte la oscuridad de la inteligencia y reordenando nuestras inclinaciones bajo el influjo de la voluntad; en definitiva, apartando los obstáculos que se oponen a la madurez. Pero, sobre todo, la gracia eleva la naturaleza, la sobrenaturaliza: le otorga la luz de la fe, con la que se descubre el sentido más profundo de las cosas y de la propia vida; fortalece la voluntad, dándole los auxilios necesarios para moverse por fines más altos, y para actuar siempre de un modo coherente y responsable.

Habéis de tener la mesura, la serenidad, la fortaleza, el sentido de responsabilidad que adquieren muchos a la vuelta de los años, con la vejez; tendréis todo esto, aunque seáis jóvenes, si no me perdéis el sentido sobrenatural de hijos de Dios, porque El os dará, más que a los viejos, esas condiciones convenientes para hacer vuestra labor de apóstoles 37. La madurez sobrenatural permite alcanzar más prontamente la madurez humana. Por eso nuestro Fundador urge a sus hijos, incluso a los más jóvenes, con insistencia: no sois, pues, jóvenes, aun cuando la Obra lo sea y vosotros tengáis pocos años. Es preciso que os sintáis mayores de edad 38. No tenéis vosotros derecho a ser, a sentiros, a vivir como hijos de familia: sois padres de familia 39. Pero, en algún caso concreto, me diréis: Padre, yo soy muy joven. Y os contestaré: el aspecto juvenil no importa, cuando se suple con el tiempo que se lleva entregado a Dios, con la formación espiritual, con la formación cultural religiosa, con la formación de ciencia profana; y, sobre todo, con las virtudes que -por nuestra entrega al Señor- se han de procurar vivir, porque entonces viene como anillo al dedo aquello del salmo: super senes intellexi, quia mandata tua quaesivi; comprendo las cosas mejor que los ancianos, porque sólo busco, Dios mío, cumplir tus mandamientos (CXVIII, 100) 40.

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La madurez sobrenatural y humana nos lleva, por una de esas paradojas divinas, a la vida de infancia espiritual, que no es memez espiritual, ni "blandenguería": es camino cuerdo y recio que, por su difícil facilidad, el alma ha de comenzar y seguir llevada de la mano de Dios 41. No es posible hacerse niño ante Dios sin una vida interior madura y robusta. La infancia espiritual exige la sumisión del entendimiento, más difícil que la sumisión de la voluntad. -Para sujetar el entendimiento se precisa, además de la gracia de Dios, un continuo ejercicio de la voluntad, que niega, como niega a la carne, una y otra vez y siempre, dándose, por consecuencia, la paradoja de que quien sigue el "Caminito de infancia", para hacerse niño, necesita robustecer y virilizar su voluntad 42.

Necesitamos ser muy maduros, humana y espiritualmente; lo exige nuestra vocación, nos lo pide la Iglesia, lo esperan las almas. Que nadie te tenga en poco por tu escasa edad, escribía San Pablo a Timoteo: has de ser ejemplo para los fieles en el hablar, en el trato, en la caridad, en la fe, en la pureza 43. Tenemos mucho que hacer en la tierra, y pronto; y el Señor, siempre dispuesto a darnos su gracia, cuenta con nuestra colaboración, con nuestro esfuerzo por adquirir esa madurez de juicio y de carácter, que nos haga instrumentos idóneos para realizar el Opus Dei.

Tendremos, pues, que insistir, como nos repetía nuestro Padre, tantas veces como sea necesario, procurando huir de los infantilismos, de las puerilidades, procurando comportarnos en todo momento como personas maduras, siguiendo el consejo del Apóstol: hermanos, os rogamos que crezcáis más y más, y procuréis vivir serenos, y atender a lo que tengáis que hacer, y trabajéis con vuestras manos, conforme os tenemos ordenado 44.


(1) I Petr. II, 1-2.

(2) Ephes. IV, 13-15.

(3) 1 Cor. III, 1-2.

(4) Hebr. V, 14.

(5) Ephes. IV, 14.

(6) Colos. III, 14.

(7) Cfr. Ephes. IV, 15.

(8) I Cor. XIV, 20.

(9) II Cor. VI, 4-8.

(10) Pío XI, Litt. enc. Divini illius magistri, 31-XII-1929.

(11) Rom. VIII, 9.

(12) Pío XI, Litt. enc. Divini illius magistri, 31-XII-1929.

(13) Ephes. IV, 13.

(14) De nuestro Padre, Instrucción, mayo-1935, 14-IX-1950, n. 53.

(15) De nuestro Padre, Instrucción, 31-V-1936, n. 20.

(16) De nuestro Padre, Instrucción, mayo-1935, 14-IX-1950, n. 52.

(17) De nuestro Padre, Instrucción, mayo-1935, 14-IX-1950, n. 70.

(18) Conc. Vaticano II, Decr. Optatam totius, n. 11.

(19) Camino, n. 35.

(20) Camino, n. 17.

(21) Camino, n. 18.

(22) De nuestro Padre, Instrucción, mayo-1935, 14-IX-1950, n. 54.

(23) De nuestro Padre, Instrucción, 31-V-1936, n. 32.

(24) Prov. I, 22.

(25) Camino, n. 858.

(26) Prov. IX, 6.

(27) Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 13.

(28) Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 9.

(29) Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 13.

(30) Camino, n. 40.

(31) Camino, n. 33.

(32) I Cor. XIII, 11.

(33) Camino, n. 19.

(34) De nuestro Padre.

(35) De nuestro Padre, Instrucción, 31-V-1936, nota 130.

(36) Cfr. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 25.

(37) De nuestro Padre, Instrucción, 31-V-1936, nota 30.

(38) De nuestro Padre, Instrucción, 31-V-1936, nota 20.

(39) De nuestro Padre, Instrucción, 31-V-1936, nota 23.

(40) De nuestro Padre, Instrucción, 31-V-1936, nota 20.

(41) Camino, n. 855.

(42) Camino, n. 856.

(43) I Tim. IV, 12.

(44) I Thes. IV, 10-11.