Recuerdos sobre el tema del sacerdocio en el Opus Dei

Por Haenobarbo, 24 de julio de 2009


Cuando leí en una de las entregas anteriores, el interesantísimo escrito de Mineru, me di cuenta que mientras leía el escrito al que se refería, el de Joseph Knetch sobre los sacerdotes en el Opus Dei, había pensado lo mismo que él, sin embargo de lo cual había entendido perfectamente lo que Joseph había querido decir.

Inmediatamente le escribí a Joseph, diciéndole que no obstante haber entendido perfectamente su escrito, Mineru tenía razón en lo que decía: nadie, absolutamente nadie, tiene derecho a ser ordenado sacerdote, y nadie, absolutamente nadie, tiene derecho a ordenar a nadie que no quiera ser ordenado, con voluntad positiva. En la Iglesia, el único que tiene derecho a llamar a alguien al sacerdocio es el obispo, o el prelado respectivo, sea este religioso o de cualquier otra especie. Pero, así mismo, nadie esta obligado a aceptar sin más esa llamada. Joseph, que también se había dado cuenta de que no había sido correctamente comprendido, inmediatamente aclaró el alcance de lo que había querido expresar...

El haber entendido el escrito de Joseph y al mismo tiempo estar de acuerdo con Mineru, me dio que pensar y así mismo me dieron que pensar, otros escritos que aparecieron en la entrega subsiguiente de la web: es obvio de toda obviedad que las mujeres del Opus Dei, no tienen idea, y no tienen como ni porque tenerla, habida cuenta del modo en que procede la institución, de cómo funciona el tema de los sacerdotes.

Voy a relatar mi experiencia, advirtiendo previamente que ni soy ni he sido sacerdote, aunque si he sido seminarista de la Prelatura. Desde ya insisto en que lo que voy a decir, es lo que yo personalmente he vivido, y esto lo aclaro, porque siendo como son las cosas en la Prelatura, es perfectamente posible que alguien tenga una experiencia distinta: eso no será porque yo me esté inventando nada, sino simplemente porque dado el modus operandi, misterioso y lleno de secreteos, que como en todo, hay alrededor de este tema, es muy posible que otros hayan vivido lo mismo, de modo distinto.


Cuando pedí la admisión en la Obra, tenía muy claro que no iba ahí a ser sacerdote. Eso me lo había dejado muy claro el cura con el que hablaba, antes de pedir la admisión y los directores con los que tuve que hablar.

Cuando hice la entrevista previa a la admisión, recuerdo que se me preguntó expresamente si tenía claro que no iba ahí para ser sacerdote.

Luego, no recuerdo si en la entrevista previa a la admisión, o a la oblación, se me preguntó simultáneamente, si yo estaría dispuesto a ordenarme, si el padre me lo pedía. Ya sabía yo esto porque en las charlas y quizá en alguna meditación, se había hablado de que todos los numerarios están dispuestos a ordenarse si el padre lo pide, añadiendo claro está que hay absoluta libertad para decir que no.

Debo confesar que a esa pregunta contesté que si, por dos razones: la primera porque si decía que no, no me iban a admitir, y yo quería ser del Opus Dei, y la segunda porque tenía claro que la entrega era total, y puestos a entregarnos totalmente que mas daba entregarse como laico, que como sacerdote: este es un punto que no debe de dejar de tenerse en cuenta a la hora de tratar de entender el sacerdocio en el Opus Dei.

Pasó el tiempo y un día, como quién no quiere la cosa, uno de los directores de la Comisión, recuerdo perfectamente que al encontrarnos por un pasillo, me soltó a bocajarro: oye, te gustaría ir al Colegio Romano? Me quedé perplejo y lo primero que se me ocurrió preguntarle, fue algo así como, ¿pero qué, es que voy a ir? Y me contestó: bueno, no, es que se me ocurrió preguntártelo. Le contesté que si, que me gustaría, pero que no creía que me tocara ir. Quitándole importancia a la cosa, me dijo que no me preocupara, que si tenía que ir, iría, pero que de momento no había nada sobre eso, que en la región hacían falta muchas manos y que por el momento no iba a ir nadie.

Obviamente, del tema se había hablado en la Comisión, es más, el director de marras, con absoluta seguridad, había recibido el encargo de preguntármelo y observar mi reacción.

No mas tarde de una semana después, llamaron de la Comisión al centro del que era director por aquel entonces, para decirme que el Consiliario me invitaba a almorzar a la Comisión, y que me piense cosas para contarles en la tertulia. Ya me había olvidado del tema de Roma y me fui al almuerzo, pensando en qué contarles.

Terminada la tertulia, se rezó el rosario como siempre y al terminar el consiliario me dijo que si tenía alguna norma que cumplir, la hiciera y que luego pasara por su despacho. Creo que me fui a hacer la oración de la tarde y luego subí a verlo.

Nada mas entrar a su despacho, me dijo, vaya suerte que tienes, te vas a Roma en una semana.!! Yo no había alcanzado a sentarme, me lo quedé mirando y solo atiné a decir ¿y mi trabajo?. Por aquel entonces yo trabajaba profesionalmente en relación de dependencia, y no entendía cómo de un día para otro, podía dejar abandonado mi puesto, ni qué explicaciones podía dar, ni nada de nada.

Me hizo sentar y me dijo muy paternalmente que la Obra y la Región necesitaba personas bien formadas, que recordara que el Padre había dicho aquello del genio al que le faltaba echar una gota de no sé qué en no sé dónde para inventar no se qué cosa, y que cuando la Obra lo necesitaba dejaba todo para servirla. Que yo iría a Roma a reforzar mi formación, para luego ponerla al servicio de la Región y que por lo tanto, inmediatamente renuncie al trabajo y prepare todo porque en tal fecha debería estar allá.

De la posibilidad de ordenarme no se habló para nada, no se mencionó la palabra seminario: iba a formarme cerca del Padre y punto.

La semana de plazo, pasó en un santiamén: recuerdo que me hicieron sacar el carné internacional de conducir y curiosamente, ir a solicitar el billete de avión, a una agencia estatal de becas para estudios en el extranjero, para lo cual me dieron en la Comisión, un certificado de matricula no recuerdo exactamente dónde: quizá de la Universidad de Navarra, que había abierto poco antes su sección romana, lo cual claramente indica que todo estaba cocinado desde hacia algún tiempo… y yo sin saberlo, y sin haber sido consultado, si no es en un pasillo...!!

Recuerdo que me embarqué para Roma un 1º de octubre, munido de mis documentos, de un abultado sobre de “correo en mano”, sobre el que me habían advertido tanto que no debía por ningún concepto desprenderme de él, que recuerdo perfectamente que en mi deseo de hacer bien las cosas, y evitar que alguien me lo arrebatara en el vuelo mientras dormía, lo coloqué atrás de mi espalda: lo que es la paranoia dirán algunos!!!.

Pacientemente esperé que dieran las 12 de la noche, y a esa hora, apreté el botón correspondiente –mientras todos dormían- y le pedí a la azafata una copa de champagne…!! Era el 2 de octubre y yo estaba sobre el Atlántico, viajando a Roma para reforzar mi formación junto al Padre!!!

Estaba seguro de que nadie, absolutamente nadie, estaría celebrando, trepado en un avión sobre el ancho océano, el aniversario del día en que las campanas de Nuestra Señora de los Ángeles, repicaban alegres celebrando a su patrona, mientras nuestro fundador recibía del Señor, de un modo absolutamente desconocido hasta ahora, la misión de fundar el Opus Dei.

Yo había estado en Roma antes, así que no me fue en absoluto difícil localizar el autobús que de Fiumicino me llevaría a la Stazione Termini, y el taxi que me llevaría a Villa Tevere, donde, por indicación expresa y varias veces reiterada, debía entregar el preciado sobre de “correo en mano” antes que ninguna otra cosa… Llegué ya anochecido porque el vuelo no era directo y había tenido que hacer conexión en Madrid.

Con mis valijas a cuestas toqué el timbre, aun no conocía que había una forma peculiar de timbrar para que la auxiliar de la portería supiera que quien llamaba era un numerario, y no abriera la ventanilla a preguntar, sino que directamente franqueara el paso. Me atendió muy amable en italiano, y le contesté en perfecto castellano, que traía un sobre que debía entregar en mano. Me hizo pasar y al poco rato apareció alguien a buscar el preciado sobre. Le expliqué que, además de entregar el sobre, yo venía al Colegio Romano, y que qué debía hacer para llegar ahí. Me miró extrañado y me dijo que espere, luego de preguntar mi nombre.

Poco después apareció Fernando Valenciano, que mientras me abrazaba con efusión me decía, ¿pero que horas de llegar son estas? ahora habrá que llamar a alguien a Cavabianca para que venga a buscarte, la próxima vez avisa con tiempo porque esto va a causar un desorden, allá deben estar comiendo a estas horas… Ni yo había pedido ir a Roma, ni nadie me había dicho que yo tenía que comunicarle al Consejo mi llegada… que vayan a hacer puñetas pensé.

Me dijo que vaya a saludar al Señor y luego pasara por la cripta a saludar a nuestro padre… Eso de saludar, obviamente es un decir... y que espere en una salita que me indicó a que me vinieran a buscar. Eso si, no se le ocurrió ofrecerme un vaso de agua y mucho menos algo de comer. Luego desapareció sin mas. Hice lo que se me había indicado y me senté a esperar, mirando curioso cada uno de los maravillosos objetos que había en la salita de marras.

Abreviemos… Llegué a Cavabianca, como supongo que Harry Potter llegaría a Hogwarts y esto no lo digo por decir. Curiosamente no puedo leer sobre Hogwarts, sin evocar el Colegio Romano y en esa época ni existía Harry, ni se sabía nada de Hogwarts, pero hay muchas cosas que los hacen parecidos.

Empezó mi andadura en el Colegio Romano, lo que daría materia para todo un libro.


En las primeras tertulias que tuvimos con el Padre, yo notaba que al terminar, algunos cruzaban unas palabras con él en un rincón y una tarde, en la tertulia de mi grupo, ingenuamente pregunté que cómo hacían esos enchufados para hablar con el Padre a solas, y esto de a solas, porque había notado también que había como dos formas de hablar con el Padre: una mientras salía de la tertulia, en medio del tumulto, con todos alrededor, uno podía acercarse, besarle la mano, decirle de donde era, y quizá se ganaba un beso, un ligero cachetazo y alguna palabra, y otra, en el rincón, mientras todos los demás se hacían los desentendidos. En la tertulia se hizo un silencio sepulcral, mientras algunos trataban de disimular las ganas de reírse a carcajadas.

Luego, a solas, el subdirector me explicó, que cuando uno venía al Colegio Romano, lo hacía con la intención de estar disponible para ordenarse, y que era bueno que los que se incorporaban le manifestaran al Padre esa intención, que para eso, no todos de una vez, sino aprovechando los días que el Padre venía a la tertulia, uno se acercara, le dijera discretamente que quería decirle unas palabras, que el Padre se lo llevaría hacia el rincón y ahí sencillamente se le decía que uno estaba dispuesto a ordenarse.

Me dijo que “era bueno” hacer eso, no que debía hacerlo, sin embargo, luego de la siguiente tertulia, el subdirector se me acercó y me dijo que no había visto que yo me hubiera acercado a hablar con el Padre y que era de mal espíritu demorar el decírselo, porque saber que uno estaba dispuesto, le daba mucha alegría al Padre.

Aquí hago una parada para reflexionar sobre varias cosas: ¿todos los alumnos que se incorporan al Colegio Romano deben saber acerca de la tal costumbre? No recuerdo que en ninguna de las charlas inmediatas a la incorporación al Colegio, se hablara de ello. ¿Todos los nuevos se enteraban, como me enteré yo, por la sola observación de lo que pasaba? No lo sé porque esas cosas no se preguntan, quizá me perdí alguna charla, porque no puedo entender, como una cosa de semejante trascendencia, debe descubrirse por casualidad.

Por otra parte, el subdirector me dijo claramente que “era bueno” hacer eso, no que era obligatorio, y yo entiendo que fuera solamente “bueno” precisamente porque para querer ordenarse debe haber una exquisita libertad. No es que yo no quisiera, porque de hecho estaba dispuesto. Pero primero me dicen que “sería bueno” y después resulta que el subdirector me está espiando a ver si lo hago o no, para decirme que sería de mal espíritu tardarme, por el tema de la alegría del Padre. ¿No era más fácil, y sencillo y menos alambicado, decirme de buenas a primera nada mas llegar, oye, después de la próxima tertulia tienes que hacer lo siguiente?

Pues en la tertulia siguiente, al finalizar, me acerqué al Padre y le dije que quería hablarle: ven hijo mío, me dijo y me llevó al rincón; los demás, incluidos los custodes, se hicieron los tontos y miraban para otro lado. Dije lo que tenía que decir, y el Padre me contestó que me lo agradecía, pero que recordara que yo había ido ahí a formarme y no a ser sacerdote, que llegado el momento se vería, que rezara y sea muy piadoso, y que me acordara siempre que era absolutamente libre para decir que no hasta el último momento.

Desde luego que todos los que estaban ahí, sabían de lo que estaba hablando con el Padre, porque todos o casi todos, ya lo habían hecho, pero desde luego a nadie se le ocurrió decir nada, ni hacer ningún comentario: de eso no se habla, es más, nadie sabe qué se ha hablado, ni de qué, ni nada de nada.

En un seminario normal, me imagino, que todo gira en torno al principio de que todo el que está ahí es seminarista, todos los que están ahí funcionan en torno a la idea de que son alumnos de un seminario y que en principio su destino final será ordenarse sacerdotes: me doy cuenta que no es fácil explicar, pero estoy seguro de que los que han tenido la paciencia de llegar hasta aquí, entienden lo que quiero decir. Acá nadie se alegró de lo que acababa de hacer, nadie me dio una palmada en la espalda, por el paso trascendental que acababa de dar, poniéndome personalmente y de palabra, a disposición del Padre para ser ordenado: de eso no se habla, eso no se ve, eso no se sabe.


Pues ya estaba hecho. Había hablado a solas con el Padre y le había manifestado mi disponibilidad para ordenarme. Todos lo sabían, pero al mismo tiempo nadie sabía nada. En el Opus Dei la disimulación es cosa que se aprende pronto.

Yo pensaba que la cosa había terminado ahí, total había hablado con el Padre en persona y le había dicho lo que había que decir. Pero estaba equivocado otra vez.

Por la noche, antes de la tertulia, me llamó el director de mi centro (porque hay que saber que en el Colegio Romano cada uno dependía de un centro compuesto por Director, Subdirector, Secretario y cura) y me preguntó si no tenía nada que decirle. Me lo pensé un poco y la verdad no, no tenía nada que decirle. Me miró con una sonrisa burlona y me dijo: pero... que no has hablado con el Padre?. Pues sí, tal como me dijiste he hablado con el Padre hoy. -Y bueno, no te parece que eso es algo que debes decírselo al Director? Y yo: pues no, tenía entendido que las cosas que se hablan con el Padre, no hay que decírselas a nadie... -Vamos, -me replicó-, no se trata de que me digas lo que le dijiste ni lo que te dijo, sino simplemente que has hablado con él...

Yo a veces soy un poco tozudo, lo reconozco, sobre todo cuando la lógica no parece estar presente, así que recuerdo perfectamente que me atreví a decirle algo así como: mira, la semana pasada viste que no había hablado con el Padre; hoy has visto que he hablado, así que he pensado que no sería necesario decírtelo, pero bueno, te lo digo ahora: hablé con el Padre.

No sé qué efecto le hizo mi respuesta, pero lo cierto es que nunca nos terminamos de llevar bien, de hecho no era de los de su círculo, aunque ahora recuerdo que poco antes de terminar mi estancia en el Colegio Romano, y quizá para dejarme un buen recuerdo, me invitó, con mucho secreto, a un paseo absolutamente extraordinario, que organizó con otros cuatro, para ir a los Castelli, a comer porqueta y a beber el famoso vino de la zona. Pero esto es otra historia.

La charla terminó con la indicación de que sin pérdida de tiempo, debía escribir una carta al Padre, diciéndole lo mismo que le había dicho por la mañana.

Ya escribí en otra ocasión sobre la necesidad imperiosa que tiene el Opus Dei, de tener todo por escrito, aunque ellos nunca escriban nada como respuesta. La carta debía estar escrita esa misma noche, para lo cual el Director, a quien debería entregársela personalmente ese mismo día, me permitía hacerlo después del examen de la noche. Escribí la carta: ya tenía el opus Dei, la prueba escrita de que yo había manifestado con absoluta libertad, mi disponibilidad para ordenarme. Supongo que la conservarán aun por si algún día se necesitara como prueba.

Desde luego no recibí ninguna respuesta: eso sí, como me advirtió el Director, el Padre me lo agradecía y estaba muy contento de mis buenas disposiciones.

Mi estancia en el Colegio Romano, coincidió con la primera etapa de la andadura de la Prelatura. Todo era aun algo confuso, no había experiencia, pero si había la seguridad de que poco a poco, había que ir saliendo a la superficie, sobre todo para que, en los ambientes eclesiásticos, se fuera notando que la Obra, con su nueva configuración jurídica, era un organismo vivo, que se adecuaba perfectamente a su nuevo traje.

No se trataba por supuesto de ir por la calle con aires de seminarista y pasos de gacela enamorada –de hecho jurídicamente yo no lo fui hasta casi un año después, cosa que por entonces no sabía–, pero si de mostrar, con mucha discreción, que un grupo de tipos jóvenes, profesionales todos, hacían sus estudios eclesiásticos en la recién abierta, Sección Romana de las Facultades Eclesiásticas de la Universidad de Navarra.

Eso si, no había que hacerlo en pelotón. En esa época las facultades funcionaban en el edificio anejo a la iglesia de San Girolamo Della Caritá, edificio que desde antiguo ocupaban unas buenas religiosas, a las que poco a poco se fue arrinconando en un ala del edificio, hasta que se las convenció de que era mejor que se trasladaran a un local más conveniente que, lógicamente, la Obra no les regaló: a lo sumo gestionó que la Santa Sede se lo alquilara o se lo prestara. Eso si, estoy seguro, que al menos en los primeros tiempos, ellas se ocupaban, como un servicio a la prelatura y a los futuros sacerdotes, de la limpieza y de algunas otras tareas por decirlo así “domésticas”.

Algunos íbamos hasta ahí en el trenino, pero no más de dos juntos, para no parecernos a las alumnas de las hermanas Ursulinas nos decían, así que en la estación de Grotarossa, esperábamos el tren procurando disimular que nos conocíamos, y en el tren tratábamos de no hablarnos, sobre todo si no lo hacíamos en italiano y eso porque así nos lo habían indicado expresamente. Al llegar a la estación en Roma, cada cual cogía por su lado, para llegar caminando a la Facultad.

Otros iban en los famosos pullminos, que aparcaban en diversos lugares, cerca de la facultad, para igualmente dispersarnos lo más posible e ir llegando a clases como extraños. Lo mismo para la vuelta.

A veces nos anunciaban que tal día habría una visita importante en la Facultad: un Cardenal o un obispo iría por ahí a dar una vuelta y conocer las nuevas facultades que la Prelatura (era mejor dejar de hablar de la Obra) había abierto en la Ciudad Eterna, para el servicio de la Iglesia santa y de todas las diócesis del mundo, detalle éste que no debía olvidarse.

Para esas ocasiones se montaba un operativo especial: los alumnos del Colegio Romano debían desperdigarse por todo el edificio: unos debían estar estudiando en la entonces pequeña biblioteca, otros debían discurrir por los pasillos, mejor si lo hacían discutiendo cuestiones de teología, de filosofía o de derecho canónico, otros podrían estar en el patio central charlando. Todo esto no tanto para ver a la visita ilustre, sino para ser vistos por ella.

El que hacía de cicerone, acompañaba al visitante en una gira por el edificio, y de tanto en tanto se detenía junto a alguno, por lo general procedente de algún lugar “exótico” (la verdad es que los españoles, que eran mayoría, estaban casi proscritos de esas presentaciones) y era presentado al Cardenal o al obispo de marras, contándole al visitante cual era su profesión, en qué había trabajado, o alguna anécdota apostólica especialmente significativa. El que hacia las presentaciones se había aprendido un guión de antemano, porque desde luego no tenía por qué conocer las peculiaridades de cada uno. En estas presentaciones se incluían, desde luego, a los alumnos que no eran de la obra, todos ellos clérigos, sin dejar de mencionar la confianza que sus obispos tenían puesta en la Prelatura, para la formación de sus sacerdotes. Tampoco se dejaba fuera a algunas de las numerarias –pocas aún– que hacían ahí sus estudios, aunque era claro que no se ponía especial empeño en que hubieran muchas a la vista y nunca confraternizando con los demás alumnos.

Todo esto, sin perder por supuesto, el tono absolutamente laical que debía presidir la vida de un miembro del laico del Opus Dei. Van unos ejemplos. Ya por entonces había en las facultades varios alumnos que provenían de algunas diócesis, generalmente agregados o aspirantes de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, es decir o eran propiamente seminaristas o ya eran sacerdotes que hacían una licenciatura o un doctorado. Estos no solían vestir rigurosamente las vestiduras propias de su estado: no solían usar sotana y algunos ni el clergiman, sino apenas una camisa con alzacuello, y en épocas de frío una rebeca o alguna otra prenda de abrigo. Los numerarios íbamos rigurosamente de saco/chaqueta y corbata y los curas de la Prelatura o con sotana o clergiman negro.

Mientras el cicerone y los sacerdotes que acompañaban o se encontraban con la visita, lo saludaban rodilla en tierra y besando su pastoral, los laicos debíamos –por expresa indicación– o simplemente darle la mano, o esbozar apenas una inclinación, haciendo ademán de besar su anillo. Desde luego nadie se presentaba como seminarista de la prelatura, eso si, el que hacía de guía, no dejaba de comentarle a la visita que allí se formaban los alumnos del Seminario Interregional de la Prelatura.

Recuerdo que a los nuevos, se nos indicaba en alguna charla, que si alguna vez, por casualidad tuviéramos que tratar con algún eclesiástico, sin dejar de decirle muy claramente cual era nuestra profesión y nuestros estudios civiles y de ser posible algunos detalles de nuestro trabajo profesional y de nuestro apostolado personal, no dejáramos de comentarle como de pasada, que éramos ahora, además, seminaristas de la Prelatura, pero sólo como de pasada para que fueran comprendiendo el espíritu laical de la Obra. Todo esto, desde luego no podía omitirse, si alguno tenía la oportunidad de saludar al Romano Pontífice.

Si bien se nos animaba a ser amables y estar disponibles para todos los alumnos de las facultades, se nos hacía ver que no era saludable intimar con los clérigos: eso era labor de los curas. Así que los numerarios laicos, formábamos rancho aparte, no obstante tener claro que muchos de los que estábamos ahí, probablemente un día apareceríamos de sotana o de clergiman: este dato da mucho que pensar respecto a las diferencias que existían entonces –no sé cómo será ahora, pero no me extrañaría nada que todo siga igual– entre los seminaristas de la prelatura y los seminaristas diocesanos. Creo que no exagero si digo que una buena parte de nosotros –siempre dejo campo para la excepción– sentíamos verdadero repelús por todo lo que sonara a clerical, sobre todo fuera de la Prelatura.


He vuelto a pensar en esa barrera que existía, procurada y concientemente querida, entre los seminaristas de la Prelatura y los otros alumnos de las facultades eclesiásticas que, o bien pertenecían de algún modo a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz o sólo eran clérigos diocesanos, lo que no es poco decir.

Es verdad que cuando algunos de esos seminaristas de la Prelatura se ordenaban, parte de su actividad se volcaba en ellos. De pronto eran sus amigos y de algún modo sus colegas: eran su encargo apostólico, con toda la carga de interés que eso supone para el espíritu del Opus Dei.

No es extraña así, la prevención que en algunos ambientes clericales existe frente a los sacerdotes de la Prelatura: ellos forman grupo con los suyos, o con los que pueden ser suyos. Dejan de lado a los que no dan esperanza de “entender” y lo que es más grave, separan a los suyos de los que no lo son...

Los ambientes clericales suelen ser muy densos, en ellos hay pocos grises, casi siempre sólo blancos y negros: el que no está conmigo está contra mi; los bandos solapadamente enfrentados, son frecuentes y los abiertamente enfrentados también. En el caso concreto del Opus Dei, en el medio de esos bandos, están los seminaristas diocesanos (todos los religiosos están absolutamente excluidos, son sapos de otro pozo) tironeados por ambos: así, muchos, ocultan deliberadamente su simpatía con el Opus, para poder terminar sus estudios en paz.

En Roma hay muchos colegios eclesiásticos: los colegios nacionales, donde los obispos suelen mandar a sus mejores aspirantes al sacerdocio, para formarse y obtener sus grados en las diversas universidades y ateneos pontificios. Recuerdo haber oído comentar, que en prácticamente ninguno, dejaban entrar a los sacerdotes del Opus Dei –a los seminaristas ni se nos ocurría ir por esos lugares– para tratar a los alumnos. La explicación que se daba es que los directores por lo general “no entendían” y los respectivos obispos tampoco.

Alguno que había logrado hacer amistad con un alumno del Colegio Francés, tenía que hacer malabares para encontrarse con él, sin que los vieran. Los del Colegio Español, ni se diga, esos no solían servir, porque si sirvieran para el Opus, sus obispos no los hubieran mandado ahí. El Pío Latinoamericano estaba casi excluido de las miras apostólicas de los sacerdotes de la Prelatura: su dirección estaba confiada a los jesuitas, por lo cual era casi seguro que todos sus alumnos fueran cuando menos heterodoxos.

Quizá esto fue lo que movió a la Prelatura a crear sus propios colegios eclesiásticos, donde obispos amigos, u obispos pobres a los que se les aseguraba la formación gratuita de sus seminaristas, mandaban a sus alumnos: así se creaba una cantera propia de vocaciones y de futuros obispos amigos. Algo parecido a la política de los colegios. Pero eso vino cuando yo ya no estaba.

Los días en el Colegio Romano transcurrían entre normas, clases y medios de formación en el propio Colegio, clases en las facultades, ensayos de coro para la misa solemne de los domingos y fiestas especiales, tertulias en cada una de las casas, tertuliones generalmente con el Padre uno o dos domingos al mes, tertulias pirata –que de todo había dentro de este género–, encargos materiales por las tardes, entre los que se incluía la atención a portería, que ahí no atendía la administración, un paseo semanal por Roma los domingos en que no había tertulión (no más de dos o tres juntos y con corbata), de no mas de dos o dos horas y media (había que llegar a comer en punto), charla fraterna, una vez cada quince días otra con el sacerdote del grupo y una vez cada uno o dos meses, otra con el director espiritual del Colegio, estudio y poco más, si es que todo esto es poco.

Algunos, además, cumplían sus encargos en Villa Tevere, o en la sede de verano en San Felice d´Ocre, un lugar paradisíaco, ahora quizá medio devastado por el terremoto que hace poco azotó a L`Aquila.

Por esa época nos hacían encomendar la nueva sede de las Facultades Eclesiásticas: como siempre, los numerarios de a pié especulábamos con diversos lugares, en base a comentarios de pasillo. A veces, en los paseos dominicales, nos acercábamos hasta los lugares probables –porque no teníamos ningún dato cierto– como por ejemplo el Palacio Altieri, o la sede de la Embajada del Brasil, en la que el fundador, según se sabía, había pensado alguna vez.

Un día, por fin nos enteramos que la nueva sede sería el Palacio del Apolinar, un edificio con mucha historia.

En su momento alojó el Pontificio Colegio Germánico-Hungárico. Fundado por San Ignacio de Loyola, en 1552, durante el pontificado de Julio III, como Colegio Germánico, para formar en él a seminaristas provenientes de la Alemania protestante; en 1580 Gregorio XIII le adjuntó el Colegio Hungarico, fundado por él mismo en 1579 para cumplir la voluntad de San Ignacio, que ya para entonces había muerto, adquiriendo su actual denominación de Germánico Hungárico. Sus alumnos, por privilegio pontificio, vestían una sotana rojo cardenal, por lo que eran conocidos en Roma como “los gambas rojas” o “los gambas cocidas”. Mas tarde, alojó el Pontifício Ateneo Romano, convertido luego en Seminario Romano.

Nuestra incursión en el edificio, fue lenta pero segura. Al principio, la Prelatura había conseguido dos o tres salas que pronto fueron convertidas en las primeras aulas. El edificio muy espacioso y de varias plantas, estaba ocupado en su totalidad por las más variopintas instituciones: pequeñas comunidades de monjas y frailes –desde luego en zonas separadas–, instituciones de caridad, músicos y hasta un taxidermista que, entre otras cosas relativas a su especialidad, se ocupaba de la preservación de los restos de santos y beatos para ser expuestos a la veneración pública.

Se nos recomendó que subiéramos y bajáramos del venerable edificio, sin algarabía, para no hacernos molestos a sus habitantes. La idea era conseguir que esa gente se vaya contenta y agradecida, cuanto antes. Recuerdo que en una pequeña tertulia, un cura numerario que trabajaba en el Vaticano, contó que un prelado de la Curia lo había felicitado por la noticia del Apolinar, y le había comentado en tono jocoso: pronto será todo vuestro: ustedes hacen como los jesuitas, llegan a un lugar, ponen un clavo en la pared, cuelgan un cuadro y cuando menos se acuerda, se apoderan de todo. Y esto lo contaba en medio de las risas de todos los presentes.

Por lo general, los alumnos, sean seminaristas, diáconos o sacerdotes, de los distintos colegios eclesiásticos de la Urbe, emplean sus vacaciones, porque así les está recomendado, en hacer prácticas pastorales en sus países de origen o en diversas diócesis italianas o en la propia ciudad de Roma. La idea es que no se aparten de la realidad que les tocará vivir, permaneciendo encerrados en sus colegios, durante los años de formación.

Los seminaristas de la Prelatura, invierten sus “vacaciones” en hacer su curso anual, que en Roma dura mas de lo normal. Por lo general un mes lo pasan en la sede de verano, Tor d´Aveia, en la localidad de San Felice d´Ocre en los Abruzaos. Transcurrido el mes, el grupo vuelve a Cavabianca, para seguir estudiando los dos meses siguientes, en un clima un poco mas distendido: más horas de deporte, tertulias musicales, algo de cine, desde luego los encargos materiales de verano y poco mas. De salir a la calle nada de nada: de prácticas pastorales tampoco. De hecho, la asignatura de pastoral sólo se cursa, por lo general, después de la ordenación.

En esa época –no sé si se siga haciendo–, el Padre invitaba a algún Cardenal a pasar unos días de descanso en la zona de invitados del Colegio Romano. No eran muchos días. Por ahí estuvieron el Cardenal Baggio, Prefecto entonces de la Congregación de Obispos y por tanto directamente involucrado en el tema de la Prelatura, el Cardenal Koenïng, Arzobispo de Viena, o el Cardenal Sing, arzobispo de Manila. Otras veces los invitaba solo a pasar el día y a darse un chapuzón en la piscina. En esas oportunidades, se procuraba que los españoles desaparecieran de la vista; los “exóticos” en cambio tenían la consigna de hacerse –en pequeñas dosis– los encontradizos.

Un buen día, nos íbamos enterando de quienes se ordenaban ese año: nada clamoroso, todo de a poquito y casi en voz baja. A partir de ese momento, los encargados de portería veían un inusual desfile de salidas a Roma: los ordenandos salían de a pocos para mandarse a hacer las sotanas y adquirir el resto del ajuar sacerdotal. Como siempre de eso no se hablaba: no recuerdo que nadie contara en la tertulia de la noche cómo le había ido con el sastre que le tomaba las medidas o qué le había hecho las primeras pruebas.

El coro y el corito, empezaban a ensayar los cantos gregorianos de la ceremonia de ordenación. Los últimos días, los ensayos se hacían en el coro alto de la Basílica de San Eugenio, sobre todo para ajustar el volumen del canto. Hasta que llegaba el gran día….

Recuerdo la reticencia de algunos a salir de sus habitaciones vestidos con la sotana. Algunos, en previsión de lo inevitable, se habían afeitado los bigotes o las barbas días antes, apareciendo irreconocibles en las tertulias, otros se mantenían en sus trece hasta el mismo día, protegiendo sus pilosidades hasta el último momento.

Luego de la ordenación diaconal, empezaba lo que para la Prelatura sería la práctica pastoral de los nuevos clérigos: a puertas cerradas y con la sola presencia de un o dos curas experimentados, daban sus primeras meditaciones. Acompañados de algún sacerdote provecto, pasaban a la administración a dar meditaciones: personalmente no recuerdo que nos las dieran a nosotros, aunque es posible que alguna vez sucediera. Poco a poco se les encargaba la bendición con el santísimo los sábados y diaconaban revestidos de espléndidas dalmáticas en las misas solemnes de los domingos o días de fiesta.

No me olvidaré del revuelo y la perplejidad que se produjo, cuando un cardenal de algún país europeo, le pidió al Prelado un diacono de su misma nacionalidad, para que lo asistiera en la misa que debía celebrar en una basílica romana: el revuelo y la perplejidad se produjo en las altas cúpulas de la Prelatura, porque aquella petición podía sentar un precedente funesto. ¿Qué tenía que hacer un diácono de la Prelatura asistiendo a un cardenal en una misa que no tenía nada que ver con la Prelatura? ¿Y si ahora se dedicaban los cardenales a pedir diáconos cada vez que celebraran alguna solemnidad en Roma? ¿acaso los clérigos de la Prelatura estaban para esas cosas?. Cualquier colegio eclesiástico de Roma estarían encantado de que se tome en cuenta a sus alumnos para ese servicio. Desde luego no hubo manera de negarse, sobre todo porque el cardenal no era cualquiera.

Disgusto semejante se produjo cuando un cardenal de la curia, que seguramente había asistido a alguna misa solemne en San Eugenio, pidió el coro del Colegio Romano para una misa que iba a celebrar en una de las Basílicas Patriarcales. Si mal no recuerdo, fue una serie de misas celebradas por distintos cardenales, cada una de las cuales contaba con la presencia del coro de un colegio eclesiástico distinto, no era propiamente una competencia, pero casi. ¿Cómo podían estar los alumnos del Colegio Romano metidos en el mismo saco de los demás colegios eclesiásticos si los alumnos del Colegio Romano eran laicos?. Además había un agravante, el coro debía cantar en el mismo presbiterio, a la vista de todos los asistentes: pecatto!!!!!. El coro fue, y cantó como los ángeles, no hubo modo de evitarlo, pero debía quedar claro son cosas que no pueden ni deben ser tomadas como precedentes.

¿Pero éramos o no éramos seminaristas? Los alumnos de los otros colegios ciertamente lo eran. Los del Colegio Romano, no estaba tan claro por lo que se verá.

Dije en uno de los escritos anteriores, que luego de la conversación en el rincón y de la subsiguiente carta reiterativa de lo mismo que le había escrito al Padre, yo pensaba que ya estaba todo hecho, pero no era así.

Algo mas de un año después de mi llegada al Colegio Romano, de la conversación y de la carta, un día me llamó el rector a su despacho y no recuerdo bien como, me vino a decir que era el momento de oficializar mi estancia en el Colegio Romano, y que a tal hora debía pasarme por uno de los oratorios, donde un cura me estaría esperando, de eso lógicamente no había que hacer comentarios con nadie. Por mas esfuerzos que hago, no logro recordar que oratorio era: desde luego no el de mi grupo, ni el de ninguno de los otros. No fue tampoco en el del Santísimo, que da al óculo del gran oratorio de Santa María de los Angeles, aunque tengo la impresión de que fue en esa zona.

A la hora prevista, estaba ahí: me esperaba el cura de mi grupo, revestido de sobrepelliz, y con las dos velas encendidas en el altar. Me hizo arrodillar en la grada y empezó una pequeña ceremonia (no, no, no me abrió la coronilla, que eso ya no se estila) provisto de un delgado libro litúrgico: me hizo en latín unas preguntas, a las que obviamente había que contestar que si y luego leyó una oración y me dio la bendición. No había ingresado al estado clerical, pero me había convertido en seminarista, mediante la ceremonia prevista en la iglesia, para la admisión formal de un individuo al seminario.

Si yo había hecho esa ceremonia, debía presumir que algunos de los demás alumnos, también la habían hecho. ¿Cuándo? no se. ¿Dónde? tampoco. ¿Varios juntos? tengo la impresión de que no. ¿Era yo el único que no la había hecho hasta entonces? lo ignoro. ¿Todos los que cantamos en el coro en aquel presbiterio de aquella Basílica, éramos seminaristas? solo puedo asegurar que yo, no. Tampoco había ningún otro de los alumnos esperando a la puerta del oratorio de marras para hacer la ceremonia después que yo.

¿En los demás seminarios del mundo esa ceremonia es secreta? no lo sé, sinceramente, pero lo dudo, porque no veo razón lógica para que lo sea. Todo el que va a un seminario, al menos en los tiempos que corren, va a ser seminarista. ¿Por qué debe esconderse de sus compañeros de seminario para serlo oficialmente? es mas, estoy seguro de que en todos los seminarios del mundo, la incorporación oficial, hasta se celebra con algún extraordinario y quizás hasta en grupo.

En la Prelatura es una ceremonia que se hace para cumplir el expediente, porque la Iglesia lo manda, porque seguramente para el expediente de ordenación se necesita un acta en la que conste que el ordenando ha sido oficialmente seminarista, no solo que ha cursado las asignaturas correspondientes, sino que ha manifestado “coram ecclesia” su voluntad de ingresar al seminario.

Pero – me pregunto– si debe hacerse porque la Iglesia lo manda, si todos los que van ahí, van al Seminario Internacional de la Prelatura, que es público, es decir que existe erigido como tal, en cumplimiento de lo establecido en los estatutos aprobados por la Santa Sede, ¿por qué debe hacerse en secreto? Y se hace en secreto, porque jamás me enteré que ninguno de los 200 que estábamos ahí la hubiera hecho, jamás nadie lo comentó, al menos en mi presencia, ni jamás vi. que nadie la hiciera.

¿Que se hace así porque no todos se van a ordenar?... en los demás seminarios del mundo tampoco se ordenan todos los que entran. Si la admisión oficial al seminario, produjera, como antes lo hacia la prima tonsura, el ingreso al “estado” clerical, lo entendería, porque entonces dejaríamos de ser laicos y para volver a serlo probablemente se necesitaría dispensa. Pero si la admisión al seminario no cambia el estado del que es admitido, ¿por qué tanto secreto? ¿Es que a los que estábamos ahí, y que sabíamos donde estábamos y que discretamente debíamos decirlo en determinadas circunstancias y a determinadas personas, entre esas el propio Pontífice, nos daba vergüenza ser seminaristas? Francamente no lo creo. ¿Es que ser oficial y públicamente seminarista es contrario al espíritu inviolable del Opus Dei? ¿Es que temen que seamos menos laicos por ser seminaristas y saberlo entre nosotros?

Es más, sospecho que para el permiso de soggiorno, requerido por el Estado italiano para permanecer en su territorio, se nos presentaba en esa calidad. Digo que lo sospecho, porque nada mas llegar al Colegio Romano, se nos requisaban los pasaportes, que no volvíamos a ver hasta que nos íbamos, y de esos trámites seguramente se encargaba algún experto.

También firmábamos en esa calidad las becas que pedíamos a diversos organismos diocesanos o supradiocesanos, para costearnos los estudios.

En resumen, en la Prelatura, solo han sido oficial y públicamente seminaristas los que se han ordenado, solo entonces aflora su condición de seminaristas, aunque los demás también lo hayamos sido oficialmente, en virtud de la citada ceremonia, y aunque hayamos cantado en un coro públicamente en calidad de tales.

El que lo entienda, ¡¡que me lo explique!!


Josef Knecht me ha hecho reír, y se lo agradezco de veras. Del mismo modo que a él, el escrito de Giovanna Reale, le evocó recuerdos, el suyo ha despertado los míos respecto a ese pintoresco personaje al que él, cariñosamente, ha querido llamar el Cuentacuentos.

Era sin duda una institución en el Colegio Romano donde efectivamente ejercía dos funciones fundamentales: era el médico –el arquíatra como le gustaba decir, utilizando el antiguo título que en la Corte Pontificia tenía el médico papal- y era, no sé si por autonombramiento, el jardinero oficial. Adicionalmente impartía clases de historia de la Iglesia y de teología moral, como bien recuerda Joseph. Era un hombre peculiar...

Cuando uno va al Colegio Romano, los que han estado antes ahí, y cuando uno llega, los más antiguos, se encargan de aleccionar al nuevo alumno sobre lo que va a encontrar y sobre las particularidades y curiosidades del lugar y de algunos de sus habitantes, por decirlo de algún modo, permanentes. No recuerdo muy bien si toda la información que tenía respecto al Cuentacuentos, la recibí antes de llegar o ya in situ.

Por esa forma de transmisión oral supe que el personaje tenía una especial predilección por los valencianos, por razones de paisanaje: ser valenciano perdonaba a sus ojos, cualquier otro defecto. Supe también que era un cascarrabias de mucho cuidado, cosa que comprobé después en carne propia (evidentemente no soy valenciano). Tenía claro que el jardín era su feudo y que, por lo tanto, había que manejarse en ese campo con muchísima prudencia (virtud que a veces se me escapa) y sabía también que tenía el don de lágrimas, o mejor dicho, la lágrima fácil, porque no eran sus lágrimas uno de esos dones gratis datus de los que trata extensamente el padre Garrigou Lagrang en su obra sobre el desarrollo de la vida interior; por esta razón, las lágrimas, desaparecía el día que una promoción de alumnos abandonaba Cavabianca: no podía soportarlo. También me informaron que tendía a sentirse ofendido con mucha facilidad y que sus resentimientos eran largos.

Mi primer encargo en ese enorme Hogwarts que es Cavabianca, fue precisamente un encargo de jardinería. Muchas veces he pensado, que la existencia de ese fantástico complejo de edificios y jardines que es el Colegio Romano de la Santa Cruz, solo es posible gracias a la presencia de una especie de elfos domésticos, que son precisamente los alumnos del seminario interregional: sin mano de obra gratuita, el costo de mantener esas instalaciones sería imposible de sostener.

Los alumnos anualmente lijan, reparan y pintan los cientos de ventanas, rejas y puertas de hierro; mantienen limpias las cañerías de los baños; barren las hojas en otoño, podan los árboles, siembran bulbos, preparan el compost para abonar la tierra; engrasan goznes de puertas y portones; limpian las fuentes procurando mantener vivos a la multitud de peces que viven en ellas; lavan y dan el mantenimiento básico al parque automotor; atienden la centralita telefónica y un largo etcétera de menudencias por el estilo.

Yo no sé bien porqué me mandaron al jardín, lo cierto es que me entregaron un manual de experiencias que leí cuidadosamente y allá me fui. Recuerdo que mi primer trabajo consistió en proteger, de las ya próximas heladas del invierno, los geranios que en grandes macetas rectangulares se asomaban a la balconada que da a la piscina.

Como en las experiencias decía que había que prepararles una especie de invernadero de plástico con el que había que cubrir las macetas, que se sostenía en un armazón de varitas metálicas, me puse a armar el artilugio con la mejor buena voluntad de la que era capaz. Estaba en esas, cuando apareció el jardinero mayor: ¿Qué haces? me preguntó en un tono nada amable.

– Cubro los geranios para protegerlos de las heladas, le contesté.
– ¿Has hecho eso antes?
– Pues no.
– ¿Has pensado en la velocidad del viento, que puede echar por tierra lo que estas haciendo?
– Y yo: las instrucciones indican que el plástico se cose con grapas a lo largo de la varilla y que, además, se le practican unos agujeros paralelos por los costados para que el viento pase a través de ellos.

Meneó la cabeza de un lado a otro en gesto de resignada desaprobación y dijo algo así como: nunca entenderé por qué mandan al jardín a gente sin experiencia… y se fue con su sotana al viento.

Alguno que andaba por ahí y que había oído el dialogo, con una sonrisa de oreja a oreja me advirtió: jamás le des a entender que sabes lo que haces, le gusta que le pregunten como se hace.

Experiencias de interrogatorios similares tuve un día que me vio podando las libustrinas del jardín japonés o plantando bulbos de tulipanes: intenté poner en práctica el consejo recibido y no dio ningún resultado, esta vez porque no entendía cómo una persona que tenía que preguntar cómo se hacía algo, podía encargarse de aquello. ¡No había caso…!

La tormenta se desencadenó el día que me tocó arreglar los tajetes que rodean los cuatro árboles de la Piazza dell´Orologio. Ya sabía yo que esas flores horribles que despiden un olor acre, eran, junto con los valencianos, la niña de los ojos del Cuentacuentos. Estaba cavando alrededor de ellos para abonarlos, cuando apareció de repente: ¿Quién te ha mandado aquí? -Esta semana toca abonar los tajetes, le respondí poniéndome de pié. Pues deja eso inmediatamente, ¡de los tajetes me ocupo yo personalmente!. Me estaba hinchando las narices; para mis adentros me decía: cuídate del toro bravo que del buey manso me cuido yo, porque suelo ser manso hasta que me tocan las narices. Sin decir nada, dejé todo en el suelo y me fui.

Mi encargo de jardinería terminó esa misma tarde. Pero desde esa misma tarde el Cuentacuentos me aplicó la ley del silencio, que duró sin exagerarlo, hasta una semana antes de mi partida del Colegio Romano: ya referiré cómo terminó y la recompensa que obtuve.

Todos los alumnos nuevos pasábamos, por turnos, a la revisión médica del Cuentacuentos. A mi me tocó luego de haber caído en desgracia. Tenía una especie de consultorio médico junto a su habitación. Cuando entré estaba leyendo mi ficha; me hizo un par de preguntas, me pesó, me midió y me pidió que me quitara la ropa –hasta cierto límite- me tomó la presión, me auscultó y luego, muy delicadamente, me hizo otro par de preguntas y me despachó.

Tenía en esa época una lesión antigua y recurrente que me producía dolores muy fuertes y que me hacían pasar noches enteras deambulando por los pasillos del Colegio Romano. Una tarde lo fui a ver para consultarle sobre el problema y pedirle algo para calmar el dolor y que me permitiera dormir. No me examinó ni dejo de escribir en un papel que tenía delante: simplemente me dijo: la víspera de una fiesta A pásate por aquí para darte una inyección, así ese día no tendrás dolores, en el Colegio Romano no hay dinero para medicinas. ¡¡Y eso que las medicinas para los alumnos del Colegio Romano, las compraba yo mismo con una lista y las respectivas recetas que me hacía llegar todas las semanas, en la farmacia del Vaticano, donde son mucho mas baratas que en una farmacia corriente…!!

Tenía una especial debilidad por el canto litúrgico, creo haber oído que en algún tiempo dirigía el coro del Colegio Romano. Los oficios de Semana Santa constituyen para los integrantes del coro unas jornadas verdaderamente extenuantes. Los ensayos empiezan con mucha anticipación y en general eran por la noche. En mi época se celebraban tres oficios esos días: uno en Villa Tevere presidido por el padre, al que asisten los directores del consejo, los que viven en esas casas, alumnos del Colegio Romano y los pitables del UNIV. Otro se celebraba en San Eugenio y otro en la iglesia de San Carlo al Corso, para los demás asistentes a ese “congreso”. Obviamente, los horarios de los tres se coordinaban para que el coro tuviera tiempo para desplazarse de un lugar a otro.

Esos días, los integrantes de coro no hacíamos otra cosa que cantar: nos trasladábamos a Villa Tevere por la mañana temprano y en uno de los soggiornos de uno de los pisos superiores ensayábamos sin parar. Previamente, el Cuentacuentos nos prohibía enfermarnos. Al medio día, salíamos a almorzar a alguno de los restaurantes contratados por el UNIV.

Uno de los años que estuve ahí, el coro en masa cayó enfermo por unas setas en mal estado que nos sirvieron en uno de esos lugares. ¿Qué hizo el médico? Nos dijo simple y llanamente que tenía que administrarnos una medicina que actuara como un tapón, que nos permitiera cantar durante los tres días de los oficios; es decir debíamos cantar nueve oficios taponados. Pasados los tres días nos administraría…. ¡¡en fin..!! Recuerdo con horror las caminatas que teníamos que hacer por la via del Corso, para llegar a San Carlo, con el vientre y las piernas hinchadas y un dolor de aquí te espero.

Como recuerda Joseph, las clases de moral las impartía en latín, especialmente las relativas al sexto mandamiento, en las que no admitía ningún tipo de preguntas y por las que pasaba casi de puntillas. No recuerdo que en los exámenes preguntara nada sobre el tema.

Lo que si recuerdo es que en una clase –no debe haber sido de teología moral- se refirió varias veces al “Santo” aludiendo obviamente a Santo Tomás de Aquino y yo, que tengo algún gen malvado y que además padecía su resentimiento por los famosos tajetes, recordé lo que según cuenta la tradición, le preguntó maliciosamente don Alvaro a alguno de los profesores que lo preparó para la ordenación, y con la cara de la mayor ingenuidad de que soy capaz lo interrumpí y le pregunté: ¿Doctor, cuando usted se refiere al Santo, se refiere a San Ignacio de Loyola? la clase estalló en una sonora carcajada y si no me expulsó fue porque Dios es grande.

Tengo de él un recuerdo muy especial. Tradicionalmente celebraba para los alumnos del Colegio Romano la misa de Navidad. Tenía un extraordinario sentido de la liturgia y celebraba con gran devoción. La primera vez que lo vi celebrar esa misa, fue desde el coro del oratorio de Nuestra Señora de los Ángeles. Al terminar, se revistió con la magnífica capa pluvial que se usaba en las fiestas mas solemnes y bajó del presbiterio para tomar en sus brazos al Niño –la primera piedra del Colegio Romano– que descansaba en su cuna; hizo una genuflexión, lo besó y lo tomó cubriéndolo con el paño de hombros y volvió a subir las gradas del presbiterio: era la viva imagen del anciano Simeón cuando recibió al Niño de manos de sus padres que lo llevaban para presentarlo al templo. Parecía, me parecía a mí, que el tiempo se había detenido, nunca vi hacer eso con tanta devoción y al mismo tiempo con tanta majestad.

Su resentimiento seguía ahí después de dos años. No me dirigía la palabra sino lo estrictamente necesario y si yo le hablaba, contestaba con monosílabos.

Una semana o poco más, antes de que dejara el Colegio Romano, cayó enfermo. Era verano y quedábamos pocos alumnos en Cabavianca porque la mayoría estaban de curso anual en Tor d´Aveia, así que me tocó hacer de enfermero. La verdad es que estaba bastante mal y había que ayudarlo en todo e incluso nos quedamos a dormir en la habitación contigua que hacía de consultorio.

Una de esas noches la pasó muy inquieto y con fiebre muy alta, así que me pareció que lo mejor era quedarme en su habitación sentado en una silla. Se despertó varias veces y en una ocasión me dijo “vete a dormir” y yo le contesté “los enfermos no dan ordenes”.

Unos días después, algo repuesto, le llevé algo de comer, tenía ganas de hablar y hablamos largo por primera vez en dos años. Dijo que sabía que me iba y que aun sabiendo que lo que iba a hacer no debía hacerse, me pidió que abriera un pequeño gabinete que tenía en su habitación y sacara de ahí un paquetito que me indicó. Se lo acerqué, lo abrió y sacó un pequeño sobre que me entregó. En el sobre –que tengo delante mientras escribo– escrito de su puño y letra dice: “Puntos de “scocht que le pusieron al Padre en Suiza en un talón el día (aquí la fecha) y que yo le he quitado hoy. Cavabianca (aquí la fecha)” y su firma.

Supongo que un examen de ADN revelará sin duda alguna que la reliquia es auténtica, porque en el scocht hay rastros de sangre. Y es que el Cuentacuentos, durante muchos años, le hacía al padre los exámenes de glucosa, y guardaba cuidadosamente los algodones que usaba (omito detalles) y así tenía muchísimas reliquias “ex corpore” como la que me entregó y que como ven, conservo. Alguien me ha dicho que quizá me sea de utilidad en mi ya no muy lejana vejez.

Como era su costumbre, el día que nos fuimos desapareció para no llorar.

Ah… yo también me hice alguna vez con una botella del famoso vino Est, Est, Est!!!

Unos años mas tarde, supe que el venerable anciano había dejado Cavabianca, para ir a pasar sus últimos días a su querida Valencia.



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