Por qué pité?

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Por Otaluto, 14-febrero, 2007


Hacer este escrito era una deuda conmigo mismo: la de contarme mi propia historia.

Creo que todos los que hemos estado en la obra debemos responder a tres preguntas: ¿por qué pité? ¿Por qué me quedé? ¿Por que me fui? Por ahora las ganas me han alcanzado para responder la primera y creo que el ejercicio ha sido útil: he puesto en orden muchos sentimientos e ideas. Siempre da un poco de pudor presentar la propia historia, sobre todo cuando uno es conciente de no salir muy favorecido. La pongo, sin embargo, a disposición de todos, por si hay algo en ella que pueda servir a alguien. También lo hago como agradecimiento a todos aquellos que han escrito sus historias, de cuya lectura me he beneficiado enormemente.


Cuando pité tenía 20 años. Creía conocer bastante bien el tipo de vida y obligaciones de un numerario, era relativamente mayor, y no hubo coacción visible por parte de la obra. En este sentido, consideré siempre que mi pitaje fue, de algún modo, inusual...

La convicción de haber ingresado libremente fue determinante en el modo de encarar mi vida dentro de la obra, siempre tuve profunda conciencia de la responsabilidad de mis acciones. Vale la aclaración, ya que la coacción no es algo necesariamente mal visto en la obra, puesto que se asume que nadie quiera pitar espontáneamente. La angustia y el miedo, la presión de los directores y la consecuente resistencia del candidato, son todas etapas consideradas normales en cualquier incorporación.

También es normal que el candidato sepa poco sobre la vida que va a empezar. Creo que el criterio implícito es el de dar la mayor información posible, sólo en tanto y en cuanto no se corra riesgo de espantar al candidato. He visto casos patéticos de personas que piden la admisión con casi nula información sobre los compromisos que van a asumir. Tampoco esto está necesariamente mal visto en la obra, ya que se aplaude como señal de virtud la entrega a ciegas, a un querer de Dios ni siquiera entrevisto, sino revelado por los directores.

Como dije, consideraba que la regla general no aplicaba a mi caso: creía haber pitado libremente y con conocimiento de lo que implica la llamada.

Esta fue, por lo menos, mi convicción durante los años que permanecí en la obra, en total trece. Un proceso de discernimiento posterior me ha permitido ver que mi aparente libertad ya se encontraba fuertemente condicionada al momento de pitar. También comprendo hoy que mi conocimiento sobre la vida de un numerario era del todo insuficiente. Al momento de pitar conocía las obligaciones del plan de vida, las normas y costumbres, y bastantes cosas de la “vida de familia”. Ninguna de estas cosas me asustaba, ya que pensaba que el llamado a la obra se trataba de una entrega total, que yo estaba dispuesto a hacer. Lamentablemente erraba el concepto, estaba lejos de vislumbrar los principios y consecuencias de la “ascética del holocausto” que aprendería estando adentro.


La historia es como sigue. Comencé a ir por la labor a los 15 años por invitación de un numerario que asistía a mi colegio, dos años mayor que yo.

A esa edad me consideraba bastante maduro intelectualmente, y quizás lo fuera. Lo cierto es que era un ávido lector y me interesaban temas de corte filosófico y científico, quizás como compensación por mi escaso éxito en el deporte. Esto me diferenciaba en cierto modo de la mayoría de mis compañeros, pero no me constituía en un bicho raro. Por el contrario, gozaba de bastante popularidad y los profesores me respetaban. Recuerdo que ese año fui elegido “mejor compañero”, por votación unánime (lo menciono por ser un dato objetivo).

Mi colegio era de religiosos, pero quedaban pocos hermanos, que no usaban hábito, y ninguno de los alumnos nos tomábamos la instrucción religiosa en serio. Era aburrida y decepcionante. Se hablaba mucho de darle la mano al hermano necesitado, pero el “hermano necesitado” nunca nos fue presentado formalmente. Tampoco se enseñaba doctrina. De ordinario utilizábamos esas horas para poner al día tareas atrasadas.

En cuanto a mi familia, mi madre no practicaba y mi padre era ateo, aunque en casa no se hablaba de religión. En rigor de verdad, en mi casa se hablaba poco y definitivamente no con mi padre, que parecía estar continuamente de mal humor. Nos dirigíamos siempre a mi madre. Menciono esto porque mi nula comunicación con mi padre, como se verá, fue un factor determinante en mi progresivo acercamiento a la obra.

En este contexto me volví ateo, aunque en rigor de verdad profesaba una cierta creencia panteísta en el Ser Absoluto.

Para resumir, era un muchacho normal, con ambiciones normales: familia de clase media, serio, con buenas calificaciones, con inquietudes interiores (pero no proveniente de un ambiente clerical), con bastantes amigos y cierto liderazgo, y sin ningún defecto físico evidente. Claramente encajaba en la categoría de “valioso” de acuerdo a los parámetros del opusdei, pero esto yo no lo sabía.

Volviendo al tema de mi “amigo” numerario, me lo presentaron una vez en un recreo y luego de eso no podía sacármelo de encima. En el patio éramos unos 600 alumnos, o sea bastantes, y yo lo veía de lejos, buscándome, con avidez, y trataba de esconderme, pero era un juego que no podía mantener eternamente, a no ser que dejara de estar con mi propio grupo de amigos.

Rápidamente me invitó a conocer un centro del opusdei. Si bien no tenía un interés especial en relacionarme con ningún grupo católico, no rehusé la invitación. Como mencioné, el ambiente en el colegio era muy chato, y sentía cierta necesidad de encontrar alguien con alguna inquietud intelectual, aunque estuviera en las antípodas de mi forma de pensar. Por otro lado me picaba la curiosidad de saber de qué se trataba. Por ultimo no quiero omitir el motivo más importante. Ya en esa época me gustaban mucho las mujeres, y quiero decir mucho y todas. Pensaba yo, ilusamente, que en el opusdei seguramente habría también mujeres, y eso era una motivación más que suficiente para aceptar cualquier invitación.

Recuerdo que le pedí a un amigo que me acompañara. En mi interior pensaba que lo que íbamos a encontrar sería un lugar polvoriento al final de una larga escalera, con muebles recauchutados, dirigido por un cura bien intencionado pero inofensivo.

La realidad que me esperaba era muy distinta. Se trataba de una casa, o más bien una mansión, en una zona muy cara de la ciudad, amueblada exquisitamente. Como luego me explicaron, era todo como debía ser en una casa de familia (obviamente no una familia pobre).

Tocamos el timbre y salio a recibirnos un estudiante como nosotros. Le pregunté si allí era el opusdei, a lo cual contestó con una sonrisa que no entendí, que en realidad era el Club Talytal. Pensando que había cometido un error dimos la vuelta para irnos pero, esta vez nos retuvo diciendo que sí, que también era el opusdei.

Mi “amigo”, el que me había invitado, no estaba (típico). Nos llevaron a una salita y nos pusimos a charlar. Mi primera pregunta, por supuesto, fue por la mujeres del opusdei. Me explicaron, para mi decepción, que aunque las había, no estaban en ese centro. Seguí preguntando insistentemente sobre el tema, de si alguna vez se reunían con los varones, aunque fuera una, y si estaban buenas o no. El tema no cayó bien, y pasamos a otras cosas que no recuerdo. Años más tarde nos reíamos de la anécdota con el numerario que nos atendió esa vez (qepd).

Dejando de lado la casa, que realmente impactaba, mi impresión de esas primeras visitas, casi siempre para la meditación del sábado, fue bastante pobre. Hablé una vez con el director y me pareció un muchacho ignorante y aburrido. El resto de los que iban por la casa eran niños, o se comportaban como tales, probablemente hijos de supernumerarios, y su única inquietud era jugar al fútbol.

Mi “amigo” no cesaba de importunarme para que fuera al centro. Era típica la llamada: ¿qué tienes que hacer el día tal (dentro de dos semanas) a tal hora? ¿Cómo podía yo saberlo y cómo declinar la invitación sin ser descortés? Pero realmente no me lo tomaba en serio, ni a él ni al opusdei.

Cuando ya había determinado que la obra revestía nulo interés para mi, ocurrió algo que debía cambiar drásticamente el curso completo de mi vida.

Se incorporó al centro un sacerdote joven, recién llegado de España, de personalidad arrolladora y carismática, al que llamaré RR. Me lo presentaron y hablé largamente con él. Fue una conversación de consecuencias enormes, a partir de la cual decidí abandonar mis ideas deístas y volver a la fe de la Iglesia. Me confesé. RR se convirtió a partir de ese día en mi director espiritual.

A través de nuestras largas charlas descubrí una visión distinta de la religión. Una versión enérgica, militante, de superación personal, de lucha ascética. En esa pequeña habitación, la Fe se agigantaba, se convertía en algo vivo, con consecuencias reales, positivas y arrolladoras. Cambiar el mundo, ser apóstol, santificar el trabajo, ocupar bien el tiempo, plan de vida, todos términos que me sonaban nuevos. El ideal de ser cristianos corrientes santificando las actividades profesionales me cautivaba.

RR me trataba con mucho cariño y era un excelente confesor. Mis progresos ascéticos eran lentos, pero en esta primera etapa no se impacientaba, era comprensivo y sus consejos eran siempre positivos. Luego de hablar con él, salía feliz.

Como dije, su personalidad era muy carismática. Era también un excelente orador, y sus meditaciones estaban plagadas de anécdotas de corte extraordinario, donde los protagonistas eran habitualmente él mismo o amigos suyos, lo cual engrandecía aun más su imagen (luego, ya siendo de la obra, supe que la mayoría de las historias eran inventadas con el propósito de “edificar” a la audiencia). Con ese extremismo propio de la adolescencia, lo admiraba enormemente, como si fuera un héroe de algún relato épico. Me sentía también profundamente obligado hacia él y hacia la obra por haber actuado como instrumentos para recuperar la Fe.

Comencé a ir con regularidad, casi todas las semanas a charlar con RR, confesarme y atender a la meditación y Salve. El amigo con el que había ido la primera vez, siguió un itinerario similar.

El tema de la obra, sin embargo, era marginal en mis conversaciones con RR. Yo expresaba mis críticas sobre lo que veía, especialmente en los numerarios, que en ese entonces me parecían artificiales y bobos. RR parecía estar siempre de acuerdo conmigo, dejando claro que esas cosas negativas que yo veía no eran el verdadero espíritu de la obra, sino un modo defectuoso de vivirlo. Que yo tenía razón, que el cristiano debe ser un hombre libre de ataduras, sin complejos, no sujeto a normas ridículas, con una misión que cumplir y con prisa por cumplirla. Como recurso, RR insistía en que muchos esquematismos eran una modalidad que había adoptado la obra en mi país por la influencia de algunos miembros, pero que en España, donde había nacido, la obra era distinta.


Al siguiente año, el numerario que me había contactado se mudó de centro y no volvió a llamarme. Le dejó, sin embargo, mi teléfono a otro que tomó la posta. Comenzamos a ir a un circulo, pero sin grandes consecuencias, siempre me dormía. La obra en sí misma no me interesaba en absoluto, aunque los relatos de RR acerca de su verdadero espíritu me fascinaban y conmovían. Quería vivir de acuerdo a esos ideales del fundador, pero a mi juicio no había ninguna conexión entre los mismos y lo que veía en el centro.

Por ese entonces me puse de novio y comencé a vivir en una nube. Estaba seguro de estar destinado al matrimonio, lo cual actuaba como protección contra eventuales planteos vocaciones. El numerario que me trataba, que creo que era subdirector, intentó hablarme para pitar pero sin demasiado entusiasmo y luego no insistió.

Paralelamente, mi hermana menor se contactó con la obra a través de un sacerdote que confesaba en su colegio. Comenzó a asistir asiduamente por los medios de formación y terminó pitando en pocos meses, las fechas se me confunden. No puedo decir que me sintiera responsable, ya que ella hizo su camino independientemente, pero es cierto que me sorprendió mucho esta decisión y pienso que, de haberlo querido, podría haber influido en contrario. Pero no había en ese momento ningún motivo para hacerlo, la obra no presuponía una amenaza.

Ya estaba en el ultimo año del colegio secundario, y el tema de la elección de carrera comenzó a tener prioridad. Como era natural mis conversaciones con RR comenzaron a girar en torno a este tema. En cierto modo reemplazó el lugar de mi padre, con el que ya dije que no tenia ningún dialogo. Yo quería ser médico, pero él insistía en que el mundo necesitaba hombres de mi talento en las humanidades, que las buenas ideas eran esenciales para realizar ese cambio tan necesario, etc., etc.

Impulsado de este modo, comencé a contemplar la idea de estudiar Filosofía. En un país latinoamericano, sin embargo, este tipo de carreras no aportan por sí mismas una solución al tema económico, lo cual no es un aspecto menor. Particularmente en ese entonces, el país atravesaba una de sus grandes crisis, con altos niveles de desempleo y colas larguisimas de profesionales en las embajadas tratando de emigrar.

RR insistía en que me orientara hacia las humanidades, como que de otro modo mi talento se desperdiciaría. En un punto llegó a decirme que no me preocupara por lo económico, que era un tema que se resolvería en su momento, y que si alguna vez tenía problemas él mismo se hacia responsable (posteriormente supe que ese tipo de garantías no pueden ser dadas, responsablemente, por un numerario, menos aun siendo sacerdote).

El plan general esbozado por RR consistía en que estudiara Filosofía y otra carrera más en paralelo, quizás de orden científico, para complementar mi formación. Al finalizar ambas carreras conseguiría una beca o algo así para estudiar en el exterior. A partir de ahí, el éxito, la fama y el premio Novel estarían solo a un paso. El plan, me convenció y decidí estudiar Filosofía. En esta decisión pesaba un pacto implícito de que RR actuaría como mi tutor, encaminándome, dirigiéndome, abriéndome las puertas que fueran necesarias para avanzar profesionalmente. No era tonto, me daba cuenta de que la obra tenía obras corporativas, editoriales, etc., donde era posible ejercer una profesión humanística de modo rentable. No me interesaba el dinero, sino hacer algo que sirviera y poder vivir de eso, pero para mi estaba claro que no se me estaba ofreciendo simplemente un buen consejo, sino una oportunidad profesional que hubiera sido tonto desperdiciar. Hoy me asombro de mi absoluta ingenuidad.


Primera Consideración: Necesito hacer un alto en el relato para hacer una reflexión. No dudo de que las intenciones de RR para conmigo fueran buenas. Pero es obvio que de algún modo tenía una idea preconcebida de lo que debía ser mi camino en la vida y sus consejos estaban encaminados en esa línea. No había imposiciones ni coacciones, pero si mucho de “seducción”, en el sentido de presentar su plan como algo mejor y más interesante que otras alternativas, al punto de que mi idea original de ser medico “para ayudar a la gente” pareciera una basura.

Las intenciones de RR eran seguramente buenas, lo que yo desconocía es que lo que un miembro del opusdei entiende por bueno es algo bastante distinto de lo que piensa el resto de la humanidad.

En otros términos, creo que el modo de proceder de RR refleja una característica general de la obra en el tema de dirección de almas. Pese a las declamaciones en contrario, la dirección de almas –como todo el resto de la labor- tiene como único objetivo la obtención de vocaciones.

No se trata de ofrecer a la gente los medios para mejorar, o simplemente para encontrar su camino. Lo importante es tener un plan para que esa persona vaya asumiendo progresivamente las consignas de la institución y eventualmente pase a conformar sus filas. Y como el opusdei es de Dios, piensan, todo lo que se le pueda meter a la gente de ese espíritu redundará en su beneficio. Acercar a la vocación, todo lo que sea posible, es la “buena intención” con la que todos los miembros actúan. Cualquier medio queda también justificado a la luz de esta buena intención.

Como decía, la dirección espiritual tiene como objetivo la vocación y requiere la implementación de un plan, habitualmente consensuado con los directores. De un modo más evidente e inmediato se busca que la persona se comprometa a realizar el plan de vida y acuda a los medios de formación. Es decir, que asuma las obligaciones externas de un miembro de la obra.

De forma menos obvia y solapadamente, se busca generar una disposición de apertura y confianza frente a la institución y los directores. Es necesario enseñar a “obedecer”, lograr que la persona acepte someterse a la voluntad de otro (alguien de la obra: su amigo, un director, el sacerdote) y que esta docilidad no se refiera exclusivamente a materias espirituales, sino que abarque cualquier ámbito. Se buscan entonces los flancos débiles de la personalidad, aquellas zonas permeables a influencia y luego se avanza sobre el resto.

En mi caso el “talón de Aquiles” fue el aspecto profesional. Era joven y ambicioso, pero necesitaba la seguridad de no errar el camino. El “plan” de RR satisfacía esas necesidades.

Y yo me pregunto: ¿Que tiene que ver con la vida espiritual si uno estudia Medicina o Filosofía? Nada. ¿Por que entonces un sacerdote debe dar consejos sobre qué carrera seguir? Es absurdo. Pero al que quiere Medicina se le dirá Filosofía, y al que quiere Filosofía, Ingeniería, o lo que sea. Lo importante es llegar a influir en las decisiones de esa persona y que se genere una dependencia. Si no se puede hacer que el sujeto pite, por lo menos se habrá creado una “materia apta”, que quizás fructifique años después como supernumerario o cooperador.

Este modo de dirigir almas, con un objetivo de fondo, un interés aunque sea “desinteresado” (valga la paradoja), abre las puertas para algo muy grave que es la manipulación de las conciencias. Se trata de un asunto delicado e implica de suyo una gran injusticia para quien se pone cándidamente en manos de un director espiritual de este tipo, asumiendo erróneamente que sólo su interés espiritual será tenido en cuenta.

Recuerdo claramente haber percibido con fuerza esto en una ocasión. Le dije que sentía que me estaba “manipulando”, utilicé este término, para ayudarme a hacer las cosas bien. Era paradojal, pero no se entendía por qué sus argumentos para convencerme de ir por el buen camino eran a menudo indirectos: algunas veces halagando mi vanidad, otras veces mediante el reproche, otras resaltando las virtudes de un tercero. Le pedí que confiara en mis disposiciones y me hablara con franqueza sobre lo que me convenía hacer.


Sigamos. Una vez tomada la decisión de estudiar Filosofía (convencí a mi amigo de que hiciera lo mismo), y aceptado el tutelaje de RR, comenzó una nueva etapa. RR debía ponerme metas, eso era lo implícitamente acordado, que yo debía cumplir. El problema es que pronto me di cuenta de que no estaba a la altura de las circunstancias. Me resultaba imposible cumplir con las expectativas y al poco comencé a desalentarme. Achacaba esta circunstancia a mi falta de talento o disciplina, y sentía que estaba defraudando la confianza puesta en mi.

Recuerdo que llegué a tener un horario tabulado en fracciones de 10 minutos, para no desperdiciar ni un minuto de mi tiempo, y dormía en promedio unas 4 o 5 horas diarias.

Cuando hablo de que las metas eran exigentes, quiero ejemplificar lo que digo. En las vacaciones de verano de ese año, previas a mi ingreso en la carrera, debía leer toda la obra de Santo Tomas, Platón y Aristóteles. Sí, toda la obra de estos autores, y de ser posible en su idioma original, que también debía aprender (es decir griego y latín), además de otra larga lista de libros (por lo menos unos 20). La lectura debía ser minuciosa, permitiendo extraer fichas. Adicionalmente debía cumplir mi plan de vida (similar al de un numerario), tener un plan exigente de deporte, y continuar con mi aprendizaje de un instrumento musical. Por supuesto arruiné mis vacaciones. Mientras mis padres y amigos iban a la playa, yo me quedaba solo, leyendo y rezando. Pero no me importaba, estaba absolutamente convencido de que para RR esas metas eran perfectamente asequibles, que él vivía de acuerdo con ese nivel de exigencia, y que por lo tanto yo también debía hacerlo. Si él me creía apto, eso me elevaba a su categoría, lo cual me llenaba de orgullo. Yo era su pupilo y él mi tutor, maestro y amigo y no debía defraudarlo.


Segunda Consideración: Una vez que se ha establecido una dependencia del dirigido con respecto al director espiritual, y por su intermedio, con la obra, como comentaba en mi primera consideración, comienza una nueva etapa.

Por un lado se ajustan las tuercas sobre el cumplimiento del plan de vida y se incorporan nuevas actividades que aumentan las horas de contacto con la obra. Círculos, retiros mensuales, convivencias de estudios, meditaciones, tertulias, quedarse a tomar el te, fiestas de la obra, visitas a los pobres, cursos de cualquier cosa, encargos materiales. Comienza también a tallar de un modo más directo el director del centro, gran especialista casi siempre en el “agarre de codo” y “¿tienes un minutito?”.

Por otro lado cambia la estrategia en la dirección espiritual. Se vuelve progresivamente más exigente, pero sin hacer demasiado hincapié en los errores o caídas. En la medida en que nuestras miserias no constituyan un obstáculo para esta etapa de acercamiento a la obra, el sacerdote se muestra indulgente.

Tampoco se hace demasiado hincapié en los logros obtenidos. Tanto las miserias como los logros pasan a tener una importancia secundaria. El acento se corre hacia otro lado: lo importante comienza a ser lo que aun falta alcanzar, los llamados “propósitos”. Sutilmente se va instalando la idea de que nada es suficiente, siempre hay que ir por más, estar en tensión. Como las metas son móviles, tampoco hay lugar para disfrutar lo alcanzado, lo importante es seguir luchando.

De este modo se establece una brecha entre lo que uno es (aunque haya mejorado mucho) y lo que, hipotéticamente, Dios nos pide que seamos. Si además hay caídas o retrocesos, esta brecha se profundiza, hasta convertirse en un abismo. Se genera un sentimiento de inadecuación o “culpa” en el dirigido.

Paralelamente a este proceso, no se pierde oportunidad de presentar a los miembros de la obra como personas que han sorteado ese abismo. La vocación se muestra como el puente para cruzarlo, el medio por el cual la inadecuación entre lo que es y lo que debe ser deja de existir. Los numerarios son aquellos que se han “entregado del todo y para siempre”, los que verdaderamente cumplen con la voluntad de Dios, y por ende, con el plan de vida y el resto de las metas. Por haber sido generosos, no tienen “culpa” y viven en paz, con la “alegría de los hijos de Dios”. De este modo se consigue que, al menos inconscientemente, el dirigido aspire a la vocación, como modo de resolver su tensión interior.


Prosigo. Hasta aquí las cosas pintaban bien y la influencia de la obra en mi vida parecía ser del todo benéfica. A punto de comenzar mi carrera universitaria, me ilusionaba mi futuro y me sentía relativamente feliz.

Pero la vida tiene sus propios derroteros, y las cosas no siempre salen de acuerdo con nuestras expectativas.

Ese mismo año la familia de mi novia se trasladó a otra ciudad, a 350 Km. de distancia. Los fines de semana comencé a viajar para visitarla. Para conseguir el dinero necesario trabajaba en un bar toda la noche del sábado. Al amanecer tomaba el tren para llegar al mediodía del domingo a la ciudad de mi novia. De vuelta, dormía la noche del domingo en un bus, y llegaba el lunes muy pero muy cansado.

En términos de estudio, me esforzaba todo lo que podía pero era desordenado y me faltaba método. Mis ansias por demostrar que era el mejor tenían un efecto contraproducente. No solo perdía el tiempo con bibliografía accesoria sino que mi pedantería irritaba a los profesores. Cuando llegaron los exámenes finales quería sacar las mejores notas, y en este afán me concentraba solo en estudiar un examen por vez, cuando lo lógico era estudiar en simultaneo, y me quedaba hasta altas horas de la noche. El balance al finalizar mi primer año era desalentador: había dado la mitad de los exámenes, y mis notas eran mediocres. La tensión interior y la falta prolongada de sueño me habían extenuado.

Pese a esto, RR seguía considerando que comenzar una segunda carrera universitaria en paralelo era una buena idea. Elegí una de las más exigentes, Física, y dedique nuevamente las vacaciones de verano a estudiar para los exámenes de ingreso. Aprobé los exámenes, y al comenzar mi segundo año en Filosofía comencé también a cursar Física.

Ambas facultades estaban en puntas opuestas de la ciudad y a distancia equidistante de mi casa. Para dar una idea de los tiempos, en automóvil, el viaje entre una y otra facultad es de más o menos una hora. No podía comprar un automóvil y por lo tanto me compré una bicicleta para hacer el trayecto. Todos los días debía pedalear hasta la Facultad de Ciencias Exactas, salía a toda maquina para llegar a Filosofía y luego, ya tarde a la noche, nuevamente a mi casa. Continuaba, por supuesto, trabajando toda la noche del sábado y viajando el domingo a ver a mi novia. Intentaba cumplir también con mi plan de vida. Este tren era humanamente imposible, comencé a saltear clases y a entrar en perpetuo caos mental.

Ese año el balance fue aun peor que el primero. Prácticamente no había dado finales de Filosofía, y no estaba preparado para dar ninguno en Física. Había sido todo una perdida de tiempo. La superposición de estudio, bicicleta, trabajo nocturno y viajes era una combinación demoledora. Mis energías estaban agotadas, y me sentía bastante deprimido. Me di cuenta que seguir dos carreras en esas condiciones era imposible, y decidí atenerme a Filosofía y abandonar Física. Pero en lugar de tomarme unas buenas vacaciones y recomenzar con más serenidad, decidí buscar un trabajo full time.

Mi padre y sus hermanas eran dueños de una empresa familiar, que fue origen de innumerables peleas a lo largo del tiempo. Mi padre había dejado la empresa durante muchos años, pero ese año sus hermanas le pidieron que volviera para sacar las papas del fuego. Aunque no tenia mucha confianza con mi padre, le pedí que me empleara. Accedió a tenerme como secretario personal, pagándome un modesto sueldo.

Al principio mi padre hacia un esfuerzo para encontrarme cosas que hacer, pero no había mucho en lo que pudiera ayudarlo. Rápidamente se cansó de tenerme al lado y yo me aburría enormemente. Sus modales eran a menudo bruscos, y yo me sentía muy incomodo. Para evitar esto me escapaba subrepticiamente al sector industrial, y daba vueltas entre las maquinas. Por esos días el gerente de planta renunció y su puesto quedó vacante. Tímidamente comencé a dar algunas indicaciones al personal, que para mi sorpresa aceptaban de buen grado: asumían que yo era el reemplazo natural del gerente de planta (aunque nadie lo había dicho).

La producción fue aumentando de modo notable, y me confirmaron en el puesto de supervisor de la planta, con un sueldo muy bueno para un muchacho de 19 años. Me levantaba al alba, trabajaba todo el día y asistía a clases por la noche en Filosofía. Con un poco de dinero en el bolsillo, y orgulloso de mis logros, comencé a sentirme mejor. La facultad había pasado un poco a segundo plano y no me importaba ir atrasado con los exámenes. Seguía con los viajes a ver a mi novia y el objetivo firme de casarme ese año. No digo que estuviera feliz, pero sí más tranquilo.

A RR lo trasladaron al Centro de Estudios, pero siguió atendiendo labor externa con universitarios. Habría en el centro unos 80 numerarios, pero si hasta ahora me habían parecido gente extraña, lo que veía me confirmaba aun más. Semanalmente iba a ver a RR y lo esperaba en una sala de estar. Había siempre algún numerario “pescando”, que buscaba conversación. Pero uno tras otro hacían las mismas preguntas, usaban las mismas formulas estereotipadas. Invariablemente el objetivo parecía ser conseguir a alguien para una meditación o a un circulo. Decidí que no quería tener trato con ellos e hice el propósito de no dirigirles la palabra. Me repelían visceralmente. Ellos también perdieron todo interés por mi.

Desde el principio mi relación con RR fue planteada en términos de la amistad más sincera. Dada la diferencia de edad, no se me hubiera ocurrido a mi plantear nuestra relación en esos términos, sino que fue algo ofrecido por él desde un principio y que yo aceptaba.

Luego de mudarse al centro de estudios, y coincidentemente con mi falta de éxito en los estudios, la actitud de RR hacia mi comenzó a cambiar radicalmente. En forma gradual, imperceptiblemente al principio, comenzó a mostrar indiferencia, a “poner frío”.

Al final era más que evidente. Por ejemplo, aunque llegara temprano debía esperar entre 3 y 4 horas para hablar con él. En mi ingenuidad lo consideraba una señal de amistad: sacarse de encima el trabajo primero para poder atenderme con tranquilidad luego.

Sus comentarios variaron el tono. Se mostraba abiertamente descontento conmigo, como si estuviera decepcionado, me hablaba con simpatía pero con condescendencia, algunas veces con sarcasmo. Antes me había sentido alguien especial, dotado de talentos y con un futuro por delante, alguien con el que RR contaba para cambiar el mundo. Ahora, cuando salía del centro, la sensación era la opuesta. Me sentía un personaje mediocre y algo cómico. Me hacía sentir que había fallado en mi carrera, que mi trabajo era simplemente una excentricidad que me dispersaba, que mi novia era una idiota y no valía nada, y que mi vida espiritual era un desastre. Antes, cualquier nimiedad le resultaba de interés, ahora me sentía robándole el tiempo a una persona ocupada.

Mi autoestima estaba por el piso, pero por la relación de dependencia que había desarrollado con RR no era fácil dejar de ir a verlo. Como siempre, lo tomaba al pie de la letra: se trataba de un amigo que me decía las cosas de frente.


Tercera Consideración: Antes mencioné que me parecía una gran injusticia que la dirección espiritual estuviera empañada por el objetivo oculto de conseguir vocaciones. Esa moneda tiene otra cara aun más desagradable. Y es que cuando ya se ve que es improbable que una persona pite, se la aparta de la labor, simplemente deja de interesar.

Me parece obvio que en esta etapa, ya con casi 20 años, trabajando en una fabrica, con una carrera a medias y sin buenas calificaciones, de novio, y con una personalidad algo excéntrica, los directores del centro habían determinado que yo no era “un pitable”.

Consecuentemente lo que RR trataba de transmitir con su nueva actitud es que mi presencia no era bienvenida, no era ya parte de la labor. Yo no me daba cuenta, porque creía que la amistad con RR era real, y que trascendía el entorno de la obra. Me humilla pensar en lo ingenuo que era.


Prosigo nuevamente. Pese a la actitud de RR, y mi devaluada autoestima, por momentos estaba contento con mi vida. En definitiva tenia un buen trabajo y estaba enamorado. Esto obraba como antídoto frente a cualquier visión pesimista. Para ser sinceros, más allá del amor que pudiera sentir, mi novia estaba buenísima y mis hormonas burbujeaban. Cuando la veía, las opiniones de RR, el opus, la carrera y el resto del mundo, me importaban un pepino. Así fue que comenzamos a avanzar con los preparativos para la boda, comprar cosas, buscar donde vivir, presentar a las familias, etc.

Por fin llegó el día en que debía pedir la mano de mi novia. En mi país esas formalidades han casi desaparecido, pero a mi me gustaba hacerlo. Ese mismo día mi novia me comunicó que prefería pensarlo mejor. Ella tenía 18 años y probablemente un susto que no veía. Volví a mi ciudad conmovido hasta los cimientos. Se caía mi mundo y no podía creerlo. Fui a visitarla un par de veces más pero se mostró indiferente y distante. Tomé la decisión de no verla más y así fue, aunque luego trató de contactarme. En ese entonces era joven e implacable.

Pero mis desgracias no terminaron allí. Un par de meses más tarde, mi padre y sus hermanas tomaron la decisión finalmente de cerrar y vender la fabrica, debido al cúmulo de deudas. De un día para el otro me había quedado sin trabajo, sin novia y estudiando una carrera en la que no me iba bien y que realmente nunca me había interesado.

Comencé a fumar como una chimenea y a engordar, estaba deprimidísimo. Finalmente, con solo 20 años me sentía un hombre acabado, un fracaso, y estaba agotado psíquica y físicamente. RR, lejos de conjurar los fantasmas, confirmaba mi visión. Algunos de sus comentarios eran hasta crueles.

Me encontraba muy solo, y no sabia que hacer. Como resultado, comencé a buscar desesperadamente a Dios, a internarme en la oración, buscando paz interior y recuperar el norte. Leía mucho, meditaba y pedía a Dios que me mostrara nuevamente el camino. Consideraba que lo sucedido era fruto de mi egoísmo, Dios me había mostrado que de nada sirven los proyectos personales, que se caen, que se acaban sin previo aviso. Comenzó a fraguarse en mi mente la idea de que Dios golpeaba a mi puerta, que me pedía una entrega total, quizás como sacerdote, quizás en una vocación contemplativa.

Llegó nuevamente el verano y mis padres y hermanos salieron de vacaciones y yo me quedé en la ciudad para estudiar. Fui a visitar a RR a su curso anual y le conté mis ideas sobre una eventual vocación. A partir de ese momento se mostró muy interesado y atento, y quedamos en seguir viéndonos todas las semanas para explorar esa alternativa.

De repente, parecía que todo volvía a ser como antes, que éramos amigos, y que mi vida tenia importancia nuevamente y era el comienzo de una nueva etapa. Manteníamos largas conversaciones paseando por el parque, como los antiguos filósofos. Me recomendó la lectura de libros del fundador de la obra y comenzamos a hablar de la vocación de numerario. Interiormente tomé la decisión de seguir un camino de entrega, si Dios me lo pedía, aunque fuera en la obra.

En el mismo curso anual que estaba RR había un numerario del que me había hecho amigo ya que estudiaba filosofía, pero un año menor que yo. Con él compartía grandes charlas también, y fue la única persona de la obra que realmente hizo verdadero apostolado conmigo. Hoy en día, ya afuera, casado y con hijos, sigue siendo uno de mis pocos grandes amigos (uno de aquellos que tiene reservada una manija de mi féretro, cuando llegue mi tiempo de partir). Sus respuestas a mis interminables preguntas me dieron un detalle bastante acabado de la vida en la obra. Era tan honesto que no dejaba nada sin decir. Un día me mostró el cilicio y disciplinas que guardaba en una lata. Le pedí que me consiguiera un equipo de tortura a mi también, por supuesto de contrabando, cosa que hizo. También me consiguió una hoja de normas, las Preces y un frasco de agua bendita.

Mi hermana, la numeraria, percibió mi acercamiento a la obra y se mostraba más comunicativa y afable. No digo que antes estuviéramos distanciados de ningún modo, pero se generó un vínculo distinto y más fuerte.


Un día, sobre el final del verano, RR me dijo que lo había llevado a la oración, y que si quería ser numerario había un lugar para mi en la obra. Como yo había meditado largamente sobre el tema, le contesté que estaba dispuesto a pedir la admisión en ese mismo instante, pero que necesitaba que antes se me aclararan tres puntos.

  • El primero era con respecto a los numerarios. Los veía como personajes extraños, un poco egoístas, bastante mentirosos y viviendo una vida que no era la corriente. En una palabra, no me sentía cómodo con ellos y cómo eso podía ser compatible con mi supuesta vocación. Su contestación fue que la razón estaba de mi lado. Las cosas que me molestaba eran para molestarse, pero que quizás no todos fueran así, había numerarios que vivían la naturalidad y el espíritu laical, etc., etc. Tal vez era posible que Dios me llamara a la obra para ayudar a rectificar estos problemas que con tanta lucidez sabia discernir. Quizás, decía, era un mandato particular y especial de mi vocación: ayudar a la obra a cambiar. La respuesta me dejó satisfecho. Significaba que la obra era mejorable y que cada uno podía hacer su aporte.
  • El segundo punto que requería aclaración era con respecto a la práctica de la obediencia en el caso específico de los numerarios. ¿Cómo se compatibilizaba la obediencia a los directores con la libertad de acción que un cristiano corriente debe tener? Su explicación fue que cuando un numerario tiene una duda importante, acude con confianza a un director y consulta el tema, éste da su opinión y luego en conciencia la persona hace lo que le parece mejor. Perfecto, dije yo, me parece muy bien...
  • El tercer punto era sobre el modo de hacer apostolado. Le comenté que nunca podría hacer apostolado del modo en que los numerarios lo hacían, eso de perseguir personas para que vayan a los medios de formación, etc. Con detalle me explicó que el verdadero apostolado es de amistad y confidencia, que se trata de una superabundancia de la vida interior, fluye espontáneamente, simplemente se da porque somos buenos amigos de nuestros amigos. En definitiva, cada uno es como es, y hace apostolado a su aire y de acuerdo con su estilo personal. Bien, dije, entonces, si me presta una lapicera y una hoja de papel, escribo ya la carta.

En ese momento pareció dudar y me dijo que mejor lo pensara mejor. Se lo veía nervioso, aunque siempre lo conocí como un hombre de gran aplomo. Le dije que ya lo había pensado y que sus respuestas a los tres puntos que me preocupaban me habían satisfecho. La decisión estaba tomada. Me mandó a hablar con un director. En realidad el director del Centro de Estudios estaba en una convivencia y tengo la sospecha de que este planteo vocacional se hacia a sus espaldas. El que me atendió era un segundón que con actitud escéptica me dijo que esperáramos a la llegada del director. Cuando éste llegó a los tres días, me atendió en su despacho. Le conté mi conversación con RR y que ya había tomado la decisión. Me pidió que lo pensara un tiempo más hasta estar seguro de que mi decisión era firme. Acepté esperar el tiempo que me indicó y luego escribí la carta.


Cuarta Consideración: RR sabía que cada palabra de su explicación sobre los tres dichosos puntos era una mentira. Una mentira dicha con plena conciencia y deliberadamente, y en materia muy grave, ya que de la respuesta dependía que yo tomara o no un compromiso de por vida. ¿Cómo se explica? La razón es que en el apostolado vale todo. Vale seducir y adular. Vale fingir. Vale prometer y garantizar. Vale importunar, invadir la privacidad, revelar secretos. Vale mentir y hacer que otros mientan. Vale enojarse, presionar, coaccionar y amenazar. Vale extorsionar emocionalmente. Es el “hacerse todo para todos, para ganarlos a todos” de San Pablo, pero entendido de modo perverso. Lo importante es que piten. El resto es una minucia, un escrúpulo de conciencia. “Por sus frutos los conoceréis” y qué mejor fruto que una vocación. Y si el fruto es bueno, ¿qué mal puede haber en los medios que se ponen para obtenerlo? Ningún director pide cuentas sobre lo actuado en el apostolado, se pide solo cuenta de los resultados. Hay licencia implícita para hacer cualquier cosa, usar cualquier estrategia. Nadie pregunta y nadie se entera, queda en el silencio. Solo el fracaso se penaliza.


Ahora viene una de las partes más tristes de la historia, pero que era de lo más predecible, si uno conoce como funcionan las cosas en la obra. Inmediatamente después de pedir la admisión, es decir, al día siguiente, RR comenzó a tratarme como si no me conociera, casi como si me viera por primera vez. Es más, se mostraba duro y en algún caso hasta descortés conmigo, tratando de dejar en claro que no sólo no había entre nosotros ningún tipo de amistad, sino ningún tipo de relación. Esta vez, el proceso de poner frío no fue gradual, sino instantáneo, brutal. Hasta el día de hoy nunca vi en alguien operarse un cambio tan drástico y sin motivos aparentes. ¿Acaso no había pitado? ¿Acaso desde ahora no encarnaría en mi vida todos aquellos ideales de los que habíamos hablado tanto? ¿Qué era lo que había hecho mal esta vez? Mi desconcierto era supremo. Por otro lado, la gente del centro se desvivía por tratarme bien y mostrar su cariño de todos los modos posibles. Y comencé entonces a descubrir que muchos numerarios, en el ambiente interno, por decirlo de algún modo, y sin la presión de generar un fruto apostólico, eran personas excelentes, de grandes virtudes, muchos muy inteligentes, y algunos muy divertidos. También estaba encantado pensando que había tenido el valor de decirle que sí a Dios, que tenia una vocación, una misión, que había ganado un Amor que no defrauda ni se pierde.

Pese a lo de RR, comenzó una buena época para mi. El objetivo que los directores me ponían no era ser el mejor, ni cambiar el mundo. Querían que recuperara el atraso para terminar la carrera lo antes posible y así estar disponible para las necesidades de la labor. Logré enfocarme, estudiaba mucho pero con tranquilidad y, sobre todo, con una actitud muy pragmática. Daba un examen tras otro, y con buenas calificaciones.

Termino esta parte de mi historia diciendo que al cabo de un par de meses, como era lógico que pasara, tuve una discusión muy fuerte con el director del centro de estudios (yo seguía de adscrito allí) por los tres puntos famosos. Me explicó que mi modo de entender los tres puntos era erróneo.

  • En primer lugar mi visión acerca de los numerarios era equivocada. Ellos son como deben ser y más vale que yo cambie y me adapte. En la obra no hay lugar para cambios ni aportes personales, la obra no es reformable, su espíritu está escrito en piedra, sus normas y costumbres son invariables, todo es como debe ser.
  • En segundo lugar, con respecto a la obediencia, los numerarios consultan absolutamente todo, no solo lo que a su juicio creen que deben consultar, sino todo, y siempre obedecen lo que los directores indican, no lo que su conciencia les diga. Y si no lo entienden lo llevan a la oración, y luego obedecen.
  • Y en tercer lugar, con respecto al apostolado, va lo mismo que para el primer punto. Todos hacen apostolado de acuerdo a las indicaciones que nos dan los directores. Lista de amigos, invitar a los medios de formación, etc.

Me enojé muchísimo y le comenté detalladamente las respuestas que me había dado RR. Le dije que consideraba haber sido engañado. Su contestación fue que eso él no podía saberlo, pero que estuviera seguro de que las cosas eran como él me decía. Podría haberme ido en ese momento, olvidarme del opus dei, dejar la carrera de filosofía y comenzar medicina. Todavía hubiera estado a tiempo, pero ya no era una opción. Mi decisión estaba basada en el convencimiento de una llamada divina, y no estaba dispuesto a defraudar a Dios ni defraudarme.

Tampoco estaba, siendo realistas, como para enfrentar un nuevo fracaso. Y había un ultimo argumento no menos importante, y que tuvo un peso enorme en mi perseverancia posterior. Y era mi convencimiento absoluto de que la obra era de origen divino. Es decir, que fue revelada hasta sus últimos detalles al Fundador, y expresaba una voluntad especifica y concreta de Dios que debía materializarse. Por lo tanto la obra no era una institución creada para mi beneficio, con la que yo podía sentirme más o menos cómodo, sino a la inversa. Era yo el que había sido creado para ser un instrumento al servicio de la obra y debía adaptarme. Había sido elegido “ante mundo constitutionem”, y frente a esto era irrelevante si me habían engañado con respecto a tal o cual aspecto. Qué importancia tenía si yo estaba o no de acuerdo con algo, si tal o cual punto no me gustara, en ultima instancia las cosas en la obra eran como le gustaban a Dios.


Consideración Final:

Vuelvo ahora a la pregunta del titulo: ¿por qué pité?

Pité porque permití que alguien torciera mi camino de acuerdo a sus preferencias, y al aceptar esto me hice dependiente de su juicio y necesitado de su aprobación.

Pité porque creí la mentira de que era poseedor de un destino especial, no entendiendo que el destino de cada hombre es especial.

Pité porque me sedujo la idolatría del éxito, la seguridad de los números, el respaldo de una institución, en lugar de asumir el riesgo de la libertad, que implica siempre la posibilidad de equivocarse y fracasar.

Pité porque era ambicioso, y concebía la santidad como un objetivo, el más grande que pueda alcanzarse.

Pité porque me daba miedo volver a entregar mi corazón a una persona humana que pudiera fallarme.

Pité porque necesitaba un refugio, porque era impaciente, porque estaba cansado, porque quería tener un camino definido en la vida, porque era idealista, porque no tenía un padre con el que hablar.

Y pité, finalmente, porque dadas las circunstancias no se me ocurrió ninguna idea mejor.




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