Qué alegría y qué pena!

From Opus-Info
Jump to navigation Jump to search
The printable version is no longer supported and may have rendering errors. Please update your browser bookmarks and please use the default browser print function instead.

Por R.A.R., 17 de julio de 2005


Hace aproximadamente uno año, un buen amigo, también un “ex opus” como yo, me recomendó esta web. No le hice mucho caso, aunque me habló de ella después de aclararle que, tras dejar el Opus Dei, de esto hace ya 14 años, todavía tengo alguna que otra pesadilla (afortunadamente, ya sólo esporádicas y cada vez menos frecuentes) en la que sigo siendo y me ocurren cosas desagradables. Le dije a mi amigo, que suelo darle muchas gracias a Dios en Misa por no pertenecer ya a la Obra (yo estuve 10 años en ella) y entonces él me recomendó esta dirección de internet. Ahora entiendo porqué se acordó de ella ya que, leyendo el título, me he llevado una alegría. No sé cómo decirlo, pero pensaba que ese sentimiento de darle gracias a Dios por haberme marchado era muy personal y ahora encuentro que es compartido por mucha gente más.

He estado leyendo un montón de testimonios durante 3 ó 4 horas. Ahora mismo son las 4 de la mañana y me resulta imposible conciliar el sueño (¡para un día que los niños no me despiertan pidiendo agua, chupe o cualquier otra cosa, voy y me desvelo!). Estoy inquieto porque han vuelto a renacer en mí, con una intensidad ya olvidada, esa ansiedad secreta, esa sensación de estar a merced de lo que tu director-dice-que-Dios-quiere-para-ti. Esta noche ha vuelto a mi mente, nunca se había ido del todo, pero se había larvado, ese zarandeo interior, ese dolor e incertidumbre que sentía al recibir aquellas broncas descomunales, aquel verme como un estorbo para el Opus Dei y para Dios, y ese nudo de tener que contar lo pequeño y lo grande, pero siempre, y en primer lugar, lo que más te humillaba (como está prescrito) en las charlas semanales con tus directores (estas charlas, para los que no estén muy familiarizados con la terminología, se llaman confidencias, y consisten en que los numerarios tienen, es preceptivo, una conversación semanal con uno de los directores, en la que cuentan los actos y pensamientos que se consideran más importantes, tratados, normalmente, en términos de virtudes o vicios). Junto a tanta buena gente, lo cierto es que del Opus Dei recuerdo fundamentalmente los comentarios hirientes en la dirección espiritual y en la confidencia semanal. Y es que, pasados los primeros meses de contacto con la obra, el tono de la dirección espiritual no era ya, en absoluto, tan estimulante y respetuoso como antes, ¿verdad? Si te tocaba por “voluntad de Dios” uno de los duros, bufffffff, aquello era realmente desagradable.

Yo entré en el Opus Dei, como numerario, con 15 años, siendo un buen estudiante que disfrutaba de verdad con las asignaturas, sobre todo con las de ciencias. Pasados los “subidones” de endorfinas de los primeros meses después del pitaje (incorporación a la Obra), la paulatina multiplicación de mis obligaciones, hizo inevitablemente que terminaran sufriendo mis estudios; al terminar COU yo ya era un alumno que aprobaba, sí, pero no con las sobradas calificaciones de antes. Después, un año en una carrera de ciencias de las fuertes, me bastó para certificar mi incapacidad para acometer estudios de semejante dificultad. Y es que una cosa era la hermosa teoría de la “perfección en el trabajo” de la que tanto se hablaba, y otra bien distinta en qué se me quedaba convertido el horario real de estudio, en una época de mi vida en la que hubiera sido necesaria una dedicación prioritaria a las asignaturas, poniendo así unos buenos cimientos para futuras oportunidades profesionales. Pero recuerdo la tónica de mis años universitarios: tras estudiar un par de horas a primera hora de la tarde y merendar, había que salir a la calle “a por la gente”, organizar y llevar a cabo las actividades de las casas en las que viví, ejercer de profesor particular para ganar un dinerillo y no ser gravoso, realizar el encargo material y no sé cuántas obligaciones más. La verdad es que no le puedes dedicar el tiempo necesario a los estudios. Y claro, cuando uno empieza a quedarse por las noches a estudiar y duerme 5 ó 6 horas todos los días con esa sensación de zombi, … los problemas de física no te salen ni a la de tres.

Así que poco a poco, uno se plantea si no sería “conveniente” algún tipo de estudio más compatible “con la labor”. Una conversación con el director de mi centro de aquella época me decidió, cómo no, hacia una carrera de letras con salida natural a la enseñanza: ya sabéis, un destino muy “lógico” para un numerario. Es verdad que nadie te obliga, pero ese “¡Animad a los chicos al estudio de las humanidades!” que lo escuché repetido por más de un director, de Álvaro del Portillo, era una motivación importante. La mayoría de los padres, que normalmente buscan el bien de sus hijos, suelen querer que éstos estudien carreras con muchas posibilidades profesionales futuras, para que tengan grandes campos abiertos; pero en la Obra, donde lo que importa es fundamentalmente, la extensión de la propia Obra, hay un ambiente muy favorable a contribuir a “la batalla de las ideas” desde la literatura, la historia o la filosofía. Poco importa que en un futuro uno descubra que la enseñanza no es lo suyo y que sea difícil reconducir su tarea profesional. Bueno, pues allí estaba yo, que quería quemar las naves.

En esta nueva carrera, objetivamente se trata de estudios que requieren menos dedicación, sin que con ello quiera yo despreciar mi propia titulación, las calificaciones eran muy buenas. Pero, allá por tercero o cuarto, fui a hablar con el ¿subdirector? de la Delegación (era la entrevista previa a lo que se llama la Fidelidad, esto es, la incorporación definitiva a la Obra, definitiva jurídicamente, porque desde el punto de vista de la obligatoriedad moral, yo siempre fui tratado como un adulto). Era una persona a la que yo había visto 3 ó 4 veces en mi vida y con la que nunca había hablado. Siempre le recordaré pues de él recibí la bronca más humillante que jamás he tenido que soportar. Por supuesto, conocía a perfección todos los detalles que eran considerados desagradables de mi vida, y los explotó a placer. La conclusión: yo era un auténtico estorbo para Dios y para la Obra, y mi falta de entrega era la causa de mi persistente infelicidad. Afortunadamente, ambos (tanto Dios como la Obra) estaban dispuestos a perdonarme si yo cambiaba radicalmente de actitud. No estoy de verdad ironizando ni ridiculizando las cosas; era tal cual. Siempre recordaré la vuelta en el autobús, en plena época de exámenes finales, con un calor agobiante, sintiendo que yo era un estorbo y un canalla y que, sin embargo, tenía que sobreponerme. Recuerdo que me planteé en ese momento la posibilidad de dejar la Obra y entonces me pregunté: ¿y para qué quiero yo ser un profesor de letras si no es para defender el ideario cristiano? Es un comentario, lo sé, simplificador y un tanto frívolo, pero expresa muy bien cómo me di cuenta en ese momento de que la marcha atrás empezaba ya a ser cada vez más difícil.

A partir de ahí hasta el momento de mi salida, todo fue cuesta abajo. Como tantos otros, terminé ¡a la “triste” edad de 24 años! visitando al psiquiatra (de la Obra), siempre conveniente acompañado, y terminé tomando pastillas (las recuerdo, se llamaban Orfidal), porque “no pasa nada, es una pequeña ayuda química y no tiene mayor trascendencia”. Me recuerdo a mí mismo tantas veces llorando en un cuarto de baño discreto de la casa porque, al dormir en una habitación triple, ni siquiera tenía un sitio con intimidad para echar mis lágrimas. Y recuerdo esa dependencia del “sistema” que me hacía sentir temor hacia el mundo “de fuera”. Esas noches en vela mirando el techo y moviendo el pie discretamente para no despertar a los demás, ese deseo sincero y pertinaz de morir, a pesar de mi juventud.

¡Gracias, Dios mío, por haberme permitido recuperar mi vida! ¡La vida que Tú me diste! ¡A mí!

Tengo que decir, no obstante, que, tras pedirlo, los directores de “arriba” autorizaron, después de varios meses de espera, mi salida. Quedó todo un poco confuso, no se sabía muy bien si yo no tenía condiciones, si no tenía vocación, si la había perdido, … así que sin preguntar demasiado sobre ese famoso texto en el que Escrivá habla de “traidores” a los que dejan la Obra, sin entrar en polémicas acerca de cómo es que los directores estaban tan seguros antes de que yo sí tenía vocación y condiciones, tomé ese billete que contenía un “medio visto y bueno” y, en una época de mi vida en la que mi conciencia dependía totalmente de lo que los directores decían de mí, me marché. Tengo además que agradecer a dos personas que estuvieron muy finas en el periodo final. Recuerdo a un cura (ni siquiera sé su nombre) que, en un Curso Anual (una convivencia de 25 días que los numerarios hacen 1 vez al año), me dijo algo así como “si lo has pensado bien, vete ya porque si no, van a pasar los años, la cosa no va a mejorar y después no vas a tener adonde ir”. Otro sacerdote, me dio su teléfono para que cuando quisiera lo llamara. Así lo hice y su charla amortiguó el “golpe” con la vida real. Fue un primer año muy duro, donde tuve que hacer nuevos amigos, preparar unas oposiciones a la enseñanza (¿qué otra cosa podía hacer?) … , pero de casi todo se sale cuando eres tú el que dirige el barco en función del viento, de los puertos cercanos, de la temperatura, y, sobre todo, de tu propio criterio, que no tiene porque ser erróneo por el hecho de no estar dirigido.

Me da un poco de vergüenza hablar de todo esto y por eso no he querido dar demasiados detalles concretos. Pero he escrito a vuestra web porque considero un deber decir a quien quiera escucharlo que, tras ese primer año, la cuesta ha sido indudablemente, hacia arriba. Tengo pareja, hijos, un piso, … ¡Soy una persona normal!¡ Normal de verdad, no con la normalidad que te vendían ellos! Nunca me había imaginado cuánta alegría encontraría en la verdadera amistad (la que no busca convencer de nada, aquella de la que no hay que dar cuenta a un tercero). Y sí que lo imaginaba, pero me quedaba corto, respecto a cuánta satisfacción he encontrado en la vida conyugal, en todos los sentidos. Por supuesto, también tengo preocupaciones y he sufrido decepciones (sobre todo, profesionales, aunque supongo que vendrán otras), pero quiero decir que ya no me echo a llorar. Seguro que lo haré cuando vengan determinadas desgracias, pero eso no tiene nada que ver con las lágrimas amargas “de mi otra vida”. Quiero decir que no tomo ningún tipo de pastillas. Las únicas, y me las bebo, son las de cebada espumosa, echándome unas risotadas con mis amigos o mi esposa, y tomo las que quiero porque no tengo que darle cuenta a nadie que tenga el flequillo así o asá, este o aquel carácter.

Sólo dos cosas me entristecen profundamente. La primera: el no haber empleado todos esos años de juventud e independencia en haberme ido a algún país a poner vacunas o a construir pozos de agua, o a haberme dedicado a enseñar a leer a niños en barrios marginales o a tantas otras cosas en las que podía haber invertido, por ejemplo, mis veranos (en lugar de esos Cursos Anuales absurdos, recibiendo la “sabiduría” del siglo XIII ¡como si no se hubiera descubierto nada desde entonces!). Pudiendo hacer cosas tan hermosas como esas, yo que estaba dispuesto a todo, me tuvieron 10 años pensando que el servicio a la humanidad consistía en ducharme con agua fría, dar cuenta minuciosa de mis gastos, no mirarle las piernas a las niñas y no sé cuántas cosas más. Sobre qué podíamos hacer con el hambre del tercer mundo y con los padecimientos del que sufría, de verdad que jamás escuché ni una sola palabra. A veces se hablaba de determinadas obras corporativas de la Obra, situadas en regiones marginales, pero estaba claro por el contexto que el principal objetivo era extender el Opus Dei, no paliar la necesidad. Todo ello me recuerda a aquél episodio, relatado en un breve escrito anónimo del XVIII español y titulado Blanda, suave y melosa curación de un escrupuloso y de sus flatos espirituales (es en serio el título), en el que se dice, en el castellano de la época:

"Oiga este cuento aunque le pese: Cierto Cura quiso desemporcar la alma (es frase del truhán de Torres, nadie le toque) con un Religioso, que acertó a pasar por allí. Había oído éste unos rumores en el Pueblo de que el cura recibía ‘aliquid, imo plurimum ultra sortem’. Puesto a confesar, dijo con lágrimas, tenía el honrado escrúpulo de que había escupido algunas veces en el Presbiterio. Cerró la confesión; y el religioso le preguntó: si tenía otro pecado (porque estos escrupulosos, suelen no ver los gordos). Y si en el Séptimo le remordía la conciencia. Chocó al Cura la pregunta, y respondió: Que había muchos años que era usurero. Pues ¡valga el diablo su alma (dijo el fraile) deje la usura, y escupa hasta que reviente en el Presbiterio!"

La segunda cosa que me entristece es no haberme dado cuenta de todo esto antes. Porque, sencillamente, no es verdad que la vida fuera del Opus Dei sea “una cueva de ladrones”; porque, sencillamente, no es verdad que la vida matrimonial sea tan dura como te la pintaban. Porque no es verdad que esos que abandonaron el Opus Dei, incluso mucho antes que yo, estén ahora alcoholizados, les hayan sucedido diversas desgracias o vivan aplastados por

una conciencia acusadora que nunca les abandonará. Pero hay una cosa que sí que es verdad. Hace 15 ó 20 años estábamos todos, en la casa en la que yo vivía, hablándoles a los chavalitos jóvenes de las excelencias de vivir en el Opus Dei, del maravilloso camino que nosotros estábamos recorriendo y que les invitábamos a vivir. Hoy, estamos prácticamente todos fuera del “maravilloso” camino. De verdad, ¿no parece todo una broma macabra?, ¿un chiste de mal gusto?

Todo esto genera en mí, sentimientos contradictorios. Yo agradezco sinceramente al destino los primeros meses de contacto con el Opus Dei, meses en los que se me mostró un camino de espiritualidad maravilloso. Sin embargo, ese rostro de Dios tan amable, fue poco a poco tornándose en un cruel e inquisidor tiquismiquis. Él, creador del cielo y de la tierra, con todas las criaturas que existieron, existen y existirán, estaba por lo visto muy preocupado en si yo me ponía el cilicio 2 horas o sólo una hora y media, en si yo iba o no al cine, o en si veía o no una película en casa de mis padres, en si iba o no a la feria o a alguna playa concurrida en verano, en si … Sí, ya sé que en la teoría se habla de la “filiación divina” y del clima de felicidad que reina en la Obra, pero la práctica era, por mucho que se niegue, que las relaciones con Dios se asociaban a la consecución de una lista interminable de deberes, deberes que se multiplicaban a medida que pasaban los años. Esto guarda directa relación con lo que creo que se podría llamar el “mandamiento silenciado”, que no es otro que el segundo: “No tomarás el nombre de Dios en vano”. En el Opus Dei existe una casuística enormemente prolija acerca de muchos mandamientos; pero, curiosamente, el segundo está bastante vaciado de contenido. Los directores escuchan pocas veces en la confesión o en la charla semanal incumplimientos relativos a él.

¿De verdad toda la concreción de este mandamiento se reduce a no jurar en falso en el improbable caso de que tengamos que ir a un juicio? Creo que el segundo mandamiento es capital (tanto, que es el segundo, justo después del primero) y con él Dios quiso decir algo así como “¡no pongáis en boca mía cosas que yo no he dicho! ¡No carguéis a los demás con obligaciones que yo no he impuesto! El secuestro de este mandamiento, silenciado en un sistema en el que se debe acatar lo que el director diga (aunque tenga un mal día, aunque esté equivocado, aunque sea un capullo), hace que los criterios y obligaciones se multipliquen empequeñeciendo las conciencias; y hace que la voluntad rechine y que la inteligencia se nuble hasta no ver claro qué es lo que está bien y qué es lo que está mal. Creo sinceramente que ese no es un camino de vida feliz, ese camino por el que uno se vio seducido en sus primeros contactos con el Opus Dei.

En definitiva, me alegro de haber conocido a la Obra, porque allí me enseñaron una serie de normas de piedad, algunas de las cuales todavía conservo (por supuesto, muchísimo menos regladas) que me llevan a tratar a Dios y a hacer que Él siga siendo un gran amigo; sin embargo, me hubiera gustado conocer a Dios a través de otra institución de la Iglesia, más respetuosa con la intimidad personal y con las ilusiones profesionales; y menos empeñada en su propia expansión, y más en la eliminación de las desigualdades e injusticias sociales.

Me recuerdo mí mismo bronqueando a algún pobre chico, que imagino que echará pestes de mí, como yo las echo a su vez, de los que me bronqueaban de mí. Y entonces comprendo que la mayoría de los que me hicieron daño eran iguales que yo (bueno, …, había más de uno que realmente era un sádico, pero eso es punto y aparte). Éramos, simplemente, hijos del sistema.

Afortunadamente, todo terminó para mí; tengo cuatro hijos maravillosos, una mujer, que no tiene ni ha tenido nada que ver con el Opus Dei, más maravillosa todavía (reconozco que eso es una lotería) y tengo un trabajo, … bueno, que no es tan maravilloso (soy profesor de instituto) pero … se hace lo que se puede.

Procuro llevar a la práctica las enseñanzas de mi tío Antonio, un maestro de escuela a quien el boticario de su pueblo le decía: “¡Hay que ver, don Antonio, el poco caso que le hacen sus alumnos!”. A lo que él contestaba plácidamente: “Bueno, ¡menos caso les hago yo a ellos!”; y así vamos tirando “palante” especialmente en estas fechas (estamos a 15 de julio) en las que

mi vocación docente se ve notablemente reactivada … Perdonad la chorrada, para no aburrir demasiado a la peña. En serio: mis hijos estudian en un colegio concertado llevado por religiosos. ¿Colegios del Opus?, no gracias, … lo digo con la mano en el corazón: no quiero que me los machaquen …

¡Un saludo muy afectuoso para todos!


P.D. Han pasado ya ¡tres semanas! desde la noche en que empecé a escribir esta carta. Con esta carta, me despido de vuestra web. Me parece fantástico que exista, y creo que desde aquí se pueden hacer cosas francamente buenas; pero desde que me puse en contacto con vosotros hasta hoy, he devorado con ansiedad vuestros testimonios; y ello me ha devuelto a un estado de tensión que quisiera alejar de mi vida. Escribo sólo porque creo que es mi deber manifestar que tiene que haber algo de perverso en una institución que deja tan tocados a los que se van (y a la mayoría de los que se quedan, más tocados todavía). En fin, espero que a todos nos vaya muy bien. Objetivamente, hay muchas cosas que serán imposibles de recuperar a los que hemos estado dentro, sobre todo si ha sido por mucho tiempo. La mayoría echará de menos sus años en la enseñanza secundaria, en la universidad, … , pero creo que, subjetivamente, en cuanto a la calidad de las vivencias interiores, ¡hay tanto por aprovechar! Prefiero quedarme con eso.


Original