Un "ejemplo" de caridad

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Por Angel R., ex agregado, abril 2003


Yo fui agregado del Opus Dei, durante diez años. Desde mi infancia, estudie en un colegio de la Obra, con el que estuve vinculado casi veinte años. Si se pudieran contar las horas que uno pasa en cada lugar, creo que más de la mitad las dejé en aquel colegio, del que guardo los mejores recuerdos.

Al llegar a primero de BUP, muchos de mis compañeros, entre ellos yo, ingresamos en la Obra. La gran mayoría, como agregados. De los veinte que engrosaron sus filas, hoy, dos décadas años más tarde, más o menos, quedan sólo dos, que yo sepa.

Desde el principio, entre todos los agregaditos, yo mantenía una amistad muy especial con uno de ellos, al que llamaré Emilio, aunque, por supuesto, no sea éste su nombre. No se pueden tener amistades particulares entre los miembros de la Obra. Pero Emilio y yo éramos uña y carne. No teníamos aficiones comunes, ni estudiábamos la misma carrera, pero después de toda una vida juntos, yo sabía exactamente lo que pensaba Emilio con sólo mirarle a la cara, o escuchar lo que me decía. Y lo mismo le pasaba a él conmigo. Juntos fuimos a todas las convivencias, a todos los retiros, a todos los campamentos. Incluso creo que juntos fuimos a mirar su anillo de la fidelidad, con una piedra verde a lo Obispo sudamericano.

El caso es que, pasados diez años, yo no puede soportar más la frialdad de la gran mayoría de las personas que formaban el centro en el que me movía, y me marché. Había pedido, un año atrás, que me cambiaran de centro, porque me ahogaba. Pero no es eso lo que quería contar.

Al año de marcharme, después de sufrir una depresión de caballo, conocí a una chica. Ella también había sido agregada. Casualmente, era vecina de toda la vida de Emilio, hasta el punto de que las familias habían crecido juntas. Pasado otro año, nos casamos. Yo invité a Emilio, y al resto de los agregados de mi centro, que, por supuesto, ni vinieron a la boda, ni se excusaron de ninguna forma. Lo entendí, y por otro lado, me dio igual. Había encontrado a la mujer de mi vida, y ningún desprecio me podía afectar, en aquel momento. Pero no era ese el único desprecio que debía padecer.

Pasados unos meses desde la boda, mi esposa se quedó embarazada de nuestra hija mayor. Una vez nacida, también al año, diagnosticaron a mi esposa un cáncer de ovario. La madrugada en la que le descubrieron esta terrible enfermedad, miércoles de Ceniza de 1996, yo no la acompañé al Hospital. Me quedé en nuestra casa, con nuestra hija. Por otro lado, ni siquiera sospechábamos que podría ser ése el resultado de la radiografía. Nos cogió totalmente por sorpresa.

Por una curiosa coincidencia, la madre de Emilio también había ido a hacerse una radiografía al mismo centro médico, y la acompañaba él mismo. La casualidad, o quizá la Providencia, hizo que la primera persona que supo del diagnóstico gravísimo de mi esposa fuera mi amigo de la infancia, la persona con la que había pasado toda mi niñez, con la que había pitado, con la que había estado a punto de matarme en la Molina, con la que había aprendido latín, metafísica, el Catecismo de la Obra, a afeitarme...

Sí. Ya sabes lo que pasó: NO ME LLAMÓ NUNCA. Yo pasé unos meses tremendos, hasta que se supo que mi querida esposa no se iba a morir. En algunos momentos llegué a pensar que me volvería loco. Olvidaba las cosas que habían hecho pocas horas antes. Algunas noches, estando mi mujer ingresada, mi hija, de apenas un año y medio, lloraba de forma desconsolada. No se lo he dicho a nadie, pero yo pensaba, en aquellas noches de agonía, que lloraba de forma adelantada la muerte de una madre a la que nunca conocería.

En ese tiempo, a pesar de que llamé a muchas personas de la Obra, a las que pedí oraciones para que mi mujer se salvara, NADIE ME LLAMO. Preguntaban a otras personas por la evolución de mi mujer, y esas personas, de buena fe, pensando que me hacían un bien, me lo decían a mí. Pero ni Emilio, ni ninguno de esos señores, que van a Misa todos los días, que rezan diariamente el Rosario, y hacen tantas prácticas piadosas, se le ocurrió llamarme. Ninguno se acordó de que una de las obras de misericordia es consolar al triste.

Ese es el trato de la Obra para con los que se fueron. Si estás pensando en marcharte, no lo dudes. Es duro, pero Dios te ayudará, como me ha ayudado a mí.


Original