Sobre el cómo me pescaron

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Por Nicanor Wong, 19 de marzo de 2010


Me encontraba cursando cuarto de secundaria cuando llegaban al Colegio invitaciones para participar en "Concursos Culturales", corría el año 87. No le presté importancia a "La Guerra de Estudio" organizado por el C.C.SAMA. Sin embargo, tenía a la sazón un profesor particular muy simpático apellidado Serida - japonés -, estudiante de la UNI que me daba clases particulares en álgebra. Fué el Ing. Serida quién me llevó al SAMA y, una vez allí, conocer gente muy simpática - otros no tanto -, asistir a la primera meditación y bendición solemne - corría el año 88; haber sido empujado a conversar con el sacerdote don Javier Rojas y participar de la tertulia general después de cada bendición. Entrar a las charlas y luego al círculo breve fue casi una cosa, a los tres meses ya estaba "pitando" (solicitando mi admisión al Opus). Mi carisma impetuoso y amiguero había hecho que casi todo mi salón de clase pasara por el SAMA y a varios se les plantease ser de la Obra. Sólo Rafael Sevilla pitó de todo ese grupo y ahora es sacerdote...

Al "pitar" se me indicó claramente no decir nada a mis padres o mis familiares porque podrían no "entender" la espiritualidad de la Obra, pero estaba tan contento de haber sido "un predilecto de Dios, antes de la constitución del mundo" que se los conté a todos mis compañeros del colegio. Justamente con el joven Ing. Serida hicimos una apuesta "si alguno no perseveraba invitaría al otro la cena que le plazca". Serida terminó invitándome años después. El 89 fue mi primer curso anual ¿cómo explicar a mis padres salir todo un mes fuera de la ciudad en vez de ir preparándome para ingresar a la Universidad? El vocal de San Rafael, Renzo Forlín, me dió la solución "diles que van a enseñarte materias relacionadas con la arquitectura como fotografía, humanidades, etc., y vas a poder estudiar lo que te solicitan para el examen de admisión"., mes relajado en Cañete, en la residencia Valle Grande. Aunque no me gusta la playa ni el fútbol había que tener buen "espíritu" y participar. Obviamente no ingresé a la Universidad para disgusto de mis padres, sobretodo porque los cursos anuales son costosos.

En las tertulias se charlaban de asuntos apostólicos y proselitistas. La impresión que me llevé fue aquel refrán jesuita "entra con la tuya y sal con la nuestra", vale decir, emplea todos los medios - no importe cuáles sean ni como - Dios está contigo" y de cómo podían contarse mentirotas a padres de familia o compañeros de estudio para poder "pescarlos", de cómo hacer selección y de la de hacer "amistad" aunque con los que no son tus amigos sino porque son "pitables". No fue más que adoctrinarse para poner en práctica aquella canción a ritmo de marcha "a mí me gusta la pesca, pero pesca submarina..."

Sobre cómo me pescaron

Tuve pues una entrada magnífica en el C.C.SAMA (es un centro de agregados, vale decir, fieles del Opus Dei que viven en celibato pero que por motivos personales no pueden ser numerarios), donde mi profesor particular de matemática – Ricardo Serida – me había presentado. Gente amable, yo – chiquillo de quince años – era la mascota entre estudiantes universitarios y a mis mejores amigos de colegio les agradaba también el ambiente. Nos organizaban con el director del círculo (Martín Mares) para ir a la playa y la pasábamos fenomenal con las “guerras de arena” en la playa la Ensenada. Por otra parte recuerdo que nos dejaban hacer travesuras, inclusive nos incitaban a hacerlas, porque la ubicación del SAMA era frente a un oscuro parque – ideal para parejas románticas – y subíamos a la azotea para lanzar globos de agua...

Así trascurría la adolescencia, entre aulas de clase, estudio intenso y una de las amistades más conmovedoras de mi vida: la chica de mis sueños. Nos conocimos estudiando inglés en una Academia y quedé prendado de ella. Toda una figurita, bailarina de ballet y de de un carácter risueño, abierto y cordial. Tranzamos amistad rápidamente, formamos grupo con otros compañeros y empezamos a salir en grupo a pasarla en clubes de recreación.

Durante tiempo de exámenes en el Colegio, me invitaron a asistir a una Convivencia en Sierralta. Era una de estas convivencias que luego me enteré “de pitables”. Me conmovió que durante el trayecto rezasen el rosario, oración que – por extraño que parezca mis oraciones iban dirigidas a que esta buena moza chica aceptase mi petición de ser mi enamorada.

La verdad es que también estaba un tanto nervioso, porque el día lunes tendría que rendir examen de matemática y lenguaje. Por la noche vimos un video del Fundador del Opus y pregunté a quien tenía al lado una palabra rara que jamás había escuchado “jaculatoria”. El español Miguel Ferré se encargó de explicármela. A la mañana siguiente, el mismo Consiliario, Don José Luis López Jurado, dirigió la primera meditación: “la parábola del joven rico”. Al Consiliario ya lo había conocido en el SAMA y me pareció un hombre en olor de santidad.

Terminada la parábola, Miguel, un hombre de unos cincuenta, me llamó a pasear a solas. Fue él quien me propuso el ideal de difundir el mensaje de santidad por todo el mundo, un llamado privilegiado de Dios. La idea me entusiasmaba y sentíame orgulloso. Le dije – con alegría – que estaba dispuesto. “Un pero”, “¿cuál?”, “has de renunciar al matrimonio y es para toda la vida”. Hay un problema, le espeté, quiero estar con una chica y el lunes mismo le voy a hacer la propuesta. “Tendrás que dejarla” me dijo, “así como todas tus amistades femeninas y eso es buenísimo, porque mientras más te cueste, más valorarás tu vocación de predilección”. Para esto yo no conocía la diferencia ni entre agregados, numerarios y menos la existencia de supernumerarios. Ni siquiera sabía explicar qué era la Obra. Habían pasado tres meses desde que había conocido el SAMA.

Azorado, no pude estudiar ni una pizca. ¿Qué hacer? Tenía ya un montón de amigos del Opus y ¿a todos los iba a dejar con la expectativa de haberles fallado?, ¿todos esos ratos de oración con la indicación expresa del sacerdote de meditar el tema de la vocación varias semanas previas a la convivencia? Tomé una resolución, no se hacía la idea de pasar mi existencia sin esa chica a mi lado. Martín me llamó, junto con otro al oratorio y leímos Cuadernos Nueve, texto que recoge explícitamente que, el temor, la señal inefable de la llamada de Dios. Peor aún todo retornó a foja cero.

Me retiré apenado al jardín, oculto tras una mata. No quería desilusionar a mis amigos del SAMA y menos a Martín y al padre Rojas – mi confesor. También estaba Dios y su elección privilegiada, ¿pero ella? ¿Y si luego fallo?… “Si es verdad que Dios me llama, Él me sacará adelante”, me respondí con todo mi entusiasmo quinceañero. Obviamente, salí desaprobado en los exámenes escolares del día siguiente. Un disgusto más para mis padres.

Fui donde el director de la Convivencia y le hablé de mi resolución: “¡Quiero ser de la Obra!” (Que ni conocía en toda su magnitud, Opus Libros creo que ni existía y nunca había escuchado opiniones en contra). “Piénsalo y búscame el miércoles”. Fue así que, con todos los vacíos de a qué me estaba metiendo de por vida, me dejaron “pitar” (término empleado dentro del Opus Dei para indicar “pertenecer”) como “aspirante” (porque jurídicamente se puede ser numerario a los dieciséis años y medio) y escribir la carta al Consiliario (no al Padre, como es usual, por se aún aspirante). Me dieron las “Preces” y una breve explicación de rezarla todos los días besando el suelo en señal de sumisión a la Voluntad de Dios y la famosa frase “Pax” y la respuesta “in eternum” con la que nos saludamos todos los que éramos del Opus y, además, no decirle nada a mis padres. Mantener ocultas las preces y rezarlas igualmente en lugar solitario por la rareza de besar el suelo, hacer media hora de oración y asistir a misa diaria.

Afuera me esperaban varios agregados para saludarme con el “Pax”, de la pura emoción yo ya había olvidado el “in eternum”. Todos felices, yo también feliz, corría el 23 de noviembre de 1988 en el C.C. SAMA.

Sobre cómo empecé mi vocación

Tras la alegría inicial de ser aceptado por el grupo ésta no se desvaneció. Empezaba ahora una nueva etapa de mi vida: la perseverancia. Poco a poco, casi sin darme cuenta, había ido aprendiendo por ósmosis que “las mentiras blancas” no eran pecado si se hacían por amor a Dios, vale decir, quedarse callado, decir que las convivencias eran “de estudio”, que se iba al Centro a “estudiar” cuando la verdad era el borbotón de la formación inicial que tenía que recibir y las normas del plan de vida que hacer. Obviamente mis calificaciones en el Colegio fueron disminuyendo y mis padres se la olieron gracias a la madrina de mi hermano que les advirtió los peligros de la Obra. Se me negó ir por el Centro...

Sin embargo, el afán me proselitista invadía. Era como una especie de competencia ¿quién traía más vocaciones para el redil? Y me satisfacía ver a mis “hermanos sobrenaturales” felices. Así que, con la “mentirilla piadosa” de quedarnos a hacer un poco de deporte después de clase, teníamos el círculo de San Rafael en casa de mi primo, cerca del Colegio y, para mi círculo breve (los que reciben los numerarios) fue más complejo y hablaré de ello poco más adelante.

Usualmente las normas del plan de vida las hacía en casa de mis padres o en el Colegio. Siendo un “llamado por Dios” mis conversaciones trocaron en hacer que mis compañeros hagan la charla fraterna (hablar de temas de ascética y vida cristiana) conmigo. De allí que me apodaran rápidamente como “el cura”; pero eso no me detenía. Seguramente era cosa del Diablo y así, en los recreos, en vez de jugar con mis compañeros me dedicaba a buscarles para “conversar”. Con el tiempo me confiaron que eso les molestaba, porque les insistía demasiado a hacer cosas que no querían en ese momento, como rezar el Rosario, leer algunos puntos de Camino, hablar sobre el plan de vida y su confesión, etc. Lo mismo en “arrearlos” para ir al círculo, aunque Julio Lajunza – ahora ex agregado – lo dictaba con especial humor.

Retornando al complicado plan para mi círculo breve. De ordinario mi padre esperaba el bus de mi hermana que llegaba media hora después de la salida. Con Martín Mares (numerario) aprovechamos para emplear un parque cercano. A la hora de salida, evadía a hurtadillas el coche de mi padre y me encontraba en parque con Martín. Recuérdese que tenía prohibido ir por el Centro hasta que no mejorase en mis calificaciones. También aprovechábamos para hacer la Confidencia. Y, luego, retornaba hasta la puerta del Colegio y le hacía señas a mi padre como si recién saliera. Toda una “aventura a lo divino”.

Serio problema fue asistir a la Misa diaria. Usualmente me levantaba a las 5am y aprovechaba para salir de casa a hurtadillas e ir a la parroquia pero, cancelaron el horario matutino. Por las tardes era una pesadilla ¿Cómo explicar a mi madre que tenía que asistir a Misa todos los días? Me inventaba mil “mentiras por amor a Dios”: que iba a ver a un amigo (le tocaba despacito la puerta para no pecar de mentira), o a ver un video en casa de una señora amiga (le charlaba un ratito y me iba). Mi madre no tenía un pelo de tonta. Harta, preguntó a mi amigo por las visitas y a la señora por su falta de pudor al recibir en su casa – sola – a un adolescente. No quedó otra que pedir al cura del Colegio que sólo me diese la Comunión.

El despojo de una amistad auténtica por la conversión a un proselitismo incesante, también adoptó la forma de subir las calificaciones con la ayuda del ángel custodio: copiar. Nunca me confesé de ello ni tampoco estaba en la lista de preguntas para hacer una buena confesión. Me convertí en buen estudiante nuevamente y obtuve el permiso para ir nuevamente al Centro “ad maiorem gloriam Dei” (para mayor Gloria de Dios).

Por otra parte, tenía ya que cortar con mis amistades femeninas. Que se reducían a dos extraordinarias amigas: María Elena y Karim. Nada sencillo el asunto porque la relación era demasiado estrecha, así que apliqué lo que se me dijo “mejor pasar por mal educado…” así que – aprovechando la gracia especial otorgada, lo apliqué poniendo cara de palo cada vez que salíamos de campo o nos reuníamos en casa. Obviamente les llamó profundamente la atención mi repentino cambio de carácter y, por otra parte, para mí era un lío contra el sexto y noveno mandamientos, porque seguía atrayéndome una de ellas y se me hacía un revoltijo en el cerebro, el alma y el cuerpo, peor aún cuando se producía alguna erección, lo cual me atormentaba terriblemente y rezaba cientos de “Bendita sea tu pureza…” y actos de contrición.

Pero el proceso de apartarse de “lo mundano” no terminó allí. A la sazón practicaba, junto con mi hermano, artes marciales. En la academia, habíamos formado un grupo muy unido y la pasión por esta milenaria práctica llenaba mis venas. Más aún cuando un tío mío había sido maestro en el barrio chino de Lima. El horario entre hacer las normas, asistir a misa, recibir las charlas, la confidencia, la confesión, el proselitismo y estudiar – en último punto – redujo mi tiempo a lo infinitesimal. Una vez traté de asistir nuevamente. Mi director me dijo que no le parecía que desaprovechase el tiempo en una afición personal y lo recapacite en el oratorio. Murió también aquella ilusión.

Me quedaban aún dos cartas. Ha de recordarse que aún era adolescente, súper cándido y ahora convertido en uno de los “predilectos” pero… muchacho al fin. Tenía el viaje de promoción como festín de finalizar la etapa escolar y empezar la universitaria y la respectiva fiesta. Preparé mi discurso para “¿conversarlo?” en la confidencia. El resultado: no viaje porque se prestaba al desbande nocturno con los amigos. ¿Y la fiesta? Lo veía como la ocasión ideal de decirle adiós a mi amor platónico. Peor aún. Como consuelo me invitaron a cenar al Centro de Estudios y ver un video comercial. Poco a poco se iba consumando mi formación “mentir por amor de Dios”, “desvincularme de la amistad para dedicarme solamente a conseguir prosélitos”, “cortar con mis amigas de siempre” y conseguir – como lo hizo el Fundador – todo plus económico de mis padres a favor de mi nueva “familia numerosa y pobre”.

El inicio del plano inclinado

El lector probablemente se pregunte y, no le faltará razón, si la persona que está escribiendo este testimonio se cree "La Inmaculada Concepción". Puede quedarse tranquilo porque, el escribiente, alguna vez sí se consideró un "algo semejante", probablemente capaz de orinar agua bendita. Lamentablemente no tuve esa capacidad, aunque sí se la otorgué a un sacerdote al confundir el agua que se emplea para la "purificación" durante la Santa Misa y que bebe al purificar los vasos sagrados, al llenarlo con la botella en la que se almacenaba con… ¡agua bendita! durante varios días hasta que caí en la cuenta que había una cinta pegada debajo que decía "Agua Bendita". Mis excusas al Padre Carpio por craso despiste.

Pero bueno, el objetivo del relato va en narrar el cambio que se opera "como un plano inclinado", en frases del Fundador del Opus Dei, en los que se hacen fieles numerarios a la Prelatura. Así que continúo...

Desarraigado pues de mis mejores amigas, culminada la etapa escolar de la que sólo uno fue también “llamado por Dios” para ser numerario, un compañero del cual no podría decir que fui su amigo sino su ¿director? No lo sé. Rafael pitó poco después que yo atraído por el candor que produce la imagen de la Obra de Dios y una vida de piedad auténtica. Valgan las verdades, las personas que conocí en el C.C.SAMA fueron agregados y muchos de ellos, por no decir todos, de condiciones muy humildes. Es más, recuerdo que mi hermano – ahora supernumerario – se burlaba del Opus diciendo que era “cosa de ricos” hasta que, tras un paseo, le preguntó al de su lado “Y tú ¿dónde vives?” a lo que el otro le respondió “¿Ves ese cerro lleno de casuchas?”, “Sí”, “Vivo con mi familia en una de esas”. Mejor testimonio despejó todas sus dudas. Pero, como narraré más adelante, el Opus Dei no nace para cambiar las condiciones económicas de nadie. No es su carisma ni por asomo. Es más, en algunas ocasiones cerrará la posibilidad que alguien las mejore por razones proselitistas, apostólicas o simple capricho de los llamados “Directores Espirituales”, todos ellos numerarios (laicos célibes).

Bien, iba tergiversando la amistad en proselitismo, es decir, seleccionaba mis “amistades” en razón de la capacidad que tuviesen las condiciones de ser numerarios y me acercaba a ellos no por empatía, sino empleando la “santa coacción” cuyo recurso que nunca falla es plantear la pregunta “¿Crees que tu vida tiene un sentido?” y ya con eso iniciaba. Pregunta muy compleja, ciertamente, por lo menos yo sostenía que ya la había resuelto puesto que Dios me había llamado “al mejor lugar para vivir y para morir” (otro slogan del Fundador), con el Cielo casi asegurado. No. Dejé de tener amigos, pasé a tener simples “compañeros”, nunca llegué a eso que en algún momento, durante mi época escolar sentí y entendí como amistad. A pesar que en las charlas de formación de todos los fieles de la Prelatura numerarios y agregados se nos repite que la Obra es una “familia” con “vínculos más fuertes que los de la sangre” la verdad es que dejé de tener amigos por casi veinte años de mi vida. A esto hay que unir el aprendizaje de las “mentiras piadosas” tal como “mamá, voy al SAMA a estudiar” entendiendo ella que iba a estudiar las materias del Colegio cuando en verdad iba a hacer mis normas, ir a Misa, hablar con el sacerdote, confesarme y conversar con algún que otro “¿amigo?” que invitaba por el Centro.

Puesto que mi “formación” como numerario no podía mezclarse con la vida y apostolados de los fieles agregados, mi traslado a un Centro de Numerarios era una necesidad imperante. Esto tardó unos meses porque era necesario discernir si cumplía no solamente con los criterios de selección de un numerario “talento, carácter y posición” sino también si mi familia de sangre tenía los recursos necesarios para poder financiar los cursos anuales y la mensualidad de vivir en un Centro, costos que son elevados a pesar que dicen que son “amortizados” por las colaboraciones de los supernumerarios y cooperadores. Así pues, el Consejo Local de aquel entonces: Emilio Arizmendi, Martín Mares y el padre Javier Rojas, decidieron hacer una visita a casa de mis padres. Primero fue Martín, que cayó muy bien a mi madre por su carácter bonachón propio de los chiclayanos. Observó que éramos tres hermanos, yo era el del medio, mi hermano mayor ya participaba de los apostolados del SAMA, mis padres estaban aún unidos, mi hermana le dio sus datos para que la llamasen de un Centro de la sección femenina – puesto que los apostolados del Opus Dei se dan por separado y “en principio” no se mezclan –, la casa era de buenas condiciones, había cierta estabilidad económica y mi perro era saludable y juguetón. Con estos datos el Consejo Local – órgano de gobierno de cada Centro de la Prelatura – decidió mi traslado al C.C. Tradiciones.

Mi traslado se realizó en el 90, antes pasé navidad en el SAMA. Las navidades son muy peculiares porque uno ha de escribir una carta “al Niño Dios” pidiéndole regalos. Tal “Niño” no existió sino solamente en la mente del Fundador y es casi requisito que los fieles numerarios y agregados la hagan con varias semanas antes de navidad y la dejen en el despacho del Director. A mí me tocó estar en el grupo de Emilio – si mal no recuerdo – y, entre los regalos que se les dan a los agregados hay pañuelos, medias, polos, mochilas, billeteras, agendas… cosas que no necesariamente coinciden con lo solicitado pero – imagino – son de agradecer., a esto se suma lo espiritual tales como libros de Fundador, estampitas, rosarios… y la broma: un calzoncillo rojo con figuras de Papá Noel, un juguete infantil, etc. Lo curioso es que esto está “reglamentado” en el libro de las “Instrucciones Internas”, no es algo espontáneo sino obligación de los Directores y los fieles el asistir a la reunión del “Niño Dios”. Tal fecha, imagino, me invitaron por compromiso porque no recibí nada. Imagino que ante mi cara de desconcierto Emilio me llamó después de la entrega de regalos a su despacho y me dio una estampita de Mons. Álvaro del Portillo – Prelado del Opus Dei en aquel entonces – con una jaculatoria detrás en latín y me recordó que, puesto que no había hecho la tal “Carta” no se me había considerado pero ¿alguien me comentó de esa “costumbre”? Nadie. Fui descubriendo que en el Opus, hay que diferenciar “las normas” de las “costumbres”. Las primeras son de vida ascética, las segundas son remembranzas de la vida del Fundador ya sean fechas importantes en la historia de la Obra denominadas “fiestas” como cosas como el episodio del “Niño Dios” entre otras. Aunque tal día el “Niño ¿Dios?” se olvidó de mi existencia. Por otra parte, tal encargo, en el caso de los regalos para los agregados, se obtiene principalmente de los desechos que se almacenan en los armarios de las casas de los numerarios, de tal suerte que los Directores de Centros de agregados van merodeando los armarios de las casas de numerarios para recoger lo que buenamente puedan y coincida con lo solicitado y, si no coincide, “será Voluntad de Dios” que no coincida y trasmutará “¿Dios?” lo solicitado ya sea por un libro ascético o una piadosa estampita con jaculatoria detrás.

El 90 fue un año de cambios. El único amigo de verdad que había hecho era mi director espiritual, Martín, y lo trasladaron a Chiclayo – su ciudad natal. ¡Ay que me dolió perderlo! Pero en la Obra es “Costumbre” no despedirse, el motivo nunca lo supe con claridad. Algunos mencionaban que era porque “la vida en la Obra es milicia”, otros que “para evitar sentimentalismos y apegos desordenados”, otros que “en la vida estamos de paso”. El caso es que se marchó y eché una lágrima por él. Fue mi único amigo durante los dos años en el SAMA.

Ahora empezaba una nueva etapa de mi vida. Mi “aventura divina sobre la Tierra”, vivir entre los de mi especie: numerarios. Una casona linda, antigua, en zona residencial – San Isidro – y, prepararme para mi segunda postulatoria para el examen de ingreso a la Universidad. El primero lo había fallado, con tanto alboroto de curso anual, acostumbramiento al “Plan de Vida” completo, sacarles permiso y dinero a mis padres para ingresarlos en la caja del Centro, etc., fallé en la primera convocatoria del examen de admisión. El asunto no gustó nada a mi madre que es la que lleva “los pantalones” en mi familia. Me increpó que “mucho discurso sobre la santidad a través del estudio” pero en mi caso no se veían resultados. Este asunto tampoco les quitaba el sueño ni a mi nuevo confesor, el padre Tamayo, ni a mi nuevo director, Oscar, que a la postre terminó también saliendo o huyendo de la Obra. Me inscribieron en el Centro Pre-universitario que garantizaba ingreso seguro para los treinta primeros puestos. Si no la hacía esta vez, caería sobre mí la pena capital: no tendría permiso para ir al Centro nuevamente. Tenía dieciséis años, “gracia de Dios”, “vocación”, “auténtico afán de proselitismo”, “corazón puro” (en frases del Fundador “me da santa envidia aquellos que se entregan a Dios en la adolescencia, sin haber probado el amor humano”)., y lo más importante: “ciega obediencia a mis directores”.

Cada vez haciendo más “vida de familia”

La frase del título y los entrecomillados referirán a slogans que se recogen, ya sea en estampas, cuadros, grabados, etc., que pueden encontrarse en las casas del Opus Dei y que provienen de las vivencias y elucubraciones del Fundador o partes de textos que se leen en los escritos públicos o documentos internos del Opus Dei. Sepa el lector que algunos de los denominados “documentos internos” son de lectura para los numerarios, agregados y supernumerarios (tomos de Meditaciones, Cuadernos...) pero, la mayoría, sólo para los que “gobiernan” (dirigen) los centros de la Obra.

Durante los “círculos breves”, que son una especie de rito semanal en la que se educa a los fieles de la Obra en la espiritualidad, normas y costumbres, hay una sección titulada “examen”, obviamente de conciencia. Me llamaron la atención dos preguntas, una referente al estudio que iba por el estilo de “¿He estudiado lo suficiente sabiendo que para mi es obligación grave?”...

Ya no tenía amigos sino conocidos para acecharles y “discriminar en la oración” si podrían ser “pitables”, si llevaban esa “estrella en la frente” que les identificaba como elegidos de Dios. A mis padres y hermanos me limitaba a verlos sólo lo necesario, puesto que mi rutina se había comprimido en “el plan de vida” (normas de piedad), las clases en el centro pre de la universidad a la que iba a postular y en la “vida en familia”, vale decir: estar con los otros de mi especie en el Centro Cultural Tradiciones.

De entre mis conocidos en el Centro Pre de la Universidad no hallé a nadie digno de ir por “casa” (Centro). El empleo rutinario de estos términos como “casa”, el saludo “pax” con la correspondiente respuesta por parte del otro “in aeternum”, la invitación a participar de las “tertulias” que son reuniones en la sala de estar del Centro donde – se supone – que se habla “como en familia” pero siempre tiene que hacerse referencia al proselitismo y cuidar el tono sobrenatural de las conversaciones, ver las habitaciones con camas… todo ello iba calando en mi interior con la apariencia de estar en una “casa”, en un hogar – con sus rarezas – pero hogar al fin y al cabo.

Tras el regaño de mis padres por no haber ingresado en la primera convocatoria y la amenaza de no pisar un centro de la Obra si no ingresaba y, la exigencia en presentar los ejercicios matemáticos, geométricos, lingüísticos, etc., sumado esto a hacer de portero y conserje en la casa por ser el “recién pitado” crearon en mí un cierto “stress” que se trasformó en una jaqueca periódica que comenzó a preocupar a mis padres. Tal era la condición del “recién pitado” que, cuando me presentaron a un sacerdote español que estaba de paso, el padre Pastor, me dijo “¡Ah! Tú eres el puto adscrito. Has de saber que un adscritillo es un ser miserable”. El saludo me dejó de una pieza y molestó porque venía de un sacerdote al cual por primera vez conocía y encima tenía la rara costumbre de introducir su dedo en el ojo y ejercer presión sobre el globo ocular. A pesar de todo era un cura querido por su rareza porque otro “de casa” al salir por el pasillo y verlo se puso de rodillas, se quitó los anteojos y le suplicó: “padre Pastor, por favor introduzca usted su dedo en mi ojo”. Luego se levantó, lo tomó por la cintura – al cura – y lo alzó dándole una voltereta, mientras el cura exclamaba “¡suéltame!, ¡suéltame!”. En fin. Álvaro era conocido, no solamente por su cerebro brillante, sino también forzudo.

Trataba de estudiar lo que podía en el tiempo que me permitía todo lo antes mencionado. En las casas de la Obra hay un cuarto llamado “sala de estudio” en la que se supone que uno…estudia. Puesto que era “el puto adscrito” y mi carácter era de sonriente servicio, se agregó a mis deberes de atender puerta, teléfono, despachar el correo, pagar el periódico, abrir la puerta del garaje y ayudar a dejar colocadas las cosas para la misa. En las casas del Opus hay un “oratorio” o pequeña capilla donde está “el dueño de la casa”, el Santísimo. Este deber suele ser atendido por las numerarias auxiliares, pero el C.C. Tradiciones no tenía una “Administración Ordinaria”, lo que significa dentro del diccionario particular del Opus: no podían vivir allí las auxiliares y atender el Centro.

Aprendí con rapidez el cómo se colocaban las prendas con las que se reviste el sacerdote, preparar la disposición de las vasijas y vasos sagrados pero me costó entender lo de los tiempos litúrgicos y la selección de las lecturas. Más aún cuando me instruyeron que en “casa” se celebraban “fiestas” [ver [[Libros de Meditaciones|Meditaciones V: Fiestas del Opus Dei (I) y Meditaciones VI: Fiestas del Opus Dei (II)] clasificadas en A+, A, B y C. Para ser sinceros no sé quién inventó esta clasificación, pero se traducía como muy importante, importante, regular y añádase esta también. Cuando no aparecía una letra escrita a lápiz en un interesante librito que recoge el tipo de misa que ha de celebrarse cada día había que remitirse a lo que allí se indicaba, de lo contrario, se recurría a un archivador y se buscaba la fiesta por celebrar. Por ejemplo, si era dos de octubre, fecha fundacional del Opus Dei, la fiesta era A+, por lo tanto las lecturas no eran las que mandaban el librito mencionado, sino las que decía el archivador en la pestaña “misa de dos de octubre” y las lecturas había que marcarlas en el leccionario correspondiente y en el misal romano.

Para el lector, que no necesariamente es erudito en materias de preparar oratorios, no se apene por no entender nada de lo escrito anteriormente, sepa no más que hay dos libros que se emplean en la Misa: el leccionario para las lecturas y el misal. Bueno, el encargado del oratorio – me delegó su encargo para poder extenderse él a hacer alguna “norma” del plan de vida que se le hubiese atrasado en su cumplimiento durante el día o simplemente no aparecía a la hora indicada en que teníamos que cumplir nuestro “encargo material”. Dejaba pues ese trance para los eruditos. Al tiempo, esta persona se retiró de la Obra.

Si bien mi “encargo material” oficial – porque cada numerario ha de tener uno, supongo que con el fin de “sentir la el edificio como casa – era el de ayudante de oratorio., la verdad es que fungía de conserje y mil oficios con lo que, si hacemos la sumatoria de horas, apenas me quedaban dos o máximo tres para dedicar al desarrollo de ejercicios y prácticas del centro pre universitario con todas las distracciones del caso.

Mi padre me recogía por la noche, alrededor de las nueve y media, a veces a las diez. Probablemente uno de mis tiempos más provechosos para la “obligación grave” era el tiempo que se tomaban los residentes en cenar: sin llamadas, sin abrir puertas y ya dejaba listo el oratorio.

Llegaba a la casa de mi “familia de sangre”, saludaba a mi mamá y hermanos. José seguía yendo por el C.C.SAMA y me sentía feliz porque Tito Mavila le había propuesto ser numerario y, también, porque a Sofía, mi hermana menor, había aceptado ir a un retiro con cierto empujón de mi madre. La habían llamado de un “Centro de la Sección Femenina” tras pasarle datos en un papelito al padre Tamayo (puesto que los apostolados entre hombres y mujeres no se mezclan) y, aunque no le hacía ninguna ilusión, pero no le quedaba otra. Valga una aclaración: mi madre y padre no estaban de acuerdo con la excesiva espiritualidad de la Obra pero les era grato saber que íbamos a lugares donde había gente era “sana” y puesto que en la casa donde vivíamos quedaba en zona… no muy sana.

La casa de mis padres se ubicaba en el distrito de la Victoria colindante por unas cuantas manzanas con la residencial Matute, ampliamente conocida por asaltos, violaciones, pandillaje y otras artesanías. Por lo menos en mi barrio – mis amigos de infancia – éramos “zanahorias” (plural del adjetivo “sanos”), de los que juegan a tocar timbres y correr, etc. Obviamente todos eran hijos de padres divorciados, fumaban cigarrillo desde el vientre materno y tomaban licor a la edad del uso de razón sino antes. Mi madre – con su carácter fuerte y enérgico – nos había mantenido al margen de esas prácticas. Saber que estaba en un lugar “protegido de vicios” le otorgaba tranquilidad puesto que ambos trabajaban casi todo el día fuera de casa.

Conforme mi personalidad iba “por un plano inclinado” a ser “más ipse Christus” según la visión de “Christus” del Fundador, mi madre caería en la cuenta de su error.

Conociendo a mis “hermanos” en casa

He de advertir al lector, sobretodo a los fieles de la Prelatura que leen esta Web que, si escribo no es por ser un "desiquilibrado mental" o un "adversario de la Iglesia". Todo lo contrario, soy un hombre casado, con adorable esposa e hijo que es una lindura. Viene a cuento esta aclaración porque será costumbre entre los fieles de la Prelatura la invención de "leyendas urbanas" basadas en frase del Fundador "todos los que dejan la Obra luego se arrepienten y lloran queriendo retornar" y se convierten en "aves tristes", castellanismo del latín "aviis tristis" cuando se marchó triste "el joven rico". Nada más opuesto a la felicidad que invade para todos los que nos hemos ido. Hecha la aclaración, continúo...

Entonces, si mal no recuerdo, será por el año 90 que estaba en el C.C.Tradiciones, cuyo director era Andrés Echevarría y yo me encontraba allí haciendo de mil oficios – como “puto adscritillo” en palabras del padre Pastor – y preparándome para rendir el examen de ingreso a la Universidad en el Centro Pre de la misma. Sepa el lector que, aparte de la observancia en el “espíritu de servicio” en el que se tiene que formar a la vocación reciente, también ha de recibir su dosis adecuada en lo que se denomina “formación inicial” que son unos guiones dícese que elaborados por el Fundador que guardan la explicación de todas las normas, costumbres e interpretaciones de la fe católica. Se denominan apartados I, II, III y IV y se van dictando en la medida en que se acerca una ceremonia llamada “Oblación”, primer paso para “formalizar el vínculo jurídico con la Prelatura”. El año 89, justo a los dieciséis años y medio – como establece el libro “De Spiritu” que custodian los que gobiernan los centros - hice tal rito. Agréguese este ingrediente a la sumatoria de tiempos para dedicar al estudio “obligación grave” para los numerarios y agregados. Como anécdota que pinta el agotamiento en estas materias en la “formación” de la vocación joven que recuerdo a Emilio Arizmendi, ahora padre Emilio, cuando me dictó un de las clases. Con su talante taciturno y voz monótona en breve me quedé dormido. Era su único oyente y, al despertar de sopetón por lo irreverente de mi conducta me di cuenta que Emilio ¡también lo estaba! así fingí para despertarnos sincronizadamente.

Otro hecho fue con Andrés y va la historia. Se tiene por costumbre que haya un día al mes dedicado al retiro en la misma casa de la Obra. La hora de inicio era a las ocho de la mañana, pero por despiste me presenté a las siete. Llamé al timbre y salió Andrés por el balcón “¡Pero si son la siete y retiro empieza a las ocho!” me dijo. No me abrió la puerta. Quedé allí en la calle esperando. Si no hubiese tocado nuevamente la campana a las ocho y cuarto me perdía de la “meditación” (predicación del sacerdote del Centro a oscuras en el oratorio de la casa que dura media hora), el “director” del Centro simplemente se metió al sobre y se olvidó de mí. En mi “candidez” iba forjando en mi mente que las vocaciones recientes debían de ser educadas en el trato duro y despreciable para hacerles “fuertes en la… ¿virtud?”. Por lo menos las narraciones de los adscritos españoles y sus “heroísmos” para asistir a las “casas” de la Obra me dejaban perturbado: caminar kilómetros sobre la nieve, no desayunar, estudiar sobre el suelo o con una vela por luz… no habían espacio para las quejas. Me trataban “a cuerpo de rey”.

Bien, dejo las anécdotas para pasar al temor que me invadió cercana la prueba del Centro Pre para ingresar directamente la Universidad. Rendí el examen pero no aprobé, había perdido mi segunda oportunidad y me restaba presentarme dentro de todos los demás postulantes al examen ordinario. Esto me sobrecogió ya que pasé por mi primera crisis lógico-espiritual, ¿habré santificado mi trabajo? Puesto que si lo hubiese hecho habría ingresado. Esto se lo conté en la “confidencia” a mi director espiritual, a la sazón Oscar Medina (ex numerario) y tranquilizó mi aterrada conciencia. “Tranquilo, creo que has hecho todo lo posible y el resultado de tu ingreso está en las manos de Dios ¡Omnia in bonum! (todo es para bien) y, si Él quiere que ingreses sucederá y si no, tendrás que esperar”. Con este consejo proveniente de “Dios mismo que habla a través de los directores” me presenté relajado al examen. Mis padres me acompañaron a la Universidad, como era un día de semana y temprano “mis hermanos sobrenaturales” probablemente no dispondrían de tiempo para tales menesteres.

Al día siguiente fui a verificar mi resultado y me encontré con Tavo Llave (ex numerario) que me dio un fuerte abrazo. “¡Has ingresado y encima en cuarto puesto!”. Cual mi sorpresa que la divinidad se haya apiadado de su siervo fiel que casi me arrodillo, beso el suelo y digo “¡serviam!” como se hace cuando se rezan las Preces (oración que sólo los fieles de la Prelatura rezan e inicia con esa forma de sumisión ante Dios y su Obra). La primera en enterarse fue mi madre al llegar a casa de “mi familia de sangre” y me llenó de besos. Llamé inmediatamente a “la casa” (Centro de la Obra) y me atendió Andrés “¡Felicidades, te esperamos por la tarde para celebrarlo! Te hemos encomendado mucho”. Esta frase final – “encomendado (rezar por ti)” – algunas ocasiones se convertían en estribillo hueco. Tal fue el caso que, años después le aconteció al padre Pastor cuando, al salir de celebrar misa, nadie de su casa le saludó por su cumpleaños. Enojado reclamó el olvido de todos “sus hermanos”. José Antonio le dio un abrazo y le dijo “¡Felicidades Padre, le he encomendado especialmente en la Misa!” lo cual enojó más aún al sacerdote.

Volviendo. El gran regocijo en la casa paterna ameritó un almuerzo fuera de casa, en un restaurante de comida china – por mi ascendencia – y, por la tarde fui a “casa” para la segunda celebración. Solamente estaba Andrés que me invitó a pasar a un lugar totalmente desconocido para mí: el comedor. Fue allí que aprendí una costumbre en la Obra que es el Lonche. Celebramos mi ingreso a la Universidad con un delicioso… lonche. Sepa el lector que en Perú no es común tal costumbre sino de procedencia hispánica. Por otra parte, se me explicó “in situ”, sin haber yo formulado ninguna pregunta, que en la Obra no se suele “celebrar extraordinarios” como ingreso a la Universidad, obtención de beca, aprobación de tesis… únicamente los cumpleaños y, sobretodo el cumplimiento de los cuarenta años de edad ¿Por qué? Ni idea y ni pregunté. Me daba igual, la Obra era de Dios, no me cabía la menor duda y todo lo que se me dijese era querido por aquel “instrumento fiel” que fue el Fundador. Vale decir, como nos comentó en tertulia Mons. Orbegozo - uno de los primeros – que, si al Fundador se le hubiese ocurrido que empleasen todos cucuruchos de color, simplemente se los hubiesen puesto porque tal era “la intervención y el querer de Dios” al intervenir en la historia de la humanidad con la Fundación del Opus Dei.

Ya tenía diecisiete años “gracia de Dios y buen humor”. Empezaba una nueva etapa de mi vida, la Universidad, en la carrera de Arquitectura y todas sus leyendas de hacer maquetas, amanecidas y demás. Corría el segundo semestre del año y seguía viviendo en casa de mis padres. Lo usual era ya trasladarme a vivir a “casa”.

Supongo que para el Consejo Local de Tradiciones no era demasiado molesto porque seguramente, en los “informes personales”, que son redactados por los “directores espirituales” y son enviados al Centro de la Obra o “casa” a la que te destacan, no solamente se detalla el perfil de personalidad sino también su estatus social. Yo, ni enterado que existían este tipo de informes hasta que “ascendí” a cargos de gobierno de la Obra y escuchar las confidencias de “mis otros hermanos en casa”, así como tampoco estaba enterado que había una distinción entre agregados, numerarios y supernumerarios. La breve explicación que me dio Martín en el C.C.SAMA de esta distinción me satisfizo en cuanto que los agregados “tienen deberes para con su familia: como cuidar de su mamá o de sus hermanos menores y no podrían vivir en un Centro de la Obra”. Totalmente comprensible. En cambio, la de supernumerarios me “dejó sin piso”, primero por lo de “super”, prefijo que acá en Perú se entiende como “por sobre” o “superior” pero no era más que aquellos que “tenían la vocación al matrimonio”. Este enterarme recién que habían tales “elegidos” fue mi primera duda en la vocación porque… ¿quién no aspira a casarse y formar una familia “humana” como decía el Fundador? Pero se me explicó que tales pensamientos eran normales y no signo de ausencia de vocación al celibato. El auténtico síntoma de la vocación al celibato “es el temor” según lo que dice el libro “interno” Cuadernos 3, pero – y valgan las verdades – me incomodó que no se me hubiese explicado antes de “pitar” que había esa opción. En fin, “pitar” – como también se me explicó, ya sea como agregado, numerario o supernumerario implicaba para todos la misma exigencia y entrega. Es “firmar una carta en blanco” a todo lo que venga hasta el final de la vida en la Tierra. A fin de cuentas, mi “corazón” ya estaba cerrado con “siete cerrojos” – sólo para Dios – y, el Consejo Local de Tradiciones barajaba la posibilidad de irme a vivir ya a “casa”.

Seguramente en el “informe” se recogía que, si bien tenía dos hermanos que podrían cuidar de mis padres en su vejez, no reunía las condiciones económicas necesarias para pagar la cuantiosa cantidad que exige vivir en una “casa” de la Obra. Mi hermano mayor había ingresado a una Universidad Nacional para estudiar medicina y mi hermana se preparaba para ingresar a una particular. Las exigencias económicas que habrían de atravesar mis padres era ajustada, pero se esforzaron tanto – ambos – que lograron ascender en sus puestos laborales y una mejor remuneración que, no solamente les permitió pagar los estudios de mi hermana y míos, sino que el Consejo Local pudiese preparar “el arpón” para plantearme la mudanza a un Centro de la Obra e iniciar lo que se llama el “Centro de Estudios”.

El inicio del Centro de Estudios

Antemano quiero agradecer algunas precisiones que me han hecho llegar respecto a la confusión que he generado con las llamadas “lecturas internas”. Cuadernos 3 es la que habla sobre “Vocación y Apostolado”, de hecho, cuando alguno estaba próximo a “pitar” el lema era “ya está leyendo Cuadernos 3”, vale decir que está capacitado para leerlo. Dentro de las “casas” del Opus Dei hay gran cantidad de literatura a la que sólo tienen acceso los numerarios o los agregados y, algunos, con permiso especial de los que gobiernan el Centro: los directores (director, sub director, secretario y capellán – aunque se dice que no voto voz sino voz cuando se trata de solucionar algo por votación).

Bien hasta acá. Por otra parte, para la cantidad de personas conocidas que me han encontrado a través de este medio que Agustina ha tenido a bien ser "fundadora", he de dejar nuevamente en claro que no ando bien de la cabeza, de otro modo no me explico cómo me hice del Opus Dei dos décadas de mi vida para recobrar la cordura a los treinta y cuatro años. O sea, lo que vayan diciendo por allí que el tal Nicanor sufrió un severo daño psiquiátrico – milagrosamente – se curó al salir y no fue por atención a rezar exactamente la estampita de Escrivá. Tampoco estoy en otro país ni bobadas por el estilo que, en esto de esconder que los numerarios se marchan en progresión geométrica, los directores y sacerdotes son campeones de argüir esas “mentiras piadosas”..

Aclarado estos asuntos, prosigo. El ingreso a la Universidad a la carrera de Arquitectura no se planteaba para nada fácil. Creo que eso lo sabía bien el sacerdote director del Centro de Estudios que, a la sazón, quedaba justamente cruzando la calle del C.C. Tradiciones al que estaba adscrito. Al paso dos anécdotas: la primera refiere al comentario que se me hizo, cuando era “adscrito” de Tradiciones: “no se pasea ni se visita a nadie en otros Centros de la Obra sin causa alguna que no sea consultada con el director”., y la otra es un recuerdo infantil al pasar justamente por el C.C. Los Andes (el Centro de Estudios), una casa hermosa, cubierta de enredaderas, de estilo vienés… y me imaginaba si pudiese vivir en una casa así. Curiosamente, el Fundador recogería en uno de sus escritos que, si uno narrase su vida, los que le escuchasen darían perfecta cuenta que Dios le había guiado para encontrar esa “estrella” que “brilla como un lucero en la frente” de los elegidos al Opus y, acabé estrellado...

Decía que el sacerdote director conocía perfectamente del sufrimiento de los arquitectos en sus estudios porque uno de sus “pitables de siempre” era estudiante en la Universidad en la que yo estaba e invitado con frecuencia al Centro para almorzar o cenar o jugar al tenis o montar bicicleta con el Director. Creo que era su único amigo y nunca pitó.

El llamado “Centro de Estudios” es una casa del Opus Dei donde son destinados los numerarios recientes para su formación en el carisma del Opus Dei e iniciar los estudios en filosofía, teología y latín entre otras materias. Todo un plan en vista a que – si el Prelado lo decidiera, pudiera ser convocado para su traslado inmediato a Roma y ser ordenado presbítero: un seminarista pero sin conocimiento que lo era, porque en el Opus todos se consideran muy laicos. Otro recuerdo: Pablo Ferreiro, docente de la Escuela de Dirección de la Programa de Dirección de la Universidad de Piura, al viajar a Roma para la beatificación de Escrivá, se trasladó a un convento de monjas que alojaban seminaristas. Razonó en su mentalidad laica y empresarial: “puesto que todos los numerarios pueden ser llamados al sacerdocio, entonces, soy seminarista” y así pasó por la puerta del covento como “seminarista del Opus Dei”.

Entonces, en el Centro de Estudios… se estudia. No cabe duda y hay que hacer de tripas corazón para encajar las exigencias de la carrera profesional con la de las normas y costumbres y con los estudios – antes mencionados – usualmente dictados los fines de semana por curas que venían de otros Centros.

Aunque no había sub director sino que el director fungía como director y capellán creo que los que vivían en esa “casa” eran poco menos de una decena viviendo allí. Yo aún conservaba mi condición de adscrito, es decir, vivía en casa de mis padres pero como si no lo fuera, porque lo pasaba toda la semana allí metido. De aquella colección de la “aristocracia intelectual”, como le gustaba denominar al Fundador a sus hijos numerarios, sólo quedaron tres. El resto se marchó al pasar los años y emigrar a otros lados. Octavio se retiró pronto, cuando yo estaba allí. Fue el primer disidente que conocí, en el que posteriormente me detendré.

Comencé a llevar a mis colegas de estudio por la “casa”: Renato, Paco, Alberto… que al cabo se incorporaron al llamado “círculo breve”. Uno de los primeros líos apostólicos era que tus compañeros se mudaban contigo de casa en casa a la que pasabas. Algunos estaban dispuestos y otros no. El caso es que de mis “amigos” sólo debía interesarme en aquellos que pudiesen ser “pitables”, los demás no eran necesarios. Así que remordimientos no tenía. Tampoco tenía remordimientos por las bajas calificaciones que obtenía en mis primeros ciclos de carrera, es más, en la “charla fraterna”, dícese de aquella conversación entre “hermanos” en la que se conversa sobre tres temas fundamentales “fe, pureza y vocación” con quien te digan que tienes que conversar – no es susceptible de elección por parte del interesado -, jamás me preguntaban sobre mi estudio, ni siquiera de la relación con mis padres: todo se centraba en el proselitismo y en esas conversaciones en intimidad que sostenía con mis amigos. Es decir, a mis compañeros de estudio los dejaba literalmente calatos en sus asuntos íntimos con el que hacía la “confidencia”.

Es entonces que, sí, los estudios son necesarios para guardar la “espiritualidad laical”, “estar dentro del mundo sin ser mundanos” y – sobre todas las cosas, para garantizar un ingreso de dinero suficiente que sirva para dejar, íntegramente, en la caja del Centro. ¿Pero qué podía aportar un adscrito de mi condición? Era tema recurrente en la “charla fraterna” el si podía sacarle más dinero a mis padres. De hecho estudiar arquitectura es caro, porque hay que comprar herramientas y materiales: estilógrafos, reglas, cartones, pegamento, etc., y mi madre se sorprendía cuando le pedía más y más aduciendo que tenía que adquirir materiales. Esto me llevó a convertirme en el interior de la Facultad de Arquitectura en uno peligroso “caníbal” de materiales, una especie de aparato de reciclaje adelantándome a los tiempos. Si encontraba alguna maqueta abandonada en algún salón de clase inmediatamente daba cuenta de ella, llevándome los arbolitos en miniatura, cartones y varillas que no estuviesen en mal estado. Desde esta Web pido perdón a algún compañero o compañera de estudios que haya encontrado su maqueta hecha pedazos si es que la dejó olvidada. Yo fui el descuartizador.

Estaba contento de estar en esa casa. Aunque vieja era linda. Con mis compañeros de universidad nos íbamos a un porche armado en el jardín para estudiar o hacer maquetas. La sala de estudio era un lugar muy grato y el oratorio bastante pequeño. Igual, tradicionalmente teníamos meditación los sábados con los famosos “chicos de San Rafael” equivalente a decir “numerarios o supernumerarios en potencia y no en acto”, hago esta distinción entre potencia y acto porque ya le estaba entrando al Aristotelismo en mis clases de “Introducción a la Filosofía”.

Estas “meditaciones”, del capellán, iluminados tan sólo por una pequeña lámpara sobre una mesita forrada con mantel oscuro es una costumbre en los Centros de la Obra. Sucedía entonces que, con el trajín de la semana y los trabajos por entregar en la Universidad a primera hora del lunes, muchos – por no decir todos mis “amigos” del círculo no asistían. Así, los sábados el reloj era un arma de tortura mental, llegada la hora – usualmente – se presentaban muy pocos y, en varias ocasiones, nadie. Tras la meditación de los sábados con su consiguiente bendición con el Santísimo Sacramento, me confesaba y marchaba a casa de mis padres. El cinturón de la “vocación y entrega” se estrechaba cada vez más. Debía de hacer “más vida en familia” así que se me pidió “porque en el Opus Dei el imperativo más fuerte es un por favor” que asistiese a la Santa Misa a las seis y media de la mañana. Lo cual significaba levantarme a cuarto para las cinco, embutirme el desayuno para cumplir la hora de ayuno para poder comulgar y salir nuevamente de casa de mis padres a hurtadillas. A las cinco y media de la mañana, salir de un barrio que, como comenté era peligroso, era poco más que temerario al igual que retornar a horas muy tardes en la noche. Intentos de asalto guardo por decenas en mi anecdotario. Mi madre sobretodo andaba con los nervios de punta pero guardaba confianza en Dios y en mi ángel custodio que no me pasaría nada. Y así fue, garrote en mano al ir y venir a zancadas y mirada paranoica nadie se me acercaba ¡Laus Deo!

De la construcción y traslado al nuevo Centro de Estudios

Mi amigo lector, acucioso, se preguntará ¿y cómo madre tan esmerada en que sus hijos den lo mejor de si no se haya preocupado de los estudios universitarios de su hijo? En cierto modo, el autor de este artículo, había aprendido de sus padres a dar lo mejor de si en lo que hacía. Ciertamente había tenido un periodo de copiarme del amigo durante mi etapa escolar pero se acabó cuando me pillaron y me dio tanta vergüenza que nunca más he copiado en mi vida. Sin embargo, confesé de esto en la confidencia y como agua sobre piedra. En fin, se me había criado en un cierto estrés perfeccionista. Esto, para mi desgracia, ejercía una presión que me tenía más tenso que cuerda de violín. Hacer compatibles el horario en el Centro de Estudios, las normas y costumbres, los trabajos y estudios universitarios y el proselitismo detonó en una serie de jaquecas que luego diagnosticó mi neurólogo como migraña.

Curiosamente la primera fue en el Centro de Estudios y la recuerdo perfectamente porque pedí permiso para tirarme en cama hasta que me recogiese mi padre. Al verme mis padres pálido y con dolor intenso sacaron cita con la neuróloga. Vale la pena precisar que mis padres son médicos y esto es una gran ventaja. Ahora bien ¿esto causó alguna pregunta sobre mi estado de salud, si era la primera vez que tenía algo semejante, si posiblemente era el preludio de un aneurisma? Para nada. Simplemente el director del Centro me dijo “anda pero ¿cuánto tiempo vas a dormir?”. Este “tiempo de dormir” es un asunto interesante porque ni los numerarios ni los agregados hacen siesta, expresamente escrito y querido por el Fundador a excepción de indicación médica...

Bueno, van las anécdotas: durante mi primer curso anual (dícese de viaje de duración mensual fuera de la ciudad donde uno reside con fines de formación doctrinal, espiritual y apostólica) – del cual hablaré posteriormente – caí enfermo del estómago. Deshidratado y en cama, delegaron en Napoleón que me atendiese. Napo, mayor que yo en la Obra y de espíritu exigente, cuidaba que hiciese todas las normas durante mi periodo de recuperación al extremo que en un momento dado le comenté que quería dormir tras la somnolencia que me había producido la “lectura espiritual” y me respondió “no, me voy a quedar contigo para mantenerte despierto porque los numerarios no hacemos siesta” y, la otra interpretación extrema de la costumbre, la produjo el mismo numerario muchos años más tarde, cuando – signado para llevar las charlas íntimas de los supernumerarios en la ciudad de Trujillo donde no hay casa de la Obra – despertaba al sacerdote que le acompañaba durante el viaje entre las arenas del desierto costeño para cumplir con lo indicado por el Fundador. Lógicamente la investidura ministerial prevaleció y el padre Luis Andrés le aclaró la interpretación de la costumbre para poder echarse un sueño. Entre uno y otro episodio habrá trascurrido una década en que Napo iba despertando a todo aquel que encontrase cabeceando.

Así pues, los resultados de los exámenes médicos – totalmente pagados por mis padres y sin la compañía de ninguno de mis “hermanos sobrenaturales” – dieron como feliz resultado que no había problemas vasculares. Era pura tensión nerviosa y la Dra. Aldave, avisada ya por mis padres, me aconsejó dejar la Obra y dedicarme a mis estudios. Narrado esto a quien me dirigía en la charla fraterna me aconsejó frecuentarla lo menos posible y tomase mis medicinas. Punto final al tema médico.

Durante las tertulias, con frecuencia, salía el tema de la construcción del nuevo Centro de Estudios puesto que la Región iba a crecer tanto que las casas de la Obra estarían repletas de numerarios que tendrían que dormir hasta en los pasos de las escaleras. Estas utopías provenían de la “Madre Patria” y los recuerdos de los primeros de casa. En las lecturas de Crónicas (dícese de revista exclusiva para los fieles de la Prelatura en donde se recogen noticias internacionales de los apostolados de la Obra y reuniones del Prelado) se narraban cosas por el estilo de “gracia a la intercesión de Nuestro Padre tenemos ya cuarenta adscritos en el Centro” o “como nos faltan camas dormimos sobre las mesas de la Sala de Estudios” o “fuimos casi un centenar de estudiantes al Congreso Universitario en Roma y pitaron varias decenas”… todas estas narraciones ciertamente apabullaban mi espíritu proselitista y ansiaba conocer “el secreto” para que piten cuarenta de un zarpazo porque, aunque la casa era bella y pequeña, cabíamos sobradamente. Pero, al Consiliario le molestaban dos cosas: la primera que era alquilada y la zona se valoraba cada vez más – aunque el que la alquilaba un cooperador pero no tonto para subir el alquiler – y, la segunda, era que era una casa vieja.

Así pues el Arq. Tito Mavila, numerario de treintas en aquella época, fue asignado para diseño y la constructora de un supernumerario para la construcción. Un negocio familiar aunque – como decía el santo Fundador – los numerarios no han de aprovechar de sus “hermanos sobrenaturales” o de su “madre guapa” (la Obra) para conseguir puestos o trabajos. Tuve oportunidad de pasear por el edificio en obras, una soberana mole de ladrillo de siete niveles al lado de la Comisión Regional y de un Centro enorme de la sección femenina para que atendiesen “la mole” de Centro de Estudios que se erguía en un lindo paraje miraflorino con vista al mar. Definitivamente el Opus Dei tiene un gusto extraordinario para situar sus Centros. Al tiempo, uno de los obreros – que ahora trabaja para mi – me comentaba los rumores entre ellos y las buenas ganancias repartidas entre el arquitecto y el constructor ¿cómo se financió esa obra? En parte por la casualidad que existen unos cooperadores de primera línea, gerentes de bancos poderosos como el de Crédito y el Interbank, además de los buenos contactos que se establecían con empresarios que pasaban por la Escuela de Alta Dirección de la Universidad de Piura, como el gerente general de las cadenas E.Wong y el dueño de la fábrica de cementos más grande del país que pronto se les integró como cooperadores aunque nunca pitaron como supernumerarios.

Concluidas las obras vino la mudanza, tarea nada fácil. Convoqué a mis amigos de la Universidad y con gusto echaron una mano en cargar todo a la “casa” nueva. Obviamente los cachivaches que movimos apenas cupieron en la Sala de Estudios del nuevo Centro de Estudios. A propósito una impresión: el aire conventual del mismo. El Arq. Mavila era “el” arquitecto del Opus Dei y también de algunos conventos de cooperadoras – puesto que no hay monjas en la Obra por su espiritualidad laical -, entonces la disposición de los ambientes alrededor de un patio central, arcos y pasillos le daban un aspecto de claustro conventual muy peculiar y una auténtica pesadilla para el pelotón de numerarias auxiliares que tenían que mantener aquello limpio y reluciente en pasillos sin pendientes y con máquinas de limpieza que tenían que cargar a viva fuerza. Es por ello que muchas de “mis hermanas” que con las que “no debe haber ningún tipo de contacto, no se han de conocer sus nombres ni dirigirles la mirada” sufren con los años –todas – de problemas serios en la columna vertebral. Pero, eso, con tal de servir a Dios allí donde las a colocado es una mortificación agradabilísima a Nuestro Señor y parte esencial de su “llamado divino”.

Retorné a casa de mis padres agotado. Me eché una “pecaminosa” siesta y me levanté pasada la hora de la meditación en el Centro. Hice mi oración, llamé para reportarme. El nuevo Centro de Estudios estaba colmado de habitaciones – todas vacías obviamente – porque los sobrevivientes del Centro de Estudios anterior no pasábamos de una decena. Pero por fin teníamos “administración ordinaria” (dícese de aquel servicio que prestan las numerarias auxiliares dirigidas por una numeraria administradora en las tareas de limpieza, portería, cocina y atención del comedor) y varios subieron de peso a los pocos días.

Respecto a las numerarias auxiliares, recuerdo que mi primer encuentro con una de ellas – que ni sabía que existían - fue en la casa vieja cuando, al abrir una puerta con la llave en mal estado, me encontré a una mujer de mediana edad arrodillada en el suelo de piedra encerando. La primera reacción fue arrodillarme y ofrecerle ayuda. Ella corrió y se metió por la puerta del comedor como si hubiese mismo al conde Drácula en su peor momento y Álvaro, un numerario del Centro de Estudios, me tiró con su fuerza casi sobrenatural de la camisa y cerró estrepitosamente la puerta. Fue él quien me explicó la existencia de estas personas y la importantísima labor que hacían en los Centros para darles un aire femenino y acogedor a los mismos. Con los años mi relación con las numerarias auxiliares fue más estrecha pero será ocasión de otro artículo.

En el nuevo Centro de Estudios. De Neandertal a Homo Sapiens

Era pues que cuatro gatos fuimos trasladados de una linda casa de San Isidro al enorme edificio explícitamente construido para albergar a cuarenta numerarios, entre habitaciones individuales y triples. A propósito la anécdota de un compañero arquitecto. Le dieron el encargo de construir un cuartel para oficiales en Chile así que propuso dormitorios individuales. “Muy caro” fue la respuesta. Segundo boleto: habitaciones dobles. Se lo negaron porque podía propiciar la “homosexualidad” – en la Obra se tiene el mismo criterio de “seguridad” ¿Será porque también es milicia? – así que en se segundo anteproyecto propuso habitaciones triples. El general de turno le dijo “¡Peor aún, si con dos es problema con tres… ni hablar!” y así volvieron al inicio: habitaciones individuales, que – hoy y ahora – es el estilo de las nuevas “casas” de la Obra, con su baño individual para no verse “calatos” y provocar malos pensamientos en alguno con tendencias distintas...

A todo esto, cuando me pidieron ser “oficial” (trabajador sin ad honorem) de la Comisión Regional (dícese de organismo máximo de gobierno de una región que toca gobernar al Opus Dei, dirigido por un sacerdote – representante del Prelado – al que se le llama Conciliario), vi brevemente un manual de experiencias de cómo construir Centros del Opus. Dirá el prólogo que el Opus no tiene un estilo definido y la verdad es que no necesita aclarar esto porque es tan complejo como la normativa para hacer un Hospital. Estos manuales son de empleo de numerarios (as) arquitectos y se guardan en donde reside la Comisión referida.

Retornando, Los Andes, como se le llamó al Centro tras álgido debate entre los mayores de la Obra, estaba “calato” por dentro. Los tiempos libres me los pasaba en trasladar los pocos trastos que teníamos a sus respectivos ambientes y, aún así, la “casa” – de forma conventual – quedaba enorme. Por suerte, un cooperador que dio de baja a su hostal, nos regaló las camas y mesas de noche para las habitaciones. Imagino que previamente habrán sido exorcizados dichos mobiliarios debido a su pecaminosa procedencia. Ahora serían santificados con el reposo de nuestros “cansados cuerpos” porque en la Obra “hay que exprimirse como un limón”, considerando el descanso como “un cambio de actividad” que – para nada – es echarse una siesta o leer el periódico, una revista o ver la TV o un video. Puesto que la función del Centro de Estudios es “formatear” el cerebro y con ello la conducta de los neandertales que llegan para ser expulsados luego como ejemplares numerarios, todo lo anteriormente mencionado sólo estaba reservado para los mayores; en este caso, el director y el sacerdote. Pero los cuatro neandertales que allí estábamos – yo seguía viviendo en casa de mis padres – teníamos toda la intención de ser formateados ya sea del modo “low” o “hard”. Un ambiente que me llamó profundamente la atención y que del cual no participé de su “ambientación” era una pequeña habitación cerrada con llave que y guardada en secreto lugar de la habitación del director. “Carlos, ¿qué hay allí dentro?” le pregunté. “Esto es el infiernillo” me respondió. “Acá se guardan todos los libros que no se pueden leer si es que tienes la debida autorización y formación filosófica y teológica”, por ejemplo acá están Kant, Ockham, Marx, etc. Esto me recordó un episodio de cuando estuve en SAMA al recién pitar. Movido de santo celo, en casa de mis padres había encontrado dos libros de Marx y Martín, mi director, me dijo: “tráelos inmediatamente”. Se los llevé y los quemamos en la azotea. Posteriormente me enteré que el Fundador había formado un grupo que selecciona y califica los libros permisibles de leer con distintas categorías del uno al ¿cinco?, no recuerdo, siendo el uno la calificación más baja “apta para todos”: las aventuras de Ásterix pero… ¡en latín! Puesto que los numerarios han de dominar esta lengua muerta propia de la Iglesia además del griego y el arameo.

Ciertamente la denominada “Sala de Estudios” o “Biblioteca” de uso general para los “chicos de San Rafael” (dícese de aquellos muchachos que vas persiguiendo para que se integren a un charla o círculo y separar la paja del buen trigo pitable. Son encomendados al arcángel San Rafael por ser quien llevó a Job por el buen camino hacia un santo matrimonio; por lo menos eso es lo que deja anotado el Fundador en CAMINO) almacenaba la colección de la Enciclopedia GER y libros ya censurados. Usualmente la matemática, geometría y lenguaje no se censura. Más adelante y, cuando se pasó de las películas de rollo a Betamax, VHS y ahora DVD se creará otro grupo para que seleccione qué es lo permitido para ver. Así pues, nos quedaba claro que habían dos “cucos”: la lectura y los videos. Creo que el lector ya sabrá que los numerarios y agregados estamos prohibidos de asistir a cualquier tipo de espectáculo público: cine, teatro, corrida de toros, etc., a excepción que el numerario sea el torero o cantante, obviamente. Y, esto, se explica facilito: todo aquello que entra por los sentidos va formando la conciencia, es por ello que, para la salud de una conciencia auténticamente cristiana y conocedora de lo bueno y lo malo tiene que pedir permiso al director o sacerdote de lo que va a leer (por ejemplo el comic “Condorito” estaba desaconsejado o revistas como CARETAS que tocasen temas políticos controversiales). A este punto añado que, a veces, me tiraba mi “canita al aire”, sobretodo cuando iba al baño a satisfacer mis necesidades fisiológicas me llevaba conmigo el periódico.

La primera vez me llamó la atención que había zonas recortadas, sobretodo en la sección de “espectáculos”. Cuando pregunté por estos recortes se me dijo que era porque “atentan contra la moral y las buenas costumbres”; y no solamente eran fotos de chicas desnudas sino también artículos. Es por eso que el diario, cuando llega, siempre ha de dejarse en la habitación del director hasta que – por su peculiar gracia de estado – lo estudie, recorte. Parte e los “cuidados maternales” de la Obra. Tal era este estado de cuidar la conciencia de los demás que, el peluquero al que solíamos asistir, me comentó que había un tipo – director del Consejo Regional – que le daba cólera porque cada vez que tomaba el diario o una revista tenía la manía de arrancaba algunas fotos y artículos así que cuando le veía llegar guardaba los diarios y revistas. Le dejaba solamente “Condorito” y aún así lo despedazaba. Este tipo de control que consideraba algo buenísimo y normal dentro de cualquier “familia cristiana” me llevó no solamente a fiscalizar el periódico que llegaba a casa de mis padres con la extrañeza de mis padres. Otra anécdota al respecto fue cuando, por cortesía, ofrecía a quien tenía que pasar un buen tiempo en sala de espera; Alfredo al verme bajar el periódico me llamó la atención “Pero, ¿qué haces?, ¿No te das cuenta que es rarísimo que muestres un diario recortado a una persona extraña?”. En honor a la verdad, si aquella persona me preguntaba por los recortes, no era para satisfacer algún desordenado apetito sexual sino por las razones que me habían dado. Pero, he aquí, que esas personas son de la especie neandertal, por lo tanto mejor alcanzarles un “boletín informativo” (dícese de la revista que publica la oficina de información del Opus Dei dentro de su plan de marketing).

El día que alguien cumplía años, la celebración también estaba normada en los manuales de la Obra: “se añadirá un extraordinario en la comida, tal como un aperitivo o su plato favorito. Si lo prefiere, previa consulta con el director, podrá contar la historia de su vocación… se podrá proyectar un video comercial previa censura y, si es una fecha especial como cumplir los cuarenta años, el consejo local preparará una especial celebración. En caso que el cumpleaños coincida con una fiesta de la Obra (ya mencionado en artículo anterior) bastará una sola celebración y, si coincide con un día de retiro mensual, se celebrará después del mismo”. A toda esta normatividad que tenía que ser digerida e interpretada por el Consejo Local, se designaba a algunos “buena gente” para que añadiesen algún momento divertido para la tertulia. Lo usual era que el “buena gente” era yo, por algún peculiar sentido del humor, mientras los demás se ocupaban de sus sacros deberes por se demasiado insulsos.

Entonces, me dedicaba a hacer los famosos “murales” o pegotes de revistas que pedía – a través del sacerdote – de alguna supernumeraria tales como COSMOS, HACER FAMILIA, VANIDADES, entre otros. Lo que me atormentaba es que las supernumerarias no censuran sus revistas y me quedaba expuesto a las tentaciones demoníacas más tremendas con sesiones de fotos de página central. Será pues el “mural” un pegote de fotos al cual se añade comentarios divertidos con plumón. Usualmente este “mural” tenía que pasar por la censura del director porque, ¡bah!, seguíamos siendo medio neandertal-sapiens o viceversa. Así pues, algunos murales salían a la luz con recortes.

Mi primer y otros cursos anuales

Pues sí, cada vez más me hacía Opus Sapiens y veía como correctísimo todo lo que se hacía en “casa”.

Usualmente, en las vacaciones de verano, que en este hemisferio va de febrero a marzo, pasábamos el mes en lo que se denominaba “curso anual”. La definición de esta palabra es muy etimológica. “Curso” porque nos hacían estudiar “cursos” y “anual” porque – gracias a Dios – solamente se hacía cada año.

El objetivo de estos “cursos anuales” era la “formación” o “estudios internos” a los que se ven obligados los numerarios y agregados en materias de filosofía, teología, derecho canónico, historia de la Iglesia, latín, hebreo, arameo, Catecismo de la Obra, Catecismo de la Iglesia… y, si algo olvido, es porque no lo cursé...

Personalmente me jacto de haber sido muy bueno en filosofía, menos en teología, peor en historia y un auténtico desastre en todo lo demás. Para muestra un botón: Miguel – numerario mayor (que a más no poder retornó a su Madre Patria), me dictaba latín los días sábados en el Centro de Estudios. Apiadado de mí, empezó a darme clases particulares hasta que un buen día me dijo: “Nicanor, nunca me canso tanto en la semana como cuando te doy clases. Si te parece acá lo dejamos”. Apenado, pensé que era por mi escasa formación en el idioma español – puesto que mi Colegio destacaba por sobre los demás por su rigurosa formación científica – y, fue así que, en uno de los cursos anuales, solicitamos a Álvaro nos dicte clases de castellano. No era el único de los presentes con problemas en esta lengua muerta. Existían más “agotadores” y, eso dio un respiro a mi acongojada alma.

El lector se preguntará ¿Y por qué estudian todo eso? La respuesta es compleja y sencilla. El Fundador, en las revelaciones que tuvo sobre lo que debía fundar, se dio cuenta que “su” o “la” Obra necesitaría de sacerdotes que atiendan la formación académica y espiritual de sus hijas e hijos y que estos no deberían salir de las canteras de cualquier Seminario. Tenía que formarnos en la ortodoxia de la Iglesia ¿O de su Iglesia? En fin. Es por ello que – sobretodo a los numerarios – se nos exige una intensa formación como seminaristas, puesto que en teoría lo somos. Si el Prelado – el Padre – nos llamase al sacerdocio, ya teníamos para convalidar varias materias.

A los numerarios se les exigía esta formación a la “n” potencia, a los agregados a la “n-1” y a los supernumerarios a la “n elevada a la cero” ¿Por qué? Creo que porque los supernumerarios (as), al ser “clase de tropa” (en frases del Fundador), les bastaría con saber pronunciar bien las Preces (oración propia de la Prelatura en… ¡Latín!), aprender las oraciones antes de acostarse y algunas remilgadas palabras de Camino.

Sigo con el latín. “¡Álvaro!” le suplicamos al “más inteligente”, “primero danos clases de castellano y así entenderemos mejor el latín”. En clase éramos unos veinte, la mayoría cercanos a los treinta, yo era el “Benjamín”. De España nos habían llegado unos libros muy “chulos”, como dicen en el otro lado del Atlántico, con dibujitos y otras monadas. Pero lo dejamos de lado. Teníamos que concentrarnos ahora en aprender bien nuestro idioma para entender otro. El caso es que Álvaro es uno de los pocos genios que he conocido en mi vida y, profundizó tanto en toda la casuística del castellano que, al terminar la clase con un Ave María, dábamos gracias a la Virgen que pudiéramos entendernos, milagrosamente, unos a otros en nuestro idioma vernáculo.

El control de las clases es sumamente riguroso. La nota mínima aprobatoria sería diecisiete, un “summa cum laude” y, los exámenes eran orales ante dos o tres jurados. Esto se lo conté a mis padres para que se percatasen que en el Opus, las cosas no se toman a juego y, su divino hijito, estaba quemándose las neuronas en algo que… seguramente le serviría aunque no tuviera nada que ver con la carrera universitaria que había elegido.

De mi primer curso anual guardo recuerdos muy vagos. Fue en la residencia de estudiantes de Cañete, en el Centro Rural Valle Grande, joyita insignia de la Obra como labor social que se hace con los campesinos e hijos. En similar habría un Condoray para mujeres. Así, cuando alguien cuestionaba ¿Y qué hace en Opus para con los pobres? Se les trasladaba en el más veloz Mercedes Benz a estas dos instituciones, hombres y mujeres por separados. De uno saldrían agregados y supernumerarios y, de la otra, supernumerarias y numerarias auxiliares.

La residencia, no era atendida por las numerarias auxiliares – aunque las teníamos pasando la calle – sino por unas señoronas. Esto porque la residencia no guardaba las normas establecidas por el Fundador para los Centros de la Obra – masculinos y femeninos – en los que se debía guardar unos “cinco mil kilómetros de distancia” (separación absoluta, visual y auditiva). La residencia no cumplía con esos requisitos. Por las ventanas de la sala de clases se veía pasar, de vez en cuando, alguna gordita escoba en mano. Ciertamente peor la pasaban los numerarios que vivían en “casas” con administración ordinaria (donde viven también las numerarias auxiliares y se dedican “full time” en servir a los señoritos). Esto lo digo por la sazón de la comida. El que menos se iba en unas diarreas soberanas puesto que, las auxiliares de sus respectivas casas, saben cocinar muy bien y acá o era demasiado grasoso, salado, insípido, etc. En honor a la verdad yo mismo puedo decir que en casa de mis padres la comida era más sabrosa. Pero esto no es un artículo culinario sino de los cursos anuales.

Entonces, de ese primer curso que hice, recuerdo solamente al chino Yong que, al encender una radio viejísima, se puso a bailar sólo. También los paseos a la playa, obligación casi diaria tras las clases de la mañana, en la que nos subíamos obligatoriamente a un bus de Valle Grande e íbamos a una sección costera lo suficientemente desértica y alejada de la mundana población para “cuidar la vista” y no caer en el “pecado de Salomón”. El gran problema surgió cuando se me dio por correr. La playa no me atraía para nada, ni el voley, ni surfear las olas. Para no quedarme dormido decidí correr sobre la arena y me convertí en tan atleta, que iba de punta a punta, unos ocho kilómetros: corriendo de frente, de lado, al revés, saltando y en carreritas. Lo malo del asunto era que “Salomón” corría conmigo. En el primer risco se encontraban los mundanales playistas, en toda la promiscuidad de estar mezclados unos con unas y a veces unas que se quedaban mirando al “atleta” con ojitos de deseo y, “en la otra esquina” (al mejor estilo de narración de boxeo) me extrañaba encontrar siempre a un grupo de chicas, bien alejadas del mar, con una que otra caminando por la orilla y que ¡también se quedaban mirando!

Un día, creo que por encargo del Director para que no hiciese deporte sólo, le pidió a uno que me acompañase un tramo. Con él llegamos a la “otra esquina” y el susodicho comentó al llegar con el grupo: “hemos visto llegar un grupo de chicas que se mueven e instalan igual que nosotros, ¡hasta caminan en parejas por la orilla igual que nosotros!”. Por poco nos lanzan por la ventana del auto. Esas “chicas” eran “nuestras hermanas” en la Obra que estaban haciendo su curso anual en Condoray y que, con unas horas de retrazo, salían a tomar también su parte de sol y playa. Desde entonces, se les avisó a “nuestras hermanas” que retrazaran su hora de salida para no coincidir con los santos varones de “sus hermanos”, guardar los “cinco mil kilómetros de distancia” y así nos deshacíamos del Rey Salomón y sus miraditas de deseo carnal.

Mis primeros estudios fueron una tristeza, no por que el latín sino por conjugar el rendir los exámenes frente a tres curas – por lo menos en la Universidad no se estila así -, estudiar esas materias novedosas para mi y aprender de memoria el Catecismo de la Obra y de la Iglesia puesto que el Fundador así lo había dispuesto. Es más, en el prefacio dice explícitamente “Apréndelo de memoria, para que haya siempre, en tu cabeza y en tu corazón, y en tu camino, luces claras.” Por entonces, las únicas luces que veía eran las de nuestras pequeñas lámparas de noche con las que nos amanecíamos estudiando y memorizando. Así pues, culminaba el curso anual con un enorme deseo de volver a la Universidad a estudiar lo que nos gustaba.

Del cómo me trasladé a vivir a un Centro de la Obra

Los cursos anuales en Cañete, suponían pues, para los numerarios con administración ordinaria un suplicio. Aclaro esta parte por una errónea construcción castellana en el capitulo anterior que, seguramente Álvaro no hubiese permitido.

Las “señoras gordas”, término que empleábamos abiertamente para designar a las señoras de servicio, cocina y limpieza, hacían lo que podían. Vale decir, hacían lo que hacían en sus respectivas casas y cocinaban como cocinaban para sus hijos. Eso lo sabíamos perfectamente y… ¡Qué nos quedaba sino manifestar nuestra comprensión para con ellas! Del mismo modo como se manifiesta “comprensión” para con los que se marchan de la Obra. Aunque es irse por las ramas, me recuerda una frase muy interesante de Manolo, uno de los directores regionales, al respecto a los que se marchaban de la Obra. Dijo: ”así como todo organismo sano expulsa lo que le enferma, ya sea en vómitos o diarreas, del mismo modo los que no quieren perseverar en casa se evacuan naturalmente para mantener el cuerpo sano”. Célebre frase que me impactó por lo explícito de la… ¿analogía?...

Retornando al grano de las “quejas” respecto a la comida que se nos servía en Valle Grande, Cañete. Las numerarias auxiliares que son adiestradas en Condoray para los servicios de cocina en “casas” de la Obra lo hacen de modo poco más que extraordinario y varios, al entrar a vivir en “familia” empezamos a engordar.

Tomaré el punto de la obesidad como referencia para la explicar la crisis de trasladarme de casa de mis padres a la “casa” de la Obra “de Dios”.

Ya era tiempo que me mudase al Centro de Estudios. Inclusive Claudio, hijo de acaudalados supernumerarios, menor que yo, ya vivía allí. Pero ¿cómo superar la incomprensión de mis padres? Se me hacía un embrollo en el cerebro más que el corazón, puesto que el corazón ya lo había entregado a “su Obra”. De hecho, me dolía horrores cuando mi madre me pillaba haciendo la oración a puertas cerradas en el dormitorio y me cuestionaba qué hacía y porqué. Aunque ella respetaba mis decisiones, sabía que cada vez estaba menos en casa y más en lo otro. Ni con decirle que me iba a la Universidad como “mentira piadosa” para ir por el Centro… ella, ya lo intuía. Los rumores que el Opus Dei acaban “llevándose a sus hijos” se presentaban ya como una realidad. Así pues, me aclaró: “tú de esta casa no te vas hasta que no termines tus estudios universitarios”. ¡Eso era demasiado! El plazo transado por mi Director era mudarme a fines del curso anual del 93, creo, ya con veinte años cumplidos.

El curso anual de ese año fue muy duro. La presión de saber que tenía la exigencia de enfrentarme duro con mi madre para dejarla – cabe mencionar que de sus hijos siempre fui el más cariñoso -, la amenaza de dejar de pagar mis estudios universitarios si me mudaba antes a una “casa”, dejar la Universidad puesto que no pensaba ser una “carga” para la Obra y conseguir un empleo hasta reunir el capital suficiente para continuar con mis estudios… todo ello provocó un estado emocional de perturbación que, intuyo, sería anorexia, puesto que de los sesenta y cuatro kilos que pesaba llegué a los cincuenta y ocho. Me convertí en hueso y pellejo. Ciertamente mis “hermanos” tenían tanto qué hacer que no se dieron cuenta, seguramente porque… ¿tendrían también que cuidar la vista en esos rubros? Mis padres, al visitarme en Sierralta, donde se desarrolló ese curso anual quedaron más que espantados al verme. “¡Por Dios Santo estás hecho un esqueleto!” manifestó frente al Director del curso anual que no le quedó otra que percatarse que, efectivamente, mi físico había cambiado “un poquito”. “¡Te vienes inmediatamente con nosotros!” fue el forcejeo de mi madre a lo que el Director le dijo que le prometía “hacerme” comer. Y así lo hizo, me dijo: “Nico, tienes que comer más” punto.

Poco se puede decir del dolor que experimenta una madre – que no es supernumeraria – de un hijo al que ve deteriorarse, alejarse y modificar su forma de ser. El “dulcísimo precepto” como diría el Fundador era ahora muy amargo. Al retornar al Centro de Estudios se acordó que el Director, Carlos y Jae Hyung, fueran invitados a cenar en casa de mis padres para explicarles que los numerarios vivía en una “casa” de la Obra. Así fue. Acabada la cena, me retiré a mi dormitorio. Mi madre subió y me preguntó directamente: “¿te has hecho numerario?”. “Sí” le respondí. “Y… ¿por qué me lo has ocultado?”. “Porque tenía miedo que rechazases la vocación que Dios me ha dado”. “Es decir que en el Opus Dei te enseñan a mentir ¿eh?”. Me quedé callado y sollozando porque mi madre tenía los ojos empañados con lágrimas mientras me hablaba con firmeza. “No me opondré y maldigo el día que conociste el Opus Dei. Tonta fui en no hacer caso de lo que decían de esa institución pero te veía feliz” respondió. “No te marchas de esta casa hasta que culmines la Universidad”. “Lo siento mamá, ya tomé la decisión, me voy mañana”. “Ya veremos” y cerró la puerta de un golpe.

Al día siguiente estarían hablando con el Consiliario sobre mí. De mi carácter afable y manipulable hacia lo que se me presentase como servicio a los demás, de mis estudios y mi carrera profesional más allá de pre grado. El Padre López Jurado les atendió con la sonrisa y mirada más dulce que pudo hallar. “No tienen nada qué temer, la Obra se preocupa intensamente por la formación humana, espiritual y profesional de cada uno de sus fieles” – olvidó mencionar lo apostólico y proselitista. “Pero la decisión es de Nicanor”. Este juego de decisiones es de sumo interés. Personalmente me hubiese quedado en casa de mis padres hasta el fin de mi carrera, pero los Directores veían necesario que para mi formación completa – como un Jedi (Ref. Star Wars) – necesitaba trasladarme inmediatamente por lo que “mi decisión” era “su decisión” que yo había de convertir en “mi decisión”. Y así lo hice, Dios me lo pedía, Él lo arreglaría “porque las aguas pasarán a través de los montes”, frase que al Fundador le gustaba e hizo enmarcar en murales, cuadros, dinteles y otros elementos decorativos en las “casas” de la Obra.

Mientras mis padres despachaban con el Consiliario, hice mis maletas, tomé un taxi y me marché. El dolor atenazaba mi corazón. El sólo pensar ver a mi madre llegar y encontrar mi clóset vacío y no poderle dar un beso y decirle “estaré en el mejor lugar para vivir y para morir”…

Nuevamente despacho con el Consiliario. “Nicanor ha tomado una decisión, ya es mayor de edad y nadie le ha forzado. Como les repito, no tienen de qué preocuparse porque la Obra es como una madre que cuida extremadamente a sus hijos”. Ciertamente mi madre no estaba para tragarse cuentos como ese. Me llamó por teléfono por la tarde. Se me hizo un nudo en la garganta. “Hola mamá”. “Que sepas que, puesto que ya eres mayor de edad, que tu Obra se encargue de pagar tus estudios porque de ahora en adelante quedas desheredado y no vamos a darte ni un céntimo. ¡A ver cómo se las arregla esa madre para cuidarte!” y tiró el fono. Quedé pues de una pieza y fui a buscar consuelo en… no estaba ni el Director ni el capellán así que al Santísimo. Lloré por todo el dolor que les causaba. Ellos también lloraban por el dolor de perderme. Mi hermano – supernumerario – ni se metía. Mi hermana, si bien había asistido de mala gana a un retiro de chicas de la Obra, no le simpatizó para nada el ambiente. Justamente a ella le tenía y tengo especial cariño, tal vez por ser la única mujer y la dolorosa situación que le tocó afrontar. “¿Es que tienes que irte ahora?” me preguntó con tristeza al visitarme. “¡Sí!”, le respondí. “Suele Dios actuar de ese modo, ni Cisneros hubiese sido Cisneros, ni Ignacio, San Ignacio…” y solté la frase de Camino. Creo que no entendió ni pío. Lo que quedaba claro es que ya no había marcha atrás. Un beso y adiós.

Recuerdo que el Director me comentó que todo esto era como un incienso de purificación que acabaría acercando mis padres y hermana al calor de la Obra. Del ejemplo de mi firmeza dependía –en gran parte – la salvación de mis padres, y su retorno a la Iglesia y los sacramentos. Esto me alivió, pero mi fisiología volvió a trastocarse y seguí bajando de peso. Pesaba menos que un pavo navideño, como el Fundador cuando pasó los Pirineos.

Mis compañeros de Universidad me preguntaban si estaba bien de salud y… ¿mis hermanos sobrenaturales de la Obra?, ¿Dónde estaban cuando necesitaba tanto cariño?, ¿Es que había que hacerse fuerte a punta del abandono como Cristo en la Cruz?

Otra que se dio cuenta a la primera fue la numeraria auxiliar que pasaba la bandeja de comida en el comedor. Estaba tan escuálido que se quedaba más tiempo a mi lado y con la bandeja me empujaba el hombro. La miré a los ojos – aunque a las auxiliares nunca, pero nunca, hay que mirarlas porque así lo había establecido el Fundador ¡y era pecado! –, pero con sus ojos me decía “o comes más o te sirvo yo”. Creo que fue la primera vez que percibí que, en el Opus Dei, había un rastro de cariño auténtico.

Aún guardo en mi memoria el rostro de esa bendita auxiliar. Desde aquel momento, aunque no se debía, incluí en mis plegarias de la Misa un especial “memento” por las auxiliares que, como contaré después, las traté estrechamente saltándome todas las “razonadas” del Fundador.

Ya en el Centro de Estudios y la corrección fraterna

Afligido por la incomprensión de mis padres a la “necesidad” de vivir en una “casa” de la Obra porque desde que me hice de la Obra, a los quince años de edad, desempaqué maletas y me acomodé en un cuarto triple al fondo del pasillo del cuarto nivel que – en cierto modo – ya estaba bien puesto.

Pero antes, quisiera aclarar tres puntos que algunos fieles de la Prelatura me preguntan. La primera es que, uno se hace de la Opus Dei desde que decide serlo y es aceptado por la Prelatura. Esto me quedó clarísimo cuando Emilo, director del SAMA y ahora cura, le pedí la admisión e hice carta al Consiliario – Mons. López Jurado – puesto que estaba fuera de edad para ser de la Prelatura jurídicamente. Emilio me dijo: “considérate desde ya numerario del Opus Dei aunque jurídicamente no lo seas aún pero, espiritualmente ya lo eres” (no hay distinción entre lo jurídico y lo “¿espiritual?”, es más, lo segundo vale más que lo primero).

El otro punto por aclarar es que se dice que “la exigencia” de la vocación al Opus Dei es única; vale decir, a todos se les exige una entrega total. Esto a colación de un video que colgué en YOUTUBE y mencioné lo que en las reuniones con los Directores de una “casa” del Opus se sostiene semanalmente cuando se vislumbra el plantear “la crisis vocacional” a algún chico como numerario. Surgían dos comentarios. El primero que, cuando el pez por pescar solicitaba ser admitido como supernumerario no se le concedía su solicitud puesto que “hacían falta numerarios y no supernumerarios por lo tanto no se admitían solicitudes de ser supernumerarios a los chicos entre los catorce a dieciocho por lo menos”. Esto revela una situación interesante, porque si bien todos “comparten la misma exigencia en la vocación” lo que menos queríamos eran supernumerarios jóvenes porque “iban a lo fácil” en palabras de mi Director puesto que el supernumerario: no tiene obligación de vivir el celibato, vive en casa de su familia, puede tener novia, besarse, ir al cine, al karaoke, a las fiestas, casarse, tener hijos, etc...

El tercero, cuando un chico relativamente joven era aceptado como supernumerario, esto se hacía en razón a tres criterios que el Fundador dejó explícitamente indicado: “para el proselitismo se ha de tener en cuenta tres aspectos: talento, carácter y posición”, de tal suerte que si se cumplían los tres te ganabas pase libre para ser numerario. Pero, estos chicos jóvenes que empecinados con ser supernumerarios, para no perderlos, les dejábamos pitar y, en las charlas fraternas, se les insistía a “entregarse un poquito más” ¿”Entregarse un poquito más”?, ¿No que todos vivimos la “misma entrega total”? Algunos daban el salto a superar su estatus dentro del Opus y otros quedaban en su sitio. También estuve en casos en que, al “pitar” nuevamente de supernumerario a numerario y re escribir la carta – ahora al Prelado de la Obra – les iba fatal con las exigencias de la vocación de numerario o la vida en la “casa” y se le retornaba a su condición de supernumerario. Es decir, ¿Que si los numerarios tienen la especial facultad - proveniente de Dios, obviamente - para discernir con precisión la vocación de los futuros fieles de al Opus?… no. De hecho, entre tantos “formateos” cerebrales al “paciente”, terminaba por irse al poco.

Añado un cuarto. Dijo mi lector: “Esto que cuentas del Opus Dei no se parece en nada a lo que veo”. Tiene toda la razón del mundo porque ser del Opus es tan raro que supera con creces lo que se conoce como “vida ordinaria”: tener el periódico recortado, ir en parejas a comprar ropa, tener un ritmo marcado de entrar, salir, comer, estudiar, orar…; que otra persona vaya orientando tus amistades, que siempre uses pantalón, zapatos y camisa, que no puedas asistir a espectáculos aunque sea parte de algún curso de la Universidad, que todo lo tengas que consultar previamente… ¡Vaya sí que es poco “de gente ordinaria, de la calle”!

Dentro del ver lo que “quiero ver porque debo verlo así y no de otro modo” estará ese periodo intenso dentro del llamado Centro de Estudios. Vivíamos en el mismo dormitorio Claudio, Rafael y yo. Despertarse a las cinco y media, meditación (reflexiones dirigidas por el capellán de la “casa”) u oración (lectura del tomo respectivo de un libro llamado “meditaciones”) a las seis y media y misa a las siete. Desayuno y zafarrancho a la Universidad. Para los que teníamos clases muy temprano, nos levantábamos a las cinco, nos embutíamos el desayuno que las auxiliares nos dejaban preparado en el hall previo al comedor, mirando la hora para no pasarnos de la hora reglamentaria para poder comulgar. Recordando estas correrías era divertido, porque teníamos tanto sueño, que era como una competencia de glotones y casi digeríamos todo con los ojos cerrados para “seguir durmiendo”. Todo este ritual se realizada en estricto silencio, sólo se escuchaba el sonido de las tazas y el crujir de dientes masticando el pan con jamón. El silencio era otra costumbre impuesta por el Fundador para preparar las mentes y corazones para la celebración de la Misa. No se podía hablar, excepto cosas excepcionales tales como: “Rafa, te estás poniendo mi calzoncillo, el tuyo es éste”. El mismo silencio había de vivirse un par de horas en la tarde como “medio de preparación para la media hora de oración de la tarde” y en la noche que, será, una continuación del mismo que el de la mañana siguiente.

Pero te preguntarás ¿Y qué pasó con el lío de tus padres y tus estudios? Bueno, el cerebro lo tenía colapsado y rogaba la intercesión de nuestro santo Fundador. En la charla con Carlos, el director de todos los gatos que allí vivíamos, se me insistía en que llegue a un acuerdo con ellos. Para mi tranquilidad, mamá y papá aceptaron seguir pagando mis estudios universitarios con la condición que los fuese a visitar con frecuencia. Usualmente, un numerario o agregado, tiene que vivir con el corazón desprendido de cualquier afecto que no sea Dios mismo y su Obra. Es por ello que no se nos permitía ni tener en la billetera o porta retratos fotos de nuestros padres sino, necesariamente, una estampa de la Virgen. Recuerdo con claridad meridiana cuando a Gustavo se le ocurrió colocar debajo del cristal de su escritorio las fotos de su mamá, papá, hermano, hermana, sobrinos… y, como era medio artista, el collage le había quedado lindo. La numeraria que dirige a las auxiliares y pasea por las habitaciones mientras se hacen las demás hacen las labores arduas se asombró de tal “familiosis” (término acuñado en el Opus Dei para referirse a un apegamiento extremo del corazón para con la familia de sangre y no la sobrenatural). Avisó por el teléfono interno al Director y se le hizo la corrección fraterna respectiva (esta acción consiste en el llamado de atención a una costumbre o norma que, repetidas veces, un fiel de la Obra comete contra el espíritu del Opus o las buenas costumbres., se suele hacer en privado y se termina con las palabras pax-in aeternum).

Así pues, el fin de semana visitaba a mi familia. Estaba encandilado con la vida en el Centro, hasta tal punto, que se me ocurrió instalar en el comedor de mis padres una campanilla para avisar cuándo se debía bendecir la mesa y dar gracias al final. La campanita terminó refundida en algún lugar donde no la pudiese encontrar. Desinstalé también la TV del comedor para hacer tertulia. Mis padres estuvieron de acuerdo, el que saltó fue – para mi sorpresa – mi hermano supernumerario “¿Y qué nos vas a contar, algún artículo de Crónicas?” Ciertamente el muchacho no se había enterado, así que llamé inmediatamente al Director de su Centro para que le haga la corrección fraterna respectiva.

Esta costumbre es esencial en las casas del Opus, de hecho el Fundador dirá “tres cosas pregunto cuando llego a alguna casa de mis hijos ¿hay alguien enfermo?, ¿se hacen correcciones fraternas?, ¿hay vocaciones?”. Las correcciones subían y bajaban de nivel. En principio tenían que ser repetitivas, no pueden sustentarse en un solo hecho. Se consultan previamente al Director para que, asistido por el Espíritu Santo, le acierte. Así pues, todos nos observábamos entre todos para conservar el buen espíritu y practicar esta costumbre que semanalmente se nos recordaba con insistencia.

El resultado era… una rumba de cosas: “Nicanor, te quería comentar que estás dejando tus pelos en el jabón después de bañarte”, “Nicanor, te quería comentar que, cuando te vistes en el dormitorio usando la toalla para cubrirte tus zonas íntimas, no lo haces bien y se te ve y hay que cuidar el pudor”, “Nicanor, van dos días que te sientas en la misma silla del comedor y has de recordar que no tenemos ningún sitio como propio”, “Nicanor, no es bueno que te lleves el periódico a la caseta del inodoro, más aún cuando retorna goteado”… De ordinario no suponían un fastidio para mí. Sí me fastidiaba el hacerlas porque… ¡Eran tan poco familiares!

En casa de mis padres, si veía a que mi primo devoraba su plato con la fauces abiertas simplemente le decía en voz baja: “¡Doc! Abres tanto la boca que te veo las amígdalas”. Pero la corrección fraterna tenía que ser “clara, concisa y concreta”.

Termino contando una que me hizo Neto, ya Secretario Regional. No cabe duda que, para los arquitectos, la música es nuestra mejor compañera al hacer maquetas y planos. Neto me dijo con la inusual frase protocolaria “Nicanor, ¿Cuándo tú escuchas música te distraes o te acercas a Dios?”. “Me acerco a Dios”, le respondí con candidez. “¿Cómo así?”. “Bueno, a mí me gustan las baladas románticas y se las canto al Señor”. Se quedó pensando. “Bueno, lo que te quería decir es que la música distrae y no se debe escuchar mientras se trabaja sino repetir jaculatorias ¡pax!”. “In aeternum” respondí. Apagué la radio y la dejé en Dirección porque era un olvido del anterior dibujante de obra del edificio. La música sólo estaría reservada para los viajes en el bus hacia la Universidad, pero serían un estorbo, porque habría que aprovecharse ese tiempo para rezar más rosarios que el propio del día y, para ese caso, sí me distraía. Como anécdota recuerdo a un agregado, al que se le hacía fama de ser muy apostólico y desinhibido. Él, rezaba el rosario en voz alta dentro de los buses. La ventaja era que, cuando llegaba al paradero donde bajaba, el cobrador le decía “no me pague Padre” y, como de finanzas nunca estuvo bien… Otras las protagonizaba yo, cuando viajaba en buses interprovinciales y solicitaba a la “terramoza” que, en vez de ver un video de Rambo, colocase uno de un hombre excepcional, un español que cambiaría el rumbo de la historia de la humanidad y, el VHS se tragaba alguna tertulia del Fundador (de las aptas para todos, porque están seleccionadas por categorías), con lo que algunos viajeros que extrañaban a Rambo preguntaban por la procedencia del vídeo y me daban una paliza con la mirada. Pero eran de esas “pillerías santas” que se nos contaban en las tertulias.

Luego vendría una práctica más intensiva de las mortificaciones corporales, el uso de la disciplina y el cilicio. Pero esto va en el siguiente relato.

La experiencia del dolor corporal en el Centro de Estudios

Fue pues, aquella numeraria auxiliar que me empujaba la bandeja para que me sirviese más comida, el primer contacto con alguien que me miraba con auténtico cariño aunque, vuelvo a insistir, me salté la regla, porque el Fundador no quería que hubiese contacto visual con las auxiliares. Entre el cariño de ella y la tranquilidad que mis padres iban a seguir pagando mis estudios, empecé nuevamente a subir de peso y subir y subir, hasta que me puse rechoncho. Esta capacidad de “entrar en carnes” como dicen los españoles, nos pasaba a todos. La comida era más que exquisita. Peor aún cuando el padre Clavell – en una meditación – nos narró el sufrimiento que experimentaban las auxiliares cuando la bandeja de comida retornaba casi igual y, que la mortificación de la comida, la trasladásemos a cualquier otra: sentarse sin apoyar la espalda en el respaldar de la silla (una muy recomendada por Escribá, usar más tiempo el cilicio, dormir algún día más en el suelo, etc.), ciertamente le debió haber caído una cariñosa corrección fraterna porque, en la sub siguiente meditación, nos comentó que se le había pasado la mano y que el centro del tema era no caer en extremos...

Cuando adolescente colegial, que iba al SAMA y Martín me dictaba el círculo breve en un parque, mientras mi padre impaciente creía que jugaba al fútbol dentro del Colegio; me comentó del empleo del cilicio y la disciplina. A pesar que me explicó cómo eran sólo capté la imagen de la disciplina: un látigo corto, pero del cilicio ni idea. Al ir al SAMA aquella tarde me mostró el cuarto donde los agregados se aplicaban la disciplina y se colocaban el cilicio. Había un casillero grande, porque Perú se precia de tener muchos agregados – ahora cada vez menos – repleto de estuches amarillos, marrones o rojos. Los ojos me quedaron de plato, ¿tantas bolsitas llenas de esas herramientas para controlar la concupiscencia de la carne? Me quedó clarísimo que había que empezar una batalla para “dominar el cuerpo antes que este nos domine” como dijo el Fundador. Pero, chiquillo y en casa de mis padres me recomendaron no llevarme mi “kit mortificativo”: la bolsita amarilla. La explicación usual y manida para defender el uso de estos instrumentos sería: “así como algunos se hacen tatuajes, liposucciones, horas extremas de gimnasio o perforaciones para aretes., del mismo modo el empleo de estas herramientas no debía llamar la atención si alguien preguntase el porqué, personas que viven en medio del mundo, “tan iguales como los demás”, lo empleaban”. De hecho, aún yo no siendo numerario, sino un mocoso de buena fe, Lucho Padilla me susurró “¿Puedes hacerme un gran favor?”, “Sí, por supuesto”, “Tengo una intención especial y te pediría que te bañes con agua fría por las mañanas ofrezcas esa incomodidad por el Prelado y por mi intención ¿lo harías?”, “Sí Lucho, lo haré”. Esa “intención” era mi pitaje y, la ducha de agua fría, una costumbre usual para los numerarios y agregados.

Entonces, liberado ya del escrutinio de mis padres. Rodeado de mis “hermanos” sobrenaturales y, con un gran edificio casi vacío, emplear el pequeño látigo de soguilla era “pan comido”, a diferencia del SAMA o de TRADICIONES o de LOS ANDES antiguo; casas demasiadas pequeñas con pocos baños y sistema de aislamiento acústico para amortizar el sonido del latigazo.

A los numerarios y agregados se les pedirá que empleen el cilicio – cintillo metálico con púas que se amarra en el muslo – un par de horas al día y la disciplina una vez a la semana, lo mismo con dormir en el suelo, con un libro por almohada siendo la ocasión especial el llamado “día de guardia” – invento fantástico del Fundador – en el que debíamos ser más orantes, mortificados, serviciales y hacer muchas “correcciones fraternas”, es decir, estar al acecho de nuestros “hermanos” – para que, con cariño de “familia”, les corrigiésemos en vistas a su santidad personal.

Bien, al inicio el empleo de cilicio es… doloroso. Se recomienda vivamente mantenerlo apretado y, mientras más apretado al muslo la oración de sacrificio es más grata a Dios y siempre hay que ofrecerlo por el Padre (Prelado) porque él “administra” todas las oraciones de la Obra para el bien de la Iglesia y cada uno de nosotros. Entonces, lo usual es que cojees y lo peor es que se note que cojeas demasiado. De hecho, recibía varias correcciones fraternas: “Nicanor, quería comentarte que cojeas demasiado y se te nota”. Pero ¿Cómo querían que no se note si me lo amarraba lo más fuerte que podía? Tanto así que en más de una ocasión pasaba la vergüenza que el pasador que lo mantiene apretado se rompía en el momento menos esperado y el cilicio se deslizaba por el pantalón y caía hacia el zapato. Uno de esos momentos fue en una conferencia con padres de familia y, tuve que pedir disculpas para retirarme por “un problema estomacal”. Sentí que la cinta se rompió y comenzó a escurrirse el cilicio apreté las piernas y salí de la sala caminando como pingüino ante el asombro de los espectadores.

Surgían también cosas curiosas. Al sentarse en los muebles de la sala o sillas acolchadas con marroquín por un periodo largo, la huella de una pierna mostraba un negativo perfecto del cilicio y entonces había que inmediatamente pegarle golpes al mueble para que retorne a su estado primitivo.

Lo raro es que uno llega a acostumbrarse a ello. En esto me ayudó en una ocasión Claudio. El cilicio no se emplea cuando se sale a la calle pero un día quisieron asaltar a Manuel y nos llamó de una cabina pública. Todos salimos corriendo para defenderle – yo con cilicio puesto – y, el buen Claudio se dio cuenta así que “jugando entre hermanos” me dio un fuerte rodillazo allí donde lo tenía colocado, dándome una explicación que en España se gastaban bromas de ese estilo. En honor a la verdad no me impactó demasiado y de los españoles se contaban cosas auténticamente extraordinarias. Fue entonces cuando haciendo la oración, Dios me iluminó. “Úsalo en la otra pierna” de dijo. ¡Vaya que dolió hasta los huesos! Pero por fin había resuelto un tema que constantemente charlaba con mi Director que, me aconsejaba, emplearlo más horas.

El lector se preguntará ¿pero tenerlo tan apretado debe causar algún daño en la piel? Sí. En mi caso se clavaba y era difícil de retirarlo sin que sangrase un poco pero… si era por el “Padre” valía la pena: “¡Bendito sea el dolor, santificado sea el dolor, glorificado sea el dolor” dijo el Fundador. Lo mismo sucedió con la disciplina o látigo. Lo malo de emplearlo en la noche era que rompía el silencio que sirve para que uno se “recoja” interiormente y prepare en oración para la Misa del día siguiente. Cuando va el movimiento del látigo en arco hacia la espalda suena una barbaridad. También me vino la corrección: “haces demasiado ruido con la disciplina, mejor es que lo atenúes abriendo la llave de la ducha”. Algo me hizo pensar que era el único de entre todos los residentes que lo usaba era yo. Dejaría escrito el Fundador “… el uso de la disciplina debe durar lo que demora el rezo de un acordaos o una oración corta…”. Particularmente, estaba persiguiendo a Lalo para que pitase y – sobretodo – para que mis padres se convirtiesen; así que estiré la oración a la más larga que encontré en el devocionario. Como Lalo no se decidía, pedí emplear el fuste más días a la semana al Director. Con el sistema de ducha abierta se aplacaba el sonido, aunque el patio central producía un eco delatante y, porqué no, ejemplar. Así pues la piel de la espalda terminó cediendo y manchando la caseta del baño con gotas de sangre y el pijama y la camisa de vestir con puntos de rojo ¡Qué halagado me sentí recordando que el “santo Fundador” también se molía la espalda hasta dejar encharcado el sitio donde se flagelaba! (por lo menos así dice su biografía), y añadía trozos de vidrio y metal a su látigo.

La Administradora (numeraria que supervisa que las auxiliares hagan correctamente su trabajo de limpieza y servicios domésticos) avisó al Director que las prendas del 86, o sea yo, estaban manchadas. ¿Qué es 86? Es el número que nos identifica en una “casa” de “familia ordinaria” en la Obra. Toda la ropa está marcada con ese número y, cuando el Director da la relación de comensales para el almuerzo y comida por el telefonito a la Administradora usa esos códigos: “el setenta y dos dieta blanda, el cuarenta y cuatro llega tarde, al quince le falta un calcetín en su bolsa, etc.” De este modo ella no sabe nuestros nombres. Sólo las auxiliares que atienden la mesa o las de portería escuchaban nuestros nombres, mas no así las numerarias.

En fin, tras aviso del Director tuve que modificar la forma para buscar un lugar de piel que no se raje y lo encontré en mis “rollitos” laterales y el “pompis”. No me dolía tanto el “pompis” como los “rollitos”, así que empecé a practicar el movimiento lateral de latigazo, rítmico, más rápido y también doloroso ¡Qué felicidad poder seguir encomendando las intenciones del Padre, el pitaje de Lalo y la conversión de mis padres”.

El ruido que producía casi a diario, movió la conciencia de mis “hermanos” sobrenaturales a no buscarse excusas para no usarlos. ¿Cuáles eran las excusas? Si era alguna fiesta religiosa o fiesta de “familia” (alguna fecha especial en la vida del Fundador) no debían emplearse. A las semanas ya se oía por la noche, una sonata de flagelos, tanto en el piso de los Directores Regionales como en el de los del Centro de Estudios. O sea, puedo decir, que fui ejemplar de auto suplicio.

Esto también condujo a otro hecho, pequeño pero interesante, la resistencia al dolor. Cuando iba al dentista pedía que no empleasen anestesia y la doctora quedaba sorprendida que el paciente – yo – lo soportase. “Tu umbral de dolor está muy por encima de lo normal Nicanor” me comentó. Sin embargo, el dolor que sí me tumbaba era el de la migraña, que se hacía cada vez más constantes e intensos.

Termino con el empleo del agua fría. Era otra de las costumbres que el Fundador quería que viviesen sus hijas e hijos numerarios siempre y cuando no vayan contra la salud. Qué entendía Escribá por “salud”, no lo dejó aclarado. Pero sucedía que, al irnos de campamentos de labor social a la Sierra del Perú, el agua que sirve para las regaderas proviene del deshielo de los nevados. Ningunos de los “chicos de San Rafael” se le ocurría bañarse sin encender previamente el calentador, pero, para dar ejemplo de reciedumbre y mortificación “patos al agua” (otra frase que le encantaba al Fundador). Era tan fría el agua que, no solamente hacía doler la cabeza, sino que acababa entumeciendo el cuerpo por hipotermia y – peor aún – al ser “agua dura” el jabón o shampoo no acababan de removerse del todo. Creo que este tipo de “salvajismos” en vez de mover a los chicos a apreciar la mortificación como una identificación con el dolor de Cristo en lo “ordinario” les movía al rumor “a estos del Opus no los entiendo”. Ellos no apreciaban el dolor de Cristo en el auto dolor y sí en la amistad, el compañerismo o el sacrificio de trabajar hasta que las ampollas reventasen trabajando por la una comunidad pobre.

Al final, Lalo terminó pitando justo el día del cumpleaños de Rafael. Hasta donde dejé a Lalo en SAETA, yo ya había pedido la dispensa de la “vida en familia” para ir a vivir con mis padres casi trasladado en camilla. Él quedaba con sus treinta y pocos tomando pastillitas antidepresivas, más conocidas como “para la perseverancia” y acudiendo al psiquiatra semanalmente. ¿Qué habrá sido de él? No lo sé. Lo único que me llama poderosamente la atención son la cantidad de correos electrónicos que he recibido de personas que - ni por asomo - se me hubiese ocurrido que dejarían el Opus y ahora viven felices y contentos ya sea en otros países o acá en Perú.

Para todos ellos un saludo enorme y la alegría compartida de saber que han recuperado la felicidad que habían perdido.

Del Centro de Estudios a Tradiciones y la Pecera

Antes he de aclarar un punto de suma importancia en el capitulo anterior que ha causado inquietud en los lectores de este espacio. Se trata de los “rollitos”. En Perú, dicho término se aplica a los pliegues que se forman entre la última costilla flotante del tórax y el inicio de la cadera, allí donde se acumula grasa cuando engordas con la comida tan deliciosa que preparaban con esmero las numerarias auxiliares. Esos son los “rollitos” y allí la disciplina caía con fuerza produciendo un sonido similar a un aplauso. El aplauso de ser tan… “normales y corrientes” como cualquier persona común y corriente.

Fue grato el tiempo en el tal Centro a pesar de los líos con mis padres. Teníamos talento, carácter y posición - las tres cualidades esenciales indicadas por Escrivá para ser numerario – y, sobretodo juventud. A esa edad, entre los diecisiete y veinte, casi todo es jolgorio. A pesar que la arquitectura de la casa era conventual, preparada para el silencio y la meditación, en varias ocasiones los Directores Regionales - nuestros vecinos – hacían llegar avisos que se leían en los círculos breves indicando que no hiciésemos tanto alboroto. Probablemente, el más resaltante, ocurrió una noche de navidad. Mis “hermanos” habían comprado cohetes y cohetecillos. Los que reventaban escandalosamente se los dejaba a los demás, yo me quedaba con las sartas de cohetecillos pero, en un arranque de alegría por el nacimiento del divino niño, se me ocurrió lanzarlo alto y cayó en el patio de la casa de los Directores Regionales donde reventaron. Lo peor es que fue justo sobre el Consiliario. Inmediatamente, el vocal de San Miguel salió por la portezuela y nos pidió que no aventáramos nada hacia su patio, que el Consiliario aún estaba con vida, con la sotana chamuscada y lo había tomado con santo humor...

Ya homo opus sapiens, me destacaron al Centro Cultural Tradiciones. Mi labor allí tenía que centrarse en universitarios. De sub director el mismo que me había dicho que “Dios me había elegido”. Con el tiempo lo conocí mejor…

Este numerario español era la reencarnación del conquistador Francisco Pizarro. De hecho, en algunas ocasiones solía compararse con tal personaje. Al principio le llamaba por su nombre propio pero, tras una corrección fraterna me dijeron “no está bien que llames por su nombre propio a una persona que es mucho mayor que tú, llámale por su título: ingeniero” y, así fue. Pasó a ser “el ingeniero”. De carácter sanguíneo y altanero, el ingeniero creía que estaba aún en la etapa fundacional del Opus. Como Director de la Escuela de Alta Dirección de la Universidad de Piura, había tenido buena llegada con estudiantes de la Universidad del Pacífico - ¡una Universidad de Jesuitas! – y, el Fundador había dejado expresamente dicho que ningún jesuita podía entrar a un Centro de la Obra-. Con esto, “el ingeniero” se sentía dichoso de arrancar a los jesuitas sus mejores estudiantes para practicar con ellos el “compelle intrare”. Esta construcción latina significa “dirigir”, “empujar” a “entrar”.

“El ingeniero” lo interpretó como a plantear la “crisis vocacional” a cualquiera que se le cruzase en el camino – siempre y cuando tuviesen buena pinta – y varios chicos salían espantados. Un buen amigo de Colegio, que me visitó por Tradiciones, tuvo la desgracia que este señor le abriese la puerta. Inmediatamente lo trasladó a una habitación, lo interrogó y le dijo que “Dios le había elegido”. Como mi compañero le respondió que esa “elección divina” podía vivirla no necesariamente en el Opus Dei, lo echó de la “casa”. Sin embargo, mi buen amigo, intentó visitarme nuevamente, pero “el día que el tal ingeniero no estuviese por allí” me dijo. Un cura del Centro le tenía pánico a la técnica “ingenieril”. Dicha técnica era: el seleccionado pasaba (compelle) a una sala acristalada a la que denominamos “la pecera” y allí pasaban horas (no menos de tres) charlando sobre la vida, el destino y el querer de Dios. Creo que únicamente faltaban las luces de alta intensidad, un baldazo de agua fría y algo de tensión eléctrica; los que sobrevivían a la “inmersión” en la pecera, también conocidos como “buzos” acababan pitando. Dos “buzos” pidieron su admisión. El “compelle” era poco más que agotador para cualquier cerebro juvenil.

Al respecto, había en la entrada de la Sala de Estar una foto, regalada por el anterior Consiliario, en la aparecía la puerta grande de la Plaza de Toros en la fiesta de San Fermín. Tres fieros toros se abrían paso entre los corredores – algunos volando por los aires y otros aplastados –; atrás escrito: “Compelle intrare y hayan muchas vocaciones”.

Sin embargo, hubo un tercer genio, pero no estudiante de economía sino de medicina. A este chico el ingeniero lo convocó a una sesión de inmersión sin prevenirle que trajese mascarilla y tanque. Curiosamente, con este chico, trancé algo que era “amistad” cuyo significado ya hacía tiempo había perdido noción.

Era un genio y tenía un carácter un tanto particular pero no fuera de lo normal. Al tiempo le detectaron un tumor cerebral. Fui el primero en enterarme, darle ánimos y buscar hombro sobre el cual llorar el temor de perderlo. Como tenía por encargo llevar el “diario” de la “casa” (libro en el que se escribe los incidentes ocurridos durante el día que suelen ser casi repetitivos), me desahogué allí. El Director me “encargó” le acompañase y le mantuviese informado. Para esto chico ya había hecho la Oblación (ceremonia de compromiso para con el Opus Dei que se renueva cada diecinueve de marzo en honor a San José).

Lo internaron en una clínica y le operaron. La operación tardó horas. Todo lo que hizo su “madre guapa la Obra” fue enviarle al cura para que le diese la extremaunción y delegarme a mí como acompañante. Nunca me pregunté si le cubrirían parte de los gastos de la operación o lo trasladarían a la Clínica de Navarra. Pero, como somos “iguales a los demás”… su familia de sangre tendría que arreglárselas con el enfermo y el Opus, “como institución que únicamente tiene una participación en la dirección espiritual de sus fieles” no podía inmiscuirse en esos asuntos (por lo menos en este caso).

Acompañé a sus padres durante ese duro trance, de allí que su madre y hermana me hayan tomado tanto cariño. La operación fue un éxito, pero se había extirpado tanta masa del cerebro que su carácter cambió. Durante el largo proceso post operatorio ya no era el mismo. Se volvió violento y tosco en sus actitudes. Cuando le acompañaba a sus sesiones de quimioterapia era usual que me gritase “¡Sal del coche, no quiero que me acompañes!” pero me daba igual y subía al coche. Esta actitud no lo hacía por el “encargo” del Director, sino por mi amigo. Otro numerario (que también dejó el Opus), amigo suyo, me comentó que un cura amigo le dijo en confidencia “hay que procurar no hablar mucho con este chico para que no renueve el diecinueve sus compromisos el diecinueve de marzo”. Jamás hubiese pensado que le dejarían sólo en aquel trance. Obviamente, con el trastorno traumático y las sesiones de quimioterapia semanales al chico le dijeron que “para su bien” no renovase. Seguramente Dios le habría enviado ese tumor como signo para que no perseverase como una “carga” para la Obra sino para sus padres. Cuando el Prelado visitó Perú, al final de una “tertulia” en el Colegio Alpamayo, se lo presentaron como “un milagro de San Josemaría” y “el Padre” le besó en la mejilla. Era de noche. Al cabo de muchos años acabaría en Japón como destacado científico en el estudio del ADN humano y otros ensayos de vanguardia científica.

Otro caso que me llamó la atención fue el de un joven coreano. Su padre era un reconocido personaje del deporte nacional. Este joven permanecía postrado en cama todos los días. También fui “encargado” de llevarle el almuerzo y la cena. Para mi suerte, su forma de ser era sumamente agradable, en cierto modo, descansaba acompañándole y, que recuerde, cuando le proponía hacer alguna norma del plan de vida, me pedía que únicamente le acompañase y en otras me aceptaba rezar con él alguna parte del rosario. Me había convertido en el enfermero de la “casa” sin que me lo hayan propuesto y, no me disgustaba.

Por su “posición” fue enviado a la Clínica Universitaria de Navarra, en España, al famoso piso de psiquiatría para diagnosticar la forma en que persevere. Retornó con un cargamento de medicinas y lo trasladaron a la Facultad de Comunicación de la Universidad de Piura. Empleo el término “posición” puesto que al Opus Dei cuidará especialmente a aquellos que tienen repercusión en la sociedad y, ni qué decir, el vanagloriarse que el hijo de tal entrenador era del Opus. En Piura estuvo más contento y tranquilo. Era una persona de corazón grande. El cambio de aires le hizo tanto bien que, al cabo de algunos años, dejó también el Opus y viajó a otro país donde ahora está feliz.

Estos encargos, sumado al estudio universitario, al proselitismo, normas de piedad y un empleo que conseguí como dibujante para una editorial produjeron tal nivel de estrés que recuerdo haber comentado con “el ingeniero”: “ya no puedo más”, a lo que me respondió casi del mismo modo a cuando me empujó a “pitar”: “me alegro que estés muy exigido porque así eres gratísimo a Dios” y, colorín colorado, con esa pastillita espiritual quedé contento. Dios me quería en esa situación de echar aguas por algún lado menos en el proselitismo y las normas del “plan de vida”. Así, los estudios en la universidad salían al modo en que podía y lo mismo con el trabajo en la editorial, que a la sazón era de otro numerario. Cabe aclarar que un numerario no puede contratar a otro numerario sin permiso expreso de los Directores Regionales (así lo estableció el Fundador) pero, como éste era Director, el trámite fue directo consigo mismo.

Este Director Regional estaba en avalando la publicación de los libros de historia de una numeraria hija de un reconocido político peruano. Su hija estaba preparando una colección de libros de historia y me contrataron para los gráficos. Se vendieron como pan caliente, sobretodo porque todos los colegios de la Obra lo incluyeron dentro de su curso de historia. Mi hermano supernumerario me reprochó lo poco que me habían pagado. “Te has dejado explotar” me dijo. Nuevamente cursé vía Director de su Centro para que le hiciesen la corrección fraterna respectiva y respetase a su hermano numerario.

Por trofeo, me regalaron una colección con la firma de la autora “Con especial cariño para Nico, mi dibujante estrella”. La dedicatoria causó escozor, toda vez que provenía de una ¡numeraria! Que, en teoría, no debe dirigirse a un numerario en términos tan subidos de tono como “especial cariño” o piropos. Yo quería dejarlos en la Sala de Estudio, pero me dijeron que no. Que mejor los guardase en lo más recóndito de algún cajón de mi closet, si entre mis calcetines, mejor. Todo ese caudal de trabajo había llevado consigo varias amanecidas que se sumaban a las propias de los estudios universitarios. Los dolores de cabeza se hicieron más intensos. En esos momentos avisaba al Director – si es que estaba en “casa” - y, me acostaba en cama. Como no era usual encontrar a alguien tendido en cama me preguntaban y les respondía que tenía una jaqueca muy fuerte. Era interesante escuchar la respuesta casi unánime “¡Ah, yo también tengo jaqueca!”, algo así como “me acabas de recordar que también me duele la cabeza pero no soy tan “blandengue” como para tirarme en cama”. Así pues, siendo los enfermos “el tesoro de la Obra” en palabras del Fundador, un buen día me desplomé del dolor yendo hacia la Universidad.

Puesto que mis padres trabajaban aún como médicos se encargaron de hacerme los exámenes médicos correspondientes para descartar algún aneurisma o tumor. Que recuerde ninguno de mis “hermanos” insistió en acompañarme puesto que el encargado de esa labor era… ¡Yo mismo! La ventaja era que no escucharan a mi padre que me presentaba ante sus colegas como miembro “extraordinario” del Opus Dei. El Fundador sostenía que sus hijas e hijos no tenían porqué presentarse como fieles de la Prelatura. “No se lleva colgado en el cuello puesto que es tan similar como la filiación a un equipo de fútbol o un partido político”. Debía aclarar que no era “extraordinario” sino “numerario” y dar una breve explicación del significado del término. En pocas palabras, un plus a mi alto nivel de estrés. Como resultado de la consulta me recetaron una batería de exámenes médicos y me sucedió lo mismo que a mi amigo estudiante de medicina. Cuando me recetaban hacerme una resonancia magnética nunca la Obra, en “su cuidado materno” dirá “yo la pago, porque tú eres mi hijo” sino “busca quién te la pague porque somos una familia numerosa y pobre”. Para “mi suerte”, me dejaron renovar los diecinueve de marzo y es que… les era útil “a pesar de los pesares”.

Emergiendo de la Pecera hacia SAETA

Antes de continuar con esta brevísima memoria, resumen “resumido” de veinte años, quisiera agradecer todas las cartas maravillosas que he recibido de varios países. Me alegran muchísimo.

Ahora sigo. Me diría “el ingeniero” tras mi examen médico “Nicanor, con esta migraña severa, ¡Nunca podrás pertenecer a un Consejo Local!”. Era su preocupación principal. Sí, a Dios gracias no había nada vascular. Era un mal que necesitaría de una medicación constante.

El lector curioso se dará cuenta que hago énfasis en la enfermedad y, es que en el Opus Dei, lo de “los enfermos son el tesoro de la Obra” no compatibilizaba con el “somos milicia” o “el bendito sea el dolor” escrito por el Fundador. Valen dos anécdotas: en el Centro de Estudios, me presentaron un sacerdote numerario, de los primeros, que iba de paso a Chile. Me lo presentó el Consiliario y pidió que le ayudase a Misa. El caso es que no me dijo que estaba sufriendo un Alzheimer y, obviamente, al ver se olvidó de leer el Evangelio y quedarse pensativo sobre el altar, me di cuenta que algo no iba bien con el curita. A la postre murió pronto al arribar a Chile y lo enterraron con todas las ceremonias del caso. La otra, un cura español mayor que, al llegar a un curso anual en La Arboleda, nadie le dijo al Director que estaba con una demencia senil avanzada. Fue terrible cuando a la mañana siguiente el curita quería que le abriesen la puerta para ir a celebrar en Diego de León ¡Estaba imaginándose que estaba en España! El Director, sin saber nada, le dijo que estaba en Perú de curso anual y el otro le insistía ya agitado que le estaba retrasando para celebrar misa. Fue muy tirante. Mientras, sus “hermanos” que le acompañaron desde Piura, no se habían acordado de avisar que su “tesoro” estaba medio loco y necesitaba un cuidado especial...

A propósito, un numerario me escribía, “da risa lo que escribes”. Sí. Pero no es por lo que escribo sino porque el modo de operar del Opus es tan fuera de lo normal que da risa esa aparente “normalidad como cualquiera”. Al paso saldría Escrivá, “es que el mundo necesita ser purificado (por la normalidad que é concebía) y pronto, llegará el día, en que hasta en la calle o en el Banco, nos saludaremos con un pax-in aeternum”.

En Tradiciones pues, “el ingeniero” era una figura muy peculiar, acostumbrado a la “pesca submarina” como dice una canción que sólo los fieles agregados y numerarios cantan, entre otras. Esto del “canciones de casa” es un librito interno sin título del compositor. A mí me gustaban algunas tonadas, las de ritmo de marcha y alguna vez pedí un CD para escucharlo. Me explicaron que los “coro del Colegio Romano” hicieron uno pero fue retirado porque “ya en las partituras estaba todo bien claro”.

En mi habitación dormíamos tres. Un joven ingeniero y, debajo de mi litera un estudiante de arquitectura., un chico súper tranquilo. Su hermano, numerario, se retiró a los años. Pero voy al caso, el joven ingeniero roncaba como aullido de lobo. Ahora, con este joven ingeniero que ya no es del Opus, nos reímos mucho de lo tontos que fuimos. Curiosamente era la única habitación triple. En “casa” a los que roncan muy fuerte se les traslada a una habitación individual por caridad para con los demás… lo duro es que mi esposa dice que también ronco. Pero esto no va al caso, lo raro en la disposición de las habitaciones es que las individuales eran reservadas para los directores, sub directores, curas y mayores en casa. Yo seguía en lucha denodada por ajustarme la toalla de tal modo que no se vieran mis intimidades al colocarme la ropa interior y el pantalón. Así que decidí vestirme en la Sala de Estar para no ganarme otra corrección fraterna. Aún allí seguía enrollándome en la toalla porque “recuerda que tu ángel custodio y la Virgen te miran, aunque estés solo, para cuidar la pureza” dijo el Fundador. Pero, por lo menos me aliviaba que cuando se caía y quedaba como Adán al aparecer en la Tierra, era mi ángel y mi Madre del Cielo los únicos testigos de mi torpeza.

Como la casa era linda pero vieja, el piso era de madera crujiente y, como la medicina me hacía provocaba sed, por las noches iba al baño. No llegó tarde la corrección “Nicanor, toma menos agua, porque al hacer pis-pis en la noche haces ruido al caminar hacia el baño”. De este modo, las llamadas “correcciones fraternas” constituían básicamente en una especie de mojigatería en temas tontos y hastiaban. Hastiaban tanto como el hacer la charla fraterna o la confesión cada semana porque… mi vida era tan ordinaria que no sabía qué contar. Casi siempre pasaba lo mismo. Hay que hablar de “fe, pureza y vocación” como temas principales. De fe, las normas y costumbres, de pureza el despego del corazón y la mortificación del mismo de todo lo que no lleve a Dios (inclusive, como Monserrat Graces) dejé de ver los detalles de los edificios para mortificar la vista y, en vocación si estaba contento, si me daba cuenta que era sobrenatural…

Allí en Tradiciones hice la ceremonia de la Fidelidad, por la cual, además que no tendría que renovar cada diecinueve de marzo, significaba que el Opus confiaba cada vez más en mí. Me sentía dichoso. Antes, hay que hacer Testamento y, un supernumerario notario, lo redactó y leyó. “¿A quién quieres dejar tus bienes patrimoniales presentes y futuros?”. Consideré, “A mis padres”. Me llamó aparte un Director Regional y dijo “Nicanor, la Obra es tú familia y te necesita. ¿Acaso crees que no se hará cargo de tus padres cuando ellos lo necesiten y tú no estés?”. No había más que pensar. Volví donde el Notario que volvió a preguntar “¿A quién quieres dejar tus bienes patrimoniales presentes y futuros?”. “A la Prelatura del Opus Dei” respondí feliz. Luego, fuimos a la capilla u oratorio para el compromiso de la ceremonia de Fidelidad.

Tanto los numerarios como los agregados deben dejar en la caja del Centro todo lo que ganan, sus tarjetas de banco y de crédito. Además, debían llevar estricta cuenta de todo lo que gastan en un cuadrito de ingresos, egresos y saldo. También había un formato de la llamada “cuenta de gastos” (también había uno para las normas de piedad con su respectivo código) y debías entregar al Director cada fin de semana. Si el Director tenía tiempo le echaba una ojeada y te comentaba si habías gastado demasiado en caramelos, o buses, o materiales para las maquetas. Nunca concilié la “cuenta de gastos” en mi vida. Simplemente iba donde el secretario del Centro, le pedía lo que estaba calculado que un numerario puede gastar por semana y listo., pero de allí a llevar cuentas de todo y en cada momento… no era mi fuerte. Lo mismo sucede con los regalos que uno recibe. Los entrega al Director y él verá a quién se lo da. Los metía en un armario. Me dolió mucho cuando le “engañé a Cristo” y me quedé con una colonia de rico olor que mi madre me regaló. Tanto así que me cuestioné si me estaba jugando la perseverancia en la “Obra de Dios” por esta deslealtad.

En cuanto al desprendimiento, como un numerario ni un agregado tienen nada como propio y, para eso sirven el cilicio y la disciplina, para menguar el cuerpo, sus pasiones, sus emociones, sus sentimientos y afectos “desordenados”, recuerdo que este peculiar personaje me preguntó un día, medio enfurecido “¿Te parece si tomo el wetsurf y las aletas de nadar de mengano sin su permiso?”. “No, ingeniero” le respondí. “¡Vaya que no te has enterado de nada! No tenemos nada como propio y si quiero puedo tomarlo”. De hecho lo tomó y se fue a la playa con sus chicos. Curiosamente, años más tarde, cuando debíamos retornar de un curso anual, se le pidió que manejase un coche que no era el suyo dentro de la logística de dejar a cada uno en su “casa”. Se molestó “¡Pero vaya! ¿A quién se le ocurre que maneje coche extraño? Es lo menos ordinario del mundo”. Vale decir, en el Opus existe una ambivalencia tremenda en la interpretación de todo los escritos que el Fundador dejó sobre cómo vivir “santos en medio del mundo”. Y, esto, no sólo con el episodio de “el ingeniero” sino en otros tantos más haría estallar los bytes de esta web.

Controlar los sentimientos, someter las pasiones, cuidar la vista… era tema delicado. De hecho, semanalmente se nos repetía que la razón había de someter el corazón y los sentimientos. Así pues, se empleaban frases como “a olla que hierve no se le acercan las moscas”, siendo las moscas las chicas o, cuando te entrevistes con una mujer has de hacerlo en un lugar abierto o con la puerta abierta o, mejor pasar por mal educado que por cordial. La peor fue la de un Director Regional que nos advirtió que “un numerario es la peor tentación para una chica, puesto que es sano, bueno, virtuoso…” la papada se me hinchaba a reventar. Ciertamente había chicas que atraían, aún recuerdo la “meditación” o prédica de un cura gritando dentro del oratorio: “¡Aclaro! Toda erección es pecado. Y pecado grave”. Pero se me hacía un revoltijo de ideas cuando, al respecto, comentaban que el Fundador había dicho en una “tertulia” de “familia” en Roma que a veces, el pene “se pone como una tabla rígida”, sin más y que había que rezar un acordaos o algo por el estilo sin prestarle mayor importancia. Nuevamente las incoherencias interpretativas. Lo más seguro es que el Espíritu Santo debe estar sin plumas con tantas elucubraciones absurdas y contradictorias.

Un episodio peculiar respecto al temor de “mirar” a una mujer – “mirar” es distinto a “ver” porque “mirar es detenerse en los detalles, diría el Fundador – ocurrió cuando, al tomar un taxi para trasladar una maqueta, el chofer se detuvo para llevar a un par de… amigas. “Chico, vamos a jalar a esas guapas., pero ellas no saben que hago taxi, así que diles que eres mi primo”. Antes de poder decirle “bajo del coche” ya se había detenido y las primorosas amigas sentado en el asiento trasero. Estaba rojo como un tomate y pensaba seriamente en “morir antes que pecar” y lanzarme del coche en movimiento. Menos mal que el trayecto fue muy corto, las chicas se despidieron con cariñoso beso en la mejilla – otra de las prohibiciones del Fundador para con el trato con las mujeres – y, seguimos nuestra ruta. Estaba molesto. Luego me confesé en “casa” por no haber sido ejemplar, como había dejado escrito Escrivá o Escribá. Usaré Escrivá aunque parece que en verdad fue Escribá. Considero que daría igual un cuento de Alibabá que “Alivavá y los cuarenta ladrones”.

A fin de cuentas, las chicas eran mayoría en la Facultad y los grupos de trabajo solían ser mixtos. Como no las iba a llevar a “mi casa” puesto que era una persona “común y corriente”, nos reuníamos en casa de otro. A pesar que el tiempo me escaseaba, para algunas materias tenía dotes y las muchachas me pedían ayuda. Justamente uno de esos dotes era que sabía trasmitir bien las ideas. Así que no me negué a darles algunas breves clases. Si alguna de ellas empezó a enamorarse de mí, nunca lo supe. Sólo recuerdo el tierno beso de una chica con la cual tuve la gentileza de dedicarle un tiempo extra para que entendiese una materia que le resultaba especialmente difícil. Si esto era un atentado grave contra la pureza de corazón, ya estaba en duda ¿Era Cristo o era yo?, ¿Debía tender la mano o retirarla? Tenía también un compañero, Iván, de aspecto moreno, grotesco, tatuado y de aretes. En resumen, no idóneo para ser un chico de San Rafael. En clase de dibujo, vi de reojo que necesitaba una plantilla para borrar. Le ofrecí la mía. Me miró serio “como tú hay pocos”, dijo y añadió “por si acaso se te ha caído el rosario de tu bolsillo”.

El numerario que dormía bajo mi litera, puesto que se fue al Colegio Romano me dejó un “amigo” a “tratar”. Un chico oriental muy simpático. El término “tratar” era muy extendido, tanto que, en ocasiones nos salía como pregunta “Y a ti ¿Quién te trata?” algo semejante a “¿Quién te amaestra?”. Este chico acabó siendo de la Obra, de dentista le encargaron trabajar en la Oficina de Apostolado de la Opinión Pública y luego de Director del Centro de Estudios. Toda una carrera… profesional.

Tras el curso anual, se me indicó que pasaría a vivir a un Centro que se llamaba Saeta. Este Centro intentaba ser el semillero del proselitismo con los chicos de los colegios de las labores corporativas del Opus: el Colegio Alpamayo. Saeta se había convertido en una casa de la “labor de San Gabriel”, es decir, de supernumerarios. Ya no iban chicos de colegio y había que re encauzar el proselitismo a las cabecitas más tiernas. Casi toda la plana de “residentes” de Saeta fue traslada a otras “casas” de la Obra. Ahora la misión sería hacerse de Peter Pan y llevar a los chicos al “País de nunca jamás”.

De una Pecera a otra. De C.C.Tradiciones a C.C.Saeta

Tras curso anual suelen realizarse lo que se llaman “movidas”. Me parece de suma importancia mencionar algunas asuntos sobre los cursos anuales y cursos de retiro. La experiencia me mostró que, misteriosamente, tras estos periodos de ausencia, dejaban de hablarse de algunos. Por ejemplo: “¿Y dónde han trasladado a fulano?”. Ante la ausencia de respuesta o un “ha ido a vivir con su familia de sangre” caí en la cuenta que ambas actividades eran como un resorte, el “resorte” del que gustaba hablar el Fundador, pero no para saltar alto en su invento sino en tomar la decisión de salir. Sobretodo los cursos de retiro eran resortes poderosos.

Por otra parte, tras correos de ida y vuelta con una nax española – y eso que la vocación es para toda la vida con lo que estará incurriendo en “pecado” por escribir a un “numerario” – me dice con peculiar desparpajo que, en el Opus hay que andar “a sus aires” y “despabilar”, añadiéndome anécdotas de toma de decisiones, viajes o trabajos sin consulta previa a sus Directores. No deja de causarme fuerte impresión el “aprende a decir que no” aplicado dentro del mismo Opus. No Director, no padre-cura, no padre Consiliario, hoy quiero hacer esto ni aquello… ¡Vaya! Si así me lo pintaban seguro que me quedaba. Lo digo con curiosidad colosal porque semanalmente se nos insistía en la obediencia sumisa con la lectura de los Tomos de Meditaciones, meditaciones, círculos breves, charla fraterna y confesión sacramental. En verdad asombroso. ¿Será que la gente del Opus se va dando cuenta que para sobrevivir dentro hay que “saltarse” las normatividad enfermiza de Escrivá?...

Retorno a mi llegada al C.C. Saeta. Habían selecto pues a los más “idóneos” para la labor con chiquillos, sobretodo de un Colegio; de Alpamayo. En cierto modo me daba temor hacer apostolado con niños y adolescentes, toda vez que, en una ocasión que asistí a un evento al Colegio Alpamayo, uno le recrimina al otro “¿Qué te pasa?, ¿Es que eres tan tonto como un numerario?” Comentario que me marcó. Acá, estos chicos, salen vacunados contra el Opus, pensé.

Pero, en fin. El destino o la Providencia, mejor dicho, los Directores Regionales, decidieron mi traslado. En verdad eran dos casas y un jardín precioso que me encargué de hermosear mano a mano con el jardinero. Esto también es importante. Podría decir, sin temor a equivocarme, que las personas con las que más amistad tranzaba era el personal de servicio: jardinero, portero o personal de mantenimiento. Estimo porque eran “normales” en su forma de ser y yo, hacía tiempo que – con “espíritu sacerdotal y mentalidad laical” del Fundador – había perdido el rumbo de mi yo. “¡Márchate a tu porta aviones!, traidor” espetará el Fundador para los que quiere “ir por libre”.

Lo primero que hice fue buscar empleo y, menos mal, el hermano de un cura me dio uno. Salía temprano y retornaba tarde. Era tan lindo dedicarse a lo que a uno le gustaba. En la oficina éramos dos dibujantes, dos arquitectos principales y una secretaria. Retornaba a “casa” agotado. Como no había Administración ordinaria, la cena la dejaban servida y, como cada quien cenaba cuando culminaba sus labores, si la cena se programaba para las nueve de la noche, acabamos todos en el comedor al diez y luego había que tener “tertulia” no menor a veinte minutos según lo estipulado en “De Spiritu” y hablar sobre el “apostolado del día”. Personalmente caía de sueño y les preguntaba “¿No tienen sueño?”. El Director se divertía conmigo porque justo cuando decía “Bueno ¡Nos vamos a rezar las Preces y hacer el examen de conciencia!” siempre alguien de “buen espíritu” relataba algo más y de mi brinco feliz para irnos, volvía a sentarme. Así varias veces. De hecho, el Fundador dejaría por escrito que dichas reuniones “de familia” han de “prepararse” durante el día. Como anécdota la agonía de un numerario médico de los primeros en casa que mandó a hacer la “corrección fraterna” a un joven profesional que siempre le comentaba de su trabajo pero poco de su proselitismo. Anécdotas que, por efecto “doppler” se repiten desde Iberoamérica a otros países, incluyendo Perú.

El martirologio nocturno se producía cuando se acumulaban oraciones no rezadas en común durante el día, por ejemplo, la Visita al Santísimo u oraciones que el Fundador había establecido como devoción al Espíritu Santo y, si olvidabas rezar alguna parte del Rosario, no había excusa: tenías que terminar. Eso hacía que, al final de un día extenuante, nos metiésemos al sobre a las doce para despertarnos a las cinco y media del día siguiente. Menudos ronquidos, bamboleos y movimientos afirmativos de cabeza se escuchaban y veían durante la lectura del tomo de meditaciones en la oración de la mañana. Yo prefería asumir la posición del pensador profundo y aplicarme la anécdota de referida a Álvaro del Portillo cuando, tras retornar de un largo viaje, se quedó “seco”, dormido en primera fila frente al Fundador y, alguien “de buen espíritu” quiso despertarlo a lo que Escrivá dijo que le dejaran dormir porque ésa era su oración ante Dios. Sin embargo, habíamos tantos, que el Director nos aconsejó quedarnos de pie al fondo del Oratorio para no dormirnos. Con lo cual, todos de pie inclusive el que leía.

Como encargo material, es decir, para sentir que no vivía en un pensionado sino “en mi casa”, me encargaron botiquín y Oratorio. Algunas noches, por despiste del cura o del Director, se olvidaban indicar que ellas dejasen las cosas preparadas. Aunque no fue en ese Centro sino en otro, el fatal sueño, me hizo olvidar colocar la Hostia en el plato de la Consagración. Como el cura también iba al ritmo zombie de todos, ni cuenta se dio hasta que le tocó consagrar y se percató que en el plato no había nada. En ese momento sí se me quitó el sueño de pura vergüenza y traje de inmediato la hostia para la Consagración respectiva. A este trabajo suplementario, mi hora de dormir se reducía cada vez más y, como para los curas era un lío organizarse quién celebraba misa en dónde, las omisiones eran constantes.

La Administración llegaba temprano, cuando había Misa, y la escuchaba desde la estrecha Sacristía. Mientras que a nosotros las bancas nos sobraban, ellas se sentaban en bancas “quiebra glúteos”, lo cual me indignaba, porque ni algunas no tenían visión hacia el altar desde puerta tan estrecha. Esto lo sabía porque, al acompañar al Director al interior de la Cocina porque escuchamos unos ruidos extraños, me fijé que había cuatro sillas en la mesa de comedor de diario. Indignación, algo atípico. Nunca antes me había indignado, ciertamente algo se estaba cocinando dentro de mí porque la verdad es que… debería importarme un rábano lo que les pasase a ellas. Para eso tenían a su respectiva numeraria que las atendía como “auxiliar de las auxiliares” en palabras del Fundador.

Puesto que mi rendimiento como atracción proselitista no iba de la mano con la exigencia del desempeño de mi trabajo profesional, me “ascendieron”. Llegó “papelito” de la Comisión Regional: “Nicanor Wong ha sido designado Secretario del Centro. Ha de leer el Vademecum de Consejos Locales y aceptarlo no como un cargo, sino como una dulce carga”. Recordé lo dicho por el ingeniero. Mi sueldo no era muy atractivo que digamos en comparación con el de los otros. Dios manda y acepté. Leí el Vademecum respectivo y revisar los folios repletos de “documentación interna” del modo de hacer proselitismo, cartas del Fundador que se debían leer con autorización especial del Director, fichas personales de cada uno de los residentes, folios de correos enviados a la Comisión, de respuestas de la Comisión y de comunicación con la Administración, los impresos de los ingresos y gastos de cada uno de los residentes y la cantidad de formatos para llenar y enviar a la Comisión Regional cada fin de mes. Con toda esta “carga” renuncié al trabajo. Ya el Sub Director, que me echaba una mano, me decía “¿Quién habrá sido el tonto que ansiaba adquirir estos puestos?” porque Escrivá lo había dejado escrito “no hay que desear ser miembro del Consejo Local”, dentro de la cantidad de “noes” del Opus.

A llevar la caja, programar la hora en que los residentes tenían que hacer “movimiento económico”, es decir, ingresar dinero y sacar dinero según lo calculado como promedio que deben gastar a la semana. Al inicio de mes pasarle el dinero a la Administración – cantidad nada despreciable – y a fin de mes elaborar el reporte impreso para enviarlo a la Comisión Regional, arqueo y cierre de cuentas del mes; llenar los formatos de la “labor de San Rafael”: cuántos asisten a la Meditación, cuántos se confesaron, hablaron con el cura, fueron a la catequesis, participan de alguna charla o círculo breve… “Detrás de los papeles hay que ver almas” estaba escrito por Escrivá en el Vademecum. Para mí era una pesadilla porque elaborar esos informes que no solamente se reducían a llenar el formato sino comentarlo y plantear nuevos objetivos (numéricos) para luego despacharlo con el Vocal de San Rafael… números, números, números y objetivos a corto plazo.

Al inicio de mis participaciones en las sesiones semanales del Consejo Local permanecía callado. Escuchaba cómo el Director, Sub Director y Cura hablaban de sus conversaciones íntimas con los demás residentes y los consejos de mejora para su vida espiritual y personal. Vale decir, se les ponía en la mesa “calatitos”. Esto era de mucha utilidad para elaborar los reportes personales de cada uno. Si bien existía un formato de cómo hacerlos, cada uno es casi igual pero con ciertos matices llamados “propia personalidad” o “espíritu de pata libre”. Decía el Fundador que, si alguno – de casualidad – leyera sus informes personales, su actitud sería de agradecimiento para con la Obra. Cada uno teníamos nuestros propios files. Los del Sub Director y del Secretario los guardaba en otro lugar el Director.

Viene bien comentar lo siguiente. En nuestra permanencia y estudios en el Centro de Estudios, a nadie se nos imparte clases de cómo ser Secretario, Sub Director o Director a pesar que sus funciones son muy especificas y requieren un adiestramiento previo. Sobretodo en el caso del Secretario, que es el que lleva todas las cuentas económicas, cobranzas y papeleos. Recuerdo que el anterior Secretario – ahora ex numerario -, un chico muy simpático de Arequipa, me dictó clase de cómo emplear el software de la contabilidad mientras hacía sus maletas para irse de curso anual. Casi por la ventana gritaba “¡Y no presiones nunca la opción cierre sin antes hacer la verificación… porque de lo contrario…. Tienes que hacer todo de nuevo…” y la voz se hacía más débil conforme se marchaba el vehículo. Obviamente, lo primero que hice al ingresar todos lo vales que llenábamos de ingresos y salidas fue presionar el icono “cierre de mes”, con lo que en varias ocasiones volvía nuevamente al inicio. Este trabajo solía hacerlos los domingos, día del Señor y de reposo. Me tomaba no menos de cuatro horas mientras que mis “hermanos” iban de equitación, golf, tenis, natación o fútbol. ¿Acaso alguien se asomó a ofrecerse para auxiliarme con las cuentas? Mi única distracción era colocar música a todo volumen, aunque incidiese en flagrante desobediencia a la corrección que se me hiciera: “la música distrae, has de emplear el silencio para llenarlo de jaculatorias”. Pero… ¡Es que me ira insoportable ese trabajo siendo yo estudiante de arquitectura! Hasta el mismo cura que tenía por costumbre introducir el dedo al ojo y su primer saludo fue “hola puto adscrito” me comentó “la labor del Secretario es muy dura”. Todo, absolutamente todo, de cómo debía funcionar “como familia” una “casa” del Opus y “hacer” de los Directores, había sido meticulosamente escrito por le Fundador en sus varios tomos de Vademecum: “vida de familia”, “consejos locales”, “labor con agregados”, “labor con supernumerarios”, “labor de San Rafael”…” Era impresionante. La capacidad total de abordar todos los temas para el dominio de los fieles de la Prelatura. Ciertamente, detrás de esos libros había muchísima casuística., imagino que propia de esas “almas que se me iban como anguilas” al inicio del Opus en el veintiocho. De este modo “las anguilas” se trasformaban en Goldfish cachetones dentro de una pecera.

Menos mal que había un sacerdote, mayor, campeón de natación en su tiempo. Barcelonés, que le encantaba el montañismo. Salía con él de excursiones con “sus chicos” puesto que “sus chicos” eran distintos a “los chicos” que participaban de las labores. Este curita tenía “el sano criterio” de convocar a los que quisiera y no los que le mandaban que llevase consigo. Dos labores distintas, el inicio de la esquizofrenia interna.

En Saeta: correo en bici, mentalizar niños y visita a pobres

Estrenaba mi nombramiento como Secretario del Centro con el pie izquierdo. En el Opus, se lleva cuenta exacta de quién gasta cuánto y en qué. Esto queda reflejado en el formato que hay que llenar al momento en que cada “residente” pasa por “caja” (dícese de la cajita metálica donde se almacena el dinero del Centro) y anota en el vale el monto y el uso que pueden ser ordinarios o extra ordinarios. Los ordinarios estarán referidos al orden de pasajes en bus, gasolina, una galleta… los extraordinarios a lo que excede el monto fijado como promedio de lo que debe gastar un numerario a la semana, en aquella época veinte soles y, podría ser: vestimenta, útiles de escritorio o el mantenimiento del coche para quienes tenían asignado uno. Los coches han de estar a nombre de la asociación civil “sin fines de lucro” que hace los movimientos económicos fuertes de la Prelatura puesto que el Opus Dei no tiene nada por propio. Obviamente, todo el Directorio en dicha institución está compuesto por numerarios.

En algunas ocasiones recibíamos las donaciones de familiares o esposos difuntos de supernumerarias. Yo mismo he usado los zapatos y terno de un muerto. Para mi mala suerte el muerto del que me dieron era del padre de un profesor de la Universidad. Menos mal que sabía que se había hecho esa donación y no me amonestó al verme con retazos de su padre. Luego, en la “casa” me indicaron que no vaya a clases de tal profesor con alguna prenda de su padre...

El empleo de estos retazos, era de aplicación para todos los numerarios no VIP (se considera VIP a aquellos que provienen de familias acaudaladas o de apellido de alta influencia en la sociedad). Probablemente en mi dossier personal seguía manteniéndose el informe preliminar de “familia de clase media” y, como en las “charlas fraternas” la pregunta de “¿Y cómo están tus padres?” no entra dentro de la temática a tratar (fe, pureza y vocación), no sabían que mis padres estaban ya en el clímax de sus carreras profesionales.

Siguiendo el ejemplo de Escrivá, como se narran en sus biografías, cada vez que visitaba a mis padres me traía algo para “mi casa”: una radio, un reloj, un lapicero fino, un adorno y hasta el piano electrónico de mi hermano supernumerario. Él fungía de “Tío Santiago”, sólo le faltaba que le regalase su sello “los hijos de Josemaría se lo llevan todo”. Se molestó mucho por lo de su piano pero… ¡es que los pobres chicos del Colegio Alpamayo – uno de los más caros de Lima – no tenían para comprarse un órgano para el Oratorio! Alguna vez le pedí sus joyas a mi madre para que adornasen los copones del Oratorio. Como no tiene un pelo de tonta, me mandó a rodar. ¡Bah! En algunas transigía y en otras no. Ella es creyente a su modo y muchas de sus cosas están regadas en las “casas” por las que pasé y ni se le pasado por la mente solicitar que se las devuelvan.

Se cuenta que Escrivá dejó toda una noche sin dormir a Álvaro del Portillo para que las cuentas le cuadren puesto que es un dinero para la “Obra de Dios”. Sinceramente eso de amanecerme para cuadrar las cuentas, sobretodo sin que nadie me hubiese explicado con claridad cómo funcionaba el software de contabilidad, no iba conmigo. Esta sería mi primera rebelión de actuación y pensamiento propio. Algo ya se gestaba dentro en mí porque la conciencia no me acusaba de hacer algo pecaminoso.

También he de confesar que se me traspapelaban los documentos. El “Armario del Consejo Local” tiene que ser súper ordenado. De lo contrario puedes morir de un infarto cerebral. Las indicaciones que llegan de la Comisión, las que salen del Centro a la Comisión, los manuales internos, el libro de ingresos y salidas de correos, los files de cada residente, la caja donde se almacenan las tarjetas de crédito y débito de los residentes… En una ocasión recuerdo haber metido en el sobre “A Comisión Regional” un papelito que debía ir dentro del sobre “A la Administración” (numeraria que dirige a las numerarias auxiliares de la “casa”). Al poco retornó el papelito de la Comisión que decía “Nos alegramos que les haya gustado el tacu-tacu pero este correo está equivocado de sobre” (el tacu-tacu es un delicioso plato peruano y, aquél día, las auxiliares cocinaron uno que mereció aplauso).

Solía ir en bicicleta a dejar los documentos a la Comisión puesto que esos sobres “se entregan en mano”: no van por correo electrónico ni por fax porque pueden ser interceptados. ¿Es que había algo que ocultar en algo tan inocuo como formatos llenos de números y papelitos diciendo cosas como “ya hicimos las gestiones para la catequesis, iniciaremos en la quincena del mes próximo” o “fulano pregunta si puede ir de viaje a Piura para visitar a su familia” o “según el formato de la labor de San Rafael el número de confesiones ha disminuido, haremos mayor énfasis en los chicos para que confiesen semanalmente”?… Sí, me respondió el Vocal de San Rafael. Esta información puede ser malinterpretada por personas que intentan “hacer daño” a la Obra. Primera noticia de la existencia de esas personas tan malas.

Me prohibieron ir en bicicleta a dejar el correo. Según mi Director era porque el recorrido era demasiado largo pero… luego vino la razón de fondo: “y no puedes presentarte ante las numerarias auxiliares que atienden la portería en un polo sudado que se te pega al cuerpo y pantalones cortos”. Enmendé mi conducta. Cada vez que montaba llevaba en el morral una casaca, toalla y pantalón de buzo para colocarme antes que me viesen las auxiliares de portería. Lo único que no logré controlar era la respiración jadeante y el pulso tembloroso con la que entregaba el sobre a la portera. Ellas se reían pero cuando aparecía algún Director o cura cambiaban de rostro a seriedad absoluta. Al pronto llegó un aviso a todos los Centros “Se ha de mantener el mínimo trato con las auxiliares que atienden la portería de la Comisión y Centro de Estudios, tampoco, al cruzar delante de ellas no se les debe dirigir la mirada”. Sin embargo, cuando me encontraba con la que me empujaba la bandeja para servirme más comida, tenía ganas de abrazarla. La pureza de mi corazón se estaba “desordenando”.

Dejada mi actividad profesional y dominado el training de Secretario, hice una “re ingeniería” de las actividades del Club. Mi punto de vista era: para que los chicos no lleguen a la adolescencia con tantos anticuerpos contra el Opus, había que “moldear” sus cerebritos desde tiernos, es decir, desde los diez hasta los doce. De trece en adelante pasarían a la labor con mayores. Planteé una serie de actividades atractivas, inventé juegos, clases de artes marciales, excursiones y campamentos… el Club se repletó de niños nuevamente y el marketing no era únicamente hacia los hijos de supernumerarios del Colegio Alpamayo, que eran los que daban más lata porque conocían más las rarezas del Opus por sus padres.

A todo esto, dentro de los juegos, se incluía una breve charla de “vida cristiana” que intentaba preparar del modo más ameno posible y el cura tenía la misión de “darse una vuelta” y pescar algunos para charlar con ellos y confesarlos. Sentía que era lo mío, no sólo por la diversión, sino porque los niños tienen una alegría particular que me devolvió algo que había perdido: la ilusión.

A los de mayor edad me los llevaba a hacer “Visitas a los pobres de la Virgen” (“La finalidad de las Visitas a enfermos no es solucionar problemas sino los chicos de San Rafael que participan” para que sepan que el Opus sí se preocupa por los menesterosos). Elegí para ello el Hospital del Niño, sección de quemados. El lugar más repugnante, donde pocos se atreven a ir y ver esas pequeñas deformidades andando. Lo que más me sorprendió es que ninguno de los chicos se asustó o les hizo cara de asco. Jugaron con ellos como con cualquier otro, aunque el Vocal de San Rafael me indicó que era “traumático” llevarlos allá. Fue entonces, cuando al salir, pasamos por el pabellón de VIH (Sida) y nos topamos con dos niños: El pequeño Carlos y Cindy. Jugamos con ellos un rato. Como ya habíamos entregado todos los regalos a los chicos quemados les hice avioncitos con baja lenguas y les prometimos regresar.

Aunque se sugiere que se varíe de lugar que se visita para no hacer de ello una costumbre y nunca se vaya a estancias atendidas por religiosos porque ya tienen quién les cuide, me empeciné con el Hospital del Niño. ¿Empeciné? Sí. Otra gestación en mi interior.

Carlos era paciente transeúnte y Cindy permanente. Semana tras semana iba. Nuevamente me convertí en ejemplar de la “casa” porque ninguno de los residentes prefería cambiar sus horas de golf, equitación o baloncesto por ir a un hospital. Así pues algunos hicieron el esfuerzo por vivir la costumbre.

Recuerdo con fuerza aquel día que encontré a Cindy en pésimo estado. Había contraído una enfermedad respiratoria. Despaché a los chicos en taxi y me quedé acompañándola al lado de su cama, con sus manos entre las mías. Sin guantes, ni mascarilla, nada. Allí, de rodillas. Ella con mascarilla de oxigeno y yo contándole lo lindo que era el Cielo, que podría jugar con los ángeles y hacerle avioncitos con baja lenguas a Jesús Niño. Sus ojos lacrimosos me trasmitían el susto ante la muerte inminente. Se hizo muy tarde y el médico pidió que me retirase, sólo se quedaba su familiar, una tía porque ya sus padres habían muerto por el VIH. Le dí un beso en la frente y un abrazo, “Vengo mañana a verte ¿Ok?” le dije al despedirme.

“¿Dónde has estado hasta tan tarde?” Me preguntó el Director al retornar a “casa”, le conté lo de Cindy. No me reprochó. A la mañana siguiente amanecí con fiebre altísima. Había contraído la misma enfermedad de Cindy. Para mala suerte mi sistema inmune es pésimo y todos los días amanecía volando en fiebre pero no importaba. Rezaba: “Dios, todo este dolor por las intenciones del Padre y por Cindy para que sobreviva y cure”. Así dos meses. Apenas me abandonó la fiebre fui al Hospital. Cindy, milagrosamente, había vivido (los médicos no se lo explicaban) y retornado con su tía a su ciudad natal, Chiclayo. En cambio, a Carlitos lo encontré con muy mal aspecto pero de buen humor. Su padre – que conocí aquella primera vez- había muerto hacía unas semanas atrás. Carlos tenía casi cinco, de poco se enteraba. "¿Me puedes hacer un avión"? preguntó. Lo cargué sobre mis hombros e hicimos “un vuelo” por el jardín, bajo el Sol. La gozó de lo lindo. Sería el último "vuelo" que haríamos en esta vida, al día siguiente su médico me comunicaría que esa noche había muerto.

“La finalidad de las Visitas a enfermos no es solucionar problemas sino los chicos de San Rafael que participan”.

Aquel día infringí muchas reglas: no pedí permiso a mi Director para levantarme de la cama, tampoco para salir – porque no me hubiese dado permiso - y menos para ir a visitar pobres de la Virgen sin la compañía de ningún chico de San Rafael como “objetivo principal de la visita”. Cindy y Carlitos fueron mis motivos y si no cuadró con las normas de Escrivá, creo que para Carlitos valió la pena.

Definitivamente estaba rompiendo todos los esquemas "aprendidos". No tardaría en pagar una factura muy alta por "desobedecer".

La batalla con los niños, un extraño sueño y el inicio del fin

Cuando pisé el Centro Cultural Saeta éste se dividía en dos: el Centro Cultural, representado por una casa moderna donde se hacía labor de San Miguel y el Club, una casa pequeña de estilo campestre y es que el lote era grande. Al frente del mismo está situada la Universidad de Lima cuyas ventanas de la Biblioteca dan directamente hacia varias habitaciones, una de ellas la “mía” de tal modo que al despertar podía saludar a las señoras de limpieza del edificio y al anochecer dormir al ritmo de las cumbias y gritos de los guardias de seguridad.

Tal como había acordado con el Vocal de San Rafael, el Club no podía marchar sin “pescar” a los chicos desde una edad más tierna. Había ya un numerario que abastecía el Club con chicos del Colegio Alpamayo – obra corporativa del Opus Dei – pero eran demasiado “viejos” como para “domesticarlos”, además, sólo seguían las órdenes de este numerario. Ese tipo de “labor” era una anarquía total. Ganas no me faltaban de aplicarles cilicio y disciplina. La pregunta que me rondaba era: si estos chicos son de una obra corporativa ¿Cómo es posible que sean tan malandrines? Peor aún cuando llegaban sus padres supernumerarios a recogerlos, mientras que yo me presentaba sudado y con rasguños tras la batalla con el tropel de anarquistas, los “chicos del numerario tal” sufrían una metamorfosis de santidad que no me explicaba al colocarles frente a sus padres: les emergían alas de blancas plumas y un halo sobre la cabeza...

Así pues, desde mi cargo de Secretario, disolví el grupo. Mi plan era de largo plazo, si los mentalizaba desde los diez a los catorce pitarían casi todos lo cual suponía que había de residir en Saeta poco más de cinco años. Usualmente un numerario rota de “casa” cada año o cada dos años, intuyo que sería una magistral estrategia de Escrivá para liquidar cualquier formación de grupos o para no darnos cuenta de la cantidad de gente que se marcha del Opus. De hecho había dos numerarios que eran como residentes perpetuos. Uno laico, el otro cura. El primero atendía a su madre anciana y enferma tras el trabajo, el segundo iba “a sus aires”. Ya antes lo he mencionado. No tenía tapujos en decir lo que le parecía y guardaba una caja (dinero) propia para sus necesidades de campamentos, es decir, tenía una labor aparte. Todo un escándalo al que también había que echar diente para conservar el “buen” espíritu de Escrivá pero cuidando la delicadeza pues era un sacerdote de los mayores en “casa”. Había que aplicarle aquel trabalenguas mental del Fundador: “ceder sin conceder con ánimo de recuperar” o sea, desmantelarle todo el tinglado que tenía. Estimo que a este cura le hicimos vivir las virtudes de modo heroico. Le dábamos empujones para elevarlo a los altares. Hasta donde le dejé, le habían instalado un marca pasos, recetado antidepresivos y terapia psiquiátrica a pesar del fuerte temple que tenía.

Tras la reingeniería del Club ya se podía respirar o por lo menos yo podía respirar. Había otro numerario y un supernumerario que me echaban una mano. Sin embargo los Directores Regionales estimaron que se debería poner énfasis en “tratar” a chicos en edad de ser “aspirantes”. Para ello organizamos una actividad en la Universidad de Piura llamada “Reporteros de Aventura”. Consistía en tener unas clases básicas de filmación y editar un corto. El problema gordo era alojarse en la casa de retiros y convivencias de Piura porque elevaba el precio para un cursillo poco apetecible aún para los supernumerarios. ¡Otra reingeniería!, ¿Y si nos alojábamos en una casa de alquiler para estudiantes? ¡Estupendo! El costo se redujo a la décima parte. Así lo hicimos un par de ocasiones, una convivencia fuera de local de la Obra. Estas libertades que estaba asumiendo les hacía poca gracia a la normativa de los Directores Regionales, más aún cuando al pedir reporte a un numerario que nos acompañó para “vigilar” el ambiente que vivíamos en esa casa de alquiler reportó el poco énfasis que hacíamos en “vivir” las normas de piedad. Estimaba, con otro numerario de mucho carisma con chicos (él dejó el Opus antes que yo), que las “normas de piedad” no se debían imponer sino invitarles, hacerlas agradables, algo así como los apóstoles le pidieron a Jesús el “enséñanos a orar” porque lo vieron apetecible. Tras el reporte de este tercer numerario nos expectoraron nuevamente a lo tradicional, ir a la casa de convivencias. “Nicanor, tienes que comprender que estar cerca del Oratorio, con Jesús al lado, hace una enorme diferencia en las almas de esos chicos” fue el argumento. Echado al traste el costo bajo los únicos que podían participar eran los más pudientes y, no precisamente, los que querían ir por “motu propio” sino empujados por su tía o abuela supernumeraria que pagase los gastos a modo de “regalo por haberse portado bien”. Entre viajar a Walt Disney e ir a cocinarse en Piura acompañado de mosquitos, los chicos iban de mala gana. Al entrevistarles previamente casi todos respondían que iban bajo coacción de sus padres. “¡Pero si quieres yo hablo con tus papás para que no se vayan sin ti a Cancún y te enchufen este curso!” Ni qué decir que a los chicos se les iluminaba el rostro. Sin embargo muchos de ellos culminaban por ser conminados por sus padres, tías o abuelas. Lo que intentaba el Vocal era hacer una convivencia al estilo que se narra en Crónicas, repleto de alegría, visión sobrenatural, pitajes, cantos y guitarras. Nada más alejado de la realidad porque esas “convivencias como para Crónicas” eran un ring de “vale todo”. Para que el lector pueda hacerse una idea de la intensidad de la lucha entre los numerarios en el frente de batalla de este tipo de labores coercitivas con los escolares pudientes, recuerdo que el cura, al finalizar el curso y darnos la meditación de la mañana (arrastrando – literalmente – a los chicos al Oratorio) empezó su prédica: “excepto los numerarios acá presentes todos ustedes son unos reverendos imbéciles” y continuó la prédica.

Usualmente llamaba el Vocal durante la convivencia para estar informado de los posibles “pitajes”. Por mi parte, antes que pitos solicitaba manoplas, látigos, armaduras y todo pertrecho de guerra propio de las batallas medievales para defendernos de las fieras. Si es que tanta ilusión le hacía esas “fieras” ¿Por qué no se hacía cargo él mismo del monstruo que había engendrado?

“Sí, estar con niños es agradable, pero la Región necesita vocaciones, tienes que replantear las actividades del Club” fueron sus palabras no más retornar moreteado y con enormes deseos de ir lo que restaba de la semana a Cancún con las tías y las abuelas supernumerarias.

El Club se deshizo y volvimos a foja cero. Para ello trajeron un numerario “experto” en trato con adolescentes y anterior Vocal de San Rafael, un numerario de ascendencia italiana. Volvimos a lo mismo, los adolescentes sólo obedecían las órdenes de tal numerario y tal numerario, como era mayor que yo en casa y por lo tanto prevalecía sobre mí (según la normativa del Fundador) me indicaba qué hacer y qué no hacer.

Fue en este clima cuando se produjo un extraño sueño. Me vi en una Iglesia, a punto de contraer matrimonio con aquel amor platónico que tuve en mi adolescencia. Sin embargo me sabía numerario pero allí venía ella, encantadora y, cuando el cura hizo la pregunta de rigor dije “¡Sí, acepto!”. Me di con ella un enorme abrazo - ¡Ay que me olvidé de besarla! - y me sentí colmado de felicidad. Sólo en otra ocasión tendría la oportunidad de soñar algo tan real. Al despertar ya no era el mismo.

Me confesé no de un sueño erótico sino de infidelidad pero estaba sumido en la tristeza. Todo aquel día estuve triste y así el siguiente y el siguiente y el siguiente… Me entraban deseos de llorar, no tenía fuerzas para hacer nada ni concentrarme en nada. Permanecía en mi habitación, sollozando y totalmente desganado ¿Qué me había pasado? No lo sabía y eso me desesperaba aún más.

Fue así que conocía un numerario psiquiatra, que importaban de Colombia dos veces al año, para “tratar” a los numerarios, agregados o curas con problemas. Puesto que mi situación era deprimente me sacaron una cita gratis ¡Qué maravilla la Obra que se preocupaba de sus hijos enfermos! Para que no nos diésemos cuenta quienes pasábamos por una crisis psiquiátrica me hacían esperar en una sala mientras que el paciente anterior a mi turno bajaba y salía por otra escalera, como un burdel donde los clientes no se encuentran. Aquel doctor, tras narrarle brevemente mi historia me hizo una pregunta desconcertante ¿Crees que estás enfermo? No supe qué responder. Me ayudó. En tu caso hay tres cosas que han de aparecer en tu mente con gran fuerza, ideas de fuerza indomable y son: lujuria, blasfemia y ganas de morir. En las dos segundas dio en clavo ¿Cómo le atinó sin haberle contado nada? De la tercera no hay mucho que explicar, sí, me entraron unas ganas enormes de quitarme la vida y dejar de sentir ese vacío interior. De la segunda me dejaba perplejo la furia y aversión al escuchar las palabras de Escrivá en sus videos. Sí, podía verlo en fotos, pero era incapaz de soportar su voz, su risa o sus chillidos. “Tienes una depresión bipolar” diagnosticó, y vas a empezar a tomar estas pastillas. Así empecé mi periplo por el camino de la depresión ¿la crisis de los cuarenta? Como decía Escrivá, a mí me llegó a los veintisiete.

Si en mis años mozos, tras leer la biografía oficial de Escrivá, también pedí a Dios que me concediese una enfermedad dolorosa e incurable, como hizo él, para poder ofrendar mi vida a la Iglesia. Dios me había “escuchado”. Creí con firmeza que era nuevamente elegido por el Todopoderoso como “ofrenda viva para la Iglesia”. Obviamente el Director, con sutileza y como “padre de una familia numerosa y pobre” me preguntó si el costo de las medicinas las podía asumir mi “familia de sangre” porque eran muy caras. Ellos aceptaron y les extrañó profundamente el diagnóstico que me había dado el médico., de hecho, mi carácter y ánimo no presagiaba una enfermedad semejante. Intentaron llevarme con una psiquiatra del hospital donde mi padre trabajaba. A este tipo de citas se suele ir en pareja, más aún si va a tocar temas que rayan con la conciencia y la vocación. Sucedió que la doctora no dejó pasar al numerario de turno y me entrevisté con ella a solas como es lógico en cualquier consulta de esta índole. “¿Quién es el tipo que te acompaña?” me preguntó y le expliqué brevemente que era numerario, de la “vida en familia” y el celibato apostólico. “Probablemente esa sea la raíz de tu problema” indicó. Antes ya se me había advertido de estos posibles ataques a la vocación y cómo combatir “al enemigo”. Le dije a mi padre que nunca más quería que me atendiese tal doctora y que ya tenía un médico – ¡y encima traído desde Colombia! – que me atendía y medicaba. Pero… ir a consulta dos veces al año era más que fatal, sobretodo porque los químicos que injería provocaban otro tipo de alteraciones en mi estado de ánimo y, esperar que retorne el doctor era una eternidad. Seguí inmerso en el vacío y soledad interior. Curiosamente, mi único consuelo y alegría era jugar con las numerarias auxiliares ¿Cómo hacía esto si entre ambos hay estricta separación?

Para que ellas pudiesen limpiar mi habitación “casa” yo me trasladaba a la del frente y allí me quedaba encerrado no sin antes dejarles alguna broma. Las bromas consistían en hacerles con el alambre de clips antenas a las orejas de los adornos de burro que gustaban tanto a Escrivá, colocarlos en posiciones divertidas u ofreciendo algún chocolate con sus patas. Ellas (o ella) respondían, tras la limpieza, colocándolas de distinto modo – también divertido – pasando las antenas a un pato (otra figura que le encantaba al Fundador) o simplemente en vez de un chocolate devolvía dos ya abiertos por los voraces burros. Me parece increíble que, sin conocerlas, las tenía por amigas y confidentes.

Estaba claro para ellas que alguien del tercer piso no estaba bien de salud, porque entraban a limpiar una vez por semana y las demás veces colocaba el cartel de “enfermo, no pasar”. Las veces en las que no devolvían el gesto – supongo - sería porque la numeraria administradora llegaba para supervisarlas y la de turno deshacía todo para que no se diese cuenta, de lo contrario me hubiesen hecho una “corrección fraterna”.

Con el casco agujereado, palabrotas y un viaje inesperado

Las ciencias médicas no saben aún dar razón certera de las causas depresivas, lo palpable era que mi “casco de latón” había sido penetrado por las “balas de cañón” de la incoherencia de una vida llamada “corriente” que no era para nada la de mis compañeros coetáneos ya profesionales en el ejercicio de su carrera. Por otra parte la insistencia de mi madre que iniciase unos estudios de Maestría y la negativa de mi Director puesto que no había quién para la “labor de San Rafael”.

Sí. Estaba dentro de un Consejo Local. Veía el momento en que el Director, Sub Director y Cura desnudaban las conciencias de los pocos residentes de la “casa”. Usualmente me quedaba callado, escuchando y aprendiendo de mis “hermanos” mayores el cómo se expone estos temas en el Consejo y la “recetas” ascéticas – a veces auténticas balas de francotirador – para ayudarles en su “camino de santidad”.

Considero que una de las causales que debilitó el cascarón en que la Obra había envuelto fue el cariño de los niños. Éramos cuatro los involucrados en la “labor del San Rafael” pero había un algo que mis padres habían forjado en mí que me hacía especialmente magnético y esto aún antes de haber pitado...

De los cientos de niños con los que traté, intenté aplicar ese “compelle intrare”, “violar” sus mentes y corazones, para que amasen a Escrivá, su espiritualidad, su normativa e infundirles los deseos de ser aspirantes al Opus. En “Crónicas” se narraban historias donde decenas de niños de clubes de San Rafael estaban ansiosos por ser numerarios llegados los catorce y medio. Pero - a pesar de todo - se desató una fuerte violencia en mi interior. El cariño sincero que daban esos pequeños no podía ser devuelto sino con más cariño. Un amor sin “agenda oculta”, sin intereses detrás.

Usualmente los otros dos andaban en otros quehaceres y quedábamos tan sólo dos. Así que nos repartíamos el trabajo de darles charlas y llevar sus “confidencias”. Recuerdo que en mi grupo había un chico que no tenía los dotes ni de talento, carácter y posición solicitados por el Fundador. Era un niño no apto para la labor y no por ser rebelde sino porque provenía de una pareja divorciada donde los padres ya estaban enlazándose con otras personas y, para empeorar la situación, el chico tenía una malformación que le impedía un desarrollo normal. Pero su madrina era una supernumeraria “de peso” y menos mal, porque nos hicimos muy cercanos. Un buen día, me tomó por las mejillas – que las tenía más llenas en aquel entonces – y me dijo; “en la charla anterior nos dijiste que Jesús hacía reír a los niños… tú me has hecho reír nuevamente”. No pude menos que estrecharlo entre mis brazos y sentir la angustia por la soledad en la que vivía inmerso.

Varios de estos chicos, ahora ya profesionales, me los he encontrado en la calle y han quedado sorprendidos que ya no siga dentro del Opus. Como “soldado de Escrivá”, en mi “casco de latón” tengo más de una docena de rayas de “pitajes” - ¡Inclusive de numerarias y supernumerarias! -, varios y algunas se han ido al paso del tiempo y otros aún perseveran dentro del barco de fantasía del Fundador. Desde esta Web, para con los que no he logrado contactarme por haber perdido sus números celulares, espero que sepan perdonarme por embarcarlos en una quimera.

No era de los numerarios estrategas que movía piezas a la distancia. Me enrolaba en la primera línea, estaba en los primeros anfibios del desembarco en Normandía y hasta iba un poco más allá. Sería por eso que, cuando una supernumeraria hizo referencia de mí ante el Consiliario – yo ya marchado del Opus – el Monseñor se echó a llorar. ¿Lágrimas de cariño por un hijo que se le escapa? No lo creo, porque al poco de marcharme llegó indicación a todos los que seguían perseverando que no se escribiesen conmigo y se corrió la voz que había marchado a otro país o trastornado mentalmente. Menos mal casi ninguno hizo caso de tal directiva y, felizmente “desobedecen” a sus Directores. Para culminar la anécdota de la supernumeraria que metió la pata con su comentario, al día siguiente envió a su marido para darme con una sartén por la cabeza. Había hecho llorar “a su santo Consiliario”.

Tras el inicio de la enfermedad y los experimentos químicos a los que era sometido, algunos dieron resultado y estabilizaron en algo mi estado emocional. Por lo menos ya no lloraba como una magdalena ni tampoco tenía ansias de quitarme la vida. Pero la labor de San Rafael con niños al encargo de uno sólo se había desmoronado y la de los otros numerarios con adolescentes “fieras” marchaban al ritmo de sus respectivos progenitores. Ninguna “fiera” – obviamente – pitó y, menos mal. De mi grupo, antes que enfermase pitaron dos aspirantes. Gracias a Dios se fueron al poco. Por los Centros que había pasado antes siempre había dejado una o dos “vocaciones”.

Como miembro de un Consejo Local asistía a las “Convivencias Especiales”, sólo para Directores. Tocábamos temáticas específicas por grupos y casi siempre el tópico era el proselitismo. Que recuerde nunca se tocó el tema de “los enfermos en casa” o “el cariño de la vida en familia”. A cada grupo se nos repartía un temario para estudiar y sacar una serie de conclusiones. A ciencia cierta no puedo dar razón para qué servía tanto esfuerzo. Por lo menos para mí suponía esfuerzo puesto que era el benjamín de un grupo de mayores en casa y me cedían generosamente elaborar las conclusiones de sus conversaciones que no iban más allá de un té de señoras con pantalones (en aquel entonces las mujeres célibes del Opus tenían que usar falda obligatoriamente). Tal fue mi desconcierto de la poca seriedad con que tomaban este encargo de la Prelatura que increpé al director de mi grupo que no teníamos conclusiones definitivas para presentar y me respondió con desparpajo “tranquilo Nico, eres joven y por eso impulsivo, con los años aprenderás a llevar esto con relajo. Anota lo que creas conveniente y listo”.

Efectivamente. De mi madre había asimilado el vicio del perfeccionismo y del Opus el del fanatismo. En tales medidas que, durante uno de mis cursos anuales recuerdo que llevaba la asignatura de “De Deo Trino”. Iba a clases con mi laptop y tomaba minucioso apunte de lo que el cura dictaba. Era divertido porque mientras el cura traducía del latín al castellano los tomos de Tomás de Aquino, el numerario de mi lado experto en latín y castellano – que una vez nos dictó clases – tomaba notas en latín nuevamente. Tras clases me refugiaba en mi habitación con una ruma de libros para hacer los pies de página, cuadros mentales. Un numerario, ahora ministro del actual gobierno Aprista, se la pasaba durmiendo en clase y lo despertaban para el Ave María final. Como no era tonto y sabía que tomaba minucioso apunte me solicitó una copia para poder imprimirla antes de los exámenes. “No te preocupes, te los paso, pero déjame redondear ideas porque creo que tengo varias herejías anotadas porque el cura traduce demasiado rápido”. Al tiempo de exámenes aún no había concluido en corregir las herejías y tal numerario se enfureció. “¡Dame tus apuntes! Me increpó”. “Aún no puedo, porque no lo he terminado de corregir” y, el señor este culminó estrellando la puerta del dormitorio y gritándome “¡Métete tus apuntes al culo!”. ¿Creerá el lector que pidió luego disculpas? Para nada.

Es totalmente comprensible que pedir una disculpa cuesta vencer el ego, pero el uso de palabrotas dentro de una institución de santificación personal sólo lo había escuchado de Escrivá en lo que denominaba “apostolado de la mala lengua”. Para muestra dos botones más. La primera cuando en un encuentro de fútbol uno de los Directores de un Centro me lanzó grosería y media por no haber atajado un pelotazo al arco. “Pero no te enojes así, lo importante es que jugar” le reproché. “Jugar… ¡Estúpido, lo importante es ganar! Sino sabes jugar lárgate” y me fui. Ya en la casa de convivencias no le dirigía la palabra. Normalmente ser insultado por uno de mis “hermanos” no me agradaba. Tomó la iniciativa y se me acercó “Se ha herido tu susceptibilidad ¿no? Entonces te pido perdón para que no te pongas sentimental”. Entendido esto como la disculpa más rara que he escuchado en mi vida y puesto que era con quien llevaba mi “charla fraterna” – porque en el Opus uno no elige con quién hablar de asuntos de conciencia sino que se le asigna una persona – mejor convenía hacer “las paces”. Otra sucedió en Tradiciones, cuando recibí a un chico de buena pinta que venía a preguntar por las actividades del Centro. Tras la conversación y dejarle en la puerta el Director me llamó rabioso. Cerró la puerta y espetó: “¿Es que acaso eres un imbécil?” Me quedé de una pieza. “Pero ¿en qué te he contristado, respóndeme?”. Dijo: “El chico que has atendido es hermanastro de uno de la “casa” y, al verlo, se ha sentido ha sentido muy afectado y ha venido a contarme… ¿Pero es que no tienes cerebro?”. Seguía aturdido. “¡Es que no tenía ni idea que era de un romance de su padre!”. “¡Pregunta pues tonto, pregunta!” y me echó de Dirección. Salí abatido. Cabe aclarar al lector que en las “casas” de la Obra no se suele hablar de nuestras respectivas familias de sangre. Es más, nunca supe si los que vivían conmigo tenían hermanas o hermanos y, hasta un cura mayor al cual le pregunté por su “familia de sangre” acabó pidiéndome perdones por contarme de ellos. Tras la retahíla de increpaciones fui donde este “hermano” mío y le pedí disculpas puesto que no sabía para nada que era hijo bastardo de su padre. “No te preocupes Nico, no tenías porqué saberlo”. Al cabo del tiempo me enteraría que el Fundador tenía estos mismos arranques de furia y e insultos para con sus hijas e hijos bajo el pretexto de “salvaguardar” lo que Dios le había “revelado”. Menos mal, que a diferencia de Escrivá, estas personas no lanzaban cosas. Eso sí, no pedían perdón. Sería de un profesor universitario del que aprendí el significado aquel de Jesús “de toda palabra que salga de tu boca habrás de rendir cuentas” y no de mi “familia sobrenatural”. Curiosidades de la vida… ¿Para enreciar el carácter?

Imagino que todo este cúmulo de tensiones entre lo normado y la vida “en familia”, la ausencia de “cariño”, una “santa coacción” a ejercer en los niños, el “desnudar” la conciencia de mis “hermanos” en las reuniones de Consejos Locales, la ausencia de tiempos propios para tirarme sobre el mueble, quitarme los zapatos y leer el periódico o ver la TV o picar del congelador una bebida cuando se me antoje… una vida de “familia” postiza donde hasta el cuidado de los enfermos está normado en un escrito de Escrivá, anulaba todo tipo de espontaneidad, libertad e ilusión. Inclusive le escribía “al Padre” cada mes y hasta dos veces por mes – luego me enteraría que las cartas las leían las numerarias – e inclusive me llamaban la atención porque en algunas ocasiones era demasiado coloquial y en otras, cercanas a la enfermedad, lóbrego. A Juan Pablo II también le escribía cartas en ocasiones especiales y llegaba respuesta de uno de sus Monseñores encargados. Aún conservo aquellas. De mi supuesto “Padre” no recibí ninguna, bastaba con su “carta mensual” y – aclaro para los lectores perspicaces – tampoco esperaba que me respondiese. Sí me llevé sorpresa al recibir cartas del Vaticano.

Retornando. Una vez más, los niños serían los protagonistas de un enfado de Jesús. “¡No les impidan que se me acerquen!” en un arranque de celo de sus discípulos. Imagino que el Maestro debe haber sido muy espontáneo en su forma de ser y actuar. Tampoco tuvo palabrotas ni para los que le mataron lentamente.

Más lúcido y con el ánimo restablecido con las “pepas mágicas”, tras un curso anual el Vocal de San Miguel me llamó aparte. Hemos pensado que vayas a apoyar la labor de “San Rafael” en Chiclayo en otra provincia del Perú. “Allí viven sultano, mengano y berencejo, necesitamos que se arme algo como lo que hiciste en Saeta”. Le repliqué “Pero tú sabrás que estoy enfermo y medicado”. “Sí, creemos que el cambio te hará bien, irás de Secretario del Consejo Local” - ¡Ay! Nuevamente a las cuentas y relleno de formatos -, bueno “ecce ego quia vocasti me” (acá estoy porque me has llamado) le dije, “para eso me hice numerario”.

Al visitar a mis padres tras el curso anual, les conté que viajaría a Provincia para atender allí una labor un buen tiempo. Si en Saeta había permanecido cinco años probablemente allá estaría otro tanto o más aún. Mi madre se echó a llorar y se fue a su habitación. Partí el dos de mayo del dos mil.

En Chiclayo: trabalenguas mentales y una casa “de cabeza”

Chiclayo, para los lectores no cercanos a esta tierra maravillosa que es Perú, es un enclave norteño de conexión entre la Sierra y la Selva. Allí me encontraba yo el tres de mayo del año dos mil. Antes había enviado todas mis cajas de libros y revistas propias de una persona que amaba su “vocación profesional” pero la había cambiado por la “vocación profesional interna” expresada por los Directores. Vale decir, el Opus Dei dirá “todos en la Obra ejercen una profesión, algunos en labores internas, tal como cualquier profesional que siendo médico termina ejerciendo otra tarea distinta de la que estudió, algo normal y corriente”.

La distinción entre ambas “vocaciones” es de suma importancia. A los quince – edad en la que entré a formar parte del “manicomio”, como diría Escrivá – no tenía claro qué quería ser profesionalmente. Una vez optada por la carrera en la que mejor podía desenvolverme quedé fascinado. La “vocación” se entiende en el marco de un “llamado” por parte de alguien y una analogía aplicada a la profesión que te encanta ejercerla y encima te pagan por ello. En el Opus Dei, se nos dirá al inicio que el “ejercicio de la profesión” (nótese el cambio de “vocación” a “ejercicio”) nunca se pierde aunque uno sea “llamado” (vocación) a las labores internas, que suelen ser temporales para luego retornar al ejercicio de la “vocación” profesional. Todo un trabalenguas cerebral imposible de digerir. Como diría uno de los primeros en la Obra, si Escrivá solicitaba que todos usen cucuruchos en la cabeza, se los ponían. Cuando dejé el Club SAETA estábamos financieramente quebrados. En principio cada “casa” del Opus se “financia” con los ingresos de sus residentes que ejercen su “vocación” profesional pero, en nuestro caso, como habían convocado a los “cheers leaders” para pescar chiquillos – es decir jóvenes – y esto nos absorbía toda la tarde hasta entrada la noche, no había ingreso económico. “¡Pero consigan un trabajo a medio tiempo!”. Menuda sandez. ¿Qué empresa contrata un joven egresado que tiene que ser “carne de cañón” por cuatro horas y encima con buena paga? Casi convencido que los Directores Regionales nunca habían trabajado fuera de “labores internas” o “personales”...

Como Secretario del Centro me veía en grandes aprietos, no solamente porque Escrivá dejara normado que cada “casa” cubra sus gastos sino porque tenía que demostrar ante el Secretario (financista) de la Comisión Regional que no calificábamos para auto sostenernos más aún que habían trasladado a otras “casas” a las gallinas que tenían los huevos de oro. Aún así, el monto solicitado a la Comisión era inferior a lo estimado a modo de “busquen los medios” como buenos hijos de Escrivá. Puesto que lo primero que había que pagar era la Administración: sueldo inicuo para las numerarias auxiliares y regular para la numeraria de turno – dependiendo quién sea -, luz, agua y otros servicios quedaban en vacío. Algo ingresaba de la gestión del Club, por lo menos las cifras ya no eran rojas. Quisiera aclarar que la gestión consistía en la contrata de profesores, marketing, cobranzas, pagos y seguimiento de morosos. Escrivá, que nunca en su vida dirigiría un Club de escolares, aconsejaría que de estos menesteres se encargue un supernumerario con tiempo. Todos al unísono dieron un paso atrás cuando se les convocó. ¿Por qué? Porque, obviamente, tenían sus ilusiones profesionales y familiares por encima de todo. ¿Quién de todos ellos vería el Opus “como un hijo más”? Creo que uno y solamente de boca para fuera, un joven médico que nunca encontraba novia porque a todas las aburría con su único tema de conversación: el Opus, si conservaban su virginidad (para proponerlas como supernumerarias) y si estaban dispuestas a ser madres de una familia numerosa. Aún así agotaba hasta a sus novias supernumerarias. Ya dinero a pagar por concepto de Administración era fortísimo pero había que solventar a “nuestras hermanas pequeñas”.

Dejé SAETA en un estado económico paupérrimo, más aún con una enfermedad en ciernes que me había retrasado tremendamente en hacer las cuentas, arqueos y relleno de formatos.

Retorno a la mañana en que llegué a Chiclayo. Ya había estado antes allí de campamento con chicos pero no lograba ubicarme. Puesto que debía vivir la pobreza, no contraté taxi, sino un hombre con triciclo para llevar desmonte y de paso me llevase a mí. Tras varias vueltas y preguntas dónde quedaba la “casa” caímos en la cuenta que era la calle posterior al terminal de buses. Acabé pagando los servicios del buen señor a un precio mayor al de cualquier taxi. Otra raya más al tigre.

Quedé varado en la puerta – con maletas y mochilas - porque no había nadie en “casa”. Eso de “esperarte” o “recogerte” estaba reservado para las narraciones de “Crónicas”. Al fin llegó un cura. “¡Bienvenido! No te esperábamos”. En fin. El Internet todavía no era común pero Graham Bell ya había descubierto el teléfono. Los Directores no se habían llamado para avisar que salía de Lima para arribar a Chiclayo.

No más llegar, saludé al Santísimo, pregunté cuál era mi habitación – tampoco sabía – así que me metí al de invitados y a la cama. Una noche de viaje sin dormir, esperar bajo el Sol y toda la adrenalina desplegada hicieron que la cabeza me retumbase de dolor. Por la tarde, uno me acompañó a almorzar – justo el mismo que me despertaba cuando en uno de mis primeros cursos anuales, estando yo enfermo, me despertaba para que no hiciese siesta – y me indicó mis deberes y obligaciones. Era buen chico, poco mayor que yo y al triple de ortogonal que yo. Apenas salir del Comedor, me presentó un “amigo” suyo y le dijo “Fulanito, desde ahora Nico te va a tratar y va a ser tu amigo. Nico, justo iba a hacer la oración contigo”. Gracias a la enfermedad estaba ya desarrollando en mi interior un fuerte rechazo a las imposiciones. Ido este numerario le dije al chico: “gusto en conocerte, anda tú sólo a hacer tu oración yo hago la mía por mi cuenta”.

¡Qué decir! Me sentía en “Bavia”. Ajeno a todo y ya tenía que “tratar” a alguien que no conocía de nada. Pasé la tarde visitando la casa de cabo a rabo, más aún si iba a ejercer de Secretario de la misma. La casa, era por demás fea y oscura. Repleta de cuartitos minúsculos. De tres niveles, uno al que se tenía que acceder por una escalera de muchísimos peldaños. Al tiempo viviría yo en “la torre”. Por lo pronto no se le ocurrió mejor lugar para alojarme al Director, que en la Secretaría del Centro, con una mueble cama, mesa redonda y armarios llenos de toda la burocracia propia del Opus. Festín de hongos y polillas. Y eso que Escrivá dijo “para saber el estado del alma de un hijo mío me bastaría ver su armario”.

Por la noche, cada uno cenaba cuando podía – igual que en SAETA -. Me dirigí a la habitación de “tertulia” y el panorama era desolador. El numerario “cuadritos” estaba hablando por teléfono, los otros cuatro sentados leyendo el periódico y uno de los curas dándole golpes a una vieja TV para dejar de ver la batalla eterna de las hormigas blancas versus las hormigas negras. Como era “manitas” le pedí al cura mayor que se sentase. Eché un vistazo al aparato, conecté la antena de conejo y sintonicé los canales con la perilla. “¡Por el Amor de Dios!” exclamó el viejo cura, “desde que estoy en esta ciudad jamás he visto la TV así” y los demás se echaron a reír. No encontré motivo de risa. ¿Nadie podía haber hecho algo tan simple habiendo dos ingenieros de la UDEP allí sentados? Ahora sí prestaron atención a la TV, la apagaron, tuvimos un momento de “tertulia” para cumplir con la costumbre, me preguntaron por mi viaje – no sé si les interesó un comino – lectura del evangelio, para variar el de turno no lo había hecho, examen y a la cama. El numerario “cuadritos” seguía en el fono.

Puesto que mi agenda por las mañanas estaba libre, me dediqué a hacer un poco amable la “casa”, arreglos, limpieza y reparaciones. Cambié las luminarias mortecinas por focos de mayor potencia, reparé algunas tejas que filtraban agua dentro de las habitaciones… ¿Cómo podían haber vivido tanto tiempo en esas condiciones? Inclusive trasladé el cuarto de las tertulias y la TV a un ambiente más grato e instalé una antena aérea en la azotea. Esto suscitó dos anécdotas que a continuación narraré.

La antena aérea fue como dar el primer paso en la luna. La calidad de la imagen era “high quality”. El cable coaxial ingresaba por la ventana. Al poco llegó un papelito de la Administradora: “Solicitamos se nos instale también TV-cable en nuestro living”. Era una metida de pata como aquel de “nos gustó mucho el tacu-tacu” de la que “mis hermanas pequeñas” o la mayor quería también su trozo.

La batalla por tener televisión por cable era un lío. Mientras que la Comisión lo tenía y todos los demás Centros también, nosotros teníamos que conformarnos con la pobre calidad de la programación local. El primer argumento para conseguirlo – porque había que pedir permiso a la Comisión – fue so pretexto de ver el Programa de la Madre Angélica pero, como la carne es débil, “Indiana Jones” terminó vestida de monja junto con “Rambo”. El numerario Congresista y ahora Ministro lo solicitó como imperativo para su descanso. A él se aunó el “ingeniero” con el pretexto de la necesidad de “aprender inglés”. Mientras el Congresista se iba de parrandas y lobbies, con el “ingeniero” veíamos las películas que le apetecían. Lo terrible del ingeniero es que su “manía” era el zapping y no podíamos ver nada completo para “practicar nuestro inglés”. Acabados los argumentos y demostrado ante la Comisión que la televisión por cable era para el tiempo de descanso de los numerarios se arguyó tras solicitarlo en papelito de retorno tras consulta “el tiempo de descanso de los numerarios es cambiar de actividad, por ejemplo: hacer proselitismo”. Cierre al tema. Menos mal que el Director descubrió mis dotes de “manitas”, compró un TV nuevo de un dinero de quién sabe dónde que empalmé al equipo de sonido y veíamos mensualmente películas comerciales en sonido “sound surround”. Al mejor estilo del adagio empleado por el Fundador: “donde se cierra una puerta se abre otra”.

LAS ERAS era el nombre del Centro y su subsidiario para los agregados se llamaba CAÑAL. Si éramos tan pocos ¿por qué tener dos Centros?, me preguntaba. “Es que la labor con agregados tiene que realizarse en una casa que no llame la atención” me dijo el Director. “Muchos de esos chicos ni siquiera han visto mármol o parquet, traerlos por Las Eras sería traumático, del mismo modo para el nivel de los agregados que tenemos”. Para esto, el Director, es un médico arequipeño de tez morena que argüía de niño haber nacido “con piel blanca y ojos verdes”. Decía provenir de familia de alcurnia, acostumbrado a modales finos y ropa de sastre. Todo un personaje. De por sí ya le llamaban “El marqués de Mollendo”. Para mi mala suerte este personaje fue seleccionado por el psiquiatra colombiano como su sucesor. El “marqués” sería mi médico y a quien se me asignaría para hacer la “charla fraterna”. Importaron también otro cura arequipeño, doctor en Derecho Canónico – ni más ni menos – que sería capellán del Colegio Algarrobos, “labor personal” del Opus Dei en la que entraría a trabajar hasta que encontrase algo mejor. En el Colegio Algarrobos empecé a enamorarme de la gente de esa ciudad que tanto temor me causó.

Entre el Colegio Algarrobos, el “marqués” y las auxiliares

Me comentaría la ex de mi hermano supernumerario con quien trabé lazos de auténtica amistad y soy padrino “in pectore” de su hija – porque los fieles célibes del Opus no pueden ser padrinos de Bautizo ni de Confirmación puesto que sus compromisos con la Prelatura no les permitiría ejercer las obligaciones de un padrinazgo – y, al narrarle un poco de mi vida dijo: “para tu edad has vivido demasiado”.

Mi vida había sido una película taquillera de Hollywood: “Mírame y si la piensas, perdiste”. Sí, en el Opus se trabaja muchísimo, pero pensar por libre es casi delito. Gracias a la enfermedad tuve espacios para “pensar por libre”. Los célibes que están en proceso de extinción siguen sosteniendo que son “libres para pensar” y, de veras lo son, pero dentro de la franja que Escrivá trazó para pensar. Es decir, en su “Jaula de Marfil” el Gorrión con “vocación divina”, “vuela libre” entre algodones que asemejan nubes. Toda una parafernalia teatral que, más temprano que tarde, da visos de desplomarse...

Retorno tras la pausa. Trabajar en el Colegio ALGARROBOS, una labor personal a cargo de otro numerario y reencontrarme en mi “salsa” con los niños, me sacó del cuadro depresivo propio del cambio de ciudad y “casa”. Entré a trabajar en el Colegio bajo la figura de Preceptor. Llevaba la preceptoría de unos cuarenta chicos, todos ellos “majísimos” como dirían en España y muy pronto me volví en su confidente.

Al Colegio enviaron como Director Académico… ¡a otro arequipeño! Este sujeto atrajo poderosamente mi atención puesto que apenas había terminado el Colegio, no tenía estudios universitarios y le había “bailado” tan bonito a la Asociación Civil de los Colegios (todos numerarios) que le dieron ese cargo en premio por su danza, algo así como a Betsabé. Ni qué decir la alegría que experimentó el cura de encontrar un paisano que, a su parecer era “el único de ese Colegio que valía la pena”.

También conocí a todos los agregados. Se les asignaron que lleve sus “Charlas Fraternas” conmigo. Me daba la impresión que algunos habían “pitado” por no tener nada mejor quehacer en la vida. Algunos andaban como zombies en el Opus no queriendo serlo. Les invitaba a irse pero los otros Directores tomaban la posta, me relevaban del cargo y les sometían a escrupulosos interrogatorios. Nadie puede marcharse de la Obra sin autoconvencerse de haber “traicionado” o cometido “pecado gravísimo” o haberse “vuelto loco de remate”. Llegada a tal violencia espiritual y psíquica uno terminó teniendo relaciones sexuales con una mujer casada y otros dos desaparecieron del mapa.

Lamento que siete de mis amigos más queridos hayan pitado. Espero sepan perdonar a la boca del lobo en que los metí. Menos mal que tres de ellos ya se han retirado. Curiosamente, cuando me marché del Opus, les llegó indicación a todos de no escribirme. Gracias a Dios “desobedecen”.

Las labores de formación estarían reservadas únicamente para numerarios pero, ¿Por qué los agregados y supernumerarios no podrían dictar clases de doctrina cristiana? Se los propuse y les encantó la idea. A pesar de todo aún siento el dolor de un supernumerario que quería seguir la “confidencia” de un chico de “San Rafael”. El vocal de San Rafael me pidió que le dijese que no, que yo la hiciese. Este servirse de escudos humanos es muy frecuente en el actuar de los Directores. El chico se sintió muy fastidiado ¿Es que acaso el Opus no confía en mi? La respuesta: No. “Tú eres del batallón, yo, de los mandos superiores” y las confidencias las llevan “los mandos superiores”. Obviamente le dije que no sabía porqué estúpida razón no podía siendo tan de la Obra como yo lo era. Se lo pregunté al Vocal de San Rafael y la reacción del supernumerario. “Así está establecido y es lo mejor”.

Escrivá dijo, gritó y chilló: “La voz de los Directores es la voz del Padre y la voz del Padre es la voz de Dios mismo”. Si obedecer se asumiría después como “falta de personalidad” porque: cuando los Directores aciertan es porque el Espíritu Santo les ha insuflado y cuando se equivocan por que el Espíritu Santo les ha desinflado el cerebro. Por lo tanto, tendrá “personalidad” aquel qué sabe “ver” descender la “palomita” o “llama de fuego” sobre la cabeza del Director, quien no, no tiene “personalidad”. Otro trabalenguas cerebral que se enreda aún más con la frase de Escrivá: “quien obedece nunca se equivoca” o “si el Director te pide que te pongas de cabeza, lo haces”. Para rematar, palabras de Mons. Echevarría “En el Opus Dei, quien no tenga personalidad no interesa para el Opus Dei” (aplausos cerrados y se nos caían las babas a todos los cientos que nos hemos marchado tras décadas “sin personalidad” y que ahora ¿la tenemos o no? Que llamen a ese expertillo que anda diciendo por allí que sabe detectar quién tiene “personalidad” para el Opus y quién no la tiene. Podría ofrecer sus servicios de discernimiento extrasensorial a buen precio y dejarlo como aporte mensual o en caja del Centro).

Nunca encontré en Vademecum o Catecismo de la Obra la relación entre “personalidad” y “libertad de pensamiento”. Todas las definiciones están unidas a la “santa obediencia” y ésta a su vez a “parecerse a Cristo” y parecerse a Cristo será “obedecer y querer más al Padre que al Padre Celestial porque eso hace feliz al Padre Celestial”, todo un círculo ¿virtuoso? Si alguien encuentra en algún escrito de Escrivá algo como “en el Opus Dei tener personalidad es…” que levante la mano y pase el código del libro. Bastan dos dedos de frente para encontrar que la referencia vuelve a sí misma. Como aparece en los programas de Contabilidad: error en la fórmula, verifique.

Volviendo a la vida en LAS ERAS. Recuerdo que el cura, también de la aristocracia arequipeña, todos los almuerzos me hacía la siguiente pregunta “Nico ¿No eres profesor de Algarrobos?”, “Sí ¿Por qué?”, “Porque deberías estar almorzando en el Colegio, como tus colegas profesores”, “Pero prefiero almorzar acá”, “¡No! Porque es parte de apostolado” y, así día tras día hasta que el mismo Director se fastidió y, tras la rutinaria conversación le espetó “Oiga Padre ¿Usted no es Capellán del mismo Colegio donde enseña Nico?”, “Sí, ¿Por?”, “¿Y qué hace usted almorzando acá?”. ¡Era la misma pregunta que deseaba espetarle en el rostro pero no podía hablarle a un cura de ese modo! (sepa el lector que nunca me quejé ante el Director por el fastidio que me provocaba esta rutina). Respondió el cura con desparpajo: “Pero… ¿Cómo crees que voy a mezclarme con esa gente? Mi Ministerio Sacerdotal está muy por encima de estar allí entre ellos. El único que se salva es… (tal arequipeño)… pero con él charlo ya acá en la casa”. Creo que el curita acusó el golpe y me dejó en paz. Al año tal arequipeño renunció de improviso, se mudó a Lima y ostentó el cargo de Director de Estudios en el Colegio de los Sodálites, vale decir, les tomó el pelo a todos, llevándose copia de todos los dossier de “Colegios de Fomento” de España.

Fue en Chiclayo donde mi relación con las auxiliares se volvió extrema. Además que cocinaban delicioso, es más, un numerario no tan mayor (que falleció a mi lado durante una caminata durante un paseo de curso anual), decía: “un día tengo que entrar a esa cocina y conocer a la mulata que prepara platos tan ricos”. No sé porqué tendría que ser “mulata” pero que cocinaban de Cielo. El “Marqués” no era de la misma opinión. Cuando sacaban vino, fingía de sommelier y hacía ascos frente a ellas, cuando celebraba su cumpleaños contrataba comida de restaurante y mandaba su ropa a lavar en lavandería.

Un día, con el numerario a cuadritos, le gastamos una broma. Ellas cambiaron el contenido de las botellas. Como milagro de Cristo, pasaban el contenido de un vino no costoso a una botella de vino costoso pero olvidaron cambiar el corcho donde estaba sellada la etiqueta del barato. Escondimos el corcho y se lo dimos a probar a nuestro sommelier. “¡Fantástico!, ¡Qué cuerpo!, ¡Qué aroma!, ¡Esto es vino de verdad!” La auxiliar que servía se sonrió.

De un numerario que quería marcharse desde hacía tiempo y no le dejaban, aconsejándole que iba a perder todo “el poder que otorga ser numerario”, acabó enredándose con una señora y listo. Se liberó. En charla con mi psicomedirector – y encima “marqués” - me dijo furioso en plena “Charla Fraterna”: “Y éste se marchó ¡Tonto! Con lo que pudiese haber gozado siendo fiel, tanta estima, tanta gente que te mira de abajo hacia arriba… Dios quiera que sufra muchísimo para que purgue su pecado y alcance algún día el Cielo cuando muera”. Tras estas delirantes frases tuve tal ataque de migraña que estuve dos días en cama. Algo así como “mañana entierro” de Escrivá. Sepa también el lector que este “marqués” mamó de las “ubres” del mismísimo Fundador.

Como Secretario y “manitas”, usualmente conversaba por el teléfono interno acerca del número de almuerzos y cenas con la numeraria auxiliar de turno y, algunas veces, con la Administradora cuando llegaba temprano. Cuando no había Misa en el Centro e íbamos a la Catedral. Mientras ellas caminaban por la acera nosotros retornábamos en coche. Ganas no me faltaban de bajarme y que suban. Menuda descortesía pero era “parte de su vocación”. Cuando se celebraba Misa en el Centro la escuchaban desde la pequeña Sacristía. Digo que la escuchaban porque no había visual al altar y, mientras nosotros gozábamos de buenos asientos y reclinatorios acolchados, ellas en bancas de madera y rodillas al piso. También “parte de su vocación”.

Eran frecuentes los desperfectos en la zona de “ellas” y no podían esperar una reparación para el día siguiente. Sin luz ni agua ellas estaban de manos atascadas para sus labores. Avisaba por el telefonillo y, junto con el jardinero o el portero, daba entraba a su “zona”. Cambiaba fusibles, hacía arrancar la bomba de agua … y ¡Oh sorpresa! Las numerarias auxiliares, con un aire de niñas aún siendo mayores, eran todas encantadoras. Salían todas con sus trajes de azul-celeste y me indicaban todos los desperfectos de su zona. Nunca supe sus nombres, tenían una sonrisa y candor que me dejaron embobado, tanto así que miraba con envidia al jardinero que podía conversar con ellas todos los días.

Así ocurrió durante varias ocasiones, se dieron cuenta que había un “manitas” del otro lado que les solucionaba los problemas técnicos. Inclusive llegué a conversar con la numeraria Administradora e intercambiar opiniones en cómo dar solución a problemas de afloraciones de salitre, curado de madera y manejo de llaves eléctricas. “¡Déjalas, que esperen al técnico¡” me decía el “marqués”. “¡Está expresamente indicado que un numerario no trate con numerarias aunque ingreses acompañado!”. Sepa el lector que muchas de estas operaciones de arreglo eran de riesgo sin equipo especial o se necesitaba de fuerza para levantar peso. Será por eso que un médico supernumerario piurano se quejaba que todas las auxiliares que llegaban a su consultorio tenían serios problemas lumbares y de columna… “pero es parte de su vocación”. Así de machistas somos en… ¿Perú? ¿O Escrivá padecía también de misoginia que luego inculcaría en las numerarias y numerarios?


Pd.- Me pide mi esposa que relate que, antes de ir destacado a Chiclayo, ya estaba formando empresa con un par de amigos arquitectos para ingresar algo de dinero a SAETA. Terminada la inversión en el alquiler de oficina y compra de equipos, al día siguiente me dieron la noticia que me marcharía con más detalles a darme durante el curso anual. También pidieron que solicitase a mis compañeros de oficina el retorno del dinero que había invertido con ellos. Obviamente nunca se los pedí porque era descabellado. Montar la oficina duró más de un mes y la decisión de mi traslado a Chiclayo ya estaba firmada desde antes. Cuando le pregunté al Director porqué había esperado el último momento sabiendo que estaba montando con esfuerzo de mis padres esa empresa me respondió: “Yo les comenté lo que tenías estabas haciendo pero tengo que guardar secreto de oficio de lo que los Directores Centrales deciden hasta la fecha que indiquen para que se le comunique a quien haya que comunicárselo”. Bueno... Esperemos que el Espíritu siempre insufle los cerebros de los Directores porque parece que ya se cansó de tanto soplar sobre cabezas huecas y yo formé parte de la colección de cabezas y esta organización va quedándose sin vocaciones y residencias llenas de ancianos.

Trabajos con mis “hermanas”, en la Universidad y retorno a Lima

La cercanía que tuve, para hacer urgentes reparaciones en la zona de las auxiliares me hizo mucho bien aunque Cura y Director “marqués” no estuviesen de acuerdo. Ellos preferirían que se quedasen sin agua, luz, cargasen equipos muy pesados o la alarma contra intrusos las dejasen sordas y así se “santificasen” en su vocación hasta que alguien “no numerario” bajase del cielo con capa roja, ceñido traje azul y calzones rojos por fuera para echarles una mano. Creo que ambos se dieron cuenta que mis ingresos a la “zona de ellas” no era por hobbie sino por razones de suma urgencia y no me dijeron más.

Desde la Oficina de Ingenieros para la cual trabajaba, conocí el Colegio para mujeres - labor personal (es decir, no oficial para el conteo del Opus) - llamado CEIBOS. Curiosamente, tanto las “labores personales” como las “obras corporativas” – incluidos los Centros de “ellas” y “ellos” - eran patrimonio de la Universidad de Piura. Sin embargo dejó de serlo. Alguien comentó que por razones fiscales el patrimonio era demasiado y pasó a ser parte de la Asociación Civil, sin fines de lucro, llamadas ADEU o PROSIP. La pregunta será ¿Tanto era el patrimonio de tener menos de cinco Colegios y una veintena de Centros? Algo me hace sospechar que hay mucho más para que hayan tomado esa decisión y solicitado a algunos sus recibos por honorarios para girar gastos “fantasmas”...

Si bien un numerario no puede trabajar para otro a excepción de un permiso especial aprobado por los Directores Regionales bajo la excusa de “no servirse de la Obra para escalar puestos”, la realidad cruda y peluda sería que “todo quedaba en familia”. Colegios, Universidad, Institutos, Concesionarios… todos pertenecían a algún fiel de la Prelatura de tal modo que se asegurase que… ¿nadie se aprovechase de la Obra? Inclusive este círculo “virtuoso” llegó también al género romántico cuando algunos clérigos – ¿Por dirección de alguien? – buscaban emparejar supernumerarios con supernumerarias al mejor estilo del filme “Los Ríos de Color Púrpura”, thriller francés dirigido por Mathiew Kassovitz. Como me dijo un supernumerario: “por lo menos aseguro que no me será infiel”.

Puesto que los numerarios (as) destacados en Provincia son pocos (as), no faltaría que cuando alguna llamase por teléfono a LAS ERAS para recordarle al cura que tenía meditación o ir a confesar, yo reconociera quién estaba al otro lado de la línea y algunas veces diría un: “¡Hola Teresa dame un segundo a ver si está!”, risa al otro lado de la línea. Los numerarios no debemos “tutear” con nuestras “hermanas” porque… ¿así es la vida ordinaria? Es más, estoy seguro que en más de una ocasión he saludado a numerarias con beso en la mejilla al ir a visitar construcciones en CEIBOS. Acá en Perú es un modo corriente de saludar. En una ocasión, al salir del Comedor de LAS ERAS, me encontré con una señora conocida. Su esposo estaba charlando con otro numerario. La saludé con un beso y “¡Qué alegría verte por acá!”. Posteriormente el numerario vino con la corrección fraterna: “se saluda extendiendo la mano, porque mejor es pasar por mal educado y menos aún si esa señora a la que has saludado ha sido numeraria”. La última parte de la frase nunca la entendí ni pregunté cómo sabía ese dato si entre ambas “secciones” no había comunicación. Pasados los años comprobé que efectivamente, tal señora lo había sido.

Estas fugas de información entre una y otra “sección”… ¿Sería a causa de “ellas”? Lo comento porque el Director de Estudios nos narró en tertulia una anécdota acaecida en Argentina cuando un padre de familia preguntó si el Opus tenía secretos. El expositor rápido respondió: “¡Imposible que hayan secretos! Porque en la Obra, la mayoría son mujeres”. Algo semejante aconteció cuando el Prelado, Mons. Echevarría, solicitó quinientas vocaciones como meta anual para cada Región (porción de territorio dirigido por un Consiliario). Aún así, trascendió la noticia que en un Centro español de “ellas” habían alcanzado la meta. ¿Les darían un trofeo o medalla? Cuando estuvo de visita el Consiliario y el Sub Director contó “el chisme” éste se enfureció: “¿Y cómo pueden saber eso si pertenece a la otra sección? Además, no es verdad”. O sea, no serían las mujeres las incontinentes bucales sino los curas. Recordemos que eran los inicios de los correos electrónicos y la información “just in time”.

Si bien llamaba semanalmente a mis padres, mi madre anunció que me visitaría. Me preguntó cómo iba mi enfermedad y quién me atendía. Al contarle que el “Marqués” era mi psicomedirector, gastroenterólogo de profesión, no pudo menos que llamarle la atención y exigirle que sea atendido por un profesional. Así pues le impuso que iría todos los meses a Lima para ser atendido por un psiquiatra de verdad. El “marqués” se vio entre la espada y la pared. Aceptó, más aún cuando mi madre cubriría todos los gastos de viaje y medicinas.

He de contar que mis terapias con el “marqués” eran patidifusas. Parecía que era yo quien le llevaba la charla y él me daba cuenta de todos sus sufrimientos para luego terminar “Y ¿tienes algo que contarme?”. Después de tal rosario de dolores que padecía mi “Director”, le narraba las anotaciones que tenía apuntado en agenda para luego levantar la mirada y ver que estaba profundamente dormido. “Perdona, es que eres muy aburrido”, me diría. Solicité que, para no interrumpir su siesta, otro me dirigiese y aceptó. Me asignaron un cura. Lo malo era que el curita no sabía ni pío de depresiones y lo confundía con tristeza, desgana o pereza. Se lo comenté a mi psiquiatra en Lima y me dio unos folletos explicativos. Al entregárselos me miró sorprendido “¿Para qué me das esto?”, “Para que se informe de lo que es depresión y le pueda servir para atender a gente que la padece”, “¡No lo necesito! Yo ya lo sé todo” fue su respuesta. Comencé a confesarme con un cura agregado que, al parecer, no sabía “nada” y aliviaba mi alma con sabios y prácticos consejos.

Repentinamente cayó una propuesta para trabajar en una creciente y pujante Universidad del arzobispado. La paga era buena. Acepté. De más contar que de mi “casa” tres trabajaban allí. Al contarlo a mi nuevo Director-cura, me hizo la corrección fraterna: “¡No puedes trabajar para ninguna institución clerical sin autorización de los Directores Regionales y tampoco has pedido autorización al Director del Centro para aceptar! Nunca se acepta de inmediato porque tu disponibilidad es de la Obra y no tuya” Tenía toda la razón. En el Opus Dei hay que consultarlo todo y querer “libremente” lo que se nos diga, de tal modo que se me diría una vez: “Eso que quieres no puedes hacerlo, pero tienes que quererlo por ti mismo, no porque yo te lo pida por favor. Así que llévalo a tu oración, interiorízalo y hazlo un querer tuyo. Luego vas donde tal persona y le dices que no quieres porque te da la gana”. Así de “corriente y ordinaria” es la vida dentro del Opus. Bien, fui donde el “Marqués” y me dijo “¡Felicitaciones!”, dio media vuelta y siguió “chateando” con su nieto de los EEUU.

Incorporado a este nuevo empleo, me tocaría como Jefa una numeraria. El puesto era en el área de Imagen Institucional. En principio ambos trabajaríamos en la misma oficina pero había solicitado a su gran amigo el Vice Canciller, un cura catalán agregado, que le hiciesen una oficina en el primer nivel. Así que me quedé sólo en esa gran oficina acristalada y subía y bajaba para hacerle consultas. Puesto que la “ingeniería de procesos” no funcionaba, solicité al Administrador un cubículo en el primer nivel y acelerar el ritmo. Accedió, pero no solamente a ello, sino que se produjo un cambio a nivel interno y tal numeraria fue asignada a otra Dirección y, por Jefe asignaron a un supernumerario. Menos mal, porque la “señorita” hablaba lo mínimo indispensable pero, cuando se trata de diseñar, la ecuación es inversa.

El “Boss”, como le apodamos, es un sujeto muy divertido. La “señorita” extrañamente "perdió” las llaves de “su” oficina (“aunque nadie debe tener nada como propio”) y el supernumerario tuvo que agenciárselas para poder abrir los cajones. La “señorita” no se contentó únicamente con eso. Todos los días reportaba con el Vice Canciller la mala política que estaba tomando. ¿Cuál era esa mala política? Crear un grupo de estudiantes de protocolo, afiches promocionales con fotos de chicas y chicos vestidos con ropas a la usanza de cualquier universitario. Ante sus ojos apartaba la mirada por cuidar la “santa pureza”. Tal era su manía contra este “hermano” suyo y la “pureza” que, una noche, pasó por la oficina del equipo. Entró, comenzó a rebuscar en el archivo de fotos y romper las que no le gustaban. Mi compañero enardeció “¡Esto es un abuso y usted no tiene autoridad para esto!” a lo que respondió con toda paz “Tranquilo niño, sé lo que hago y estas niñas y niños con esas pintas y fachas dan mala imagen”. Aún así no la echaron del trabajo.

Entró a formar parte del equipo una joven numeraria. Nos caímos muy bien desde el inicio. ¿Cómo conciliar una buena relación denominada amistad entre “hermanos espirituales”?. Por ejemplo, pasábamos horas tratando de un determinado asunto y, entre charla y charla, hablábamos de nuestras familias de sangre, gustos, etc., bromeábamos entre nos y con el grupo. Tanto así que ante el resto de oficinistas éramos uno de los grupos con más carisma. Sin embargo esta numeraria tendría su fantasma: “la señorita”. Que, con frecuencia bajaba del tercer nivel a donde la habían mandado y la numeraria – si es que estábamos despachando algo – me solicitaba saliese de su oficina o yo salía de la mía. En ocasiones, cuando enfermaba, preguntaba por ella al “Boss” y le llamaba la atención por la poca consideración que tenía para con su grupo. “Tienes razón, me dijo. ¿Llamaré a SAUCES? ¿No me reñirán?”. Llamó a su “casa” y le dijeron que ya estaba mejor. En ocasiones, cuando venía de su curso de retiro, entraba en conflicto con su conciencia “Nico ¡No puede ser! ¡Llevo más de una hora charlando contigo de mis padres y hermanos y no sé por qué!” Se llevaba las manos a la cara y salía a la Capilla. Se estaba creando un revoltijo de emociones y destapando eso que se suele conocer en el Opus como “amistad particular” o “afecto desordenado” o “emociones fuera de su sitio” o “quitar los candados del corazón”.

También me di con la sorpresa que trabajaba allí una ex auxiliar. “Tú fuiste mi hermano” me dijo una vez sin entender a qué se refería. Al día siguiente me mostró una foto en la que aparecíamos varios en su casa con su hermano cura agregado de paseo por la serranía Cañetana. Había sido auxiliar, formada en CONDORAY, dejó o la echaron del Opus sin un céntimo y, para empeorar las cosas, estaba embarazada sin haberse casado por la Iglesia.

Aunque la actitud de algunos docentes para con sus alumnas era de escándalo abierto y conocido a pesar de ser casados, a ella le pusieron ultimátum: “O te casas o te vas. No puedes pertenecer a una Universidad Católica con esa forma de vida” la increpaba el Gran Canciller azuzado por al “señorita”. También he de decir que había otras señoras de limpieza que tenían un estado semejante y nadie las amenazaba. Ante tal tesitura le recomendé: “Conseguir un nuevo empleo es muy difícil y menos si no tienes título de nada, además estás embarazada. Cásate por religioso porque tu matrimonio es nulo, lo estás haciendo por coacción”, la “santa coacción” o ¿la santa venganza? Como para demostrar que los que se marchan sufren las consecuencias del pecado de traicionar “la Obra de Dios”.

Puesto que nuestro trabajo conllevaba gran cercanía con los estudiantes para el desarrollo de eventos, conocí e hice amigas y amigos universitarios. Fue lindo. Tal era la empatía que teníamos que otra numeraria – de la que narré la anécdota en mi escrito “Conversaciones con una numeraria auxiliar” – me dijo: “Creo que no te lo han comentado en tu casa, niño, así que yo misma te haré la corrección fraterna. Tu trato con las universitarias no es propio de tu condición”. Corona de lo ilógico que es el Opus actuando en las mentes de sus “Queridísimas hijas e hijos” (como introduce el Prelado sus cartas mensuales. Antes sólo era “Queridísimos hijos”, menos mal que – pasados los años - las incluyó a ellas también).

La “vida en casa” iba de mal en peor. Ya no soportaba los “despachos” de Consejo Local, la detestable contabilidad y papeleos, las correcciones fraternas de “hacer la labor en el Centro” y no “en la Universidad”, la amistad cada vez más estrecha que tenía con esta numeraria y los sentimientos que empezaron a aflorar… Tras el curso anual del 2004 solicité formalmente se me dispensara de mi labor como Secretario – que venía ejerciendo casi una década – y consejo qué hacer para domesticar el corazón y sus afectos ¿Me estaría enamorando?

Retorné a Chiclayo. Para disgusto del Director ahora otro tendría que asumir el cargo de Secretario, encima, el Sub Director había sido destacado para ir a empezar el Opus Dei en la India. Nombraron nuevo Secretario, menos escrupuloso que yo para despachar papeles y cuentas, lo cual hacía rabiar al “marqués”. El numerario se marchó sin despedirse de nadie, rarísimo porque probablemente ya no le vería en esta vida pero… “en la Obra no solemos despedirnos” dice la norma de Escrivá.

Al re incorporarme en la Universidad hablé con el Administrador y el “Boss” de la nueva dependencia en la cual podría trabajar. Mis compañeros se quedaron un tanto desconcertados al igual que esta numeraria que la pilló a la primera “Lo haces por mi ¿verdad?”, “Sí”, “No te preocupes, que yo dejo este trabajo pronto, me trasladan a Lima”. Igual me mudé de oficina y oficio. Sería esta chica, a quien sigo considerando amiga donde esté, la que me dijera algo que se quedó grabado en mi cabeza “Nico, tu familia de verdad son tu mamá, tu papá y tus hermanos”. Nada más cierto.

En fin de año de 2005 el Vocal de San Rafael me comunicaría que me trasladaban nuevamente a Saeta para reflotar la labor con chicos. Dejaba en LAS ERAS ya cierta experiencia de cómo llevar clubes a los agregados y supernumerarios jóvenes con quienes trancé una auténtica amistad. Me dolió en el alma. Recordé aquel día en que quería llamar al Consiliario para retornar, ahora no quería irme por nada del mundo excepto Dios que me lo imperaba. Me despedí de todas y todos, entre ellas estaría la que hoy es mi esposa (esa historia la reservamos para un libro que tenemos en mente).

Pregunté al Vocal: “Y, cuando regrese ¿Tendré trabajo? Acá me costó dos años encontrar uno y ahora que estoy en la horma de mi zapato me mandan de nuevo a Lima. ¿No sucederá la misma jugada que me hicieron al salir de Lima? Ya tenía todo montado y me trasladan a Chiclayo”, “Despreocúpate” me dijo con candor materno, “Trabajarás como Oficial de la Comisión en temas de proyectos de Oratorios”.

Dejé ciudad en la que eché raíz. De hecho, en ocasiones, digo que soy chiclayano. Me presenté en traje formal – como dicen las normas – a trabajar en la Comisión ¡Qué sorpresa me llevaría entonces!

Un árbol trasplantado que no llegó a echar raíz

“Han sido los años más maravillosos que he pasado en mi vida” comentó, tiempo más tarde, la numeraria por la que había desarrollado un gran afecto. Sí, los chicos, las chicas, cada persona de los grupos de trabajo en los que me había visto envuelto, los agregados y supernumerarios que había conocido en serio y no únicamente desde sus “charlas fraternas”, con los que habíamos pasado alegría y dolor juntos. Si Escrivá solicitaría a sus hijos que “echen raíz” allí donde se “les ponga” y yo me resistiese a echarla en un principio, al final de mi estadía había atravesado la Tierra de extremo a extremo.

Al arribar a Lima, desconsolado, dejé mis cosas en SAETA y fui a almorzar con mis padres. Lloré en brazos de mi madre. Ella sabía perfectamente el dolor que “siente un árbol” cuando es arrancado de cuajo y, que su hijo no estaba preparado para ese tipo de cirugías. Mis hermanos estaban contentos y disgustados por un caso que narraré a continuación...

Durante todos esos años que pasé allá me asignaron dirigir un curso de retiro para chicos de “San Rafael”. La tarde del día siguiente llamaría mi hermana: “Papá ha tenido un infarto, está estable”. Busqué al “marqués” para solicitar permiso e ir a Lima. “No, Nicanor. No hay quien pueda reemplazarte en el curso de retiro. Dame los datos de tu papá para que lo atiendan espiritualmente”. Me comuniqué con mi hermana: “No puedo viajar por ahora porque… estoy muy ocupado, pero un cura irá a atender a papá”. Posteriormente me llamaría poderosamente la atención hechos similares que le ocurrieron al “marqués” con una pariente. Cada vez que enfermaba viajaba inmediatamente y repartía sus labores entre los que quedábamos. Hay numerarios y numerarios VIP.

SAETA era una zona de transición. Era el primero del grupo que iba a formar el nuevo “dream team” para reflotar el Club. Me encontré nuevamente con el “ingeniero”. Los primeros días los pasé en cama. Era obvio, los químicos antidepresivos poco podían hacer ante un shock emotivo tan traumático. Luego, junto al Director – él también era oficial de la Comisión Regional – me llevó a conocer la zona de oficinas de los Directores Regionales. El panorama era casi surrealista. Una serie de cuartos claustrofóbicos uno junto al otro, repletos de papeles, folios, armarios metálicos oxidados y rumas de papeles inclusive sobre el piso ¿En esas condiciones santificaban su trabajo? Los únicos que tenían oficinas decentes eran el Consiliario y el Secretario Regional. Mi nuevo Director me indicó la clase de trabajo que iba a hacer: ordenar un almacén repleto de documentos de infraestructura de distintas “casas” de la Obra; el Secretario me pasó unos planos de una remodelación para el C.C.TRADICIONES y el Consiliario que leyese el Vademecum de diseño de Oratorios. Este último documento atrajo mi atención. Existían tres o cuatro volúmenes dedicados a construcciones: de Centros de Estudios, de Oratorios, de Casas… “todo estaba escrito”, tal era que en el Prólogo decía claramente “no hay nada que inventar”. Poner orden al caos me era casi imposible sin tener referencias de tiempo y espacio para organizar los documentos así que iba lento. Lo primero que hice fue ordenar un poco el escenario de trabajo para no pisar los papeles al caminar ¿Cómo limpiaría la Administración esa zona? Revisé el plano de anteproyecto de remodelación de TRADICIONES y apliqué todo lo que había aprendido de mis “hermanitas” auxiliares. El proyectista era un supernumerario. Anoté el empleo de rampas y montacargas, espacios para depósitos de limpieza y lavabos, ancho de vías para caminar llevando cestas de ropa, etc. El Secretario vio mis revisiones y las desechó todas. “Lo único que has aportado es encarecer el Proyecto”, “Pero ¿Te eres consciente que todo eso necesita limpieza y mantenimiento con aparatos industriales?”, “Sí”, “Y que son nuestras hermanas las que cargan con eso”, “Sí, pero eso es parte de su vocación”. Cerré el asunto, al Secretario no le importaba que “ellas” se rompiesen la espalda y eso que había culminado la Maestría de Alta Dirección de la Universidad de Piura con todas sus clases de ética y gobierno de personas.

El ambiente era sumamente desagradable, por el caos y el terrible silencio. Me recordaba el pasaje de Frodo y Sam dentro del Castillo de Saurón, ni una risa, ni nadie tarareando una canción. Todo un ejemplo de cómo se debía santificar el trabajo.

Me trasladaron a otro despacho con un requerimiento más urgente, sellar las Crónicas que llegaban de Roma, colocarles el papelito detrás para que no empape la contratapa y meterlo en la bandeja de salida del Centro al que se dirigía. Así un día tras otro, era un “sellador”, “perforador”, “engrapados” y “foliador”. “Cuando llegue a Lima ¿Trabajaré en el ejercicio de mi profesión?” recordé la pregunta que hice al Vocal de “San Rafael”. En el cargo duré dos semanas. Dejé de ir.

La psiquiatra que me atendía encontraba una doble aspiración en mi personalidad y afectos. Uno lo que quería y gustaba y, el otro, lo que debía y hacía. “Tienes que elegir Nicanor, yo no puedo hacer eso por ti ni tampoco las medicinas”.

Recrudeció pues la situación al nivel semejante de la aparición de la enfermedad. “El ingeniero” se encargaba de agudizarla con sus exigencias de “¡Haz apostolado por lo menos. Toma estos números y llama a los hijos de los empresarios que estoy tratando y haz labor con ellos”. No llamé a ninguno, no me provocaba. Se enfureció: “¿Es que no sirves para nada? ¡Te has convertido en un inútil!”. Efectivamente, ya no era de “utilidad” para la Obra de Dios. Me fui de curso de retiro con algunos de los nuevos residentes del Centro. Me abordó el numerario italiano experto en fieras con una conversación fuera de todo contexto. Se encendió mi alarma interior “este chico no está bien, está en la fase maníaca propia de una depresión bipolar”. Efectivamente, había sido víctima de la enfermedad que estaba cundiendo dentro del Opus. Como dijo el “marqués” al cura arequipeño “la depresión es cada vez más creciente dentro de la Obra, es por ello que la Comisión está interesada en instalar una Clínica Universitaria cuanto antes, como en Navarra”.

El “Ingeniero” fue trasladado a la “casa” que le correspondía. Ya habían arribado todos los del equipo de reflote. Un arequipeño bueno y simpático, el italiano experto en fieras, el cura montañista siempre había estado allí al igual que del que cuidaba de su madre – paciente de depresión también - entre otros. Me dejaron cierta holgura para participar o no de los planes de reorganización. Aparentemente mi dossier de vida, ya no estando en Consejo Local, había añadido un párrafo de “hombre caído”, como en las películas policíacas de Hollywood.

Trascurría el mes de marzo de 2005. Una de las personas más queridas atravesaría una situación médica delicada, era el Papa. A Juan Pablo II le escribía con mucha regularidad y las cartas que recibía, aún siendo firmadas por un monseñor de la Curia, eran reconfortantes. Casi siempre le narraba anécdotas divertidas, imaginando que al leerlas se echaría a reír. Con él, desde niño, mantuve una especial relación espiritual y física. Su muerte fue caer en la oscuridad más absoluta. El ocaso de mi vida. Podía ya haber muerto don Álvaro o Echevarría para echar unas lágrimas, pero con el Papa… fue totalmente distinto.

Añadida esta gota, el vaso se rebasó. Retornaron con fuerza inusitada los deseos de muerte. Sí, morir dentro de la Obra, por lo menos dentro de casa, en el “mejor lugar para vivir y para morir”. Antes ya había pasado por etapas más extrañas, desde emborracharme con los sobrantes de vino o champagne los días de fiesta durante las madrugadas sin dormir, comer y devolver lo ingerido. Lo planeé, bastaba ingerir varias pastillas del sedante que me habían recetado pero no encontré la llave que celosamente guardó el Director, el amable Arequipeño, porque ya le había dado cuenta en mi “Charla Fraterna” del retorno de mis deseos de suicidio.

Al poco empezaba mi curso de retiro en LARBOLEDA. Un sacerdote mayor, de los primeros, grueso y de voz autoritaria. Un esclavo de la tecnología, repleto de “Palms”, “tonos de aviso”, “portátil”, “celular” entre otros… un VIP. Le conté de lo que me sucedía por dentro. Sólo se limitó a aconsejarme “la depresión, bendita enfermedad para hacer penitencia”. A tal grado estaba que no soportaba algunas meditaciones, salía. Las normas, las costumbres, lo que “Nuestro Padre” quiso, dijo, escribió, el qué hacer y el qué no hacer, la entrega total… Dos futuros acontecimientos me llevarían a dar un paso decisivo.

La primera sería del pobre joven numerario encargado de aquel sacerdote sufriente de Alzheimer. El chico comentó en la cena “entiendo perfectamente aquellos que defienden la eutanasia”, “¿Cómo es eso?” Pregunté con ingenuidad, “Imagínate mi vida, cuidando a este cura enfermo… pero es divertido también” y empezó a burlarse y narrar cosas íntimas de su enfermedad. Desde sus palabras sin sentido hasta los derrames de orines en la sotana. Todos echaban a reír. Esa noche quedé pensando “Así no quiero llegar a la vejez, con un numerario que me cuide por deber y luego se mofe de mi” Sí consulté para que le hiciesen una corrección fraterna porque yo me había retirado lanzando mi servilleta sobre el plato.

La segunda sería la del numerario que tenía desde años depresión. “Escúchame Nicanor, o aceptas la situación de tu enfermedad o vas a sufrir lo que te queda de vida dentro de la Obra. Por ejemplo, yo, ya no me retiraría ¿A dónde iría? , ¿A un asilo como donde estuvo mi madre?, ¿Con qué dinero? Mientras más rápido aceptes que tienes que adaptarte, mejor para ti”.

Mi “curso anual” fue apenas retornar del retiro. Otro numerario estaba pasando una situación análoga. Si uno “mira” un poco a sus “hermanos” se da cuenta inmediatamente quién está bien o quién mal. Hace poco, cenamos juntos y reímos a rabiar de una clase de Catecismo de la Iglesia Católica, en donde se tocó el controvertido tema de sexto y noveno mandamiento. Para variar el cura dijo “todo pensamiento contra la pureza es pecado mortal” y otro respondió “no todos”, “¿Cómo así?” preguntamos. En el caso de las viudas, cuando tiene recuerdos sexuales con su difunto esposo hay que discernir si son recuerdos de su vida sexual durante su periodo de casada o extra marital, esta diferencia discernirá si es pecado mortal o venial. Increíble, pensaba en mi interior ¡Qué casuística más complicada! El numerario que andaba mal estaba a mi lado, levantó la cabeza que sostenían sus manos, me miró y preguntó “¿Qué mierda están hablando estos curas?”, bajó de nuevo la cabeza y volvió a su posición original. Ciertamente tenía una gran semejanza a las controversias farisaicas y las casuísticas de la limosna al Templo o del trabajo de los sábados.

Retorné de mi curso anual. Charlé con el nuevo capellán del Centro. “Soy muy infeliz dentro. Tengo dos alternativas o me quito la vida siendo de la Prelatura o me marcho”. Con dulzura materna me invitó marcharme, Dios no podía querer que sus hijos sean infelices. “Probablemente Dios quiere que ahora te dediques a otra cosa y tu tiempo en la Obra ya pasó”. Quedé con los ojos de plato. Armé mis maletas y marché a casa de mi madre. Al día siguiente me llamaba el sacerdote, se retractaba de lo que había dicho – le habían hecho la “interrogado” – y solicitaba que me quedase en “casa” pero viviendo en casa de mi madre hasta retornar al Centro. Una especie de periodo para “pensarlo mejor”. La suerte ya estaba echada, no cedería. En mi conciencia y en oración sabía que estaba haciendo lo correcto. Me llamó el Director: “te recuerdo que tienes que tienes aún que cumplir todas las obligaciones que tienes como numerario”, “¿Cuándo puedo entregarte la carta de dispensa?”, “Si quieres mañana, pero ven a tal hora que no hay nadie en casa”. Fui, dejé la carta, la leyó y pidió que añadiese algunas frases que explique los motivos de mi salida. ¿Es que no podía escribir un “así como entré porque me dio la regalada gana así también me retiro”? No, hay que añadir un porqué: locura, deslealtad, impureza, “familiosis”… pero ¿por propia iniciativa? No. ¿Cómo es posible que alguien se retire porque le da la gana de la Obra de Dios y la salvación de su alma?

Por aquel entonces trabajaba para el Cardenal – del Opus - en el diseño de Centros Parroquiales. Repentinamente entró llamada del Administrador del Arzobispado: “pasa por favor a recoger tu cheque, vamos a prescindir de tus servicios… por motivos económicos”. Por supuesto, si hasta los “cooperadores” pueden ser no católicos con tal de sacarles unos buenos fajos de dinero, los que se van, sin dejar de ser católicos, se ven sometidos a ser expulsados de sus puestos de trabajo con un superior numerario (a) por… mil excusas, aunque “todos están llamados a ser santos en el ejercicio de su profesión” faltó añadir un “siempre y cuando…” De hecho hay ex numerarios trabajando para numerarios pero con la condición “que se porten bien” como me dijo el Cardenal.

Me concedieron la dispensa por parte del Prelado de la Obra en el 2007. Se me ofreció ser Cooperador si así lo deseaba. Esa pregunta de protocolo “¿Mantienes aún la disposición de no seguir siendo numerario?” sí que acogota las entrañas. Dos décadas dentro… “¡Sí! Me reafirmo”, “Bien, el Padre te concede la dispensa de tus obligaciones para con la Prelatura”.

Posteriormente me enteré que a los agregados y supernumerarios que había dejado en Chiclayo les solicitaron que no me escriban y que otros narraban que había viajado a Malasia. Ninguno de mis “hermanos numerarios” en “casa” me llama o escribe o cita para tomarnos un café o helado o para felicitarme por mi cumpleaños. Aún antes de dejar estos testimonios en esta Web.

El lector ha de tener en cuenta que este testimonio es personal, de una persona que ha vivido desde su adolescencia hasta su madurez dentro del Opus Dei. Como cualquier escrito es una visión subjetiva, no pretende ser un ensayo de investigación.

También ha de tener en cuenta el lector que, dentro del Opus – cada vez menos – hay personas honradas, de virtudes y gran capacidad intelectual. Lamentablemente no conocí, excepto dos de decenas, las intimidades de mis “hermanos” numerarios. Podría decir como lo que el Señor les imputó a las vírgenes negligentes: “no las conozco”. Nunca llegué a conocer a fondo a nadie excepto a los pocos que he mencionado y no son numerarios...

En respuesta a un amigo sobre las “palabrotas” en el Opus Dei. Aunque ya Escrivá se ofrecía dentro del apostolado de la “mala lengua” como “ayuda” para enriquecer el vocabulario. Dirá algo que nunca se aplicó a sí mismo ni a sus hijas e hijos en Camino: “… emplear “el apostolado de la mala lengua”. –Cuando te vea ya te diré al oído un repertorio”. Ni qué decir que a la luz de los testimonios de los que conocieron a Escrivá en sus primero años dan cuenta de ese “repertorio” sin pudor alguno. Entiendo que las “palabrotas” en principio las emplean quienes “pierden los papeles” y, aunque me digan que me las “dijeron con cariño maternal o fraterno”, para los que “vivimos en medio del mundo” sabemos a ciencia cierta que eso es falso.

Para culminar. Ciertamente se han obviado gran parte de los momentos de alegría dentro de esta Institución. Asumo que no es por precipitación de tener la “cabeza caliente” o un “resentimiento por susceptibilidad”. Sí, hubo momentos de alegría, pero no puedo decir que hayan sido propios de una “familia sobrenatural” sino simples “travesuras” o “shows en días de cumpleaños”. Los auténticos momentos de alegría provendrían básicamente por distintas personas fuera del ámbito del Opus Dei, la “Obra de Dios creada por Él mismo para salvar a su Iglesia”. Los hechos han sido narrados desde la mirada de una persona que ha visto muy por dentro y ahora lo cuenta desde fuera, alejado ya de todo control y censura que se aplica a todos los escritos y narraciones de los fieles de la Prelatura al hablar de la Institución.

¿La vida fuera del Opus Dei es distinta a la de estar dentro?, ¿Será verdad que todos vuelven con “lagrimones” en los ojos “arrepentidos” y con “deseos de volver”? ¿Los de “fuera” tienen menos ventajas de ser santos que “los de dentro”? No. La vida fuera del Opus Dei es como aquella película “Despertares” (Awaikenings) de 1990, dirigida por Penny Marshall, con la excelente actuación de Robert de Niro. Un vivir con pasado y presente, con un futuro incierto pero sobre el que puedes decidir sin ser un peón de ajedrez y, ni qué decir, por fin haciendo amistades de verdad, de las que gozan con tus alegrías y están allí para recogerte: la vida ordinaria en medio del mundo.

Considero que los fieles célibes están inmersos en una burbuja, como “renacuajos presionándose entre si”, a reventar en cualquier momento. Sí, al inicio creí, creimos, que fuimos "llamados por Dios" pero en verdad fuimos llamados por "los hijos de Escrivá". Una aparente vocación a algo "divino". Sin ello, no hay gancho.

¿O sea nunca tuviste "Vocación"? Estimo que nadie puede tener lo que no existe y, visos se dan de la creciente extinción de esta institución y las investigaciones que van cuajando dentro de las esferas eclesiásticas de los ex-fieles que son mucho más numerosos que los que quedan dentro de la "jaula de marfil", acabaran por drenar con dolor otro equívoco de la Iglesia y un mito llevado a los altares por sus "hijas" e "hijos" fidelísimos.

Nicanor (eco_challengers@hotmail.com)



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