Cuadernos 9: Virtudes humanas/Amar la verdad

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AMAR LA VERDAD


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No es la justicia a secas, en el ideal de vida cristiana, la que regula las relaciones del cristiano con los demás hombres, sino la justicia y la caridad impregnadas de un conjunto de pequeñas virtudes que dan su tono a la convivencia, haciendo amable y confiado el trato de unos con otros. Veracidad, nobleza, naturalidad, sinceridad, lealtad, gratitud, optimismo, amor a la libertad... constituyen otras tantas virtudes que el hombre o la mujer cristianos han de fomentar en su vida diaria, para asemejarse al Maestro y llevar una vida plenamente cristiana.

"Iesus Christus, perfectus Deus, perfectus Homo" -Jesucristo, perfecto Dios, y perfecto Hombre.

Muchos son los cristianos que siguen a Cristo, pasmados ante su divinidad, pero le olvidan como Hombre..., y fracasan en el ejercicio de sus virtudes sobrenaturales -a pesar de todo el armatoste externo de piedad-, porque no hacen nada por adquirir las virtudes humanas 1.


Sinceridad de vida

Una de las virtudes humanas más atractivas es la veracidad o sinceridad, que reluce en la vida de quienes aman la verdad. Más concreta-

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mente, designa la verdad en las palabras y en los gestos, es decir, la conformidad de lo que se cree o se piensa con el comportamiento externo 2.

Es evidente que mentir o inducir al error resulta una acción injusta. Hay casos en los que una persona no está obligada a manifestar la verdad y aun, en ocasiones, es deber grave de justicia no revelarla4; pero esto no justifica la mentira. En esos casos caben diversos modos de ocultar la verdad, sin incurrir en el pecado de mentira. Por ejemplo, cuando el que pregunta no tiene derecho alguno a conocer la verdad y, en casos extremos, actúa como injusto agresor, perdiendo incluso el derecho a no ser engañado 4.

Como todas las virtudes, la sinceridad ha de plantearse en términos positivos. La sinceridad es amor a la verdad. La hombría de bien es incompatible con la doblez de espíritu. Si humanamente el embustero repele, desde el punto de vista sobrenatural aparece como un pobre iluso, porque a Dios -que un día le juzgará- no le puede engañar.

Jesucristo, que se muestra comprensivo con todas las vilezas humanas, lanza durísimas condenas contra la hipocresía de los fariseos; mientras que alaba el espíritu noblemente sincero de Natanael. Y al exponer su doctrina salvadora, hace del amor a la verdad una cualidad necesaria en sus discípulos, porque la verdad os hará libres 5. Palabras que encierran un profundo significado, a la luz de aquellas otras: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida 6.

En el tejido de la vida cristiana, no puede existir una auténtica apertura a la Verdad divina, sin un apasionado amor a la verdad, en todos los órdenes, aunque esta actitud pueda a veces resultar incómoda. Nuestro Padre nos previene contra un vicio común: nunca quieres "agotar la verdad". -Unas veces, por corrección. Otras -las más-, por no darte un mal rato. Algunas, por no darlo. Y, siempre, por cobardía. Así, con ese miedo a ahondar, jamás serás hombre de criterio 7. Y pro-

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pone la última consecuencia: no tengas miedo a la verdad, aunque la verdad te acarree la muerte 8. Por traernos la verdad, y también por decirla claramente, murió Jesucristo, alcanzándonos el perdón de nuestras culpas. De la verdad no puede nacer más que bien.

Defender la verdad

Sin embargo, puede suceder que, en vez de amada, la verdad sea temida. No ha de extrañarnos, pues las virtudes humanas exigen de nosotros un esfuerzo continuado, porque no es fácil mantener durante largo tiempo un temple de honradez ante las situaciones que parecen comprometer la propia seguridad. Fijaos en la limpia faceta de la veracidad: ¿será cierto que ha caído en desuso? ¿Ha triunfado definitivamente la conducta de compromiso, el dorar la píldora y montar la piedra? Se teme a la verdad. Por eso se acude a un expediente mezquino: afirmar que nadie vive y dice la verdad, que todos recurren a la simulación y a la mentira.

Por fortuna no es así. Existen muchas personas -cristianos y no cristianos- decididas a sacrificar su honra y su fama por la verdad, que no se agitan en un salto continuo para buscar el sol que más calienta 9.

El rechazo de la verdad es tan antiguo como el hombre mismo. Resulta significativo aquel pasaje del Evangelio en el que Jesús, proclamando abiertamente la verdad que era necesaria para nuestra salvación, asegura que es antes que Abrahám 10: no pudiendo soportar los infieles estas palabras -escribe San Gregorio Magno-, acuden a las piedras, procurando dar muerte a quien no podían entender 11.

En efecto, hay entendimientos que parecen patológicamente cerrados a la verdad. Algunos no oyen -no desean oír- más que las palabras que llevan en su cabeza 12. Y para tantos, la comprensión que exigen a los demás consiste en que todos se pasen a su partido 13. Late en esas actitud-

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des una raíz de soberbia, que induce a erigirse en árbitros de la verdad. Pero de una verdad que privilegia los propios intereses -personales, colectivos o incluso aparentemente altruistas- y acaba usando como arma la mentira.

Cuán dañosa resulta esta actitud para la vida social, se deduce de una sencilla evidencia: los hombres viven en sociedad, y esto no sería posible si no se hablasen con verdad los unos a los otros 14. Ocurre a menudo, por desgracia, que la mentira forma parte del lenguaje en uso. En un clima de desconfianza recíproca, se buscan dobles sentidos, intenciones ocultas a lo que otros han manifestado; o bien, con esa misma lógica retorcida, se tergiversan las palabras ajenas, quizá con estudiadas técnicas. Es fenómeno patente no raras veces, en los medios de comunicación, en las intervenciones públicas, en la enseñanza y hasta en las conversaciones personales. Vienen ganas de gritar aquellas palabras de San Pablo: desechando la mentira, hablad con verdad cada cual con su prójimo, porque somos miembros los unos de los otros 15.

Un cristiano cabal ha de sustraerse a esa mentalidad. No puedo creer en tu veracidad -ha escrito nuestro Fundador-, si no sientes desazón, ¡y desazón molesta!, ante la mentira más pequeña e inocua, que nada tiene de pequeña ni de inocua, porque es ofensa a Dios 16. Una desazón que desembocará en ansias de proclamar la verdad, convencidos de que quien no ama la verdad, es que todavía no la conoce 17.

Sencillez y naturalidad

Con el amor a la verdad, la naturalidad y la sencillez constituyen otras dos maravillosas virtudes humanas, que hacen al hombre capaz de recibir el mensaje de Cristo. Y, al contrario, todo lo enmarañado, lo complicado, las vueltas y revueltas en torno a uno mismo, construyen un muro que impide con frecuencia oír la voz del Señor 18.

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Sencillez es lo mismo que transparencia. El Señor la propone a sus discípulos como una característica importante de su vida, dándoles además la razón de la incompatibilidad entre la doblez y el genuino comportamiento cristiano: sea, pues, vuestro modo de hablar: sí, sí, o no, no. Lo que exceda de esto, viene del Maligno 19: del demonio, que es mentiroso y padre de la mentira 20.

Una persona sencilla, que huye de la afectación en las palabras y en los modales, tiene un encanto particular, que atrae a quienes le rodean y les hace sentirse a gusto. Por el contrario, la complicación repele. Leías en aquel diccionario los sinónimos de insincero: "ambiguo, ladino, disimulado, taimado, astuto"... -Cerraste el libro, mientras pedías al Señor que nunca pudiesen aplicarte esos calificativos, y te propusiste afinar aún más en esta virtud sobrenatural y humana de la sinceridad 21.

Indisolublemente unida a la sencillez está la naturalidad, que lleva a actuar sin llamar innecesariamente la atención, sin querer salirse de lo común, de lo corriente. Como escribió nuestro Padre, la naturalidad es la firma de las empresas divinas 22, pues brilla en toda la vida de Cristo, desde su concepción y nacimiento, hasta su muerte y resurrección.

La naturalidad no es, como falsamente se piensa en muchas ocasiones, pura espontaneidad, ausencia de frenos. Ni mucho menos cabe confundirla con la grosería. La naturalidad nada tiene que ver con la zafiedad, ni con la suciedad, ni con la pobretería, ni con la mala educación 23. No puede ser virtuoso un comportamiento que, en aras de una pretendida espontaneidad, descuida las necesarias normas de la convivencia: el aseo, los buenos modales, la delicadeza en el trato...

Sin embargo, aun en la vida apostólica, no faltan quienes ignoran qué es naturalidad. Por eso, afirma nuestro Padre, algunos se empeñan en reducir el servicio a Dios al trabajo con el mundo de la miseria y -perdonad- de los piojos. Esta tarea es y será necesaria y admirable; pero, si nos quedamos exclusivamente ahí, aparte de que abandonaríamos a

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la inmensa mayoría de las almas, cuando hayamos sacado a los necesitados de esa situación, ¿les ignoraremos? 24.

Confiar en los demás

Un hombre que se comporta noble y sinceramente con los demás, se hace acreedor a su confianza. Y en efecto, espontáneamente los amigos y colegas acuden a él, le hacen partícipe de su intimidad, porque confían en su hombría de bien. Hay que ser consecuentes con esta reputación, y no defraudar al prójimo. Los descuidos y negligencias, la falta de seriedad, las fórmulas de compromiso, pueden poner en tela de juicio la credibilidad y contribuir a un clima de desconfianza que haría difícil, e incluso imposible, la labor apostólica.

A la vez, hay que confiar en los demás. Nuestro Padre nos ha dado durante toda su vida un constante ejemplo. Aseguraba que ponía más confianza en la afirmación de uno de sus hijos, que en la de mil notarios juntos y unánimes 25; y también que prefería ser engañado de vez en cuando por alguna persona antes que mostrarse receloso. De los primeros muchachos que comenzaron a formarse a su lado, comentaba: desde el principio les creía todo. Y esa confianza es prudente, porque son almas que se quieren acercar a Dios, que quieren luchar, y, por tanto, tienen vida interior. Sólo por ese arranque primero los que se acercan a nosotros merecen nuestra confianza, nuestra caridad; y muchas veces no es sólo un deber de caridad, sino de justicia 26.

La confianza, más que una virtud concreta, es el fruto de varias virtudes. Se trata de una fe humana por la que damos crédito a los demás, confiamos en su palabra, en su lealtad, en sus dotes, en el ejercicio noble y recto de su libertad. Sin confianza mutua no hay posibilidad de convivencia, y mucho menos de afanes comunes. Si no admitimos la buena voluntad de los otros -escribe San Agustín-, porque nuestra

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mirada no puede penetrar en ellos, de tal modo se perturban las relaciones sociales entre los hombres, que se hace imposible la convivencia 27.

Confiar en los demás es, por tanto, un valor humano que todos hemos de procurar vivir, especialmente si se desempeñan funciones de gobierno, a cualquier nivel y en cualquier orden de la vida. Un gobierno que se fundase en la desconfianza andaría mal. En cambio, el que confía trabaja contento, hace las cosas con gusto. El tirano cree siempre que él es el mejor, el más limpio, el más desinteresado. Por eso no se fía de nadie 28.

La alegría de rectificar

No amará plenamente la verdad quien no esté dispuesto a admitir que, a veces y en algunas cosas, no tiene razón. Amar la verdad no significa empecinarse en una opinión. Difícilmente-una persona está en condiciones de abarcar todos los datos de un problema, de manera que pueda darle una solución infalible. Sólo de las verdades de fe tenemos certeza absoluta, porque nos apoyamos en la autoridad de Dios que revela. En lo demás, la misma historia es maestra: el saber humano crece y obliga a revisar proposiciones que se daban por seguras. Lo mismo ocurre en las situaciones ordinarias de cada día. La persona que ama la verdad está siempre dispuesta a rectificar.

Rectificar: ¡qué cosa más buena, hijos! Cuando hayáis dicho o hecho una tontería, admitid francamente, sin sentiros humillados, con sencillez y sinceridad: me equivoqué. Os quedará el corazón tranquilo, lleno de paz y de luz 29.

Rectificar no es fracasar, sino enriquecer nuestro conocimiento y el de los demás, con informaciones hasta entonces ignoradas. Es muestra de sabiduría. Como reza el refrán: rectificar es de sabios. Por eso resultan sospechosos los que no rectifican: al menos, manifiestan más

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amor a la propia excelencia que a la verdad. Y cuando la verdad viene a saberse, ¿qué excelencia les queda?

Peor aún es este otro fenómeno que describe nuestro Padre: no rectifica el que empieza mintiendo, el que ha convertido la verdad sólo en una palabra sonora para encubrir sus claudicaciones 30. En cualquier caso, para rectificar se requiere humildad; porque, en palabras de un Padre de la Iglesia, la verdad huye del entendimiento que no encuentra humilde 31.

También en esto el cristiano está llamado a dar un ejemplo que contagie y que purifique, con su noble limpidez, la soberbia de quienes no admiten sus errores -o su ignorancia- ni siquiera cuando anda en juego la fama ajena. Una nobleza humana que forma parte de la divina misión de recristianizar el mundo, porque, como escribió nuestro Fundador, el error no sólo oscurece las inteligencias, sino que divide las voluntades. Sólo cuando los hombres se acostumbren a decir y a oír la verdad, habrá comprensión y concordia. A eso vamos: a trabajar por la Verdad sobrenatural de la fe, sirviendo también lealmente todas las parciales verdades humanas; a llenar de caridad y de luz todos los caminos de la tierra 32.

La verdad con caridad

Toda persona coherente defiende las cosas que ama. Poco amor demuestra si no se cuida, al menos, de la suerte que corran. El cristiano, que por vocación ama la verdad, ha de tener la noble pasión de defenderla.

Acomodar la verdad, crear la verdad -subjetiva- puede ser tarea fácil; lo difícil es defender la verdad con caridad. Aun en lo humano, la figura del que no quiere ser fiel a sus propias convicciones produce disgusto y repele. El que, aunque esté equivocado, obra de buena fe, merece cariño y respeto; el que -teniendo la verdad- disimula por co-

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bardía, se hace acreedor a las duras palabras que pronunciaba recientemente Paulo VI:

Uno de nuestros dolores más agudos es la infidelidad de algunas personas buenas, que olvidan la belleza y la gravedad del compromiso que les une a la Iglesia. Es éste un fenómeno que la evolución de la vida moderna acentúa de una manera dolorosa, tanto en el terreno de la doctrina como en el de las costumbres y orientaciones prácticas. ¡Cuántas debilidades, cuánto oportunismo, cuánto conformismo, cuánta vileza! (Alloc. 17-II-1965) 33.

Esas cesiones se ven con frecuencia favorecidas por una presión que, en la cultura, en la vida social, en la política, ejercen quienes querrían aniquilar a Dios e instaurar el relativismo de la verdad. Inventan palabras de significado ambiguo con las que pretenden descalificar a quienes se orientan con criterios firmes. Querrían borrar del vocabulario todos los sinónimos de objetividad, para dar rienda suelta a una libertad que es falsa, pues no reconoce los derechos de la verdad.

No te portes como un memo -nos previene nuestro Padre-: nunca es fanatismo querer cada día conocer mejor, y amar más, y defender con mayor seguridad, la verdad que has de conocer, amar y defender.

En cambio -lo digo sin miedo- caen en el sectarismo los que se oponen a esta lógica conducta, en nombre de una falsa libertad 34.

Un principio de conducta bien claro sentó nuestro Fundador: comprensión suma con las personas, pero intransigencia con el error. Así lo describe un punto de Camino: aquel hombre de Dios, curtido en la lucha, argumentaba así: ¿Que no transijo? ¡Claro!: porque estoy persuadido de la verdad de mi ideal. En cambio, usted es muy transigente...: ¿le parece que dos y dos sean tres y medio? -¿No?..., ¿ni por amistad cede en tan poca cosa?

-¡Es que, por primera vez, se ha persuadido de tener la verdad... y se ha pasado a mi partido! 35.

Intransigencia, en aquellas verdades de las que no podemos dudar. La transigencia es señal cierta de no tener la verdad. -Cuando un hom-

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bre transige en cosas de ideal, de honra o de Fe, ese hombre es un... hombre sin ideal, sin honra y sin Fe 36. En cambio, en verdades que no involucran la fe, la vocación, los deberes de justicia respecto a los demás..., puede ser muestra de caridad y hasta de elegancia ceder, si con eso contentamos a otras personas.

Porque ésta es la segunda parte de la enseñanza de nuestro Padre: transigencia con las personas. Condenar el error, pero no condenar al que yerra. Es el eco de la enseñanza paulina: veritatem facientes in caritate 37 decir la verdad con caridad. Hemos de afirmar la verdad serenamente, de forma positiva, sin polémica, sin humillar, dejando siempre al otro una salida honrosa, para que reconozca sin dificultad que estaba equivocado, que le faltaba formación o información. A veces, la caridad más fina será hacer que el otro quede con la convicción de que ha llegado, por su cuenta, a descubrir alguna verdad nueva 38.

Ha sido ésta una enseñanza constante de nuestro Fundador, rasgo distintivo de su conducta y del espíritu que Dios le entregó. Caridad siempre, con todos. No podemos colocar el error en el mismo plano que la verdad, pero -siempre guardando el orden de esta virtud cristiana de la caridad- debemos acoger con especial comprensión a los que están en el error.

Violencia, nunca. No la comprendo, no me parece apta ni para convencer ni para vencer: un alma que recibe la fe se siente siempre victoriosa. El error se combate con la oración, con la gracia de Dios, con razonamientos desapasionados, ¡estudiando y haciendo estudiar!, y, repito, con la caridad.

Por eso, cuando alguno intentara maltratar a los equivocados, estad seguros de que sentiré el impulso interior de ponerme junto a ellos, para seguir por amor de Dios la suerte que ellos sigan 39.


(1) Surco, n. 652.

(2) Cfr. Santo Tomás, S. Th. II-II, q. 109, a. 1.

(3) Por ejemplo, cuando media un compromiso formal o tácito, por motivos profesionales, de seguridad pública u otras graves razones, entre las que destaca el sigilo sacramental del confesor.

(4) Pueden aplicarse aquí los mismos principios que permiten herir y aun matar lícitamente al injusto agresor, en caso de legítima defensa.

(5) Ioan, VIII, 32.

(6) Ioann. XIV, 6.

(7) Camino, n. 33.

(8) Camino, n. 34.

(9) Amigos de Dios, n. 82.

(10) Cf.. Iban. VIII, 58.

(11) San Gregorio Magno, Homilía 13 in Evangelia.

(12) Surco, n. 575.

(13) Surco, n. 576.

(14) Santo Tomás, In duo praecepta caritatis et in decem praecepta decalogi.

(15) Ephes. IV, 25.

(16) Surco, n. 577.

(17) San Gregorio Magno, Homilia 14 in Evangelia.

(18) Amigos de Dios, n. 90.

(19) Matth. V, 37.

(20) Matth. VIII, 44.

(21) Surco, n. 337.

(22) Surco, n. 554.

(23) Surco, n. 563.

(24) Surco, n. 563,

(25) Cfr. Instrucción, 9-I-1935, nota 23.

(26) De nuestro Padre, Crónica VIII-66, p. 11.

(27) San Agustín, De fide rerum quae non videntur II, 4.

(28) De nuestro Padre, Crónica VIII-66, p. 10.

(29) De nuestro Padre, n. 168.

(30) Amigos de Dios, n. 82.

(31) San Gregorio Magno, Homilia 18 in Evangelia.

(32) De nuestro Padre, Carta, 2-X-1939, n. 5.

(33) De nuestro Padre, Carta, 24-X-1965, n. 27.

(34) Surco, n. 571.

(35) Camino, n. 395.

(36) Camino, n. 394.

(37) Ephes. IV, 15.

(38) De nuestro Padre, Carta, 9-I-1932, n. 70.

(39) De nuestro Padre, n. 101.