Rompecabezas religioso - En la suela de los zapatos de Josemaría

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Por Paulino Quevedo, 11 de noviembre de 2011


Conforme a lo dicho en Rompecabezas religioso - Presentación y motivos, vamos ahora a tratar de meternos en la suela de los zapatos de Josemaría y ver qué sucede. ¿Cómo habríamos hecho la Obra nosotros, tú o yo?, ¿cómo la gobernaríamos?, etcétera. Y quizás así sea más fácil entender lo que Josemaría hizo de hecho, sea adecuado o no. Yo ahora me tomaré la libertad de comenzar a hacer este ejercicio. Y como ahí mismo dije, espero que los demás me sigan, que intervengan, que sugieran, que me corrijan, y que todo pueda ser de utilidad.

Josemaría nació en 1902 en Barbastro, España, y se ordenó en 1925. En 1928, cuando recibió el carisma fundacional de la Obra, era un sacerdote diocesano joven, con pocos años de ordenado, de la España de su tiempo y con estudios y mentalidad de abogado, por lo que en su vida sacerdotal académica sería básicamente un canonista. Obviamente [[Los estudios académicos de san Josemaría Escrivá y Albás|estudió la Filosofía y la Teología, en incluso obtuvo el doctorado en Teología y en Derecho][, pero básicamente era un canonista, como lo muestra su tesis sobre la abadesa de la Huelgas, y posteriormente su búsqueda de lo que él pensaba habría de llegar a ser la forma jurídica adecuada para el Opus Dei.

Pues bien, el 2 de octubre de 1928, en medio de unos ejercicios espirituales y después de celebrar Misa, de repente –según se dice en la página oficial del Opus Dei en internet--, “le sobrevino una gracia extraordinaria, por la que entendió que el Señor daba respuesta a aquellas insistentes peticiones del Domine, ut videam! y del Domine, ut sit!”. La frase citada de Josemaría es: “Recibí la iluminación sobre toda la Obra”. Es difícil conocer el detalle de dicha iluminación, pero no debió de ser mucho, ya que hasta 1934 Josemaría pensó que en la Obra nunca habría mujeres.

Parece haber sido una visión general de conjunto, es decir, una llamada universal a la santidad, que habría de dirigirse a quienes no sabían que estaban llamados a la santidad, que son las personas que viven en medio del mundo y se sostienen mediante su trabajo ordinario, o sea los laicos. El mensaje no iba dirigido a los religiosos, puesto que ellos ya sabían que estaban llamados a la santidad y vivían en un mayor o menor apartamiento del mundo. Los sacerdotes diocesanos también sabían que estaban llamados a la santidad, pero el mensaje también podría estar dirigido a ellos, dado que ellos ayudan sacramentalmente a los laicos. De hecho Josemaría mismo era un sacerdote diocesano.

Josemaría nos contaba que al principio se preguntó si ya existiera una institución así, para ir a trabajar ahí sin tener que fundar nada él mismo. Pero no la encontró y entendió que debería fundarla él. Esto también nos indica que la iluminación que recibió no era detallada, sino muy genérica. Parece que Josemaría no encontró la institución que buscaba porque, dada su mentalidad canonista, la buscó como una institución de Derecho Canónico, y ahí no existía.

Pero tal institución ciertamente existía, y era de derecho natural y divino: la familia humana. Se trata del ser humano tal como Dios lo creó, hombre y mujer, con la misión divina de procrear y multiplicarse, de manera semejante a todo ser vivo orgánico, que nace, se nutre, crece, se reproduce y muere, pero con la diferencia de ser libre y poder conocer y amar.

Se podría haber pensado en una espiritualidad para que la familia viviera en un auténtico camino de santidad, dándola a conocer también a los sacerdotes diocesanos para que ayudaran adecuadamente a las familias. Y luego dedicarse a predicar y difundir a fondo esa espiritualidad... ¡Y ya! No habría que fundar nada, sino sólo pensar en esa espiritualidad, para luego difundirla a laicos y sacerdotes diocesanos. Sería algo mucho más sencillo y eficaz que lo que el Opus Dei es hoy. Es lo que propuse al final de mi artículo anterior,Rompecabezas religioso - Presentación y motivos:

El Opus Dei no debería ser una institución, sino una deliberada difusión de una toma de conciencia evangélica, bíblica, de la espiritualidad que responda a lo que Dios quiere de todos los seres humanos que vivimos en medio del mundo.

Si las personas que viven en medio del mundo se santificaran con una espiritualidad así, serían sin duda personas comunes y corrientes, como falsamente pretende hoy el Opus Dei que son sus miembros numerarios.

Josemaría siguió el camino del celibato canónico para la entrega a Dios

¿Cuál sería esa espiritualidad a difundir entre los laicos de siempre? Quizás algo sencillo de proponer, pero exigente, a la vez fácil y difícil de vivir, tal como es el cristianismo. En tal caso lo que se tendría serían los laicos y las familias de siempre. Pero a principios del siglo XX eso no era considerado una entrega a Dios, ni un camino de santidad. Sería sólo una especie de santidad de segunda. Y parece que Josemaría también lo consideraba así:

“El matrimonio es para la clase de tropa y no para el estado mayor de Cristo. --Así, mientras comer es una exigencia para cada individuo, engendrar es exigencia sólo para la especie, pudiendo desentenderse las personas singulares.

“¿Ansia de hijos?... Hijos, muchos hijos, y un rastro imborrable de luz dejaremos si sacrificamos el egoísmo de la carne” (Camino, n. 28).

¿Por qué en el sacramento y aun en el contrato natural del matrimonio la carne ha de ser un egoísmo? Según esto, Adán y Eva, la primera pareja creada por Dios, habría sido para la clase de tropa; algo insostenible. Hoy no pensamos que el matrimonio sea para la clase de tropa, después de que el Concilio Vaticano II sostuvo y enseño con firmeza la llamada universal a la santidad, incluso concediendo que en ello haya influido el pensamiento y la Obra de Josemaría. Pero no hay que perder de vista que al tiempo de la fundación de la Obra se pensaba de otra manera. Se pensaba que un camino de santidad era una entrega a Dios, y que requería renunciar al matrimonio y vivir el celibato, como lo hacen los sacerdotes y los religiosos.

La espiritualidad de los religiosos desde antiguo se estableció en la Iglesia como el camino de santidad. Su espiritualidad se basa en cierto encerramiento --en mayor o menor medida--, en vivir el celibato, en llevar dirección espiritual y la correspondiente obediencia, y en vivir la pobreza al menos como desprendimiento de las cosas. Incluso en los seminarios diocesanos se ha vivido al estilo de los religiosos durante siglos. Todo empezó porque en la Iglesia primitiva los religiosos surgieron haciendo cosas raras, extraordinarias por llamativas, y... ¡robaron cámara!

A la llamada de Cristo a bautizar y hacer discípulos a todos los pueblos, la respuesta y el surgimiento de los religiosos consistió en encerrarse en monasterios y conventos para vivir el celibato sin contaminarse del mundo. Y luego su espiritualidad, con algunas variantes, poco a poco se fue estableciendo en la Iglesia como el camino de santidad o de entrega a Dios; y según eso sin renuncia al matrimonio no hay verdadera entrega a Dios. La espiritualidad de los religiosos, indebidamente, ha hecho depender del celibato la entrega a Dios.

Claro que la entrega a Dios requiere renunciar a todo lo que Dios no quiera, ¡de cada quien!, a fin de que cada quien pueda dedicarse de lleno a hacer lo que Dios quiera ¡personalmente de él o de ella! Pero de ahí no se sigue que sin renuncia al matrimonio no haya plena entrega a Dios, y que la vida matrimonial sea un camino de segunda mano o “para la clase de tropa”. Dios quiere que la inmensa mayoría de los hombres y mujeres se casen y formen una familia. Recordemos el matrimonio de José y María, y que todo matrimonio está referido al gran misterio del matrimonio de Cristo y la Iglesia.

La pregunta que surge aquí es por qué algunos pocos cristianos, en vez de lanzarse a evangelizar como lo hicieron San Pablo y muchos más, o dedicarse a difundir el cristianismo desde sus familias como lo hizo la inmensa mayoría de los primeros cristianos, respondieron a la llamada divina separándose del mundo en monasterios y conventos para vivir el celibato. Parece que respondieran a la llamada divina llevándole la contra: Vayan a evangelizar a todos los pueblos. No, preferimos encerrarnos en un monasterio para vivir el celibato. Tal respuesta se deriva del surgimiento de cierto horror al sexo, que proviene del pecado original y la vergüenza de los genitales, y luego de algunas religiones no cristianas, del platonismo, del neoplatonismo y del gnosticismo. Pero no voy a entrar aquí al desarrollo de este tema; sólo citaré y comentaré brevemente dos textos de dos de los primeros promotores de la vida religiosa, San Agustín y San Jerónimo, y pocos textos más, alusivos al tema del celibato:

"Si alguien pudiese recibir hijos de su mujer sin contacto carnal con ella, ¿no debería recibirlos tanto más gozoso cuanto más casta es ella y más la ama él?" (San Agustín, De Consonantia Ev. Matth. et Lucae in gen. Dni., c. 16).

Es difícil no captar en estas palabras de San Agustín que él no entendía mucho del amor conyugal, ni del plan de Dios respecto al amor conyugal. Es difícil no percibir en estos autores célibes un claro horror al sexo. Parece que en vez de querer acercar a los hombres a Dios, lo que quisieran fuera alejarlos del sexo.

“El hombre prudente amará a su mujer razonablemente, no por instinto de pasión; frenará, pues, los ímpetus del instinto y no se entregará locamente al acto carnal. Porque no hay cosa más vergonzosa que amar a la mujer propia como a una adúltera” (San Jerónimo, Contra Joviniano, l.1: ML 23,293-294).

La cita anterior está tomada del Catecismo Romano (fruto del Concilio de Trento, al final del sacramento del matrimonio, pp. 683-684. BAC, Madrid, 1956), donde también se dice que estará bien que los cónyuges “se abstengan [del acto conyugal] al menos tres días antes de recibir la Eucaristía, y más frecuentemente durante el período del ayuno cuaresmal, como aconsejan los Santos Padres”.

Como puede apreciarse en tales advertencias, estos autores célibes pretenden frenar el uso del sexo también dentro del matrimonio, como si quisieran reducir o asimilar, en todo lo posible, el estado matrimonial al estado de celibato; como si quisieran que los casados vivamos del modo más parecido posible al de ellos, como si ellos fueran nuestro modelo. ¿Por qué abstenerse del acto conyugal tres días antes de comulgar? Con ese criterio, hoy, que comulgamos a diario, deberíamos abstenernos siempre del coito conyugal.

¿Por qué frenar la maravillosa pasión sexual del amor, si Dios mismo la ideó, la diseñó, la creó y nos la obsequió? ¿Y por qué, de no frenarla, ha de haber una loca entrega al acto carnal, y la propia esposa ha de ser amada como una adúltera? Es difícil que los casados no percibamos las palabras de San Jerónimo como una falta de respeto para con nosotros y nuestras esposas. Además, él parece no darse cuenta de que, conforme al diseño divino, la pasión sexual está ordenada a la lubricación vaginal en la mujer, y en el hombre a la erección del pene y a la eyaculación, sin lo cual no habría concepción y en poco tiempo la humanidad se extinguiría. Estos autores, extraordinarios en otros temas, en lo referente al sexo –y sólo por ser religiosos-- pretenden dar cátedra de lo que no conocen.

Los cristianos casados procuramos entender cada vez mejor la imagen y semejanza de Dios que hay en nosotros, con la que Él mismo nos creó. Y así, "el Espíritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo entero, va introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos intensamente la palabra de Cristo" (Dei Verbum, n. 8). Y es precisamente así como los fieles casados comprendemos que todo amor es una participación del fuego de Amor que es el Espíritu Santo; y que debido a la unidad de la persona, en la pasión conyugal la carne también participa del fuego de Amor que es el Espíritu Santo. Tal pasión es algo bueno y santo; no hay que frenarla, sino impulsarla, claro, en la intimidad conyugal.

La semejanza trinitaria --de las tres personas divinas-- en los seres humanos no se da en estas tres realidades: persona humana, intelecto humano y voluntad humana. La razón es que el intelecto humano no es persona, como tampoco lo es la voluntad humana. La semejanza trinitaria se da en nosotros en estas tres personas: padre, madre e hijo. Es decir, la perfecta semejanza trinitaria se da en nosotros en cada terna familiar. Dios nos hizo a su imagen y semejanza precisamente en la familia. Y también por eso Cristo nació en una familia.

Dios nos dio la misión de multiplicarnos gracias al matrimonio y al fuego de amor expresado en la unión sexual, clímax del amor conyugal, y del cual los hijos tienen derecho de ser el fruto. De otra parte, la universal voluntad salvífica divina se concreta diciendo: "La voluntad de Dios es vuestra santificación" (1 Tesalonicenses 4, 3). Por eso nos resulta muy extraño, prácticamente incomprensible y casi contrario al plan de Dios, lo dicho por Pío XII citando a Santo Tomás de Aquino:

"Según la expresión del Doctor Angélico, el uso del matrimonio impide que el alma se entregue totalmente al servicio de Dios (S. Th. 2. 2ae. q. 186, a. 4)". Pío XII, Sacra virginitas, n. 21. (El texto es de la edición de Acción Católica Española, Madrid, 1962. La numeración es de la versión vaticana de Internet, en inglés, ya que ahí todavía no aparece una versión española.)

El texto anterior deja ver a las claras que hasta el tiempo de Pío XII se pensaba que no puede haber una plena entrega a Dios dentro del matrimonio, sino que se requería la vida de celibato. Ya en el Concilio de Trento (siglo XVI) se había lanzado el siguiente anatema:

"Si alguno dijere que el estado conyugal debe anteponerse al estado de virginidad o de celibato, y que no es mejor y más perfecto permanecer en virginidad o celibato que unirse en matrimonio (cf. Mt. 19, 11 s; 1 Cor. 7, 25 s, 38 y 40), sea anatema" (Denz., n. 980; Denz.-Sch., n. 1810).

Los citados pasajes de la Sagrada Escritura admiten otras interpretaciones. Según este anatema, el estado conyugal o matrimonial es de inferior perfección que el estado de celibato apostólico o por amor al Reino de los Cielos; celibato que está implícito en el llamado estado de virginidad. Por tanto, si los Pastores y sacerdotes son célibes, lo mismo que los religiosos, con este anatema implícitamente se declaran superiores --¡wow!-- a los simples fieles, es decir, a los laicos y en general a los que no viven en el estado de celibato. Pero el anterior anatema no es una definición dogmática, ni goza de la infalibilidad, ni garantiza ninguna verdad de fe, aunque en el pasado pudiera pensarse lo contrario por no estar suficientemente desarrollado el conocimiento de la infalibilidad. Los anatemas no son definiciones infalibles, porque son reformables, mientras que las definiciones infalibles son irreformables conforme al Dogma de la Infalibilidad, dado en el siglo XIX. Éste es uno de los anatemas que debería ser revisado, porque afecta a toda la cristiandad.

El celibato, implicado en la expresión virginidad cristiana, ha sido presentado y propuesto como una forma de vida que busca únicamente las cosas divinas y agradar a Dios en todo, como puede apreciarse en el siguiente texto de Pío XII:

"Tal es la finalidad principal y la razón primaria de la virginidad cristiana, a saber, dirigirse únicamente a las cosas divinas poniendo en ello la mente y el corazón; querer en todas las cosas agradar a Dios; pensar en Él constantemente y consagrarle por completo cuerpo y espíritu" (Pío XII, Sacra virginitas, n. 15 de la versión en inglés).

Tal forma de presentar la virginidad y el celibato es, quizá, lo que convence cada vez menos a los hombres y mujeres de hoy, aun católicos, quienes se hacen preguntas como la siguiente: ¿Cómo es posible que el hombre —o la mujer— se dirija únicamente a las cosas divinas, y agrade a Dios en todo, precisamente a través del abandono de las dos misiones que Dios le dio —procrear y multiplicarse— al momento de crearlo?

Preguntas de este tipo han empezado a formularse y consolidarse modernamente, y con éxito, en detrimento del prestigio que el celibato ha venido teniendo en la Iglesia a lo largo de los siglos. Y se han ido consolidando con éxito porque no han tenido una respuesta satisfactoria y convincente. En honor a la verdad, hay que reconocer que la pregunta anterior es una buena pregunta, y que está muy bien formulada. Lo que hoy queda claro es que el anatema de Trento no fue ni es una respuesta satisfactoria y convincente. Para sostener definitivamente que el estado de celibato es mejor que el de matrimonio haría falta una definición dogmática, para que fuera algo infalible. Mientras tanto, la cuestión queda abierta a la investigación teológica.

En 1954, con la Sacra virginitas, Pío XII quería salir al paso del manifiesto declive en la estimación general del celibato, incluido el mundo católico. Su actitud consistió en reforzar el valor del celibato diciendo que en el Concilio de Trento se había definido como dogma de fe divina su superioridad sobre el matrimonio:

"Esta doctrina, que establece las ventajas y excelencias de la virginidad y del celibato sobre el matrimonio, ya fue puesta de manifiesto por el Divino Redentor y por el Apóstol de las Gentes, según más arriba dijimos. Y, asimismo, en el Concilio de Trento fue solemnemente definida como dogma de fe divina" (Sacra virginitas, n. 32 de la versión en inglés).

Lo que resulta verdaderamente extraño es que a mediados del siglo XX, y conocida ya la doctrina sobre la infalibilidad dada en el Concilio Vaticano I, Pío XII haya dicho eso. Cualquiera que analice los documentos de Trento puede darse cuenta de que ahí, objetivamente, no se dio tal definición dogmática o dogma de fe divina; y sin que tal observación pueda considerarse como una falta de respeto al Pío XII. Parece que Pío XII trató de afirmar como algo de fe divina la interpretación que le da a esos textos de la Escritura recurriendo a una definición infalible que no existe; tanto era lo que el Magisterio de la Iglesia amaba el celibato en ese tiempo, y el prestigio que éste tenía. O quizá Dios se valió de ese error de Pío XII para que él no fuera a intentar por su cuenta declarar un dogma falso. Sea lo que fuere, lo que se dio en Trento fue sólo un anatema, cuyo texto ya citamos arriba. Incluso el Código de Derecho Canónico de 1917 indicaba ya, desde antes del pontificado de Pío XII, la improcedencia de tener por definida dogmáticamente doctrina alguna mientras eso no constara manifiestamente:

"No se ha de tener por declarada o definida dogmáticamente ninguna verdad mientras eso no conste manifiestamente" (canon 1323, 3, del Código de 1917).

Con el anatema lanzado en Trento la no aceptación de la superioridad del celibato se castiga como si fuera una herejía, y de ahí se deriva la falsa conclusión de que tal no aceptación es realmente una herejía, es decir, de que en Trento la superioridad del celibato “fue solemnemente definida como dogma de fe divina”. Pero en Trento no hay tal definición. Por tanto, el anatema lanzado en Trento castiga como si fuera herejía algo que ni lo fue ni lo es. Se trata de un abuso de autoridad, donde ni hay definición alguna ni hay herejía alguna. Nada indica, entonces, que el celibato sea superior al matrimonio; y de hecho no lo es.

Aquí el error de fondo es que se pretenda colocar lo jurídico por encima de lo ontológico, es decir, los decretos por encima de la realidad de las cosas, en vez de que se coloque lo ontológico por encima de lo jurídico y que se retire el anatema dado en Trento. Lo jurídico debe adaptarse a lo ontológico, y no lo ontológico a lo jurídico. Lo más perfecto es que cada quien haga lo que Dios quiere de cada quien. De la inmensa mayoría quiere el matrimonio, como lo pidió desde la creación del ser humano; y de algunos pocos, como los sacerdotes, quiere el celibato, como bien puede interpretarse el texto de que hay eunucos que se hacen a sí mismos por el Reino de los Cielos.

La verdad es que la superioridad del celibato sobre el matrimonio tampoco fue definida infaliblemente de modo menos solemne en Trento, ni ha sido definida infaliblemente nunca. Si alguien tiene noticia de una tal definición infalible, que sea auténtica, le pido el favor de que me proporcione los datos correspondientes.

Para mayor información sobre este tema, se pude ir a mi website:

http://www.paz-cristiana-ensemble.com/infalibilidad-falibilidad.html

Cómo interpretó Josemaría la llamada que Dios le hizo

Como puede verse en los textos anteriores, los errores referentes a las relaciones entre celibato y matrimonio son fallas muy antiguas de los religiosos y de los Pastores de la Iglesia, y no tanto fallas del Opus Dei ni de Josemaría, aunque éstos hayan continuado con los mismos errores. Al tiempo de la fundación de la Obra la manera de pensar establecida en la Iglesia era que un camino de santidad o entrega plena a Dios exigía una vida de celibato. Josemaría lo entendía y lo aceptaba así porque, además de todo lo dicho, como buen canonista él era muy tridentino. También podemos aceptar que en ese momento él quisiera sentir con la Iglesia. Y Dios le pedía que iniciara un camino de santidad en medio del mundo, de plena entrega a Dios para los laicos... ¡y tenía que hacerlo! ¿Cómo?

La única solución era iniciar una vida de celibato en medio del mundo, es decir, construir en medio del mundo un camino de santidad sobre la única espiritualidad reconocida en la Iglesia como camino de santidad, que era la que habían iniciado los religiosos siglos atrás y que los Pastores de la Iglesia poco a poco habían venido adoptado. Josemaría tenía que jalar la espiritualidad de los religiosos desde afuera del mundo para traerla hasta en medio del mundo, y sobre ella construir un camino de santidad para los laicos. Tenía que laicizar la espiritualidad de los religiosos. Y lo que nos diferenciaría de los religiosos sería el trabajo profesional, a fin de no hacer monasterios en medio del mundo. Era indispensable vivir auténticamente en medio del mundo, y para eso había que diferenciarse de los religiosos; era indispensable no ser religiosos. Ésa era la obra que Josemaría entendía que Dios le pedía; ésa era la Obra de Dios, el Opus Dei.

Josemaría así lo entendía y así lo aceptaba, y así lo siguió entendiendo y aceptando hasta su muerte, pues él también consideraba indispensable el celibato, ya que para él el matrimonio era para la clase de tropa. Tenía que formar laicos célibes, intelectuales y no intelectuales, porque en el mundo no todos son intelectuales. Los que gobernaran serían los intelectuales, a los que llamó numerarios; y a los demás, que serían gobernados por los numerarios, los llamó agregados. ¿Y qué hacer con los casados, a los que llamaría supernumerarios? Serían la mayoría, y ciertamente no serían célibes. ¿Cómo sostener que tendrían una entrega plena a Dios, pues ésa era la mayor parte de lo que Dios le pedía?

La solución fue que la Obra sería una, y que la vocación a la Obra sería una y la misma para todos, la de una entrega plena a Dios –avalada por los numerarios--, y cada quién la viviría según su propio estado en medio del mundo. La vocación de los célibes y la de los casados no se distinguirían, sino que serían la misma vocación; lo único que se distinguiría sería el estado de cada quien en medio del mundo, que sería el mismo estado que tendría antes de entrar a la Obra. Todo muy adecuado al mundo, evidenciando así que todos los miembros de la Obra realmente vivirían en medio del mundo santificando el trabajo profesional, y que no serían religiosos. El que se hace religioso cambia de estado. El que se hace Opus Dei no cambia de estado. Estaba muy claro, en la mente de Josémaría, que no serían religiosos, sino laicos, gente común y corriente, y así se cumpliría lo que Dios quería.

Pero ahí había ya una oculta contradicción, germen de muchas otras: según la doctrina eclesial vigente, el estado de matrimonio impedía que los supernumerarios tuvieran una plena entrega a Dios; y de otra parte los supernumerarios tendrían una plena entrega a Dios debido a la unidad de vocación con los numerarios. Es decir, los supernumerarios tendrían y no tendrían una plena entrega a Dios. Sin embargo hoy no vemos que se haya puesto interés en resolver dicha contradicción, que quizá pudo pasar oculta debido a que no interesaba verla.

Y como habría que fundar una institución dentro de la Iglesia, el problema sería encontrar su adecuada forma jurídica. Y ahí tenemos, en síntesis, la historia de la Obra, tal como debió de haberla concebido y entendido Josemaría.

Una vez encontrada la forma jurídica –y aun mientras se la buscaba--, lo demás... pues... tendría que ir adaptándose. Y así sucedió, y así fue como a mediano y largo plazo las cosas empezaron a salir mal, y cada vez más mal. Y hasta donde podemos prever... llegará un momento en que la Obra truene... o que tenga que ser reformada por sus propios dirigentes o... por la autoridad de la Iglesia. ¿Qué sucederá? Muy en medio del mundo podemos decir: Señores, hagan sus apuestas. Pero sobrenaturalmente... hay que pedirle a Dios por la Obra. ¿Cómo? ¿Como laicos o como religiosos? Si lo pedimos como religiosos es muy fácil: Señor, haznos instrumentos de tu paz... Y si lo pedimos como laicos, ¿con cuál espiritualidad?

La realidad es que en la vida práctica no puede ser considerada común y corriente en medio del mundo una persona que tiene compromiso de vivir el celibato de por vida; que se distancia de su familia de sangre y de sus amigos para unirse a una familia de vínculo sobrenatural; que vive en una casa con otras ocho o doce personas de su mismo sexo; que tiene compromiso de confesión semanal y dirección espiritual semanal de por vida con el director de su casa o con quien él designe; que tiene compromiso de obediencia a su director; que entrega íntegramente los ingresos de su trabajo al tesorero de su casa; que no puede asistir a espectáculos públicos, etcétera; y no digamos ya si además tiene compromiso de usar cilicio y disciplinas. A los ojos de todos, excepto a los ojos de los de la Obra, esa persona es un religioso o una religiosa, aunque viva y trabaje en medio del mundo. Los religiosos de vida activa también trabajan en medio del mundo, aunque sea en una menor gama de trabajos.

La realidad es que no se puede laicizar la espiritualidad de los religiosos; y el motivo de fondo es el celibato. Los laicos necesitan una espiritualidad laica, y que ésta sea aceptada por la Iglesia como un camino de santidad, como una verdadera entrega plena a Dios... ¡sin celibato! Pero Josemaría no aportó tal espiritualidad, ni lo intentó siquiera, sobre todo porque personalmente estaba convencido de la necesidad del celibato para una entrega plena a Dios –el matrimonio es para la clase de tropa--; es decir, porque llevaba en sus entrañas, como todos en su época, la espiritualidad de los religiosos. Y seremos anacrónicos si queremos criticarlo por eso hoy, aunque la Obra padezca todo eso hoy. Al paso del tiempo la Obra ha resultado mal, pero parece que Josemaría obró como mejor pudo.

Bien, así le resultaron las cosas a Josemaría.

Ahora. ¿Cómo lo habría hecho yo? ¿Cómo lo habrías hecho tú?

Una solución sería que le dijéramos a Dios: Mira, Dios, esto a mí no me lo pidas. Búscate otra persona a quien se lo pidas.

La otra solución sería que aportáramos la espiritualidad de los laicos, para buscar la santidad en medio del mundo sin celibato.

¿Habríamos podido nosotros aportar la espiritualidad de los laicos? ¿No?

Entonces, ¿habríamos mandado a Dios a freír espárragos? ¿Tampoco?

Entonces, no seamos muy duros con Josemaría.

Y queda una pregunta más: ¿por qué Dios lo permitió así?

Qué fue lo que estuvo mal

Sí, el mundo es el mundo. Los laicos somos los laicos. El trabajo profesional es el trabajo profesional. Los casados somos los casados. Pero, sin una verdadera espiritualidad de laicos, parece haber gato encerrado en eso de que los supernumerarios se entreguen plenamente a Dios sin ser célibes. Aquí y en plata, ¿cómo es eso? Pues... porque viven la misma vocación que los numerarios, que es una vocación de entrega plena, con la única diferencia de que la viven según su propio estado en medio del mundo.

Muy bien. Pero me queda otra pregunta. ¿Cómo se santifican en medio del mundo los casados que no son del Opus Dei... si no viven la misma vocación que ningunos numerarios? Pues... no se santifican, al menos no con la espiritualidad vigente, que es la de los religiosos y su celibato, a menos que ingresen al Opus Dei; o, a no ser que les ofrezcamos una espiritualidad propia de laicos, ya sin celibato. Y como no la tenemos, hay que decir que para santificarse hoy, en medio o fuera del mundo, hay que hacerse sacerdotes, o religiosos, o... miembros del Opus Dei.

La solución hoy sería que todos los casados ingresaran a la Obra, lo cual llevaría tiempo; ¿y mientras tanto...? Pero me queda otra pregunta. ¿Cómo se santificaban los casados antes de que apareciera el Opus Dei? ¿Qué sucede con la gran mayoría de siempre? Pues... parece que no se santifican. Entonces, la realidad es que no tenemos un camino de santidad en medio del mundo; no tenemos un camino universal de santidad. No hemos cumplido lo que Dios pide. Lo que tenemos son tres caminitos de santidad, para tres grupitos de privilegiados: los sacerdotes, los religiosos y... los del Opus Dei.

¿Y la forma jurídica? Bueno, pues, ésa... mientras no haya una espiritualidad propia de laicos, yo sí la mando a freír espárragos. Y cuando haya una espiritualidad propia de laicos esa forma jurídica no hará ninguna falta, porque no habrá necesidad de fundar ninguna institución. En efecto, el solo hecho de que una persona, para santificarse, tenga que pertenecer de por vida a una institución, hace que ésa no sea una persona común y corriente.

Y ahora... ¿qué?

¿Qué tal si nos dejamos amar por Dios; si procuramos amar a Dios y al prójimo; si nos formamos bien y usamos bien nuestra libertad; si procuramos trabajar bien; si formamos buenas familias amando a nuestros cónyuges y educando bien a nuestros hijos; si procuramos ser buenos ciudadanos; y todo eso sin celibato? ¿No andará por ahí la solución? Todo lo que hace falta es desarrollar la espiritualidad faltante sobre tales bases, que son del todo evangélicas. Y para eso... ¡hay que ponerse a pensar y a escribir pidiéndole luces al Espíritu Santo!

Yo no sé si Josemaría se planteó todo esto. Pienso que no, porque no era un hombre teórico, sino eminentemente práctico. Se ha dicho que su encefalograma era, como para ejemplo de un libro de texto, el encefalograma de un hombre de empresa. Solía decir que primero es la vida y después surge el derecho. Si Dios le pedía algo, no era para ponerse a teorizar, sino para realizarlo a la brevedad posible. Y eso fue lo que hizo. Jaló la espiritualidad de los religiosos desde afuera del mundo hasta en medio del mundo para construir sobre ella, más o menos advertidamente, la espiritualidad del Opus Dei, que habría de ser una espiritualidad de laicos, pero que nunca llegó a serlo.

Pienso que a todo esto se debe que Josemaría pudiera decir que no hay nada que haga un religioso que no haga un hijo suyo, con excepción, claro está, de ser religioso, es decir, de apartarse del mundo, hacer votos y vestir un hábito. Más claro no se puede decir que somos muy semejantes a los religiosos, y dicho con las palabras mismas de Josemaría.

El trasfondo de todo está en que los numerarios y agregados tengan que vivir el celibato (castidad), y que además se añada que deban llevar una dirección espiritual con la correspondiente obediencia aneja (obediencia); y también que deban entregar a la Obra todo lo que ganen con su trabajo (pobreza).

Los religiosos mandan en virtud de la santa obediencia, mientras que en la Obra lo que se vive es el oído fino de los que obedecen, ya que lo más fuerte que se dice es por favor. Sin embargo la vida de obediencia es la misma, como se ve cuando se dice en tono fuerte: ¡por favor! La vida de obediencia de los religiosos no se laiciza con tales juegos de palabras.

Los religiosos pueden vivir la pobreza incluso sin traer dinero en el bolsillo y pidiendo las cosas gratis. En la Obra eso sería una falta de secularidad; un numerario debe traer en el bolsillo el dinero indispensable para moverse en medio del mundo, habiéndolo pedido al tesorero del propio centro después de haberle entregado todo lo que ha ganado con su trabajo; y también haciendo una semanal y meticulosa cuenta de gastos para entregarla al tesorero de su centro. Nuevamente, la vida de pobreza de los religiosos no se laiciza mediante tales recursos.

Pero el celibato es el celibato, lo mismo en los religiosos (castidad) que en los numerarios y agregados del Opus Dei (pureza). Para ambos vale la misma norma, tomada de los religiosos y repetida insistentemente por Josemaría: Entre santa y santo, pared de cal y canto. Lo que cambia es el modo de cuidar el celibato. Los religiosos lo cuidan usando su hábito y recluyéndose en sus monasterios y conventos. En la Obra el celibato se cuida mediante centros sólo de hombres y centros sólo de mujeres, y mediante una serie de normas e instrucciones peculiares: no estar solo en un una misma habitación con una persona del sexo opuesto, ni viajar solo en un mismo auto con una persona del sexo opuesto, etcétera, etcétera. Y claro, en las familias de los supernumerarios conviven hermanos con hermanas, y los cónyuges duermen en la misma cama sin celibato --sin pared de cal y canto--, sino coitando con mucha frecuencia. Y así, en la Obra tampoco el celibato puede ser laicizado.

En la Obra se predica la caridad, pero se vive la obediencia. Por eso Josemaría ha dicho: Donde mejor se está en la Obra... es obedeciendo. En vez de decir: Donde mejor se está en la Obra... es amando. Y también ha dicho: Obedecer o marcharse. En vez de decir: Amar o marcharse.

Y es lo natural, donde hay gobernantes y gobernados humanos, la obediencia tiende a convertirse en la virtud principal, incluso por encima de la caridad. Por eso, previendo esto, Nuestro Señor nos dijo: “Sabéis que los que figuran como jefes de los pueblos los oprimen, y los poderosos los avasallan. No ha de ser así entre vosotros” (Marcos 10, 42-43).

Análisis del criterio de actuación de Josemaría

Como hombre práctico y de empresa, y tratando de iniciar cuanto antes lo que Dios le pedía --como él en ese momento histórico podía entenderlo--, Josemaría inició la vida del Opus Dei buscando a los que habrían de ser sus primeros miembros. Y como buen canonista procuraría ir buscando la forma jurídica apropiada para la Obra, pero eso iría surgiendo después y como consecuencia de la vida.

Por lo pronto habría que buscar aprobaciones eclesiásticas e ir adaptándose como se fuera pudiendo, ya que en el Código de Derecho Canónico no había un lugar apropiado para la Obra. En efecto, lo que Dios pedía estaba por encima del derecho humano, por muy canónico que fuera: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hechos 5, 29). A fin de cuentas el derecho tendría que adecuarse a la voluntad de Dios, y no la voluntad de Dios al derecho humano. Tal vez aquí se encuentre la clave que nos permita conocer y comprender el criterio de actuación de Josemaría.

Viendo la vida de Josemaría en su conjunto, parece seguro lo siguiente:

  • Josemaría fue una de tres cosas: un auténtico vidente, un loco o un fraudulento.
  • Pero ya fue canonizado.
  • Por tanto, si fue un loco o un fraudulento, la Iglesia es extremadamente ingenua en sus canonizaciones.
  • Pero la Iglesia no es extremadamente ingenua en sus canonizaciones.
  • Por tanto, Josemaría no fue ni un loco ni un fraudulento.
  • Luego, sólo queda reconocer que fue un auténtico vidente.
  • Por tanto, él recibió una auténtica iluminación divina, aunque ésta haya sido muy genérica.

De otra parte, como todos los videntes que reciben de Dios mensajes genéricos, Josemaría pudo interpretar el mensaje de manera parcialmente equivocada. Y nuestros análisis previos nos dicen que así fue, es decir, que Josemaría interpretó el mensaje de manera parcialmente equivocada, tratando de laicizar la espiritualidad de los religiosos, principalmente en lo referente al celibato, con todas sus consecuencias. Pero también vimos que era casí imposible que en ese tiempo él interpretara el mensaje de otra manera.

La pregunta que queda aquí es la de por qué Dios le diera el mensaje a alguien que no podría interpretarlo bien. Pero esta pregunta, y su posible respuesta, la dejo para después. Además, nosotros no somos nadie para pedirle cuentas a Dios.

El hecho es que Josemaría tenía la conciencia de que debía hacer lo que de hecho comenzó a hacer al iniciar la Obra. Y además, él sabía que la norma próxima de moralidad es la propia conciencia, aunque pueda estar equivocada. Así, pues, Josemaría fue un hombre que trató de hacer la voluntad divina interpretándola de una manera parcialmente equivocada, como ha sucedido con tantos otros santos; y en lo que llevamos visto no encontramos ningún motivo serio para dudar de su canonización; lo cual sería ya no sólo hacer un juicio temerario sobre Josemaría, sino hacer un juicio temerario sobre los procesos de canonización de los Pastores de la Iglesia.

Una vez canonizado Josemaría, la cuestión se reduce a una de tres cosas: 1) a rechazar tanto a Josemaría, que acabemos por rechazar también a los Pastores de la Iglesia; 2) a aceptar tanto a los Pastores de la Iglesia, que acabemos por aceptar también a Josemaría; 3) a seguir toda la vida a medias tintas. Aceptemos, pues, que Josemaría es un santo más, aunque haya cometido pecados y errores, como tantos otros santos, y aunque la Obra fundada por él haya tenido desviaciones más o menos posibles de prever por él. Y digo que aceptemos su canonización, por una razón muy sencilla: porque la Iglesia es más importante que Josemaría.

Nos vamos así acercando, en la medida de lo posible, al conocimiento del criterio de actuación de Josemaría. En la fundación y el desarrollo de la Obra, Josemaría quería aceptar dos cosas, el mensaje divino y la autoridad de los Pastores de la Iglesia: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hechos 5, 29), y “Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha” (Lucas 10, 16). Obviamente, lo que prevalece es lo primero.

Lo que prevalecía era el mensaje divino, pero Josemaría quería lograr que fuera aceptado o al menos permitido por los Pastores. Tenía que estar en un tira y afloja. Por eso cedió a que temporalmente (hasta el tiempo de la Prelatura en 1982) la Obra fuera asimilada a los religiosos, y que se hicieran votos de pobreza, castidad y obediencia; y a la vez procuró que en la Obra se viviera conforme al carisma fundacional, como él lo entendía, por lo que insistentemente repetía que no éramos religiosos, y decía: No nos interesan los votos, ni las botas, ni los botines, ni los botones.

Así se explica que a la Santa Sede se informara sólo lo que desde ahí se pedía, como se hace al abrir instituciones en lo religioso y en lo civil –se informa sólo lo indispensable para que la autorización se logre--, y que se le enviaran los estatutos; y que en lo referente a la vida práctica se dieran instrucciones o documentos internos más concretos y detallados --no pedidos por la Santa Sede-- de la forma de vivir conforme al carisma fundacional o espíritu de la Obra, como Josemaría lo entendía. Así sucede en todas las instituciones, en todas las empresas y en todas las sociedades menores. No se pretendía alterar el derecho de los religiosos, sino sólo pujar para que llegara el momento en que se abriera un nuevo capítulo, adecuado a la Obra, en el derecho de la Iglesia. Sin embargo, era necesario que esos documentos internos fueran coherentes con los estatutos enviados a la Santa Sede. Y en esto último hay que considerar dos aspectos.

El primer aspecto es el jurídico. Aquí la coherencia no tendría que ser completa, sino que podría dar lugar al tira y afloja mencionado arriba. En efecto, en los estatutos se concedía que la Obra fuera asimilada a los religiosos, y así se hacía mientras todavía no se lograba la forma jurídica adecuada, ya que al momento no había otro lugar para la Obra en el derecho de la Iglesia. De otro modo, si la coherencia entre estatutos y documentos internos fuera tan estrecha que no diera lugar a dicho tira y afloja, el carisma fundacional no se podría vivir y la Obra siempre sería una institución religiosa más, sin que pudiera cumplirse lo que Dios pedía.

El segundo aspecto es el moral. Aquí lo que importaba era que ni los estatutos ni los documentos internos violaran la moral católica. La coherencia entre estatutos y documentos internos era de importancia menor. Sin embargo, también era importante que en el tira y afloja las discrepancias entre estatutos y documentos internos tampoco llegaran a violar la moral católica. Pero aquí también debe distinguirse lo que Josemaría mismo escribió y exigió, de lo que escribieron o exigieron sus segundos mandos en vida suya, y luego lo que hicieran los que le siguieran después de su muerte.

Es bien sabido que algunas empresas llevan una doble contabilidad de manera inmoral: una que le entregan al fisco, y otra que se vive en la realidad empresarial, defraudando al fisco. Y como puede apreciarse por todo lo dicho, en la Obra también se ha dado una especie de doble legislación: una que se comunica a la Santa Sede (los estatutos), y otra que se vive en la realidad de la Obra (los documentos internos), pero sin la intención de defraudar a la Santa Sede, sino sólo de favorecer un tira y afloja pujando para que en la Iglesia llegue el momento de que en su derecho se acepte una forma de vida, evangélica y de algún modo nueva, que Dios pide en la actualidad.

En todo lo que llevamos visto hemos podido descubrir que el criterio de actuación de Josemaría fue el de llevar la doble legislación mencionada sin violar la moral católica y sin intención de defraudar a la Santa Sede, sino sólo de pujar para que llegara el momento en que la Obra abriera su adecuada forma jurídica en el derecho de la Iglesia.

Hasta aquí no hay ningún problema serio. Pero resulta que al paso del tiempo, según se lee en Opuslibros, se ha llegado hasta el extremo de que las discrepancias entre documentos internos y estatutos violen la moral católica, antes y después de la forma jurídica de la Prelatura (1982); y también de que los documentos internos violen la moral católica al margen de su coherencia con los estatutos; y también en el caso de documentos escritos por Josemaría mismo, como también por otros. Procuraré continuar con el tema en futuros escritos de Rompecabezas Religioso, 3, 4, etcétera.




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