Psiquiatras de la obra

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Por Otaluto, 29.03.2006


Cada tanto mi mujer tiene un ataque de remordimiento por lo que ella llama “la pobreza de nuestra vida espiritual”. Estos ataques no suelen tener consecuencias prácticas, más allá de concretarse en una serie de críticas hacia mi persona. La opinión de mi mujer es que por haber sido numerario debería encargarme del tema. Debo reconocer que mi estrategia de defensa es débil, y va más o menos en la línea de los que se consideran eximidos de ir a Misa porque de chicos fueron monaguillos. El caso es que estoy convencido de haber hecho suficientes normas para el resto de mi vida y todo lo que supere el cumplimiento del precepto dominical lo considero un exceso potencialmente perjudicial para la salud del alma.

Mi mujer no lo ve así, pero, como decía, sus ataques místicos tienen rara vez consecuencias prácticas. En los casos más agudos, llega al límite de comprar algún libro sobre vida espiritual, o alguna encíclica del Papa, que por supuesto queda en la biblioteca sin ser leída por siempre jamás. En una de estas ocasiones apareció con un libro sobre formación de los hijos. Nada más verlo, de lejos, mi sexto sentido advirtió que algo no andaba bien. No se que será, pero hay algo indefinible en todo lo que hace la superprelatura, un sello o un aire, quizás en lo cuidado de la edición, o el tipo de encuadernación, o la tipografía del titulo, es indefinible pero el ojo entrenado lo reconoce a primera vista. Lo tomé entre mis manos temblorosas y leí el nombre del autor: Dr. A.P., sí era él, el mismísimo...

Debo remontarme ahora muchos años atrás. No era la mejor época de mi vida. Volvía a mi país natal luego de vivir varios años en el extranjero, habiendo pasado por un extenso periodo de depresión. Regresaba quebrado, anímica y financieramente. Sin embargo conseguí un buen trabajo y mi vida volvió a encaminarse. No era la mejor época de mi vida, pero sabía valorar que las cosas podían ser mucho peor. Estaba cómodo en mi centro aunque comencé a tener algunos roces con el director de la casa. Según mi entender no se trataba de nada grave, ya que él me caía bien y yo le demostraba afecto. Quizás en alguna ocasión le hice saber que sus actitudes eran innecesariamente autoritarias, y en un caso concreto y referente a mi vida profesional le pedí que consultara un permiso a delegación que se negó a hacer, y yo tomé la decisión por mi cuenta. Luego de tantos años de fidelidad, cumpliendo con todas mis obligaciones y dejando mi vida en el camino, y sobre todo considerando que la obra era mi familia, estas cosas me parecían irrelevantes, o al menos parte de la vida normal.

Sin embargo, comenzaron a insistirme para que viera a un psiquiatra. Lo curioso es que durante todo el periodo de mi anterior depresión, nunca había visto a un médico. Ahora que comenzaba a existir un problema de “docilidad”, por llamarle de algún modo, se volvía importantísimo que comenzara un tratamiento. No me opuse porque sabía que algo no andaba bien conmigo, me sentía habitualmente infeliz y muy angustiado. Me dijeron que fuera a verlo entonces al famoso Dr. A.P., un numerario psiquiatra que se ocupaba de “gente de casa”.

Comencé el tratamiento y enseguida me di cuenta que la experiencia iba a ser decepcionante. La rutina era siempre la misma. Comenzaba por preguntarme como había estado esa semana. La pregunta se refería a mi estado de ánimo global prescindiendo de cualquier descripción de causas o motivos, que parecían no interesarle en absoluto. Por lo tanto era difícil contestar sin utilizar generalidades o conceptos vagos. En mi mismo tenía sentimientos encontrados. Por un lado sabía que algo no andaba bien conmigo, o mejor dicho, que algo andaba francamente mal. Y en ese sentido tenía una necesidad de volcarme, de contar lo infeliz que me sentía y pedir ayuda. Quería verdaderamente tomar la oportunidad en serio y curarme. Por otro lado, al ver la mirada glacial de mi psiquiatra, sus modales pausados y fríos, el rictus indescifrable de su rostro, me daba cuenta de que no encontraría a alguien en el mundo a quien mis cosas le interesaran menos. Finalmente opté por responder vaguedades, llenando penosa y trabajosamente los incontables minutos de la entrevista. Sobre el final, indefectiblemente, escribía una nueva receta aumentando la medicación.

Como resultado, fui empeorando a pasos agigantados. Vivía dopado y en el trabajo comenzó a notarse. En el mercado financiero, donde trabajaba, son muchos los casos de drogadicción, y el tema no pasa desapercibido. Mi jefe me encaró un dia y pidió que le explicara que me pasaba. Le conté sobre la medicación que estaba tomando. Me dijo que si era así debía informarlo al directorio, para que no se generaran malas interpretaciones sobre mi conducta. Me di cuenta que el tema era grave y podía dañarme profesionalmente, o llevarme a perder mi trabajo.

Llegaron las vacaciones y por unas semanas pasé a atenderme con otro psiquiatra, GF, también de la obra pero supernumerario. Fue un cambio radical. Era un hombre humano y calido, que transmitía optimismo. Comenzó por tomarme un test de 500 preguntas. Me lo llevé a mi casa y contesté lo más honestamente que pude. Los resultados se cargan en un programa de computadora, que los procesa de acuerdo con ciertos estándares y emite dos respuestas. La primera es una descripción de la personalidad del testeado, que coincidía bastante bien con la mía. La segunda es un grafico de barras donde se listan una diez enfermedades mentales (paranoia, depresión, neurosis, histeria, etc.,etc.) y se ranquea cada una en una escala de 0 a 10. No entiendo de psiquiatría, y menos puedo decir si los resultados obtenidos de este modo son validos o no. Pero lo curioso es que obtuve el máximo puntaje en todas las columnas: y eso me sonó muy pero muy mal. Mi nuevo psiquiatra parecía preocupado y me comentó que comenzaríamos a hacer algo de “análisis” en nuestras sesiones. En seguida se ganó mi confianza y en tres o cuatro sesiones me animé a plantear la posibilidad de que mi estado de creciente infelicidad estuviera relacionado con la vida peculiar de un numerario. Su posición fue no descartar ninguna hipótesis y seguir investigando las causas. Quiero aclarar que en ese momento estaba firmemente convencido de tener vocación, pero mi angustia interior era enorme, y de algún modo percibía que el único modo de curarme era llegar al fondo de las cosas. La actitud de GF me dio alivio y esperanza.

Cualquiera puede adivinar lo que sucedió a continuación. A la semana siguiente me llamaron de delegación. Fui a ver al director de turno, quien me recibió muy amablemente, y sobre el final de la charla me comunicó la conveniencia de volver a tratarme con el Dr. AP. Le conté que me estaba haciendo muy bien el cambio con GF pero dio por hecho que no era un tema sujeto a decisión mía. Debo decir que durante esa época mi confianza en los directores se desmoronaba a pedazos.

Volví con AP. Nuevamente la misma rutina de preguntas y respuestas sin contenido y aumento de la medicación. Luego ocurrió algo nuevo. Durante tres sesiones seguidas incorporó una nueva rutina. Tomaba primero pausadamente una hoja de papel en blanco y la ponía frente a sí. Luego abría una revista de psiquiatría que estaba al alcance de su mano (siempre la misma). En la pagina central había una serie de fotos tomográficas del cerebro humano, donde la actividad cerebral se veía realzada con colores vivos. Allí se mostraba la diferencia entre la actividad de un cerebro normal y la de una persona deprimida, donde los colores en algunas zonas estaban apagados. Me explicaba, también pausadamente, que había una base biológica muy fuerte en las enfermedades como la mía, lo que supuestamente se deducía de las fotos. Luego cerraba la revista y la ponía a un costado. Tomaba su pluma a fuente y dibujaba en la hoja en blanco un gran circulo y decía: - esta es la personalidad de una persona normal...-. Luego dibujaba una línea sigzagueante quebrando el circulo en dos mitades, y proseguía: - la personalidad de una persona enferma está como quebrada.... lo importante es lograr que ambas mitades vuelvan a unirse. - La primera vez yo lo miraba con la avidez de aquel a quien le va a ser revelado el secreto de su existencia y el más allá. Pero la explicación terminaba allí. Carraspeaba, sacaba su talonario de recetas y me daba una nueva prescripción.

A la tercera vez que hizo esto, perdí un poco la paciencia. Le dije que bien podía ser que mi personalidad estuviera quebrada porque estaba harto de mi vida en la obra. De modo tajante me dijo que eso no era una alternativa a considerar, mi problema claramente no era de vocación. Todavía resuenan sus palabras en mis oídos, mientras se levantaba y me estrechaba la mano para despedirme: - Sos un enfermo terminal. Tu problema no tiene cura, y vas a tener que tomar medicación toda tu vida. Tu problema no está relacionado con la vocación, porque hubieras fracasado también en el matrimonio, o en cualquier otro camino que emprendieras en la vida.- Me quedé helado. Jamás nadie había pasado una sentencia tan contundente y abarcadora sobre la totalidad de mi existencia.

Salí de allí recordando el joven idealista, emprendedor y lleno de vida que era cuando pedí la admisión y el hombre triste y arruinado en que me había convertido. Pero también tenía un nuevo sentimiento, que en el momento no podía poner en palabras. Era humillación. Humillación por haberme traicionado a mi mismo, por haberme degradado hasta lo más bajo y perder toda dignidad, al punto de someter mi vida al juicio de un imbecil.

No sé si fue en ese momento cuando decidí irme, pero ciertamente ayudó. En los días subsiguientes el sentimiento de vergüenza y humillación fue remplazado por otro, una furia sorda que se habría paso en lo más recóndito de mi mente. Lo de que era un “enfermo terminal” podía considerase excesivo e incluso erróneo, pero se trataba al fin y al cabo de un diagnostico medico y como tal estaba en la esfera de su competencia. Pero lo de ser “un fracaso” era una opinión de otro orden, una valoración integral de mi vida que nadie tenía derecho a hacer. A esta altura me quedaban pocas dudas de que existía una fluida comunicación entre mi psiquiatra y los directores de la obra. Por lo tanto el tema había sido discutido entre ellos en esos términos, habían pasado su veredicto sobre mi vida y de este modo y por esta vía me transmitían el mensaje. Hasta ese momento estaba convencido de ser un miembro valioso para el opus dei, por haber cumplido fielmente todos mis deberes durante muchos años de vocación, entregando todo mi tiempo y dinero y obedeciendo en todo. Ni siquiera podía decirse que mi situación interior afectara a mi entorno, ya que tenía verdadero afecto por la gente que me rodeaba y no era retraído, sino por el contrario me apoyaba mucho en la “vida de familia”. Los directores sólo podían saber lo que me pasaba por lo que yo mismo decía de mi mismo. Pero resultaba ahora que me consideraban “un fracaso”, es decir, alguien que no sirve, que sobra, que resta, que está demás. A partir de ahí los acontecimientos se desarrollaron con bastante rapidez.

El mismo día en que tomé la decisión de dejar la obra, ya he contado el episodio en otro escrito, suspendí toda la medicación. Fue un acto temerario, pero era en defensa propia, y desde entonces no he sentido su falta en lo más mínimo. Tampoco resultó ser cierto el diagnostico médico, ya que no he tenido más problemas de depresión desde entonces sino muy al contrario, mi vida ha sido una continua efusión de energía prácticamente inagotable y ha sido normal en todo sentido.

Vuelvo al tema inicial. Estaba con el libro entre mis manos y desde la contratapa, con el rostro iluminado por una sabiduría superior y con la sonrisa del triunfador en los labios, me observaba el mismo Dr. AP. Un escalofrío me recorrió el espinazo. Pero lo mejor era el titulo: “Firmeza y Ternura”. ¡Imagínense, AP explicando como educar a un niño!. El mismísimo Dr. Mengele convertido en un experto en infancia, y prodigando amor y ternura a la humanidad. En fin, hay que ver para creer.



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