Tras el umbral/Roma, la jaula de oro (parte 2)

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ROMA, LA JAULA DE ORO (continuación)


Monseñor Escrivá las trataba como a niñas pequeñas y les fomentaba tal infantilidad que rayaba en lo necio. Ellas sabían que eran "las hijas pequeñas del Padre" y como tal se comportaban. Hasta el punto de que en la casa de Roma la mentalidad infantil de las sirvientas era deplorable. Era un espectáculo tristísimo comprobar que mujeres mayores actuaran, producto del adoctrinamiento recibido, como criaturas de trece años.

Ni qué decir tiene que para ir al dentista o a cualquier médico, si las numerarias iban siempre acompañadas de otra numeraria, mucho más las sirvientas. Y esta doctrina se extendió a todos los países donde el Opus Dei tiene fundaciones. Nosotras no podíamos regañar nunca a las auxiliares y tampoco les hacíamos la corrección fraterna. Si veíamos que alguna había hecho algo incorrecto se le decía a la directora para que otra sirvienta o ella misma en su confidencia pudiera reprenderla. Tampoco ellas podían hacernos la corrección fraterna. Si hacíamos algo mal, iban a la directora, quien se ocupaba de hacernos llegar la corrección correspondiente.

Las sirvientas del Opus Dei en Roma entonces eran todas españolas y tenían la mentalidad típica del pueblo español de entonces. Algunas, por aspecto, podrían ser las doncellas o niñeras de alguna casa de clase media alta.

Las auxiliares también ayudan en las labores de granja o imprenta, pero nunca dejan su trabajo doméstico. En esto el fundador del Opus Dei era inflexible. Es decir, una sirvienta nunca podía aspirar más que a ser una buena sirvienta, santa como tal, pero dentro del Opus Dei. Eso era todo.

La mentalidad de las auxiliares españolas en aquellos años tendía al servilismo, y esto en Roma era muy peculiar con respecto al fanatismo infantil que ellas tenían. Si para las numerarias toda la vida giraba alrededor de monseñor Escrivá, para las sirvientas era ya el colmo. No había otra meta ni otro Dios que el Padre.

Por ejemplo, una de las sirvientas, a la que no puedo por menos de dedicarle unas líneas, es Rosalía López. Rosalía era de un pueblo de Castilla. Flaca, más bien alta, morena, de facciones angulosas, no agraciada ciertamente, pero de aspecto limpio. Su mentalidad, a más de infantil, era muy estrecha y lo único que era capaz de asimilar eran las cosas que materialmente se relacionaban con el Padre. Para otras cosas no tenía capacidad. Tenía una voz poco cadenciosa, más bien chillona y actuaba siempre como un niño pequeño: si quería algo rogaba al estilo de los niños, cambiando de voz y poco menos que mendigando; pero si algo no le gustaba solía poner una cara bastante amarrada y se sumía en un silencio notorio. Se consideraba, en muchos aspectos, como la "defensora" del Padre. Por ejemplo, ella sabía que era la única sirvienta que monseñor Escrivá aceptaba para que le sirviera la mesa a él y a don Álvaro, mesa a la que también era invitado con cierta frecuencia Salvador Canals Navarrete, sacerdote numerario del Opus Dei, porque trabajaba dentro del Vaticano.

Rosalía tenía tal convencimiento de que era imprescindible para el Padre, que se atrevía a enfrentar a la numeraria que fuera, bien la directora central o la directora de la administración de la casa.

Todas sabíamos en la casa -aunque sólo se decía alguna que otra vez entre las numerarias del gobierno central- que Rosalía le reportaba a monseñor Escrivá cualquier cosa que hubiera pasado o se hubiera dicho, aunque obviamente era monseñor Escrivá el que se valía de esta sirvienta para indagar en el terreno que fuera: visitas que venían, salidas que se hacían, etc.

Recuerdo mi asombro un día que monseñor Escrivá me preguntó quién era el sacerdote que había venido a visitarme. En efecto, el padre Rambla había venido a ver qué se podría hacer para acercar a mi madre. Aunque la directora por supuesto sabía que yo había tenido esta visita, no se le había dicho nada a monseñor Escrivá porque no había razón para ello. A esta altura no puedo decir otra cosa más que era un auténtico cotilleo el que se traía Rosalía con monseñor Escrivá. Cotilleo que, por otra parte, como digo, era bien recibido y fomentado por el mismo monseñor Escrivá.

El juego era increíble: había numerarias que le bailaban el agua a Rosalía con la esperanza de que su nombre apareciera frente al Padre. Por otra parte, son muchas las veces que he visto a Rosalía bajar a la cocina mientras servía a monseñor Escrivá con lágrimas de cocodrilo enfrentándose con la directora e incluso con Encarnita mientras les decía: "Ustedes van a matar al Padre. Le han puesto la comida aceitosa y no ha podido comer hoy." Y con un gesto displicente mostraba, dejándola sobre la mesa, la bandeja pequeña que se había preparado para monseñor Escrivá. Esto, después de haber estado contando con cuenta-gotas, la directora o la encargada de la cocina, incluso las dos, la cantidad de aceite que se utilizaba para la comida del Padre.

Otras veces, bajaba Rosalía a la cocina transmitiendo órdenes:
-El Padre dice que se sirva café hoy en el comedor del Colegio Romano.
Y si alguien osaba preguntar "¿Por qué?", ella respondía toda escandalizada:
-Señorita, lo ha dicho el Padre.

Monseñor Escrivá, muchas veces, le decía que se sentara en su comedor y que le contara cosas. De más está añadir que "las cosas" eran siempre comadreos de la administración. Rosalía gozaba humillando a las numerarias a base de dar a entender "sus fuentes de información". Por ejemplo, en la última vez que yo estuve en Roma en los años 1965 y 1966, Rosalía me dijo una noche:
-Usted, señorita, olvídese de volver a su tierra. La guste o no la guste se va a quedar en Roma.

Como yo la conocía de años y sabía que mi reacción iba a ser reportada a monseñor Escrivá, me limité a darle una clase de "buen espíritu" diciéndole:
-Rosalía, si usted sabe eso por habérselo oído decir al Padre, no se olvide nunca de que lo que oye mientras sirve no lo debe repetir en la administración.

Cuando anualmente se hacían los cursos de formación, el problema de la directora de la administración y de la directora central era ver qué sirvienta "que le gustase al Padre" podría servirle la mesa. Generalmente, durante esas tres semanas que solía durar el curso anual, Tasia, la sirvienta que vino conmigo de España, era quien le servía la mesa.

Servir la mesa al Padre era el privilegio de los privilegios entre las auxiliares.

Cuando se abrieron las fundaciones de Estados Unidos e Inglaterra, se llevaron a sirvientas españolas. Naturalmente en Estados Unidos pronto se dieron cuenta de que el régimen no podía ser el español y las señoras que iban por la casa les hacían regalos a Pilar y Francisca, pensando que les hacían un favor a estas dos sirvientas. El punto fue que se originó una crisis en estas auxiliares, en vista de lo cual fueron enviadas a Roma. Pilar se quedó en Villa Sacchetti, pero Francisca tuvo que irse a la región de Italia porque era hermana de Rosalía y dos hermanas nunca pueden estar viviendo en la misma casa del Opus Dei.

Monseñor Escrivá envió más tarde, a los países donde el servicio doméstico no era costumbre tenerlo al estilo español, una nota diciendo: "En aquellos países donde no sea costumbre tener servicio doméstico, téngase, pero sin exhibirlo." Lo que equivalía a que las sirvientas no podían ir siempre de uniforme, etc, etc. Y que tampoco podían hacer de porteras. Es decir: estaban relegadas al interior. A Estados Unidos se enviaron numerarias sirvientas mexicanas.

En otros países donde las numerarias y las sirvientas realizan esa labor en las casas de los varones de la Prelatura, reciben un sueldo, pero bajísimo, y por supuesto ningún seguro social de clase alguna. En virtud de la pobreza, estos sueldos van directamente a la caja de la casa donde viven y a las sirvientas no se les entrega dinero alguno porque se supone que, al salir con las numerarias, son éstas las que pagan los gastos que sea. Naturalmente cuando necesitan ropa o zapatos también se les compra, pero ellas no manejan dinero alguno.

En algunas ocasiones, muy pocas, si alguna familia necesitaba ayuda financiera, la Obra les enviaba un cheque por una cantidad irrisoria, pero no ellas, quienes en virtud del voto de pobreza no pueden disponer de dinero alguno.

En casi todos los países hay sirvientas, auxiliares, del Opus Dei, indígenas, aunque lo mismo que España ha suplido de servicio doméstico a las casas Opus Dei en Europa, México ha servido a las regiones del continente americano. Cuesta mucho trabajo conseguir estas vocaciones y especialmente mantener su perseverancia.

La estructura social del mundo cambia a pasos agigantados y el servicio doméstico como tal no resulta atractivo más que por horas y bien retribuido. En este punto el Opus Dei no quiere entender el mensaje del siglo en que vivimos y se empeña en mantener modelos que lo favorecen, pero que no responden a una realidad cristiana y social.

Las sirvientas del Opus Dei de la casa central de Roma y las numerarias no cobrábamos sueldo alguno por el trabajo: nos pagaban la comida. Era todo. Tampoco existen servicios sociales de clase alguna en el Opus Dei, lo que acarrea serios conflictos cuando alguna numeraria auxiliar abandona, por las causas que sea, el Opus Dei.

Cursos anuales. Castelgandolfo: "Villa delle Rose"

Los cursos anuales son períodos de formación que el Opus Dei requiere que han de hacer todos los miembros de la Prelatura. La duración es de tres semanas a un mes, como indicaba hablando de "Molinoviejo".

Cuando yo llegué a Roma, los cursos anuales se hacían en Castelgandolfo con la región de Italia.

En Castelgandolfo había una villa pequeña, pero con un buen terreno que Su Santidad Pío XII regaló al Opus Dei. Siempre se hablaba de que ahí se construiría la sede de formación de la sección de mujeres del Opus Dei, sede que, en los años en que yo llegué a Roma, no tenía forma ni color, pero que trece años después era una realidad. "Villa delle Rose" alberga hoy el Colegio Romano de Santa María donde suelen venir las vocaciones de los varios países a terminar los estudios internos de Filosofía y Teología, e incluso algunas a hacer estudios especiales de Pedagogía.

A la casa de Castelgandolfo se la llamó desde el principio "Villa delle Rose". Era una casa vieja, fea e incómoda. Teníamos que dormir las numerarias en el suelo del comedor y aún recuerdo que había un tranvía que cuando pasaba nos retemblaba todo el suelo. La parte más habitable y mejor de aquella casa era la dedicada a la sección de varones. Solía haber un sacerdote con varios numerarios y algunas veces venía monseñor Escrivá de visita.

Nos habían dicho en Villa Sacchetti que iríamos en turnos a Castelgandolfo para hacer nuestro curso anual. Faltaban aún unas dos semanas para empezar, cuando un día, después de comer, me dijo Encarnita que tenía que irme a Castelgandolfo inmediatamente, que Pilarín Navarro ya lo sabía y me estaba esperando. No me dio razón alguna de aquella prisa, sino la advertencia de que procurase no perder el autobús y que luego irían las demás a hacer el curso.

Yo me fui sola y, al llegar, Pilarín Navarro, la directora de la región de Italia y del curso especial que hacían las nuevas vocaciones italianas, se sorprendió al yerme y me preguntó:
-¿A qué vienes?
La verdad es que yo no lo sabía. Y así se lo dije.

Me quedé analizando, sin embargo, que Encarnita no me había dicho la verdad, porque Pilarín Navarro no tenía ni idea de que yo iba. Esto, unido a que el enorme trabajo que teníamos en Villa Sacchetti, hacía incomprensible el prescindir de una persona, me hizo pensar en el por qué me habrían enviado a Castelgandolfo tantos días antes de empezar el curso anual. Y por qué la salida tan precipitada.

Por mi manera de ser, la cosa que más me ha enfurecido siempre es hacer las cosas porque sí, sin darle a una persona razones. Por ello, queriendo encontrar una razón, pensaba si sería que había hecho algo mal y me mandaban así para que me diera cuenta, pero, por otra parte, recordaba a Encarnita toda sonreída cuando me lo dijo. Creo que toda la gama de posibilidades se me pasaron por la mente y al final, como no encontraba ninguna razonable, decidí sumirme en un profundo silencio hasta que Encarnita, que me dijeron iba a venir al curso de las italianas dos días después, me explicara las cosas.

El hecho fue que Encarnita vino y salió volada después de la clase. Yo logré alcanzarla y preguntarle, ¿pero qué pasa?, ¿por qué me mandaste aquí?

No sólo no me contestó sino que me dijo que iba a todo correr porque perdía el autobús para llegar a la cena del Padre.

Yo me irrité aún más al ver su sonrisa. Era como si se estuviera burlando de mí.

No sé si es necesario aclarar a esta altura que dado mi carácter fuerte aquello me irritó sobremanera, tanto que incluso se me pasó por la cabeza, viendo el proceder del Opus Dei, el mandar todo a paseo e irme del Opus Dei.

Al día siguiente, cuando vino don Salvador Canals, pasamos todas por el confesonario y yo le conté lo ocurrido. Don Salvador, que era un hombre muy bueno y pacífico, me calmó los ánimos y me dijo que no me preocupara.

Por otra parte, la vida toda era en italiano, lógicamente, y a mí me suponía aún un gran esfuerzo el hablar en italiano todo el día, o sea que la cosa tampoco se me hacía fácil por ese lado.

Como resultado de mi enfado, me encerré en un silencio casi absoluto, sin ser por ello incorrecta, hasta que terminó aquel bendito curso y regresé a Roma.

Yo pensaba hablar con monseñor Escrivá preguntándole las razones que impulsaron a Encarnita a actuar de tal modo conmigo, pero no tuve tiempo a ello. En una ocasión que me crucé con don Alvaro en la casa, yendo con Encarnita, me dijo éste de buenas a primeras:
-Te has portado como un animal en Castelgandolfo dando tan mal ejemplo.

Tras de esto, y dos días después, me llamó el Padre delante de don Alvaro y de María Luisa Moreno de Vega y me echó la bronca mayor que recuerdo.

Como siempre, gritando. Me dijo que se había enterado por Encarnita de lo mal que me había portado en el viaje cuando vine de España coqueteando con el señor italiano (el pobre hombre que me ayudó a subir al tren en Veintemiglia cuando venía a Roma hacía varios meses). Que yo le había dado el número de teléfono de la casa. Que había escandalizado, " ¡escandalizado!", me gritaba, a esa "pobre sirvienta" que venía conmigo en el tren leyendo esa porquería de revistas, y que encima de todo en Castelgandolfo no había podido dar peor ejemplo, siendo una de sus secretarias, con el mutismo en que me había sumido.

A todas éstas, María Luisa Moreno de Vega no tenía ni idea del asunto de mi viaje, ni de lo que la sirvienta dijo, ni de nada. La pobre estaba compungida y seria. Se la veía sufrir.

Cuando me gritaba enfurecido, don Alvaro, para calmarle, le dijo a fin de terminar la bronca:
-Padre, yo ya le he dicho que se ha portado como un animal.
-Peor que un animal -gritaba el Padre-. Dando mal ejemplo a todas las nuevas vocaciones, siendo una de mis secretarias.
Y cuando don Alvaro trataba otra vez de mitigar la bronca diciendo:
-Padre, son ya cosas de antes de ayer -tratando de decir el mucho tiempo que había transcurrido, monseñor Escrivá respondió:
-¡Nada de antes de ayer! -gritaba-. ¡Son cosas de ayer!
Y para que me enterase de lo mal que me había portado me dijo como colofón:
-Y ya lo sabes: no pienso hablarte en dos meses.

De ahí, en total silencio, nos fuimos a secretaría, no sin haber pasado un momento por el oratorio.

Acogiéndome a que María Luisa Moreno de Vega era superiora mayor, a quien una numeraria comente como yo podía hablarle en ocasiones confidencialmente, le expliqué lo sucedido en el tren. Ella me escuchó muy sentidamente, me creyó, estoy segura, y me dijo que debería volver a hablar con Encarnita para asegurarle que cuanto yo le había dicho anteriormente era verdad.

Aunque no me apetecía hablar con Encarnita por su forma de acusarme ante el Padre, al cabo de tantos meses de estar en Roma, lo hice porque estaba realmente angustiada al saber que el Padre no me hablaría en dos meses, cosa que cumplió a cabalidad.

Aquellos dos meses me parecieron una eternidad. Monseñor Escrivá, ostensiblemente delante de todas, hacía notar que no me dirigía la palabra. La verdad es que aquel castigo me costó más de una lágrima en mi oración.

Pasaron más de dos meses cuando un buen día me empezó a hablar con la mayor naturalidad, como si nada hubiera pasado. Al recordar hoy día hechos semejantes, confieso que me asombra ver la capacidad de aguante que tiene el ser humano cuando sigue ciegamente a un líder. Y pienso también qué clase de sentimientos podría albergar el corazón de monseñor Escrivá cuando se permitía jugar con los sentimientos de todos nosotros con esa insensibilidad. No me parece que sus actuaciones, poniendo la anterior como un ejemplo entre muchos, estuvieran cerca del espíritu evangélico respecto al perdón de las ofensas "antes de que se pusiera el sol", si es que tan ofendido se sentía.

El 15 de agosto de 1952 supimos que monseñor Escrivá había hecho en el santuario de Loreto la consagración del Opus Dei al Inmaculado Corazón de María. En todas las casas se hizo ese año y por primera vez esta consagración, costumbre que se renueva anualmente y en ese día. Las palabras de dicha consagración las lee siempre en el oratorio la directora de cada casa.

"Terracina": Salto di Fondi

Un día nos llamó monseñor Escrivá diciendo que había una casa en Terracina. Que era una casa que venía a cubrir una necesidad de primera hora: el que los alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz pasaran allí el verano, puesto que podían ir a la playa. Nos dijo que había una pequeña administración, pero que desgraciadamente no convenía que nosotras nos bañásemos en la playa, aunque podríamos ir de paseo a ella y "mojarnos los pies". Que lo ofreciéramos a Dios por la Obra y por nuestros hermanos para que fueran muy santos.

A cuenta de "Terracina" nos dijo que de momento no habría propiamente administración. Que por ello había pensado que su hermana Carmen, que iba a venir a Roma, podría estar en "Terracina" con una de nosotras, por ejemplo Enrica Botella, hasta que tuviera preparada una casa que se había adquirido para Carmen y su hermano Santiago. Agregó que esta casa sería después para la Obra. Nos dijo que hacía falta empezar a limpiar esa casa, antes incluso de que los obreros entraran, porque estaba muy sucia; y que había pensado que fuéramos Encarnita y yo acompañadas por Dora y Rosalía, pero que absolutamente nadie en la casa tenía que saber esto.

Tía Carmen

No creo que tenga que esforzarme demasiado a esta altura para expresar nuestro -mi- gozo ante esta prueba de confianza de monseñor Escrivá: nadie sabía que tía Carmen (Monseñor Escrivá estableció la costumbre, desde la primera hora de que a su madre se la llamase "la Abuela" y a sus hermanos, Carmen y Santiago, "tíos"; aunque, por ser tan joven, era poco frecuente que a Santiago lo llamáramos "tío"), iba a venir a vivir a Roma por el momento y absolutamente nadie que se estaba preparando una casa en Roma para ella y Santiago. La casa estaba en Via degli Scipioni.

Al mediodía, don Alvaro y el Padre nos llamaban para decirnos las tardes que podíamos ir. La casa era un villino en un sitio precioso, y todas pensamos que una vez que estuviera limpia sería muy bonita. Nos organizamos de forma que cada una de las cuatro "atacase" un sector; porque era realmente un ataque. La casa estaba tan sucia que recuerdo perfectamente cómo para limpiar las baldosas de las paredes de un baño tuve que emplear un cuchillo de cocina con las dos manos: la capa de porquería se venía como una lámina. Era increíble. Pasamos varios meses en esta limpieza dura de primera hora, hasta que empezaron a ir los obreros. Entonces fuimos algunos domingos por la mañana. Recuerdo que uno de ellos llegó a vernos monseñor Escrivá con don Alvaro y nos trajeron pastelillos salados y dulces. Se veía claramente que los habían comprado en una pastelería. Ni qué decir tiene que el júbilo era máximo. Veíamos de vez en cuando, dorando los techos, a Javi, un numerario sumamente joven que solía pasar con los obreros a nuestra casa y que se caracterizaba por su antipatía. Al cabo de los años este jovencito pasó a ser secretario del Padre y "custode" (El Padre tiene dos "custos" (custodios o guardianes) "para mirar por el bien espiritual y material del Padre, los cuales por razón de este cargo no pertenecen al Consejo General del Opus Dei. Son designados por un quinquenio por el Padre mismo entre nueve socios inscritos presentados al Padre por este Consejo General. Conviven en una misma familia con el Padre". Lo que significa que acompañan al Padre vaya donde vaya. Ambos están encargados de hacer la corrección fraterna al Padre. Uno respecto a las cuestiones de tipo espiritual y el Otro respecto a las cuestiones de tipo material. Cf. Constituciones del Opus Dei, Roma 1, noviembre de 1950). Hacia el año 1956 le ordenaron sacerdote. Cuando monseñor Escrivá nos lo dijo, recuerdo que todas hicimos un gesto casi de desagrado. Monseñor Escrivá sabía por Rosalía que el tal Javi no nos caía bien a ninguna numeraria y, recientemente ordenado, nos comunicó a través de esta sirvienta que aquella tarde vendría "don Javier" a dirigirnos la meditación. Este sacerdote es don Javier Echevarría, el actual vicario general de la Prelatura del Opus Dei.

Tía Carmen estuvo en "Terracina" varios meses, durante los cuales una serie de numerarias estuvieron con ella. Encarnita pasó allá más de un mes. Cuando terminaron de remodelar y de decorar su casa, a tía Carmen le trajeron a Roma e igualmente a Santiago. Vivían los dos en el villino. En la casa tenían dos sirvientas que la región de Italia les había procurado y, además, un perro, un boxer, llamado "El Chato".

Una vez que tía Carmen estuvo instalada en Roma, el Padre designó a unas pocas numerarias para que fueran a visitarla, de forma que siempre estuviera acompañada por las tardes. De Villa Sacchetti sólo podían ir Encarnita Ortega y María José Monterde. De la región de Italia solían ir Mary Altozano, Mary Carmen Sánchez Merino y alguna otra que no recuerdo ahora. A mí me sorprendió que yo no fuera a su casa después de haberme tragado todas las limpiezas. Y también le sorprendió a ella. Un día me dijo:
-Dime por qué no puedes venir a mi casa.
Y sinceramente le contesté:
-Tía Carmen, no me han dicho que vaya. Y cuando dije si podría ir, me indicaron que el Padre no había dicho nada.

Me acuerdo que ella hizo un gesto, como diciendo ¡qué fastidio!, y me agregó:
-No lo entiendo, después de haberte tragado las limpiezas.
Yo me reí y dejé morir la cosa.

Con tía Carmen yo me llevaba bien. Cuando venía a nuestra casa a almorzar, de vez en cuando, verdaderamente le agobiaba que la gente le besuquease y se le colgase de los brazos. Yo siempre creía que le molestaba esa obsequiosidad falsa. Con ella solía tener un diálogo sencillo, pero breve. Se sentía muy incómoda en Italia. No le gustaba vivir fuera de España y aunque la casa que tenía era muy bonita, en el fondo era como estar en jaula dorada. Elia no podía hacer lo que quería porque todo le venía marcado indirecta o directamente por el Padre. Por otra parte, monseñor Escrivá no la iba a ver con demasiada frecuencia y cuando iba no había una conversación fácil. Encarnita, que estuvo presente en más de una de estas visitas, contaba que era muy incómodo ver los silencios de tía Carmen y los silencios del Padre.

Comentando una de estas visitas, monseñor Escrivá nos contó que un día de los que fue a visitarla, Carmen estaba bastante antipática y que él le dijo:
-Bueno, para todo el mundo yo soy el fundador y presidente general del Opus Dei, y para ti, ¿qué soy?, ¿un cuerno?
Tía Carmen le respondió muy brava:
-Eso, sí. Un cuerno.
Monseñor Escrivá relataba esto muy divertido, incluso riéndose.

No había conocido yo a tía Carmen en los primeros tiempos de "Lagasca", sólo la conocí después de hacer mi "admisión". Pero hay antiguos numerarios del Opus Dei que no guardan buen recuerdo de la estancia de Carmen en "Lagasca", en el sentido de que todos tenían, en cierta forma, que rendirle pleitesía.

A Santiago lo vi un par de veces que fue a Villa Sacchetti a almorzar, porque debía de ser algún cumpleaños del Padre o con motivo de alguna fiesta, no estoy segura, pero sí lo recuerdo, en los breves minutos que hablé con él, como una persona muy distinta a monseñor Escrivá en el sentido de que me pareció mucho más sencillo.

Personalmente siempre compadecí a Carmen y a Santiago porque me parecía que eran peces en una pecera. No eran del Opus Dei y sin embargo sus vidas dependían de la Obra. Por otra parte, monseñor Escrivá hacía alarde de que se mantenía distante de sus hermanos, pero basándose en que ellos le dejaron su fortuna -cosa que nunca pude saber hasta qué punto era cierto- les atendía a cuerpo de rey, no sólo en la vivienda que les procuraba, bajo pretexto de que el día que ellos se fueran de Roma o se murieran, esa casa pasara a la Obra, sino en el haber marcado la tradición de que el día del santo de tía Carmen y de Santiago, de su cumpleaños, por Navidad, etc., de todas las regiones se les mandara un regalo, que no solía ser una tontería. Se hacía con mucho gusto, por otra parte, pero eran excepciones por el mero hecho de ser hermanos del Fundador. Tanto así, que estando en Venezuela nos sorprendimos mucho cuando -ya había fallecido tía Carmen- nos mandaron una nota diciendo que de ahora en adelante no se le mandaran más regalos a Santiago. Luego nos vinimos a enterar de que Santiago iba a casarse.

Lo que no es cierto sobre tía Carmen es lo que Andrés Vázquez de Prada narra en su libro sobre ella, cuando dice que los hermanos del Padre se fueron a vivir a Roma: "Santiago hacía tiempo que venía trabajando en temas de su profesión de abogado; y tampoco Carmen cambió de ocupaciones, de nuevo al pie del cañón. La excelente disponibilidad de ayuda de esta mujer se empleaba, a veces, en asuntos nada gratos. De presentarse una gestión bancaria, la hermana del Fundador se armaba de arrojo. Vestía sus mejores atavíos e iba a obtener créditos; sin mucho respaldo que ofrecer, la verdad. La saludaban cortésmente, eso sí, con un: "Avanti, contessa". Y franqueaba las barreras." (Si tía Carmen viviera le diría a Andrés Vázquez de Prada, con toda la franqueza con que ella podía hacerlo, que estaba contando un cuento, y se le reiría en la cara. Esto no es verdad, primero porque ni Carmen ni Santiago intervenían en asuntos financieros de la Obra; segundo, porque Carmen no hablaba italiano ni conocía a banquero alguno; y, tercero, porque aunque yo la quería de verdad, no puedo decir que tenía aspecto de "contessa'". Andrés Vázquez de Prada, op. cit., p. 262).

Lo que Carmen sí nos hacía era bordarnos blusas para algunas de nosotras. Bordaba muy bien y le gustaba hacerlo.

También le gustaba, como a cualquier señora de esa edad, conversar y no estar sola. Le gustaba mucho cuidar de las plantas y tenía buena mano. Yo la solía embromar diciéndole que de un palo seco le saldría un día alguna flor, porque a veces, al ir por la calle, cortaba una ramita que asomaba a una verja cualquiera, la plantaba en su casa y le brotaba una mata.

Más de una vez hemos ido algunas de nosotras con tía Carmen a tomar una "granita di café". Le encantaba invitarnos o acceder a nuestro ruego de que nos invitase a una cafetería.

Lo que no le gustaban eran los cambios. Odiaba el ver caras nuevas.

Cuando le dije que me había dicho el Padre que me iba a Venezuela, vino a almorzar y agarrándome del brazo me dijo en tono bajo:
-Pero ¿dónde tiene mi hermano la cabeza? Ahora que llevas todo lo de la imprenta y que todo va bien, ahora te manda a Venezuela. Está loco.

Yo le decía: "No digas eso, tía Carmen. A mí me cuesta irme, pero el Padre tiene sus razones."

Ella movía la cabeza sin estar convencida.

Era costumbre, cuando una numeraria del gobierno central se iba a otro país, que se hiciera una foto buena y la dejara en la casa.

Cuando yo fui a hacerme la foto, le dije a tía Carmen que me acompañase porque odiaba ir al fotógrafo. Ella lo entendió muy bien y me dijo que sí. Me acuerdo de que caminando por el Tritone me preguntó qué quería que me diera, y yo le dije que dos cosas: "Una, el rosario con el que rezas a diario; y la segunda, que te hagas una foto tú también y me la des."

Me miró con una sonrisa muy peculiar y me dijo:
-Pero tal cual estoy, porque otro día no vengo.

Recuerdo que me habían dado la dirección de un fotógrafo en esa misma calle, pero al llegar me pareció que ahí no podía yo entrar a tía Carmen y sin más me fui a Luxardo, uno muy bueno, ahí mismo en el Tritone. Y efectivamente nos hizo unas fotos muy buenas a cada una. Una foto mía se quedó en Roma y me dijeron que me llevase dos copias a Venezuela. Curiosamente las fotos que se hizo tía Carmen son las que han quedado en el Opus Dei para la posteridad, ya que ella falleció el 20 de junio de 1957 y lo que estoy hablando sucedía a finales de septiembre de 1956.

Se olvidó de darme el rosario y así me lo dijo por teléfono, pero me aseguró que me lo mandada antes de irme de Roma. Y así lo hizo: era un rosario muy bonito de filigrana de plata que Mercedes Morado me quitó en mayo de 1966 y nunca me devolvió.

La muerte de tía Carmen me dolió de verdad. Sabíamos que estaba muy grave, porque nos lo comunicaron a todas las regiones que, tenía cáncer. Cuando regresé a Roma en octubre de 1965 fui a visitar su tumba que, por cierto, no puede estar en lugar más incómodo. Le pregunté a Lourdes Toranzo, quien había estado con ella en la época de su gravedad y muerte, y me contó Lourdes que tía Carmen pedía una y otra vez que se quería morir en España, pero que monseñor Escrivá no lo permitió y que -seguía contando Lourdes Toranzo- le repetían sin cesar "que se quedara en Roma y que lo ofreciera por el Padre y por la Obra", y que después de mucho y mucho insistirle, accedió finalmente. Recuerdo que Lourdes me dijo:
-Fue horrible, porque no quería quedarse de ninguna manera y nos costó horrores el convencerla.

Se me quedaron grabadas estas palabras de Lourdes Toranzo cuando me lo contó en Roma, de la manera más natural, y me hizo pensar tanto el por qué esta testarudez de monseñor Escrivá. ¿Por qué no la dejó ir a morir en paz a su país y donde ella quería? ¿ Por qué querer gobernar hasta la vida de su familia y contradecir los deseos de un moribundo? Esta crueldad nunca la pude entender desde que lo supe y, a través de los años, sigo sin entender. ¿No contradice esto lo que también asegura Vázquez de Prada que monseñor repetía y que yo, a mi vez, le he oído decir reiteradamente: "Soy amigo de la libertad, porque es un don de Dios, porque es un derecho de la persona humana..."? Carmen no se merecía que no la dejaran morirse como ella quena.

Asesoría Central

Así se llama al gobierno central de mujeres del Opus Dei. Como mencioné anteriormente y en diversas partes, este gobierno central estaba en España y tenía por domicilio un piso en la calle de Juan Bravo, 20, en Madrid.

Monseñor Escrivá estaba muy alarmado porque pensaba que Rosario de Orbegozo, secretaria central, estaba deformando el espíritu del Opus Dei y que las numerarias jóvenes en la Obra que componían el gobierno central, al girar alrededor de ella, iban adquiriendo un espíritu deformado, con respecto especialmente a la "unidad" en el Opus Dei. Y esto, tanto en materias de gobierno donde había que tratar con los asistentes eclesiásticos para la sección de mujeres, el secretario general y el sacerdote secretario central, como con el gobierno de la región de España en sí, cuya directora en aquel tiempo era María Teresa Arnau.

Hay que notar que la "unidad", como monseñor Escrivá la concebía, era de carácter monolítico. No se aceptaban discrepancias con sus opiniones. El diálogo no existe en el Opus Dei, porque las cosas hay que hacerlas "así". Y por "así" quiero decir que todo hay que hacerlo de acuerdo a los rescriptos, notas e indicaciones hechas por el Padre y nadie, si tiene "buen espíritu", puede tener la osadía de apartarse un ápice de ello cuando él indica algo. Y no porque hubiera supuesto una falta de obediencia precisamente, sino de "unidad". Todo ello siempre basado en que "Dios lo quiere así". Este espíritu monolítico, como digo, estaba tan imbuido en todos los miembros que no vivir una cosa de la Obra en la forma indicada por el Padre, hubiera sido una falta grave de "unidad".

Por ello, y a fin de adoctrinar a un grupo en el verdadero espíritu de "unidad" en el Opus Dei, monseñor Escrivá decidió que, poco a poco, fueran viniendo a Roma, en calidad de simples numerarias, algunas de las que componían esos gobiernos, como por ejemplo Marisa Sánchez de Movellán, María Teresa Arnau, Lourdes Toranzo, Pilar Salcedo y otras. Es decir, al traerse esas numerarias que ocupaban cargos, necesariamente esas vacantes tenían que llenarse con otras personas que el Padre iba a seleccionar cuidadosamente.

Cada vez que llegaba una de estas numerarias, tenía, no cabe duda que indicado por monseñor Escrivá, una larguísima sesión conversando en privado con Encarnita Ortega; sesión que duraba horas y, a veces, hasta días. Hubiéramos debido ser sordas y ciegas para no oír a la persona que había llegado sollozar y verla luego con los ojos rojos. En muchos casos se le pedía que escribiera aquellos hechos que se apartaban de la "unidad" de la Obra.

Aunque entonces no supimos el tema de aquellas conversaciones, meses más tarde nos enteramos, porque la misma Encarnita nos lo comentó a las que formábamos el gobierno central, indicando que "había sido providencial" el que aquellas numerarias vinieran a Roma y que las broncas fueron necesarias para "cortar el mal de raíz". Léase "falta de unidad".

Se me ocurre pensar que "este confesar los errores" de no haber vivido bien la "unidad" del Opus Dei, haciéndolas sentir culpables, tiene cierta semejanza con las tácticas de Stalin cuando exigía a la gente que confesara los errores de sus "desviadas interpretaciones" del dogma comunista. Y, por otra parte, el hacer sentir culpables a las personas crea una especie de dependencia de aquella "fuente" de donde proviene la verdad. En este caso Encarnita y monseñor Escrivá.

Sobre el tema "unidad" en el Opus Dei se podrían llenar libros. Bajo cualquier enunciado es siempre oportuno en el Opus Dei hablar de "unidad". Y se habla tanto de ella porque se considera como el tesoro de la Obra. El capítulo titulado "Amar la unidad" del libro del Opus Dei "Cuaderno" insiste en eso de manera machacona en cada uno de sus párrafos. "Hemos de querer con pasión a la Obra. Y una de las manifestaciones más claras de ese cariño es amar su unidad, que es su propia vida, porque donde no hay unidad hay descomposición y muerte." Y sigue el párrafo siguiente hablando de que hay que "cuidar, velar por la unidad de la Obra, lo que supone estar dispuesto a defenderla, si llegara el caso, de cualquier ataque". La forma que el Opus Dei recomienda para vivir la "unidad" es vivir la filiación al Padre. Y cualquier cosa que no sea acatar cuanto diga el Padre es faltar a la "unidad". A monseñor Escrivá no se le podía replicar nunca y mucho menos contradecir, porque ello hubiera supuesto una falta de "unidad". La misma doctrina se aplica para los consiliarios de los diferentes países: la directora regional no debe, en principio, dejar de aceptar la opinión expresada por alguno de los dos. asistentes eclesiásticos, tanto el consiliario, como el sacerdote secretario regional, so pena de estar al borde de una falta de "unidad".

No cabe duda de que había una aureola entorno a Encarnita como la numeraria "con mejor espíritu" de la Obra, por una parte, y la de quien tiene "toda la confianza del Padre", por otra parte. Así como había una aureola de "santidad" alrededor de monseñor Escrivá. Se guardaban todas las prendas de ropa que desechaba, desde pañuelos a ropa interior, y era una "suerte enorme" el que alguna de nosotras consiguiera alguna cosa que el Fundador hubiera dejado de usar. Por ejemplo, yo aún conservo unas tijeras de mesa, parecidas a una tijeras de uñas, muy peculiares, que él ousaba, pero que dejó de hacerlo porque se le había roto una de las puntas. Curiosamente y por costumbre, las tenía en mi estudio hasta que un día, a un dominico amigo mío, José Ramón López de la Osa, que estaba pasando una temporada en Santa Bárbara y criticó aquellas tijeras, le dije con tono de reproche: "No te metas con las tijeras que eran de monseñor Escrivá." No habían pasado ni tres días, cuando al llegar a mi casa me dejó unas auténticas tijeras de cortar papel sobre mi mesa diciendo: "Para que eches a la basura "las benditas" [usó otro calificativo] tijeras del Fundador."

Hacia finales de verano de 1953, monseñor Escrivá nos llamó a todas las numerarias, incluidas las auxiliares, a la cocina de Villa Sacchetti. Estaba con él don Álvaro del Portillo. Cuando se cercioró de que estábamos allí absolutamente todas las que vivíamos en la casa, nos dijo que tenía un anuncio muy importante que hacernos. No se oía a la gente ni respirar.

Nos dijo monseñor Escrivá que hacía mucho tiempo que estaba pensando en tener "cerquica de él" al gobierno central de la sección femenina de la Obra para poder gobernar de una manera aunada. Y que por tanto, de acuerdo con don Álvaro, habían decidido que la Asesoría Central funcionara desde ese día en Roma. Y que nos iba a decir quiénes eran nuestras nuevas superioras. El cuadro era el siguiente:

Directora o secretaria central: Encarnita Ortega
Secretaria de la Asesoría Central: Marisa Sánchez de Movellán

Vicesecretaria de san Miguel: María del Carmen Tapia
Vicesecretaria de san Gabriel: María José Monterde
Vicesecretaria de san Rafael: Lourdes Toranzo
Prefecta de estudios: Pilar Salcedo
Prefecta de sirvientas: Gabriela Duclos
Delegada de España: María Luisa Moreno de Vega

Delegada de Italia: María del Carmen Tapia
Procuradora: Catherine Bardinet

La sorpresa fue indescriptible. Nadie nos lo esperábamos. A mí concretamente me dijo:
-A ti te damos dos cargos para que lleves mejor el peso como una buena borriquita.

También nos informó que, como Encarnita ahora sería la directora central, Begoña Mújica, una numeraria de Bilbao que habiendo estado en el gobierno central en España había llegado hacía pocos meses para la administración de Villa Sacchetti, sería ahora la directora de esta administración. Y que en España la directora de aquella región sería Crucita Taberner.

Esta Asesoría Central junto con el Padre, monseñor Escrivá; el sacerdote secretario general, don Antonio Pérez Tenessa; el procurador general, don Alvaro del Portillo; el sacerdote secretario central, don José María Hernández Garnica, formaba el gobierno central para las mujeres del Opus Dei en el mundo entero.

Tanto monseñor Escrivá como los otros sacerdotes que formaban parte de este gobierno de mujeres -y que es también común al gobierno central de varones llamado Consejo General- tienen todos voto -y algunos veto- deliberativo en esta Asesoría Central. Sin embargo, de esos sacerdotes, el único que estaba en Roma era don Alvaro del Portillo. Los otros seguían en España, donde aún continuaba estando la sede del Consejo General-gobierno central- para la sección de varones del Opus Dei.

Las responsabilidades, según las Constituciones del Opus Dei, son las siguientes: la directora de la Asesoría Central, bajo la guía del presidente general y del sacerdote secretario central, consagra sus esfuerzos a todo aquello que mira a la dirección y actividad de la sección de mujeres.

La secretaria de la Asesoría Central distribuye los trabajos entre las vicesecretarias y los demás miembros de la Asesoría y les exige un fiel cumplimiento de sus cargos. Además suple a la secretaria central en caso de ausencia o de impedimento y redacta las actas de las reuniones de la Asesoría Central.

La vicesecretaria de san Miguel tiene como responsabilidad la formación de todas las numerarias y oblatas del Opus Dei en todos los países donde haya miembros de la Obra, así como el fomento de cualquier actividad relativa a estos miembros.

La vicesecretaria de san Gabriel tiene como responsabilidad todo cuanto se relacione con las supernumerarias y cooperadoras del mundo entero, tanto su formación como actividades.

La vicesecretaria de san Rafael tiene como actividad el apostolado y proselitismo con la juventud en todas las casas de la Obra del mundo entero, así como fomentar cualquier clase de actividad que conduzca a un aumento de vocaciones o trabajo con la juventud.

A la prefecta de Estudios competen todos aquellos asuntos que se refieren a la instrucción, sea espiritual, sea intelectual, de las asociadas numerarias.

A la prefecta de sirvientas corresponde gobernar la formación religiosa y específica de las numerarias sirvientas.

Las delegadas tienen como misión estudiar los asuntos de la respectiva región. Representan al país dentro de la Asesoría Central y en los gobiernos regionales ocupan el cargo inmediato a la directora de la región y tienen voz y veto en dicha Asesoría Regional.

La procuradora central, cada quinquenio, debe inspeccionar por sí misma o por otras los libros de la administración de todas las regiones, de tal modo que se corrijan los defectos y se lleven fielmente a la práctica las normas transmitidas por la Administración General del Instituto; y, cada trimestre, recibirá de las procuradoras de las regiones los estados de cuentas que han de ser sometidos al examen de la directora central con la Asesoría. La duración de estos cargos es de cinco años.

A fin de presentar de una forma más comprensible el gobierno del Opus Dei, incluyo en la página siguiente un cuadro esquemático del mismo.

La forma de gobierno en el Opus Dei en todos los años que estuve en él era oficialmente colegiada, pero, en la práctica, a dedo del Fundador. O para ponerlo de una forma más suave: la forma de gobierno era la de una "democracia dirigida". Pongo un ejemplo real: monseñor Escrivá pensó que había que dar un impulso grande a la región de Colombia y que para ello convendría enviar a una de las numerarias que estábamos entonces en la Asesoría Central. Nos llamó a Encarnita y a mí, y nos preguntó qué nos parecería si a Pilar Salcedo se la enviase a Colombia de directora de aquella región para reemplazar a Josefina de Miguel, quien había abierto la fundación de mujeres del Opus Dei en aquel país. Aunque Pilar Salcedo ocupaba entonces el cargo de prefecta de Estudios en la Asesoría Central, respondimos de inmediato que nos parecía una buenísima idea.

Ahí mismo nos dijo monseñor Escrivá que llamásemos a Pilar para que subiera al comedor de la Villa. Cuando Pilar apareció, el Padre, todo cariñoso, le dijo que tenía que encomendarle un trabajo muy importante, pero que ella tenía que decidir. La rodeó de toda clase de palabras halagüeñas, como "Ya sabes, hija mía, la confianza que te tengo", "Sé que harás una buena labor porque has pasado aquí un tiempo cerca de mí y sabes con cuánto amor el Padre quieres a sus hijas". Pilar estaba roja por la noticia, pero emocionada por "la confianza que el Padre depositaba en ella". Y, naturalmente, dijo que iría a Colombia. A renglón seguido nos dijo monseñor Escrivá que aquella tarde nos reuniríamos la Asesoría Central con él "para decírselo a las demás". Y así fue: nos reunimos todo el gobierno central con monseñor Escrivá y don Alvaro del Portillo en el comedor de la Villa Vecchia. Cuando nos sentamos, nos dijo el Padre que nos llamaba para comunicarnos a todas que Pilar Salcedo se iría a Colombia en pocos días. Y empezó a elogiar a aquel país. Pronunció monseñor Escrivá una frase que se hizo célebre con el transcurso de los años: "Colombia, hija mía, es el país de las esmeraldas. Pero las mejores esmeraldas son mis hijas, si me son fieles." Hay que señalar que monseñor Escrivá cuando hablaba de "fidelidad" repetía muy a menudo "Si me sois fieles", "sedme fieles". Es decir, marcaba la fidelidad hacia él antes que la debida a Dios o a la Iglesia. Nunca le oí decir: "Sed fieles a la Iglesia." Nunca.

Siguiendo con el relato de la marcha de Pilar Salcedo a Colombia, monseñor Escrivá agregó, bromista, que tenía ganas de tener una esmeralda para "usarla de pisapapeles", mientras con la mano marcaba el volumen de la piedra que le gustaría tener. Y, si mi memoria no me falla, creo haber oído que años después le mandaron de Colombia la piedra por él deseada.

Lo que he narrado anteriormente muestra que la forma de gobernar no era colegiada. De haberlo sido, monseñor Escrivá tendría que haber expuesto su idea a todo el gobierno central reunido, como una sugerencia para ser considerada, pensando los pros y contras de que una numeraria de un gobierno central recientemente formado se fuera a otro país. Y haberle dado a la interesada al menos una semana para que se lo pensara, puesto que en el Opus Dei está dicho que los miembros tienen libertad para aceptar o no el ir a un país que no es el suyo. Después, en otra reunión plenaria y por voto consultivo, al menos, de la Asesoría, haber decidido lo que fuera. Pero como digo no sucedió así, ni en ese caso ni cuando mandó a María José Monterde de directora de México, a Gabriela Duclos de directora de Estados Unidos, a Lourdes Toranzo de directora de Italia o a mí de directora de Venezuela.

Esta forma de gobernar "a dedo" está basada en el número 320 de las Constituciones del Opus Dei donde dice claramente: "El Padre tiene potestad sobre todas las regiones, los centros y cada uno de los miembros y los bienes del Instituto, la cual ha de ejercer con arreglo a estas Constituciones." Nunca presencié en la Asesoría Central caso alguno en que alguien estuviera en desacuerdo con el Padre y me pregunto qué hubiera ocurrido si alguien hubiera dicho que no a alguna sugerencia o indicación suya. Las reuniones de la Asesoría Central, como insisto, eran "una democracia dirigida": se sensibilizaba a la gente, antes de tener lugar la reunión, sobre aquellos asuntos que monseñor Escrivá indicaba de una determinada manera.

Había votaciones, por supuesto, en este gobierno, pero principalmente cuando se trataba de la incorporación a perpetuidad de alguna asociada, tanto numeraria como auxiliar. Y en muy pocas cosas más. Estaba claro que en ninguna reunión de la Asesoría jamás se oía una voz disonante de la del Fundador. De más está decir que una objeción hubiera sido falta de "unidad".

Como la casa de la Asesoría no estaba aún terminada, estas reuniones de gobierno tenían lugar en el comedor de la Villa Vecchia. Este comedor de la Villa Vecchia, llamado familiarmente en la casa de Roma el "comedor del Padre", era una de las habitaciones que no sufrieron reforma en esta casa. Guardaba el estilo de la villa original. Tenía dos grandes ventanales que daban al jardín llamado de la Villa Vecchia y dos puertas, una de madera negra que daba al vestíbulo de la villa, y la otra, tapizada para aislar los ruidos, al office de la administración. Una mesa frailuna que podría sentar a unas catorce o quince personas en el centro, dos sillones y una serie de sillas todas de respaldo alto y tapizadas como los sillones, en un terciopelo color cardenal.

No había visillos ni cortinas en las ventanas de la Villa Vecchia. Los vidrios de las ventanas eran, en su mayoría, emplomados: cuarterones pequeños que daban unas irisaciones bonitas a las habitaciones.

Hasta que la casa de la Asesoría Central, llamada "La Montagnola", no estuvo terminada, todas seguimos viviendo en los mismos cuartos en Villa Sacchetti. Nuestras obligaciones respecto a las limpiezas seguían siendo exactamente las mismas. La única diferencia es que pasábamos menos horas en el planchero, tiempo que dedicábamos a lo que antes hacíamos María Luisa Moreno de Vega y yo, y que ahora quedaba repartido entre todas y como función de gobierno puesto que todas éramos superioras mayores.

Dispusimos por muchos meses para el trabajo de la Asesoría Central de dos habitaciones en Villa Sacchetti: una, la misma secretaría que habíamos usado María Luisa Moreno de Vega y yo -y que ahora usaban Encamita Ortega y Marisa Sánchez de Movellán- y otra, frente a ésta, que había sido dormitorio de una numeraria de la casa. En la habitación donde trabajábamos la mayoría, teníamos dos mesas: una de altura regular y otra muy baja. Unas cuantas sillas completaban el mobiliario. Era incómodo trabajar en esas mesas, porque las teníamos que compartir entre todas, pero no le dábamos la menor importancia a esa molestia.

Por las mañanas, una vez que Encarnita y Marisa habían leído el correo, nos daban a cada una las cartas del país que nos correspondiera, con alguna nota indicativa para la respuesta. Incluyendo, naturalmente, las cartas dirigidas personalmente al Padre.

Muchas veces Encarnita venía a nuestro cuarto cuando necesitaba comentar algo, pedirnos opinión o darnos algunas indicaciones.

Monseñor Escrivá solía venir frecuentemente a esta habitación de trabajo con don Alvaro y nos iba contando cosas respecto al espíritu del Opus Dei. Su insistencia máxima era el inculcarnos el espíritu de "unidad" como base imprescindible para ser portadoras de este "buen espíritu". Esto que puede resultarle cansón al lector, era la base de la doctrina de monseñor Escrivá respecto al funcionamiento interno del Opus Dei. Y en cierta manera era lógico, desde su punto de vista, si quería tener la fuerza de una masa no pensante, y totalmente acrítica, a su disposición en cuerpo y alma. Hablaba de apostolado de una manera muy general: "Tenemos que llevar nuestra sal y nuestra luz a todas las almas." Mencionaba a Jesucristo, sí, pero como consecuencia de haber hablado del Opus Dei, o para hablar de él. Las pocas veces que hablaba de la Iglesia era para decir el trabajo que Alvaro del Portillo o Salvador Canals hacían dentro de ella, pero siempre dejaba sugerida la incomprensión que el Opus Dei había encontrado tantas veces.

Si hablaba de la Compañía de Jesús por algún motivo, siempre se refería a los jesuitas como "los de siempre". Recuerdo que cuando a monseñor Escrivá le hicieron una fotografía con el padre Arrupe, que fue publicada en "ABC" y en la que se veía la cúpula de San Pedro en el medio, no estaba abiertamente contento, sino con ánimo de demostrar que los jesuitas tenían en cuenta al Opus Dei. No fueron éstas sus palabras, pero todo el entorno lo daba a entender así.

Fue en una de estas visitas y refiriéndose a los jesuitas cuando nos dijo aquello de: "Prefiero mil veces que una hija mía muera sin recibir los sacramentos, antes de que le sean administrados por un jesuita."

Frecuentemente nos hablaba de las limpiezas y especialmente de las limpiezas de su cuarto. Nos repetía que su cuarto era "un cuarto de paso", lo que era cierto. Pero no era cierto que su despacho lo fuera, ni el cuarto donde mandó a hacer especialmente vitrinas para guardar todos los burros que le mandaban como obsequio los numerarios y numerarias del mundo entero. Una colección muy pintoresca y variada. Ello basado en el hecho de que, cuando una vez en su oración le decía al Señor: "Soy un pobre burro sarnoso", oyó una respuesta del cielo diciéndole: "Un burro fue mi trono en Jerusalén." De ahí viene el que, cuando algunas veces le daba una foto suya a alguien, solía poner " Ut iumentum!" (como un asno). Hecho que curiosamente repite el actual prelado del Opus Dei, Alvaro del Portillo.

Nos dejaba ver muy claramente, con unas palabras o con otras, su visión de cómo la Iglesia era un organismo del que no se puede prescindir, pero ineficaz. Su convencimiento más absoluto era de que el Opus Dei estaba muy por encima de la Iglesia en santidad, en formación doctrinal y en todo. Cuando nos hablaba de los sacerdotes del Opus Dei nos decía que eran "su corona" (la de él).

En estas visitas suyas nos dejaba los puntos esenciales de la doctrina del Opus Dei y nos repetía muchas veces que "las que vengan detrás os tendrán envidia de haberme conocido".

Estaba claro que las mujeres no podíamos conservar la amistad con sacerdote alguno; sin embargo, porque convenía a efectos de una reputación externa, hacía las excepciones que le acomodaban. Por ejemplo: mandaba a María José Monterde, que era de Zaragoza, con una relativa frecuencia, a visitar a don Pedro Altabella, un monseñor español y de Zaragoza también, que vivía en Roma y tenía algún cargo en el Vaticano, no sé cuál. Y no solamente que lo fuera a ver, sino que le llevara cada mes una copia de la revista interna de la sección de mujeres, llamada "Noticias". Lo curioso era que estas inconsistencias nos parecían naturales porque venían del Padre, ¿y quién se atrevía a decir lo contrario?

No era fácil vivir en la casa de monseñor Escrivá por sus múltiples exigencias, incongruentes muchas de ellas. Por una parte, nos pedía, por ejemplo, un trato especial con nuestras "hermanas pequeñas, las sirvientas" y que nunca las dejáramos solas pero, por otro lado, jamás les dedicaba él más que unos minutos de su tiempo cuando pasaba al planchero o cosa semejante, siempre en plan de dar doctrina. Así como le encantaba hacer la tertulia con los alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz, no recuerdo nunca a monseñor Escrivá venir de forma periódica a hacer la tertulia con las sirvientas, muy posiblemente porque se aburría y no sabía cómo dialogar con ellas, y por tanto su trato se limitaba a dar doctrina del Opus Dei. Por ello me asombra ahora cuando, en biografías dedicadas mayormente a ensalzar el trato con las clases humildes que tenía monseñor Escrivá, se marcan las visitas, esporádicas, que él hizo a personas humildes que había conocido en sus viajes a algunos países de Latinoamérica, pero no pueden relatar en verdad estos biógrafos que dedicara lo mejor de su tiempo, periódicamente y en su casa de Roma, a conversar en tertulias, por ejemplo, con sus propias numerarias sirvientas del Opus Dei. Lo único que pueden narrar son hechos esporádicos.

Cuando venía de visita algún obispo a la casa de Roma, indicaba, como expliqué anteriormente, el protocolo que debía dársele respecto a las comidas, etc. Su afán era deslumbrarles y de paso ir sensibilizándolos para la futura labor del Opus Dei en aquel país, el que fuera.

Con motivo de que iba a venir uno de estos obispos, nos dijo a Encarnita y a mí que preparásemos una buena comida porque era aquel obispo alguien a quien le gustaba comer mucho. Su expresión fue: "Hijas mías, darle de comer hasta que se pueda tocar la comida con los dedos", y al decirnos esto abría la boca metiéndose los dedos.

Indiscutiblemente monseñor Escrivá quería que se viera que el Opus Dei era universal, pero sucedía que en aquel entonces todas las vocaciones eran españolas, excepto en México y un grupito pequeño en Irlanda, a más de una francesa que estaba en Roma y una japonesa que vino una temporada corta a Villa Sacchetti, pero que, después de haber pasado por una administración del Opus Dei en España, se fue del Opus Dei.

Para poder demostrar a algún obispo que visitaba la casa esta universalidad de la Obra, avisaban a la administración que no hubiera ninguna española por la Galleria della Madonna por donde aquel obispo visitante iba a pasar con monseñor Escrivá, y hacían poner en lugares claves a las pocas extranjeras que había para que, cuando pasara el Padre con aquella autoridad, monseñor Escrivá la presentase diciendo: "Esta hija mía es francesa. Catherine, hija mía, Dios te bendiga." O esta otra hija mía es mexicana: "Gabriela, Dios te bendiga...", y así sucesivamente.

Monseñor Escrivá quiso que hubiera una mexicana, Gabriela Duclos, y una francesa, Catherine Bardinet, en la Asesoría Central, simplemente para darle "colorido", pero nunca les daba trabajo de responsabilidad ni les solía consultar cosas. Tenía una desconfianza innata a todo lo que no fuera español y por ello se rodeaba de gente española en los puestos claves de confianza. Esto era claro.

Encarnita tuvo que ir a visitar los países donde la Obra estaba en Europa y por supuesto se llevó a Gabriela Duclos, mexicana, para demostrar en Europa, igualmente, la universalidad de la Obra y, por otra parte, porque Gabriela era muy dócil con ella y no le iba a presentar problema alguno en el viaje.

En esos años se solucionó el problema financiero de las obras de Villa Tevere gracias al constructor Castelli, amigo de don Alvaro, quien, de manera que nunca nos dijeron, arregló las cosas para que financieramente don Alvaro no tuviera que estar pendiente de estos problemas. Y de hecho, fue gracias a este señor que se terminaron dichas obras. Naturalmente el que esa persona se portara así de bien con don Alvaro trajo consigo una reciprocidad. Nosotras sólo conocimos el hecho de que cuando el hijo de esta familia Castelli hizo la primera comunión, la misa, oficiada por don Alvaro dcl Portillo, se celebró en la casa central del Opus Dei y a nosotras, monseñor Escrivá nos pidió que, en el nuevo comedor para los alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz se preparase un desayuno por todo lo alto: desde doncellas de uniforme y guante blanco, hasta usar todo el servicio de plata y, por supuesto, hasta el último detalle supervisado por nosotras. "Se lo merece todo ese hombre", nos repitió el Padre, refiriéndose a Castelli el constructor.

Mi estancia en Roma coincidió, como puede verse por las cosas que narro, con la época fundacional del Opus Dei. Viví toda esta reorganización de gobierno, presencié el crecimiento de los edificios día a día y escuché al fundador del Opus Dei adoctrinamos a nosotras, las primeras numerarias que se estaban formando bajo su sombra.

La labor de gobierno, como consecuencia, no era solamente legislar, sino aplanar materialmente el terreno que iban a pisar las numerarias que nos sucedieran en estos cargos. De aquí que muchas de las cosas que digo puedan resultar sorprendentes porque no tienen una secuencia todo lo ordenada que un estudio metodológico exigiría. Son fragmentos de las primeras horas romanas del Opus Dei que yo viví y que no puedo acomodarlos de otro modo porque sería falsear la realidad vivida.

Solía llamarnos monseñor Escrivá muchos domingos por la mañana, cuando no había obreros, para que visitáramos con él y don Álvaro las obras de la Casa de Ejercicios donde se hospedaría provisionalmente el Colegio Romano de la Santa Cruz. Y recuerdo que algún domingo fuimos sólo con él. Como generalmente a esas horas estábamos limpiando y llevábamos la bata blanca de rigor, nos dijo que nos la quitáramos, por discreción, para no llamar la atención de los vecinos que pudieran vernos.

En estas visitas pudimos recorrer los nuevos edificios, que luego conoceríamos más a fondo cuando nos tocase limpiarlos, claro.

Sobre la época que visitábamos las obras hay cantidades de detalles. Pero mc limitaré a contar solamente algunos. Uno de ellos fue el que nos contaba monseñor Escrivá sobre el problema que existía con el agua. Parece ser que los vecinos se quejaron oficialmente a las autoridades de la ciudad porque nuestra casa, con tan tísima gente, hacía un consumo de agua superior al asignado por vivienda en esa zona.

No sé detalles de cómo arreglarían este asunto, pero más tarde supe que el Colegio Romano de la Santa Cruz o, mejor dicho, la Casa de Ejercicios donde vivían los alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz, tenía un pozo de agua, no autorizado.

En otra ocasión y con motivo de estas mismas obras, nos contó monseñor Escrivá muy confidencialmente que habían conseguido o estaban a punto de recuperar una fianza depositada cuando la compra de Villa Tevere. El Padre nos dijo que junto con el único dinero que tenía le habían dado a los dueños "un puñaíco de monedas" que provenían de su madre, con el ruego de que no se deshicieran de ellas. Como complemento a esta información y de fuente fidedigna sé que "un día monseñor Escrivá, en el Colegio Romano de la Santa Cruz, sacó una serie de monedas de oro de diez dólares, llamadas "eagles" (águilas) que tienen el tamaño de los diez céntimos americanos ("dime"). Naturalmente ahora valen mucho más de diez dólares. Estaban dentro de una bolsa de tela y no hay duda de su existencia porque las tocamos, bajo la mirada de alguno de los sacerdotes que estaban con monseñor Escrivá. Dijo monseñor Escrivá que había diez mil dólares o sea mil "eagles" (aunque él no mencionó el nombre de la moneda). Explicó que habían servido como una especie de fianza para el préstamo de la compra de la villa y del terreno. Dijo también que eran la dote de su madre. Habían conseguido pagar las deudas y recuperar estas monedas". Nunca entendí por qué llevaron estas cosas con tanto sigilo.

Otras veces aprovechaba monseñor Escrivá estas visitas para contarnos cosas de la Obra. Concretamente más de una vez nos repitió respecto a las mujeres: "Sois como las cebollas, por muchas capas que se os quiten, siempre queda otra." También refiriéndose a la fundación de la sección de mujeres solía decirnos que él no quería mujeres en el Opus Dei y que en algún documento de primera hora del Opus Dei él escribió que "una diferencia del Opus Dei con otras formas de vida de entrega es que no tendrá mujeres". A lo que solía añadir: "Yo no os quería. No quería mujeres en la Obra. Bien podéis decir que fue de Dios." Y seguía contando: "Empecé la misa sin saber nada y acabé sabiéndolo todo."

Tengo que decir con toda verdad que el colofón de mi fanatismo en el Opus Dei fue mi ida a Roma y el pertenecer al gobierno central de la sección de mujeres.

Si por una parte me tomé con toda responsabilidad los cargos que me habían encomendado, por la otra parte fui muy drástica en los primeros años de pertenecer a este gobierno, especialmente con las numerarias y superioras de la región de Italia.

Región de Italia

Aquí tengo que entonar un público "mea culpa" por lo dura que fui con las superioras de la Asesoría Regional, especialmente con Pilarín Navarro Rubio, que era en aquel tiempo la directora de la región. Llegué con la espada de la "unidad" desenvainada y con la letra del "buen espíritu" y "del amor al Padre" en mi boca.

Consideré que había un mal espíritu ambiental y así lo reporté a la Asesoría Central, que naturalmente le echó las broncas consiguientes a las superioras de esa región. Estaba Pilarín Navarro como directora regional y, como secretaria de esa Asesoría Regional, María Teresa Arnau, que había llegado recientemente de España. María Teresa era de las personas que monseñor Escrivá no quería tener cerca. Era una mujer inteligente y dedicada, pero cayó en desgracia de monseñor Escrivá y, después de varios años de estar en Italia y teniendo un cargo en la Asesoría Regional de ese país, le ordenaron, sin darle la menor explicación, que regresara a España, indicando a las superioras del Opus Dei que la enviasen a casa de su familia. Era huérfana y económicamente su familia pasaba por una situación difícil.

Fue un problema complicado: ella pidió regresar a las casas de la Obra y, aunque las superioras en España le dijeron que volviera, monseñor Escrivá, al enterarse de ello, dijo que no podía hacerlo. Pero, por contraste -y ésta es otra incongruencia típica de monseñor Escrivá-, en uno de sus viajes a España la vio y estuvo afectuoso con ella. Nunca se pudo saber la razón de estas actitudes.

Los dos asistentes eclesiásticos para la región de Italia eran don Salvador Moret como consiliario y don Salvador Canals como sacerdote secretario.

La región de Italia era muy difícil y muy dura. Financieramente no tenían dinero, apostolados externos no había ninguno sólidamente establecido. Había una casa en Milán y otra en Nápoles.

Una vez fui a ver a las numerarias de esta ciudad. De directora estaba Victoria López Amo, una de las personas de quien guardo un excelente recuerdo por su bondad. En Roma estaba solamente el piso de Marcello Prestinari, donde vivía la Asesoría Regional. La sección femenina llevaba también la administración de la Comisión Regional y, en Castelgandolfo, de "Villa delle Rose".

Iban, sin embargo, muchas señoras italianas a Marcello Prestinari y el apostolado con ellas iba muy bien. La labor de san Rafael era muy difícil. Tuvieron una vocación, Gabriella Filippone, que pertenecía a una familia muy buena de los Abbruzzi, aunque vivían en Roma. Era además una familia muy rica.

A Encarnita Ortega le encantaba Gabriella, tanto que hasta que no se la llevó a la casa central no paró. Curiosamente a mí me tocó hacer muchas gestiones en Roma con Gabriella y desde luego era una delicia de persona.

Se pensaba en la posibilidad de una residencia de estudiantes que se acrisoló más tarde con gran éxito, "Villa delle Palme", pero en esta primera época de que hablo el horizonte era muy negro en plan de apostolado.

Había también una vocación alemana, Marga, que organizó una especie de jardín de infancia. Esto supuso un permiso especial del Padre, ya que las numerarias no podíamos tomar un niño en brazos, ni hacerle una caricia, ¡no se diga ya besarles!, porque iba en detrimento de nuestra castidad. En nosotras, el tener un sentimiento maternal iba contra la castidad. Sin embargo, los boletines que publica el Opus Dei sobre la vida de monseñor Escrivá, lo muestran con niños en brazos y hasta besándolos.

A mí, en esa época de fanatismo en grado superlativo, cuanto hacía el Padre me parecía perfecto. Lo que hacía Encarnita no lo veía tan claro y me costaba rendir el juicio, pero lo rendía.

La disposición del gobierno central era en esencia girar alrededor del Fundador. Entre nosotras, las que formábamos la Asesoría, la relación era buena. Teníamos la mayoría bastante genio, pero lo dominábamos. Tanto María José Monterde como Lourdes Toranzo eran, a mi juicio, irritantes con sus bromas pesadas. Pero María José era clara, cosa que Lourdes no lo era tanto.

Sí era claro que Encarnita llevaba el cotarro. Ella y Marisa nos daban las cosas de gobierno "medio comidas". Es decir, dejaban ver que lo que ellas sugerían era mejor que lo que nosotras pensábamos, lo cual implicaba que el resto estábamos muy mediatizadas. Encarnita tenía puntos fijos y uno de ellos era Pilarín Navarro: no omitía ocasión en la que de una manera u otra, muy sutilmente o no tanto algunas veces, la censurase por su falta de "amor al Padre".

Igualmente nos dejaba ver que monseñor Escrivá no tenía confianza en Pilarín.

El "reinado" de Encarnita Ortega en Roma se terminó hacia el año 1965 y a consecuencia del escándalo de su hermano Gregorio Ortega (Goyo), como taba en la "Introducción" de este libro. Gregorio Ortega llegó a Venezuela el 16 de octubre de 1965 y lo deportaron de ese país el 12 de noviembre del mismo año, después de haber estado detenido en la suite que ocupaba en el hotel Tamanaco de Caracas. Indiscutiblemente a monseñor Escrivá no le interesaba tener cerca de él nada menos que a la hermana de este numerario que tantos problemas les había traído.

Precisamente a Encarnita la dijeron que fuera a España para hablar con su hermano. Una vez allí la hicieron quedarse en Barcelona por varios años. Luego la relegaron a Oviedo, a casas de menor importancia y, por último a Valladolid, donde reside actualmente.

De estos tiempos son también los viajes del Padre. No sabíamos a dónde, pero nos dejaban ver que estaría a lo mejor un mes fuera. Solía ir de vacaciones durante los meses de verano en Roma. Muchas veces se llevaba a dos numerarias y a dos sirvientas para que pudieran atenderle la casa donde él descansaba. Mientras, los varones estaban en "Terracina", la casa del Opus Dei en Salto di Fondi, y las numerarias empleábamos las "vacaciones" para hacer las limpiezas extraordinarias, especialmente en el cuarto de monseñor Escrivá.

Colegio Romano de Santa María

Dos acontecimientos cambiaron el ritmo establecido en la Asesoría Central: uno, el comienzo del Colegio Romano de Santa María, erigido por monseñor Escrivá el 12 de diciembre de 1953. Y el segundo, el que la sección de mujeres llevase la dirección de la imprenta en Roma. En 1953 y el 8 de septiembre, monseñor Escrivá escribió desde Roma una carta a todos los miembros, hombres y mujeres, con motivo de las Bodas de Plata de la fundación del Opus Dei. Él las celebró en "Molinoviejo".

Al Colegio Romano de Santa María vinieron algunas de las primeras vocaciones de casi todos los países: Teddy Burke de Irlanda y Pat Lind de Estados Unidos fueron el gran acontecimiento. Pat llegó con Theresa Wilson, quien también vino al Colegio Romano.

En el año 1954 nos entregaron la casa de la Asesoría Central y esto hizo que fuéramos a vivir a ella y a trabajar en las oficinas de la Asesoría que estaban en el cuarto piso de esa casa. Yo diseñé los archivos de casi todas las oficinas y empecé a trabajar muy a gusto en estos cuartos. Teníamos una luz espléndida y no cabe duda de que el bienestar material procuró un clima relajado.

En el primer piso estaba la salita llamada de visitas y el oratorio, que aún no estaba terminado. En el segundo piso estaba el soggiorno (cuarto de estar) y un grupo de habitaciones para las asesoras. En el tercer piso, la suite de la directora central y varios cuartos más para las asesoras; y, en el cuarto piso, como digo, las oficinas de la Asesoría Central. Todos los cuartos tenían ducha independiente además del lavabo, menos la suite de la directora central que tenía su dormitorio, una sala bastante grande y un cuarto de baño completo. En el cuarto de la directora central había telefonillo interno y en los otros pisos el telefonillo interno estaba en el pasillo.

Las clases del Colegio Romano se daban en el soggiorno de "La Montagnola". Venía un sacerdote después de comer a dar clases de teología dogmática y de moral. No había libro alguno, pero sí permitían que se tomara apuntes. Nos recomendaron que las asesoras que tuvieran tiempo disponible asistieran también a esas clases. Luego estaban las clases de espíritu de la Obra, de "Catecismo" de la Obra y de cuestiones administrativas, que, por turnos, dábamos los miembros de la Asesoría; pero el mayor peso correspondía a Pilar Salcedo y a Lourdes Toranzo.

Cuando el número de alumnas del Colegio Romano fue en aumento, se hizo necesario construir los edificios que funcionaron en Castelgandolfo, en "Villa delle Rose".

Monseñor Escrivá hablaba con mucha deferencia a estas alumnas del Colegio Romano. Solía, algunas veces, pasar al soggiorno de "La Montagnola" y hablar con ellas. En una de estas reuniones y dirigiéndose a la primera norteamericana, Pat Lind, que se defendía bastante bien en español, le dijo:
-Pat, vengo de hablar con tu primo Dick.

Aquí monseñor Escrivá nos explicó que Dick era un primo de Pat que se había criado con ella como hermano, que era igualmente el primer numerario de Estados Unidos y que Dios mediante sería sacerdote. Y continuando dijo:
-Y dice [Dick] que él no ha leído nunca que santo Tomás diga que los negros tengan alma. ¿Tú qué crees?
Pat, con una sonrisa un tanto burlona, respondió:
-Si lo dice mi primo...
Respuesta que monseñor Escrivá acogió con grandes carcajadas mientras repetía:
-¡Qué divertido! ¡Pero qué divertido!

La verdad es que, a pesar de ser yo tan fanática entonces, lo acusé en mi confidencia como una gran falta de caridad y de universalidad.

Estaba bastante indignada por este comentario. Naturalmente me dijeron que la culpa era de Pat, no del Padre...

Las alumnas del Colegio Romano de Santa María participaban parcialmente de las limpiezas de la casa, según les permitía su tiempo libre de clases, y tenían la tertulia aparte con la Asesoría Central, cuyos miembros, desde que empezó a funcionar este Colegio Romano, dejamos de tener las tertulias con la administración de la casa, incluidas las sirvientas.

La imprenta I: comienzos

Como dije anteriormente, la .imprenta, al igual que el Colegio Romano de Santa María, fue uno de los dos factores que más contribuyeron a un cambio de horizonte en el gobierno de la Asesoría Central.

Hacia 1954 monseñor Escrivá nos indicó que, a semejanza de lo que estaban haciendo "nuestros hermanos" con la edición de una revista de régimen interno llamada "Crónica", nosotras teníamos que hacer lo mismo preparando una revista para el régimen interno de la sección de mujeres. Y apuntó como título el de "Noticias". Parece ser que éste era el nombre de un folleto que editaron los primeros miembros del Opus Dei para informar de la marcha de las cosas a aquellos otros miembros que no estaban en la misma ciudad que el Padre.

Nos habló mucho monseñor Escrivá de la labor de prensa en el mundo entero y concretamente nos dijo: "Tenemos que envolver al mundo con papel impreso." Explicó cómo era de importante que hubiera muchos periodistas del Opus Dei (varones y mujeres) para evitar informaciones erróneas emitidas por aquellos que no eran del Opus Dei. Igualmente nos habló de las escuelas de periodismo en el mundo entero y de cómo en la Universidad de Navarra habría una con el tiempo, donde pudieran formarse "los nuestros" en este arte. A continuación nos explicó que la imprenta que ya existía en miniatura en Roma, llevada por los varones numerarios del Opus Dei, la tendríamos que llevar nosotras muy pronto, y que no sólo saldrían las revistas internas, sino toda clase de documentos y material de información que "no había por qué dar a los de fuera". Aquí explicó que también estaban preparando los varones otra revista que podría darse a muchas personas que no pertenecieran a la Obra, llamada "Obras". Nos dijo que prácticamente ya estaba fraguada.

Como consecuencia de todo lo anterior, nos indicó que empezáramos a escribir a las regiones pidiéndoles colaboraciones para empezar a editar en Roma este material y empezar así a preparar el primer número de "Noticias".

También nos dijo que nos pasarían una "Vary-Typer" para que aprendiéramos a usarla. A renglón seguido preguntó que quién podría encargarse de buscar una máquina para nuestra imprenta, y casi a coro respondieron todas que yo. Nunca supe por qué, pero siempre tuve en el Opus Dei la fama de que yo era muy buena manejando máquinas. María Luisa Moreno de Vega me embromaba siempre diciendo que debía ser porque mi padre era ingeniero industrial en Inglaterra y en España. La verdad es que por mi curiosidad innata de averiguar el porqué de las cosas -yo más bien diría filosófica que mecánica- procuraba saber a fondo el funcionamiento de cuanto instrumento caía en nuestras manos.

Pero, en conclusión, el hecho fue que el día siguiente salí con Gabriella Filippone a buscar "una maquina para la imprenta".

¿Cómo era la máquina? ¡Ah! Eso no se sabía. Humildemente empezamos a buscar multicopistas buenas y a mí, sinceramente, todas me parecían carísimas. Hicimos un resumen de las que nos parecían mejor y, aquella noche, cuando el Padre me llamó después de su cena, subí con Encarnita al comedor de la Villa. Monseñor Escrivá me empezó a preguntar acerca de las máquinas que habíamos visto. Toda mi vida recordaré que le di la respuesta más estúpida que ser humano puede dar a alguien. A su pregunta de:
-Has visto algo que pueda servir y te guste?
Yo respondí:
-Sí, Padre, he visto una multicopista que es verde.
Y me quedé tan fresca.
La cara que monseñor Escrivá puso es inenarrable. Cuando pudo reaccionar me gritó:
-¡Verde! ¡Verde! Pues cómprala, si es que sirve.

Y la compré. Y la máquina verde llegó a las oficinas de la Asesoría cuando ésta aún estaba en Villa Sacchetti. Y al empezar a usarla, por semanas, se podía oír en los pasillos de Villa Sacchetti nuestras voces, mientras contemplábamos a la maquinita:
-Mala, mala, mala, mala, ¡¡¡buena!!!
Cuando llegó monseñor Escrivá y contempló "nuestra obra de arte" nos preguntó:
-¿Cuántas copias hace por minuto?
Todas nos miramos con espíritu de derrota. Yo me atreví a decirle:
-Padre, yo creo que no es esto lo que usted quiere -mostrándole el montón de "malas" y el montoncito de "buenas".
Ante nuestra mirada expectante, monseñor Escrivá, mirando a don Alvaro, nos dijo:
-Vamos a poner la sotana a uno de vuestros hermanos para que os enseñe cómo funciona la imprenta.

Y, dirigiéndose a mí, me indicó, no sin cierto enfado comprensible, que mandara devolver la máquina "verde" y que, en muy breves días, nos pasarían toda la maquinaria existente en el Pensionato para que la manejáramos nosotras.

Concretamente me dijo que yo me haría cargo de esas máquinas y que fuera buscando a otras numerarias que me pudieran ayudar. Nos dejó también, para que lo leyéramos, un número de Crónica.

Empezamos a preguntarnos qué numerarias podrían colaborar en la imprenta. Ninguna de las asesoras querían meterse en semejante zaperoco. Preferían dedicarse a editar los artículos. Total, me dijeron que propusiera a las numerarias que me parecieran mejor para esta clase de trabajo. Pensé en dos que eran sumamente cuidadosas, una muy buena en fotografía, Elena Serrano, a quien conocía mucho de Córdoba, y otra, Blanca Nieto, que había aprendido encuadernación en España. Había otra numeraria, María, un alma de Dios, catalana, de Vic, muy entusiasta y buena y me dijo Encamita que la uniéramos al grupo, cosa que hicimos.

Centralillas telefónicas

Paralelamente a esto, don Alvaro del Portillo nos había dicho, en días anteriores, que nos íbamos a encargar nosotras de atender las centralillas telefónicas de la Procura Generalizia del Opus Dei y del Colegio Romano de la Santa Cruz. Estaban situadas al final de la "gallería delle Anfore" que daba a la Galleria degli Uccelli. Eran dos cabinas telefónicas situadas en una zona amplia, una especie de vestíbulo muy grande, donde había una pequeña habitación con una ventana condenada, porque parece ser que daba a la casa de varones, y una pila de fregar, donde como una reina se puso a "Catalina", la máquina impresora. Había una escalera que conducía a un comedor de invitados junto a la portería de los varones de Viale Bruno Buozzi, 73. Esta puerta, al final de las escaleras, era una de las "puertas de comunicación" regidas por el reglamento interno de administraciones, del que hablé previamene. Los cargamentos de papel nos los dejaban en este comedor y teníamos que subirlos hasta la imprenta. Serían unos veinticinco escalones, pero los suficientes para que a mí se me doblara la espalda por cargar papel en cantidades. Y este dolor de espalda esporádico, ahora, al menor esfuerzo, se me ha quedado de recuerdo.

Las ventanas de este espacio amplio eran de cristal esmerilado, daban a Viale Bruno Buozzi y, como correspondían a la fachada de la mezzanina de la casa de los varones, sólo se podían abrir en ángulo de unos quince grados para evitar ser vistas desde la calle.

Don Alvaro y el Padre me dieron las instrucciones de cómo responder a los teléfonos exteriores y de cómo hacer las conexiones a los teléfonos de las personas a quienes llamaran. Excepto a aquellas personas que nos indicara precisamente monseñor Escrivá o don Al varo del Portillo, había que decir, siempre que preguntaran por el Padre, que estaba fuera de Roma.

Igualmente nos pasaron una serie de hojas impresas para apuntar en ellas absolutamente todas las llamadas que recibiéramos, hojas que, guardadas en una carpeta que especialmente hicimos, se le pasaban a don Alvaro del Portillo después del almuerzo y cena a través de la doncella, Rosalía López, y al rector del Colegio Romano de la Santa Cruz, en aquel entonces don José Luis Massot, igualmente a través de la doncella que sirviera a su mesa, a la hora de su cena. Es decir, el rector controlaba así absolutamente todas las llamadas que hubiera recibido cualquier persona de su casa, se le hubiera o no pasado la comunicación.

Me entregaron los nombres de todos los varones que vivían en la casa de Ejercicios, para que hiciera yo, por orden alfabético, una lista que tenía que estar permanentemente en las cabinas telefónicas. Yo preparé en las Vary-Typer del sistema offset de la imprenta estas listas. En consecuencia, tanto Julia Vázquez como yo estábamos enteradas, en primer lugar, de los nombres y apellidos de todos los varones del Colegio Romano de la Santa Cruz y, en segundo lugar, de quiénes llamaban a don Alvaro o a monseñor Escrivá. Por supuesto, nos obligaba el silencio de oficio y no podíamos hablar de nada que sucediera en "Cabinas", como se llamó a esa parte de la casa, ni tan siquiera en nuestra confidencia semanal. Es más, a "Cabinas" no podía pasar nadie de la casa, a no ser las personas que hacían la charla fraterna con Julia o conmigo.

Teníamos que ser dos personas las que nos ocupáramos de este trabajo y, de acuerdo con Encarnita, propusimos a Julia Vázquez, que era una de las subdirectoras de la administración de Via di Villa Sacchetti. Julia y yo hablábamos italiano y la indicación absoluta que recibimos tanto de monseñor Escrivá como de don Al varo del Portillo era que "bajo ninguna circunstancia" se podía responder o hablar en castellano. Cosa que cumplimos a rajatabla.

Yo empezaba este trabajo a las ocho de la mañana y Julia me relevaba después de almorzar, hacia las dos o dos y media de la tarde. Mientras tanto, yo atendía ahí mismo toda la labor de la imprenta. Y Julia, por las tardes, recibía las confidencias de las sirvientas que tenía a su cargo.

Muchas veces hablábamos con el Padre o con don Alvaro por diversas razones, y recuerdo un día en que llamó monseñor Escrivá a la hora del Angelus. Lo empezó a rezar conmigo por teléfono y al final, cuando le correspondía decir la jaculatoria "Sancta Maria, Sedes Sapientiae" -estaba con los varones- se detuvo y dijo: "Sancta Maria, Spes Nostra Ancilla Domine." Cuando yo dije "Ora pro nobis", él agregó, riéndose, "que se aguanten". Se conoce que fue un gesto de preferencia que hizo hacia las mujeres frente a ellos.

En este trabajo de "Cabinas" no existían sábados, domingos, días festivos ni meditaciones extraordinarias. Funcionaban siempre hasta más de las ocho de la noche y no se podía dejar solas las cabinas. Julia y yo nos alternábamos de total acuerdo.

La verdad es que una de mis épocas más felices en Roma fue ésta del trabajo en "Cabinas" y en la imprenta. Julia Vázquez, como ya dije, era una persona no solamente buena, sino comprensiva, humana e inteligente. Y se podía hablar con ella sin temores a que "reportase" nada más tarde. Era un mujer de una pieza, que pisaba la tierra. Por otra parte, el trabajar en "Cabinas" era como concentrarse en algo diferente y más interesante. Era un alejarse del resto de la casa, de las tensiones del Padre respecto a si llama o no llama, de la opinión de cualquier asesora. No es que yo no fuera feliz en Villa Sacchetti, pero había ya tal cantidad de gente que yo me sentía agobiada. No soy persona de multitudes, ni nunca lo fui. Entrar en "Cabinas" era como un remanso de paz. Yo me sentía feliz cada vez que cerraba la puerta y dejaba atrás el ruido.

En este año de 1954 ocurrió algo muy importante en mi vida personal. Le pedimos al Padre, las que no teníamos hecha la "fidelidad" (votos perpetuos), que nos dispensara del tiempo que nos faltaba hasta los cinco años requeridos y que además celebrase él nuestra ceremonia. Por Constituciones, todas las numerarias que forman parte del gobierno central no sólo tienen que tener la "fidelidad", sino que, además, han de ser asociadas inscritas (Son asociadas inscritas aquéllas que designadas directamente por el Padre ocupan cargos de dirección y formación dentro del Opus Dei. Ello conlleva los llamados juramentos promisorios, los cuales se hacen "tocando los Santos Evangelios e invocando el nombre de Cristo, jurando solemnemente: 1) mantener firmemente la práctica de la corrección fraterna; 2) no ambicionar cargos ni desear retenerlos; 3) vivir la virtud de la pobreza como en época fundacional". Cf. Constituciones. Op. cit., n° 20, p. 27). Con gran alegría por nuestra parte monseñor Escrivá nos autorizó a ello. Pero nos advirtió que así como la ceremonia de la "fidelidad" de unas sirvientas que la iban a hacer en esos días él "iría vestido de colorao", es decir, con toda la prosopopeya de prelado doméstico de Su Santidad, a nosotras nos dirigiría la ceremonia "con sus zapatos viejos". Y efectivamente, el 24 de noviembre de 1954, santo de Catherine Bardinet, hicimos la "fidelidad" en Villa Sacchetti con monseñor Escrivá y en el oratorio del Inmaculado Corazón de María. Los anillos son los que uno ha usado o cualquier otro anillo bueno. El mío fue uno que siempre tuve y que fue la primera alhaja que recibí a mis quince años: me hicieron el regalo mis tíos de Córdoba. Era un anillo que yo quería mucho porque me contaron que fue el primer regalo que mi tío le hizo a mi tía cuando eran novios. Y aún lo conservo.

La ceremonia de la "fidelidad" implica el hacer los votos perpetuos de pobreza, castidad y obediencia para toda la vida, según el espíritu del Opus Dei. Además de besar la cruz de palo y de responder a las oraciones indicadas en el ceremonial, conlleva también la bendición de los anillos, que el sacerdote bendice y entrega a la persona. Esta bendición, nos dijo monseñor Escrivá, la había hecho casi calcada de la bendición nupcial de los anillos. Una vez bendecido el anillo, el sacerdote lo entrega, no lo pone, a la persona. Y se termina la ceremonia rezando las "Preces", oración oficial del Opus Dei.

Monseñor Escrivá nos dijo al final: "No quiero terminar esta ceremonia sin deciros unas palabricas", y tras esto agregó que le emocionaba pensar que habíamos llegado al Opus Dei a "esta primera hora fundacional". Luego nos insistió en nuestra fidelidad al Opus Dei y en que conserváramos el espíritu de "unidad", básico para nuestra perseverancia en la Obra de Dios. Y nos bendijo.

El siguiente paso fue el hacer los juramentos promisorios. Nos preparó para ellos, días antes, don Manuel Moreno, que era el director espiritual del Colegio Romano de la Santa Cruz. Estos juramentos se hacen aparte y después de la ceremonia. Nosotras los hicimos en el soggiorno de Villa Sacchetti. Como consecuencia de este compromiso hecho a perpetuidad, los juramentos implican: 1) en cuanto al Instituto: evitar sinceramente todos aquellos dichos o hechos que vayan contra la unidad espiritual, moral o jurídica del mismo, y para ello ejercitar la corrección fraterna cuando fuera necesaria; 2) en cuanto a todos y cada uno de los superiores del Instituto: a) evitar las murmuraciones que pudieran disminuir la fama de éstos o quitar eficacia a su autoridad, e igualmente reprimir las murmuraciones de otros miembros; b) ejercer la corrección fraterna con el superior inmediato. Si después de un espacio de tiempo prudente se viera que la corrección fuera vana, se comunicará el asunto totalmente al superior mayor inmediato o al Padre, y se dejará plenamente en sus manos; 3) en cuanto a uno mismo: consultar siempre con el superior mayor inmediato o con el supremo, según la gravedad del caso o la seguridad o eficacia de la decisión, cualesquiera cuestiones profesionales, sociales u otras, aun cuando no constituyan materia directa del voto de obediencia, sin pretender transferir a dicho superior la obligación de responder de ello.

Es decir, que la llamada "libertad" en el Opus Dei está "siempre mediatizada" por este juramento, so pena de perjurio. Aunque ahora el Opus Dei como Prelatura dice que no tiene votos, sino compromisos o contratos con la Prelatura, la esencia es la misma: son diferentes los nombres, pero no el contenido.

Días después monseñor Escrivá hizo el anuncio de que había nombrado electoras a todas las numerarias de la Asesoría Central, excepto a María Luisa Moreno de Vega y a mí. (Son electoras aquellas asociadas que tienen voz pasiva en la elección del presidente general. Deben ser previamente inscritas, tener como mínimo 30 años de edad, estar en la Obra al menos nueve años con la fidelidad, ser asociada probada, tener una sólida piedad a más de haber prestado servicios al Instituto, tener sólida cultura religiosa y profesional, y todo ello precedido de informaciones secretas confirmadas con juramento de verdad y sinceridad por el consiliario de la región y la directora local. Naturalmente, todas estas reglas se las saltaba monseñor Escrivá cuando le parecía, lo que hizo también en esta ocasión.)

La verdad es que no me importó nada no ser nombrada electora, lo que no quitó que me sorprendiera no serlo. Y en ello estoy segura de que Encarnita tuvo su buena parte, porque como dije en otro lado, siempre estuve convencida de que no se fiaba de mí plenamente.

La imprenta II: trabajos

Pero regresando a la imprenta: el paso siguiente fue cuando monseñor Escrivá nos anunció que "ya habían ordenado de diácono a Fernando Bayo", el pintor. Y ahora ya "don Fernando", que "le habían puesto la sotana" para que pudiera pasar a estar con nosotras enseñándonos todo el trabajo de imprenta. Que además pasaría un alumno del Colegio Romano "a quien pronto pondremos la sotana", Remigio, quien enseñará todo el trabajo de encuadernación, tanto a Blanca Nieto como a dos sirvientas que vendrían unas horas a diario a colaborar en este trabajo. Escogimos a Carmen, una sirvienta gallega y a Constantina, una de las numerarias sirvientas mexicanas, que eran extraordinariamente mañosas.

Llegaron las máquinas. Las metieron cuando nosotras no estábamos. Al llegar por la mañana estábamos como niños con juguetes nuevos.

Monseñor Escrivá vino con don Fernando Bayo, que nos repitió que "le habían ordenado diácono para que pudiera enseñarnos, pero que esto era una excepción en la Obra porque no habría diáconos". Naturalmente nos dijo que prestáramos mucha atención y que aprendiéramos pronto.

Cuando nos quedamos a solas con don Fernando, éste, que es vasco, nos miró entre divertido y con cara de asco, agarrándose la sotana, nos dijo:
-¡Me acaban de poner estas faldas para que os enseñe, o sea que ¡hala!, aprender rápido porque es lo que me faltaba en mi vida: ¡dejar mi estudio de pintura en Madrid a uno que no sabe ni agarrar un pincel, y vestirme de sotana para trabajar en la imprenta con mujeres!

Yo, por toda respuesta, solté la carcajada y le dije:
-No piense que somos tan malas, aunque seamos mujeres, porque no lo somos, y le advierto que a mí me hubiera traído al fresco que usted viniera sin sotana a enseñarnos el funcionamiento de la imprenta.

La verdad es que don Fernando Bayo fue como un hermano mayor para nosotras. Encantador, simpático, de buen humor y con un sentido práctico docente admirable. Nos llevábamos todas muy bien con él y no solamente nos enseñó a dominar las máquinas impresoras con gran tacto y eficacia, sino a querer la labor de imprenta en sí y hacernos interesar en ella.

A mí me encantaba trabajar en la imprenta. Sucedía, sin embargo, que cuando recibíamos el material de los varones para imprimir, "Crónica" u "Obras" fuera de unas indicaciones básicas y de rigor, dejaban a nuestra discreción dónde o cómo deberíamos editar la revista respecto a su diagramación. Sin embargo, cuando editábamos "Noticias", la revista de las mujeres, andábamos como locas tratando de ajustar al gusto de la directora central los materiales, los títulos, los tipos de letra, la disposición de páginas y fotos. Encarnita venía a la imprenta y nos daba órdenes. Todas sus indicaciones eran fruto de una revista que yo recibía, "Plaisir de France". Y quería imitar para "Noticias" diferentes diagramaciones de esa revista. La cosa no era fácil y don Fernando Bayo se hartó de tal manera que, un buen día, se puso serísimo y le dijo a Encarnita, delante de nosotras, que perdonara, pero que las órdenes en la imprenta las daba él de acuerdo con el Padre y nadie más. Cuando Encarnita se fue, todas le dijimos:
-Don Fernando, nos va a costar caro a nosotras.

Pero estábamos equivocadas. Don Fernando Bayo le dijo al Padre que él no seguía trabajando en la imprenta, si nosotras no podíamos ser autónomas. A lo cual, monseñor Escrivá puso atención. Un día nos llamó y entre bromas y veras le dijo a Encarnita que ya sabía que don Fernando la había regañado. Pero igualmente dijo que había que nombrar un consejo local independiente para la imprenta. Quedó constituido así: yo fui la directora, Blanca Nieto la subdirectora y Elena Serrano la secretaria.

Aunque yo peleaba con Elena en el laboratorio de fotografía, la quería mucho porque tenía la paciencia del mundo y aguantaba todo. Ella sabía que yo la quería y además la admiraba y me llevaba bien con ella. Las tres teníamos un gran cariño a este trabajo y poníamos en él todo nuestro esfuerzo.

Hubo cosas, que hoy día, con la distancia, recuerdo porque entonces ya me sorprendieron: una de ellas, cuando un día vino don Alvaro y nos dijo, por indicación del Padre, que había que variar algunas palabras y puntuaciones en una hoja del volumen de las Constituciones, aprobadas a perpetuidad por la Santa Sede e impresas en Grottaferratta. Tuvimos que buscar la misma clase de papel, color de tinta y volver a encuadernar el volumen idénticamente sin que se notase el cambio de hoja, ni de los cambios, por supuesto. Me preguntaba a mí misma entonces e interiormente: ¿sabrá la Santa Sede esto? Pero siempre pensaba que lo tendría que saber. Hoy día, a la distancia de los años, estoy convencida que la Santa Sede ignoraba totalmente este hecho de que las Constituciones aprobadas a perpetuidad, como santas e inviolables, sufrían cambios gráficos. Lo que no logro acordarme cuáles fueron esos cambios pequeños.

Otra cosa que se hacía con relativa frecuencia era el repetir algunas hojas de números de "Noticias" ya enviados a todos los países. Generalmente la razón para repetir estas hojas era que, mediante procedimientos conocidos en laboratorios fotográficos, teníamos que componer la misma foto, pero borrando una de las personas que aparecían en ella. Y luego, si el nombre de la persona que teníamos que borrar aparecía en el texto del artículo, se repetían aquellas líneas sin el nombre de aquella persona y se volvía a imprimir la hoja. Estas hojas "corregidas" se volvían a enviar a los países, acompañadas de una breve nota de Asesoría Central diciendo simplemente: "Por favor, destruid las páginas tales y tales y reemplazadlas por las páginas adjuntas. Informadnos cuando lo hayáis cumplimentado."

De esta forma el Opus Dei borra de sus archivos a toda persona "non grata", la que ya no pertenece a la Obra y por ello pueden decir más tarde que "no tienen "records" de esa persona en sus archivos".

Esta forma de actuar, usando el medio a su disposición de la imprenta, repite el sistema de seguridad policíaco de gobiernos totalitarios. Con la diferencia de que se supone que el Opus Dei es una institución dentro de la Iglesia.

Estando yo en la imprenta, se hicieron muchas de las instrucciones "ad usum nostrorum" (para uso interno) del Opus Dei, así como los primeros volúmenes de "Construcciones", las instrucciones que se mandaban desde los gobiernos centrales de Roma para tener en cuenta en las construcciones o modificaciones de inmuebles en las casas del Opus Dei. Instrucciones que deberían seguirse o explicar, caso contrario, por qué no podían seguirse.

Igualmente se hicieron documentos que había que presentar al Santo Padre, como cartas especiales, etc.

Las sirvientas que trabajaban en la encuadernación estaban encantadas. Por primera vez en sus vidas hacían otras cosas diferentes a limpiar. La verdad era que el grupo de gente dedicada a la imprenta era encantador.

Como estábamos todo el día metidas en tinta hasta las orejas, nos hicieron unas batas azules de mecánico que nos divertían mucho, porque era salir de la conocida bata blanca de trabajo. Don Fernando nos pintó una imagen de la Virgen, copia del Ghirlandaio. Recuerdo que empezamos a criticársela un día. Se enfadó y por más que le insistimos no nos la terminó. Nos trataba muy bien a todas y estaba feliz porque le habían dicho que, así que pasara unas asignaturas que le faltaban de Teología, le ordenarían sacerdote y dejaría la imprenta para siempre. Nosotras le embromábamos diciéndole que, si él se iba, a quién le íbamos a preguntar, y él siempre me apuntaba con el dedo.

Mientras tanto en Villa Sacchetti y en la Asesoría Central, hablo del verano de 1956, se sucedieron una serie de cursos anuales de formación en gran escala, viniendo numerarias incluso de muchos países. Cursos a los que yo también contribuía, como vicesecretaria de san Miguel, dando las clases de espíritu de la Obra que me asignaba la directora central.

Una de las numerarias que vino de Argentina a estos cursos fue Sabina Alandes, directora regional de ese país y antigua directora mía en Córdoba. Un día que salía yo de la imprenta, me la encontré en una galería y me dijo que quería hablar conmigo. Yo me detuve para hablar con ella y, con todo el énfasis propio de su caracter apasionado, me dijo:
-Mira, le pido a Dios que te manden fuera de aquí. Estás "emborregada" en esta casa. No sabes lo que pasa en el mundo. Necesitas ventilarte, vivir en el mundo real. Estás seca. Yo te quiero mucho y me importa un bledo que seas superiora mayor y me llenes de correcciones. Necesitas ver lo que es un país de cerca y no tanta pamplina de rescriptos y notas.

Yo la escuché muy en serio y nunca le dije esto a nadie porque la quería mucho a Sabina y no me hubiera gustado que la riñeran. Lo tomé como una corrección seria. Y nunca lo olvidé.

Una noche me llamó monseñor Escrivá, después de su cena, al comedor de la Villa. Subí con Encarnita. Se le notaba cansado. Me dijo que estaba muy contento de la imprenta y agregó:
-Carmen, te dejaremos aquí siete años más. Pero no te detendremos más tiempo. Luego te mandaremos por ahí a trabajar.

Ni qué decir tiene que yo salí rebosante de felicidad y se lo conté a todas las de la imprenta. Es difícil hacer entender lo que significaba para una persona como yo, totalmente fanática del Opus Dei, con un amor extraordinario a monseñor Escrivá y feliz del trabajo que realizaba, el saber que el propio Padre me había dicho que durante siete años más estaría en Roma.

Pero como no hay bien ni mal que cien años dure, como dice el refrán, mi felicidad duró escasamente veinticuatro horas. En el correo del día siguiente llegaron noticias de la región de Venezuela diciendo que seguían con una única vocación desde hacía largo tiempo y que económicamente las cosas no estaban demasiado bien. Por otra parte, Marichu Arellano, una de las primeras de la Obra, que era la directora regional de Venezuela, pertenecía un poco a la "camarilla" de Rosario de Orbegozo, la antigua directora central que monseñor Escrivá dijo que deformaba a las numerarias jóvenes, porque no vivía bien el espíritu de "unidad".

Por aquel entonces monseñor Escrivá ya había enviado, a fin de que fueran numerarias formadas por él: a Pilar Salcedo, a Colombia, reemplazando a Josefina de Miguel; a María José Monterde, a México, reemplazando a Guadalupe Ortiz de Landázuri; a Gabriela Duclos, a Estados Unidos, reemplazando a Nisa Guzmán; a Marina Sánchez de Movellán, de delegada de España; y a Lourdes Toranzo, de secretaria regional de Italia. Prácticamente la Asesoría Central se había quedado en cuadro, tanto que monseñor Escrivá nos preguntó a quién podría traerse de España con cierto peso como secretaria de la Asesoría Central. Yo, como vicesecretaria de san Miguel, recomendé fuertemente a Mercedes Morado, que era la vicesecretaria de san Gabriel en España. Me hicieron caso y Mercedes Morado vino a Roma, pero sin saber aún que venía para ser la secretaria de la Asesoría Central. La noticia se la tendría que dar el Padre en persona.

La verdad es que yo a Mercedes la acogí muy bien. Incluso le dije a Encarnita que le podía dejar mi habitación, que tenía ducha, mientras duraba aquel curso anual que nos había inundado la casa. No fue así ciertamente como me trató ella cuando yo regresé a Roma años después.

Como iba diciendo, aquella mañana, cuando leí el correo de Venezuela, pensé: la única que queda soy yo; pero luego me dije a mí misma que eran tonterías mías, ya que monseñor Escrivá me había dicho la noche anterior que me dejaría siete años más en Roma. Pues bien, aquel mismo día y a la hora del almuerzo, me mandó llamar monseñor Escrivá (le habíamos enviado a su comedor la carta de Venezuela). Subí yo con Encamita y me dijo:
-Mira, hija mía, ¡qué ajeno estaba yo anoche a que esta carta iba a llegar hoy en el correo! Pero, hija mía, no tengo otro remedio que pensar en ti para ir a Venezuela. Tú bien sabes que yo quería dejarte aquí y que nos hace un trastorno enorme el que te vayas. Piénsatelo, hija mía, y me lo dices mañana.

Yo me quedé muy seria y dije que me lo pensaría. Al llegar a la cocina le dije a Encarnita: "No me voy a ningún Venezuela. No quiero ir a Sudamérica. Me espanta ir a Venezuela. En todo caso Francia, pero no Venezuela." Recuerdo muy bien que anduve todo el día sin poder concentrarme en nada. Por la noche soñé con que el mapa entero, desde Canadá hasta la Patagonia, se me caía encima. Y con el susto me desperté. En la misa y la comunión me lo pensé seriamente y me hice la composición de lugar de que si estuviera casada y mi marido se fuera a cualquier país del mundo, yo me hubiera ido con él. Naturalmente que Encarnita venía como una sombra diciéndome que no lo defraudara al Padre por la confianza que me daba; que me diera cuenta de que era Dios quien me pedía de nuevo otra cosa en mi vida. Total: que después del almuerzo subí al comedor de la Villa y le dije al Padre que sí iría a Venezuela. Ahí mismo le dijo el Padre a Encarnita que aquella misma tarde pasaría el doctor Odón Moles, consiliario de Venezuela, con don Severino Monzón, el sacerdote secretario central, al comedor de la Villa para conocernos y hablar conmigo.

Antes de nada fui a la imprenta y se lo dije a las del consejo local. Nunca en la vida había visto a la gente más triste. Me querían mucho. Especialmente Elena Serrano estaba desconsolada. Pero el punto fuerte fue decírselo a don Fernando Bayo. Aquella tarde, que vino a revisar unas cosas pendientes, se lo dije, mientras miraba caer las hojas de la máquina llamada "Catalina". Paró la máquina en seco y me dijo:
-No te vas, porque lo digo yo y basta.
-Don Fernando -le dije-, no es Encarnita, es el Padre quien me lo ha pedido.
-¡Pues se le dice que no! ¿Cómo te vas a ir ahora que dominas las cosas y yo me voy a ordenar dentro de unos meses? ¡Están todos locos! ¡No puedes irte!

Estaba tan furioso que nos dijo que iba a hablar con el Padre inmediatamente.

Tardó dos días en aparecer por la imprenta. Y cuando yo le llamé por el telefonillo diciéndole que necesitábamos que nos ayudara en unas cuestiones, me dijo:
-Llama a tu directora y que arregle ella los entuertos.

Por fin un día vino, pero con cara de funeral y enfadado conmigo. Yo le dije:
-Mire, no la pague conmigo porque yo no tengo la culpa. ¡Bastante me cuesta a mí irme! ¿O es que usted cree que soy de hierro? Por favor, ayude a las que se quedan.

Yo estaba a punto de llorar y él lo notó. Pero fue el último día que lo vi. Llamé al director del Colegio Romano unos pocos días después para decirle que me iba a Venezuela y que quería despedirme de don Fernando, y él me replicó que ya sabía que me iba y que don Fernando estaba tan furioso que se lo habían llevado a "Terracina" para que no siguiera despotricando.

Conocí al doctor Moles en el comedor de la Villa y me hizo una impresión maravillosa. Me di cuenta de que quería a Venezuela con toda su alma. Sin decirme nada de modo expreso, su actitud entonces me ayudó profundamente. ¡No en balde era un buen psiquiatra!

Monseñor Escrivá me dijo que no me fuera sola a Venezuela y que me llevase a la numeraria que quisiera para que me ayudara en todo. Escogí a Lola de la Rica, una numeraria española, de Las Arenas. Era una mujer joven, muy seria y muy madura. Su educación era tan exquisita como su sentido del humor. Arreglamos juntas todos nuestros visados en Roma, y el 23 de septiembre de 1956 dejamos la casa central con todas las bendiciones del Padre y de don Alvaro, con mi corazón lleno de cariño, confianza y fidelidad hacia el Padre en primer lugar y hacia la Obra en general. Salía de Roma con todas las tablas de la ley aprendidas, dispuesta a combatir por la "unidad" de la Obra con todas mis fuerzas. Pero aparte de esto llevaba, como la gran fuerza de mi alma y baluarte de mi esperanza, la seguridad de que pasara lo que pasara ci Padre siempre me creería.


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