Cuadernos 8: En el camino del amor/La fidelidad en el amor

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LA FIDELIDAD EN EL AMOR


Así dice Yavé, que te creó (...). Nada temas, Yo te he rescatado, Yo te llamé por tu nombre: eres mío (1). Estas palabras del Señor, que recoge el libro de Isaías, han vuelto a resonar en la vida de cada uno de nosotros, cuando Dios nos llamó al Opus Dei. Sin sacarnos de nuestro lugar en el mundo ni de nuestro ambiente -cada, uno permanezca en la vocación en que fue llamado (2)-, la llamada divina removió totalmente nuestro ser. El Señor se nos ha entregado por completo, con amor de predilección, y a cambio nos pide la entrega también total, por amor, de nuestra vida entera, según las circunstancias propias del estado de cada uno.

En el caso de los Numerarios y Agregados, esa entrega se manifiesta también en el celibato apostólico que han abrazado propter regnum coelorum (3), por amor del Reino de los Cielos, con el preciso objetivo de dedicar todas sus energías al servicio de Dios y de las almas, indiviso corde (4) sin la mediación de un cariño humano.

De modo análogo los Supernumerarios han recibido, con la vocación a la Obra -que es idéntica para todos-, la gracia y la fuerza para santificarse en el ejercicio del trabajo profesional y, si están casados, en el cumplimiento de los deberes matrimoniales.

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Conservar el primer amor

La santidad es el término del camino que hemos emprendido: hay que conservarse en la entrega hecha al inicio de la vocación, mantener la y desarrollarla a lo largo de la existencia. Aquello que dimos a Dios lo conservamos nosotros, como titulares fiduciarios de bienes divinos, que ya no nos pertenecen. En cuanto simples depositarios, tesoreros de Dios, debemos empeñar en la custodia de aquella propiedad, que Cristo mismo ha conquistado, el mayor sentido de fidelidad.

Es verdad que la fidelidad engendra fidelidad, y que la primera decisión facilita su continuidad, y que cada victoria fortalece y templa las propias armas. Pero el tiempo discurre a veces lentamente, y la lucha no es siempre igual: no son siempre idénticos los enemigos de fuera ni tampoco las circunstancias interiores. Nuestra naturaleza humana exige una continua aplicación de la voluntad que reafirma, en el curso variable de nuestra vida, aquella respuesta que dimos a Dios un día: ecce ego quia vocasti me! (5) , aquí estoy, porque me has llamado.

Quizá en momentos de desánimo o de cansancio, o después de un fracaso humano, o en medio de una cierta mediocridad que parece prácticamente insuperable, alguno puede sentir la atracción, no ya del pecado, sino de esas cosas humanas nobles en sí mismas, que hemos dejado por amor a Jesucristo, sin que por eso hayamos perdido la inclinación a ellas. Porque teníamos esa tendencia -escribió nuestro Padre-, la entrega de cada uno de nosotros fue don de sí mismo, generoso y desprendido; porque conservamos esa entrega, la fidelidad es una donación continuada: un amor, una liberalidad, un desasimiento que perdura, y no simple resultado de la inercia. Dice Santo Tomás: eiusdem est autem aliquid constituere, et constitutum conservare (S. Th. II-II, q. 79, a. 1 c). Lo mismo que dio origen a tu entrega, hijo mío, habrá de conservarla (6).

No cabe replantearse el problema en los mismos términos que la primera vez, porque lo que podíamos dar ya lo dimos; ahora se trata de conservar una cosa ajena, ahora entran en juego las exigencias de nue-

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vas virtudes: lealtad, fidelidad, hombría de bien, responsabilidades familiares... Y esto, tanto en quienes viven su vocación en el celibato apostólico como en quienes la viven en el matrimonio.

La crisis de los cuarenta años

En la vida de algunas personas puede darse un momento especialmente crítico: la llegada a la madurez de la edad, con una especial conmoción psicológica que tiende al definitivo asentamiento de la vida. Aparece entonces en algunas almas -no en todas, y ni siguiera en la mayoría- lo que he llamado la mística ojalatera: ojalá hubiese sido médico, en lugar de abogado; ojalá no me hubiese casado, ojalá... cualquier cosa distinta a la que de hecho se tiene. Junto a eso, un cambio de carácter, tal vez una excesiva preocupación por la salud, la aparición de enfermedades imaginarias, una cierta pérdida de interés por el trabajo profesional.

En el fondo de todo, y acaso como lo más característico de ese momento, se encuentra una actitud interior de balance: hasta entonces, y humanamente hablando, la vida intelectual y física ha ido creciendo hacia la madurez. De entonces en adelante se iniciará el declive humano, y se tiene la impresión de que ese balance, al que la prudencia de la carne invita, tiene un cierto carácter de definitivo o de irreparable (7).

En esas circunstancias -que pudieran llegar para alguno-, si no se está prevenido, alguien podría replantearse indebidamente su vocación. Contra este conflicto psicológico nos previno nuestro Padre hace muchos años, transmitiéndonos el consejo que le había dado un amigo suyo, cuando aún era sacerdote joven: no olvides que cuando llega la gente a los cuarenta años, los casados se quieren descasar; los frailes, hacerse curas; los médicos, abogados; los abogados, ingenieros; y todo así: es como una hecatombe espiritual.

Las cosas no suceden exactamente como decía aquel religioso o, al me-

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nos, no son una regla tan general. Pero deseo que mis hijos conozcan este posible mal, y estén prevenidos, aunque pasen muy pocos por esta crisis. Si alguno de vuestros hermanos pasa por esta angustia, tendréis que ayudarle: rejuveneciendo y vigorizando su piedad, tratándole con especial cariño, dándole un quehacer agradable. Precisamente a los cuarenta años no será; pero puede ser a los cuarenta y cinco. Y habrá que procurar que haya una temporada de distensión: y no lo haremos con cuatro, sino con todos.

Siendo muy niños delante de Dios, no podemos estar infantilizados. A la Obra se viene con la edad conveniente para saber que tenemos los pies de barro, para saber que somos de carne y hueso. Sería ridículo darse cuenta en plena madurez de la vida: como una criatura de meses, que descubre asombrada sus propias manos y sus pies. Nosotros hemos venido a servir a Dios, conociendo toda nuestra poquedad y nuestra flaqueza, pero si nos hemos dado a Dios, el Amor nos impedirá ser infieles (8). Y añade nuestro Padre: para un alma bien entregada, el instinto del sexo no debe ser un descubrimiento de la madurez. Del mismo modo que es normal la presencia de ese instinto, es también normal tenerlo a raya. Para decir que no, hay que estar bien constituido, y tener firme la voluntad, ayudada por la gracia. Fieles en la juventud, hijos míos, y en la madurez (9).

Refiriéndose más específicamente a sus hijos Numerarios y Agregados, nuestro Fundador escribió también que ser desleales, agarrarse entonces a un amor de la tierra, estad seguros de que supondría el comienzo de una vida muy amarga, llena de tristeza, de vergüenza, de dolor. Hijos míos: afirmaos en este propósito de no vender jamás la primogenitura, de no cambiarla, al pasar los años, por un plato de lentejas. Sería una gran pena malbaratar así tantos años de amor, sacrificado. Decid: he jurado guardar los decretos de tu justicia, y quiero cumplir mi juramento (Ps. CXVIII, 106) (10).

Es cierto que la lucha por vivir la castidad no tiene para la persona madura las mismas características que para la persona joven. Las pa-

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siones se presentan de un modo quizá menos vehemente y más reflexivo, pero también menos ideal y más práctico; de ahí que si alguno hubiese pensado que con el propósito de vivir el celibato apostólico renunciaba sólo a la satisfacción de un instinto -tal vez más fácilmente vencido antes por el fuerte idealismo de la juventud-, podría sufrir ahora un rudo golpe, cuando su edad y sus circunstancias hicieran especial hincapié en otros aspectos.

También en la vida de quien se comprometió irrevocablemente en el matrimonio pueden desaparecer la ilusión y el idealismo de los primeros tiempos, y hacerse presentes, en cambio, motivaciones nuevas que invitan a replantearse el sentido de las obligaciones que se asumieron libremente. Sin, embargo, en uno y otro caso, sigue en pie el compromiso de fidelidad que hunde sus raíces en un amor a Dios, firme y sacrificado, mucho más allá del terreno movedizo de la sensibilidad.

Apetencias de la carne

La presencia del instinto en nosotros -criaturas de carne y hueso, y no espíritus puros- es tan normal como lo es su vencimiento. No se trata de destruir o aniquilar esa fuerza, sino de dominarla, mantenerla sujeta al juicio de la razón, sometiendo sus inclinaciones -en uso de nuestra libertad- para la gloria de Dios.

Refiriéndose al don del celibato, escribió nuestro Padre: si alguna vez sentís que está en peligro esa gracia que Dios nos ha hecho, no os debéis extrañar, porque -ya os lo he dicho- somos de barro: habenius autem thesaurum istum in vasis fictilibus (II Cor. IV, 7): una vasija de barro para llevar un tesoro divino. No te hablo para ahora: te hablo por si acaso, alguna vez, sientes que tu corazón vacila. Para entonces te pido, desde este momento, una fidelidad que se manifieste en el aprovechamiento del tiempo y en dominar la soberbia, en tu decisión de obedecer abnegadamente, en tu empeño por sujetar la imaginación: en tantos detalles

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pequeños, pero eficaces, que salvaguardan y a la vez manifiestan la calidad de tu entregamiento (11).

Puede ocurrir, y de hecho ocurre, que durante largas temporadas -años incluso- el dominio de ese instinto ocupe un ínfimo lugar entre los puntos de la lucha ascética. Si, de pronto, pasase a primer plano y exigiese más esfuerzo, esa persona no debería extrañarse: eso no quiere decir nada, y no justificaría en ningún caso perder la objetividad y la confianza en la gracia divina. Antes era necesaria menos lucha en ese punto, y ahora se requiere más; antes se ofrecía al Señor una cosa con facilidad, y ahora hay que seguir ofreciéndosela con esfuerzo, con heroísmo si es preciso, y siempre con humildad.

Si en algún momento se hace más difícil la lucha interior, será la buena ocasión de mostrar que nuestro Amor es de verdad. Para quien ha comenzado a saborear de alguna manera la entrega, caer vencido sería como un timo, un engaño miserable. No te olvides de aquel grito de San Pablo: quis me liberabit de corpore mortis huius? (Rom. VII, 24), ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? Y escucha, en tu alma, la respuesta divina: sufficit tibi gratia mea! (II Cor. XII, 9), ¡te basta mi gracia!

El amor de nuestra juventud, que con la gracia de Dios le hemos dado generosamente, no se lo vamos a quitar al pasar los años. La fidelidad es la perfección del amor: en el fondo de todos los sinsabores que puede haber en la vida de un alma entregada a Dios, hay siempre un punto de corrupción y de impureza. Si la fidelidad es entera y sin quiebra, será alegre e indiscutida (12).

Pero hay que ser muy sinceros; sinceros, en primer lugar, con nosotros mismos. A la Obra hemos venido a ser santos. No nos vamos a sorprender, al comprobar que estamos lejos aún de serlo. Por eso admitiremos con sencillez nuestras debilidades, sin tratar de revestirlas de rectitud; evitando la soberbia, que ciega tremendamente, y lo hace ver todo al revés de como es. Hijos míos, sed sinceros con vosotros mismos, sed objetivos. Lograremos, de este modo, la eficacia de nuestra dedicación. Es difí-

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cil: se necesita ser humilde, abrir bien él corazón, de par en par, en la dirección espiritual, para airear todos los rincones del alma (13).

Cuando las tendencias contra la virtud de la santa pureza procuran enmascararse, justificarse o al menos adecentar una decisión injustificable, hay que exigirse especialmente en sinceridad sobre este punto. Aunque la carne se vista de seda... -Te diré, cuando te vea vacilar ante la tentación, que oculta su impureza con pretextos de arte, de ciencia..., ¡de caridad!

Te diré, con palabras de un viejo refrán español: aunque la carne se vista de seda, carne se queda (14).

Para algunas almas puede ser ése un momento verdaderamente esencial de su vida, una ocasión de reafirmar profundamente su entrega a Dios, con una verdadera demostración de amor. ¡Sed fieles! ¡No seáis tontos! Además, si cuando se presentase la ocasión de hacer el pequeño sacrificio de un pedazo de tierra, no se lo ofreciésemos a Dios, ¿qué cariño le tendríamos ¡Que seáis fieles! (15). Los medios están siempre al alcance de la mano; los motivos para usarlos, siguen siendo los mismos y además se añaden ahora la lealtad y la fidelidad. Y si uno se encontrase ya en la plenitud de su vida, razón de más para ser fiel, considerando aquellas palabras de San Pedro: por lo demás, el fin de todas las cosas se va acercando (16). El Apóstol se refería concretamente a esa mortificación de los deseos de la carne: de suerte que ya el tiempo que le queda en esta vida mortal, viva no conforme a las pasiones humanas, sino conforme a la voluntad de Dios (17).

En algunos momentos -escribió nuestro Padre- me he fijado cómo relucían los ojos de un deportista, ante los obstáculos que debía superar. ¡Qué victoria! ¡Observad cómo domina esas dificultades! Así nos contempla Dios Nuestro Señor, que ama nuestra lucha: siempre seremos vencedores, porque no nos niega jamás la omnipotencia de su gracia. Y no importa entonces que haya contienda, porque El no nos abandona.

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Es combate, pero no renuncia; respondemos con una afirmación gozosa, con una entrega libre y alegre. Tu comportamiento no ha de limitarse a esquivar la caída, la ocasión. No ha de reducirse de ninguna manera a una negación fría y matemática. ¿Te has convencido de que la castidad es una virtud y de que, como tal, debe crecer y perfeccionarse? No basta, insisto, ser continente, cada uno según su estado: hemos de vivir castamente, con virtud heroica. Esta postura comporta un acto positivo, con el que aceptamos de buena gana el requerimiento divino: praebe, fili mi, cor tuum inihi et oculi tui vias meas custodiant (Prov. XXIII, 26), entrégame, hijo mío, tu corazón, y extiende tu mirada por mis campos de paz (18).

Impulsos del corazón

Otro elemento con el que es preciso contar, para asegurar la fidelidad en el amor, son los impulsos del corazón. Escribió nuestro Padre: ¿cómo va ese corazón? -No te me inquietes: los santos -que eran seres bien conformados y normales, como tú y como yo- sentían también esas "naturales” inclinaciones. Y si no las hubiesen sentido, su reacción "sobrenatural" de guardar su corazón -alma y cuerpo- para Dios, en vez de entregarlo a una criatura, poco mérito habría tenido.

Por eso, visto el camino, creo que la flaqueza del corazón no debe ser obstáculo para una alma decidida y "bien enamorada” (19).

El corazón tiene absoluta necesidad de amor. Habitualmente, la criatura humana busca ese complemento en el amor del hogar, en la familia; amor, por otra parte, que Dios ha bendecido y santificado con un sacramento. Pero de ahí no puede concluirse que ése sea el único camino posible al corazón humano, y ni siquiera que ése sea el camino "normal". Lo sería en un orden puramente natural, pero la gracia de Dios nos ha elevado al orden sobrenatural, y lo "normal" para un cristiano será mantener el punto de vista sobrenatural en todos sus pensamien-

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tos y afectos, correspondiendo con generosidad plena a las exigencias concretas de su vocación divina.

Un corazón árido y seco es terreno abonado para todos los desórdenes. Cuando no se le da un afecto puro y limpio y noble, se venga y se inunda de miseria, afirmaba nuestro Padre (20). Y añadía que son unos desdichados los que no han aprendido nunca a amar con ternura. Los cristianos estamos enamorados del Amor: el Señor no nos quiere secos, tiesos, como una materia inerte. ¡Nos quiere impregnados de su cariño! El que por Dios renuncia a un amor humano no es un solterón, como esas personas tristes, infelices y alicaídas, porque han despreciado la generosidad de amar limpiamente (21).

Cuando un corazón está encendido en el amor de Dios, es prácticamente inexpugnable ante el asalto de lo que pueda ser descamino. El corazón de quienes han sido llamados al celibato apostólico en el Opus Dei no necesita llenarse de otros amores que los que su misma entrega le brinda y le facilita: Dios Nuestro Señor, y luego nuestra bendita fraternidad y un amor universal y eficaz a todas las almas. No somos unos solterones, que viven sin amor. Nos ha hecho negarnos, al amor humano, el Amor divino. Y además no nos sentimos solos. Que os queráis mucho. Que nadie en la tierra, que ningún hijo mío se sienta solo. Eso es una consecuencia del Amor divino, del amor limpio (22).

Frente a las tentaciones que se presenten, hemos de ir siempre adelante, con la gracia de Dios, no como ángeles -que eso sería un desorden, porque los ángeles tienen otra naturaleza-, sino como hombres limpios, fuertes, ¡normales!: lo que hacen tantos en la tierra por un hogar, lo que hicieron nuestros padres con una vida de cristiana fidelidad, hagámoslo nosotros por el Amor de los Amores. Amad mucho, por tanto, la santa pureza, invocad a Nuestra Madre del Amor Hermoso, Santa María, y perseveraremos -alegres y sobrenaturalmente fecundos- en este Camino divino de nuestra Obra (23).

Cuando se vive así, se comprenden bien aquellas otras palabras de

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nuestro Padre: el Amor... ¡bien vale un amor! (24). Para ser fieles, fieles en el amor, todo está en saber amar a Dios.

Ansias de paternidad

Las ansias de perpetuarse en los hijos pueden adquirir especial relieve en la madurez de la vida. En ese momento, los hijos pueden aparecer como una superación de las propias limitaciones, una esperanza, un modo de perpetuarse. Para algunos incluso, los hijos vienen a ser como un modo de justificarse y de justificar su existencia.

Sin embargo, no son los hijos exclusivamente lo que da sentido a la vida de los padres. Sólo Dios puede llenar de sentido la vida. Querer tener hijos para Dios es un nobilísimo deseo, siempre que sea sincero; y se sabe si es sincero, cuando uno empieza por no negar a Dios lo que Dios le pide: la respuesta plena y generosa a la propia y personal vocación, tanto en el celibato como en el matrimonio. Cualquier razón que ignore estos compromisos no pasa de ser un pretexto o una justificación de deseos menos nobles.

Lo mejor de la paternidad está en dar vida a los hijos y en educarlos con sacrificio para que sean buenos hijos de Dios, sabiendo renunciar a recibir nada humano a cambio. Y esto se da, en grado máximo, en la paternidad espiritual a la que se entregan completamente las personas que han renunciado a la paternidad de la carne, por amor de Dios: con su entrega y con su apostolado, hecho de oración y de sacrificio, pueden exclamar de veras con San Pablo: hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros (25).

Por eso es esencial para todos el proselitismo, que colma sobradamente esa exigencia de la vida humana. ¿Quién no tiene hambre de perpetuar su apostolado? (26). ¿Y quién no ha sentido, haciendo proselitismo, ese gozo profundamente humano y sobrenatural de un nacimiento a la

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vida de la gracia, a la santidad y al apostolado, la alegría del nacimiento de un hijo de su espíritu? ¿Ansia de hijos?... Hijos, muchos hijos, y un rastro imborrable de luz dejaremos si sacrificamos el egoísmo de la carne (27).

El celibato apostólico cuenta con una explícita promesa de Dios: les daré un lugar en mi casa y dentro de mis muros, y un nombre mejor que hijos e hijas: un nombre sempiterno les daré, que no perecerá (28). Por eso, Jesús enderezó aquella alabanza que cierta mujer, entre la turba, dirigió a María Santísima: bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron. Pero El replicó: bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan (29).

Fidelidad hasta el heroísmo

Fieles hemos de ser en la juventud y en la madurez. Si para alguien llegase algún momento difícil, debe resolverlo con sentido de fidelidad; con la misma lealtad, al menos, de las personas honradas que, habiendo recibido de Dios una vocación al matrimonio, se mantienen fieles a sus deberes de esposos y de padres. La fidelidad sobrenatural tiene una base humana, que se llama lealtad, con la que Dios cuenta para llevar innumerables personas a su luz y a su amor.

Hay muchas almas alrededor de vosotros -escribió nuestro Fundador-, y no tenemos derecho a ser obstáculo para su bien espiritual. Estamos obligados a buscar la perfección cristiana, a ser santos, a no defraudar, no sólo a Dios por la elección de que nos ha hecho objeto, sino también a todas esas criaturas que tanto esperan de nuestra labor apostólica. Por motivos humanos también: incluso por lealtad luchamos por dar buen ejemplo. Si algún día tuviésemos la desgracia de que nuestras obras no fueran dignas de un cristiano, pediremos al Señor su gracia para rectificar (30).

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Si el momento fuese realmente heroico, hay que pensar que, en efecto, la santidad se compone de virtudes heroicas; y ésa será una buena oportunidad para demostrar seriamente a Dios nuestro amor, y la entereza de nuestra fidelidad de personas íntegras. El consejo que ya San Agustín daba en su época, continúa siendo actual: ¡continuad, santos de Dios, jóvenes y muchachas, hombres y mujeres, vosotros que vivís en el celibato y vosotros los que no habéis vuelto a contraer nupcias: perseverad hasta el fin! Alabad al Señor tanto más suavemente cuanto con más plenitud ocupa El vuestros pensamientos; esperad tanta mayor felicidad cuanto más fielmente le servís; amadlo tanto más ardientemente cuanto más atentos estáis en agradarle (31).

Con ser humanamente mucho lo que se pide a quienes viven el celibato, es incomparablemente más lo que reciben, también en esta vida. Esta es parte de la añadidura que el Señor promete a los que buscan ante todo el reino de Dios y su justicia. Es cuestión de tener fe en la propia vocación, sin ponerla nunca en tela de juicio, confiando en que quien ha empezado en vosotros la buena obra, El mismo la llevará a cabo hasta el día de la venida de Jesucristo (32)

Para esa fe y para esa fortaleza, para esa fidelidad, es indispensable el amor, un gran amor a Dios que nos permitirá mantener y llevar a término este modo completamente celestial de servirse de la vida (33), que es la entrega a Dios del alma y del cuerpo en celibato apostólico. Por eso se nos dijo desde el comienzo: ¿que cuál es el secreto de la perseverancia? El Amor. -Enamórate, y no "le" dejarás (34).

Hemos de pedir insistentemente a Santa María, Madre del Amor Hermoso, que a todos nos conserve íntegros en el servicio de Dios; que conserve para Dios -en la juventud y en la madurez- este corazón que le hemos entregado; que nos haga leales y fieles en el Amor.

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(1) Isai. XLIII, 1.

(2) 1 Cor. VII, 20.

(3) Matth. XIX, 12.

(4) Cfr. 1 Cor. VII, 32-35.

(5) I Sam. III, 9.

(6) De nuestro Padre, Carta, 24-III-1931, n. 12.

(7) De nuestro Padre, Carta, 29-IX-1957, n. 37.

(8) De nuestro Padre, Carta, 24-III-1931, nn. 22-23.

(9) De nuestro Padre, Carta, 29-IX-1957, n. 72.

(10) De nuestro Padre, Carta, 24-III-1931, n. 23.

(11) De nuestro Padre, Carta, 24-III-1931, n. 45.

(12) De nuestro Padre, Carta, 24-III-1931, n. 45.

(13) De nuestro Padre, Carta, 24-III-1931, n. 38.

(14) Camino, n. 134.

(15) De nuestro Padre, Crónica IX-60, p. 10.

(16) I Petr. IV, 7.

(17) I Petr. IV, 2.

(18) Amigos de Dios, n. 182.

(19) Camino, n. 164.

(20) Amigos de Dios, n. 183.

(21) Amigos de Dios, n. 183.

(22) De nuestro Padre, Crónica IX-60, p. 12.

(23) De nuestro Padre, Carta, 24-III-1931, n. 45.

(24) Camino, n. 171.

(25) Gala. IV, 19.

(26) Camino, n. 809.

(27) Camino, n. 28.

(28) Isai. LVI, 5.

(29) Luc. XI, 27-28.

(30) De nuestro Padre, Carta, 24-III-1931, n. 57.

(31) San Agustín, De sancta virginitate 27.

(32) Philip. 1, 6.

(33) San Ambrosio, De virginibus 1, 3.

(34) Camino, n. 999.