Mi vida: otra historia que tampoco valió la pena

Revision as of 09:16, 18 July 2011 by Bruno (talk | contribs) (New page: Por No_valio_la_pena, 15 de julio de 2011 Por fin me decido a escribir mi historia. Es reciente y si no lo he hecho antes ha sido por miedo. Sin embargo, ya me siento fuerte y creo que ...)
(diff) ← Older revision | Latest revision (diff) | Newer revision → (diff)

Por No_valio_la_pena, 15 de julio de 2011


Por fin me decido a escribir mi historia. Es reciente y si no lo he hecho antes ha sido por miedo. Sin embargo, ya me siento fuerte y creo que ha llegado el momento de contarlo. Es justo que se sepa. Sólo espero que sirva de ayuda. He decidido omitir nombres y datos porque sólo quiero ayudar. Yo no soy quién para juzgar a las personas que me han hecho daño. Les perdono y les deseo lo mejor, pero como no quiero que otros pasen por lo mismo que yo, he decidido escribirlo. Si viera que, a raíz de lo que aquí escribo, hay algún tipo de "ataque" o "presión" hacia mí o algo relacionado conmigo, no tendré ningún inconveniente en defenderme añadiendo los nombres y detalles que considere oportunos (en realidad ésta es "la versión para niños"). Pero esperemos que no haya que hacer nada más, que este sea el verdadero final de mi caso, que como el de muchos otros, fue el de una historia que no valió la pena...

Soy de España. Estudié en un colegio de la obra y desde pequeñito ya iba por un club. Algunos miembros de mi familia son o han sido de la obra. Siempre fui el típico niño de club, majo, encajado, en buen plan, etc. Antes de los 14 años mi preceptor del club (numerario) ya me planteó la vocación como numerario. Y digo yo: ¿se pueden tomar decisiones de por vida a esa edad? Lo dejo a vuestro juicio.

Después de dos conversaciones con ese numerario (¡de más de una hora!) sobre por qué él estaba convencido de que yo tenía vocación de numerario, me fui a rezar y dije: sí, tengo vocación. Entrego mi vida a Dios de ahora en adelante. Y ese mismo día le dije: ¡decidido! Voy a ser numerario. Recuerdo que no tenía ni 14 años, así que tuve que esperar más de 7 meses antes de poder escribir la carta pidiendo ser aspirante a numerario.

Fui adscrito durante 4 años siguiendo el plan de formación normal. Terminé el bachillerato y me fui a vivir al centro de estudios. Terminé el centro de estudios (dos años) y me nombraron para un cargo del centro de estudios, así que estuve allí dos años más. A la vez me nombraron director de un apeadero: tenía sólo 19 años, pero era una persona 100% opus, 100% fiel a lo que la obra necesitara. La carrera, sinceramente, no me importaba demasiado, sólo en la medida en que sirviera para la obra, así que mis notas eran correctas pero poco más. De hecho, en mi segundo año de universidad empecé a estudiar dos carreras a la vez, pero como en el tercer año me dieron esos cargos, dejé una de las dos carreras. No había tiempo para MIS cosas, había que entregarlo todo y pasar el día con la gente de la obra y los posibles futuros fieles de la obra de ese apeadero al que iba todas las tardes y los fines de semana. Y lo hacía encantado, que conste, había sido formado para eso y eso es lo que hacía. Pensaba que ése era el plan de Dios para mí y que mi felicidad dependía sólo de su cumplimiento.

Terminé mi carrera sin retrasos. Estudié una carrera relacionada con la educación, en parte porque siempre había deseado ser profesor en uno de los colegios de la obra de la delegación donde vivía. Pero al terminar la carrera me preguntaron si me importaría trabajar en la delegación y ayudar al director encargado de los numerarios. Dije que adelante. (Por cierto, me parecía curioso que muchos que daban clases en esos colegios no tuvieran una carrera relacionada con la educación, porque de hecho no les interesaba la educación: en realidad muchos de ellos trabajaban allí para ayudar a la labor, para buscar vocaciones de numerarios- y yo, que sí estaba interesado en la educación, no podía hacerlo). Pero en fin, no puse ninguna pega, me adapto a todo, así que dije que sí. Y dije "sí", porque en la obra siempre dije "sí" a todo lo que me habían pedido. Es más, me ofrecía para otras cosas que seguramente deberían hacer los demás.

En este sentido, recuerdo que el vicario regional asistió a una tertulia en mi curso anual (yo justo había terminado mi carrera ese verano) y dijo delante de todos que en la región necesitaban numerarios todoterreno, dispuestos a todo... como yo, dijo (me puse como un tomate). Luego entendí eso de dispuestos a todo porque ese verano me dijeron:

- En junio: vas a trabajar en la delegación y vas a vivir en tal ciudad y vas a ser el director de un centro de agregados de otra ciudad (tenía 21 años por cierto);
- En julio: vas a vivir en otra ciudad, pero seguirás con las otras cosas que te dijimos en junio;
- En octubre: ya no eres director de ese centro de agregados; eres el director de ese otro centro de numerarios y seguirás trabajando en la delegación.

Y no me quejé. ¿Por qué? Porque veía en todo lo que venía de los directores la voluntad de Dios.

Pues bien, fui director 3 años, como está previsto (los nombramientos de consejos locales son por un trienio) y a la vez trabajé esos tres años en esa delegación. Pero unos pocos meses antes de cumplir mi trienio me preguntaron (porque yo mismo me ofrecí unos meses antes, en ese deseo de ayudar a la obra en lo que convenga) si me importaría ir al colegio romano. Dije que no, que no había problema.

Para los que no lo sepan, en cuanto dices que estás dispuesto a ir a Cavabianca/Aralar, te dicen que ir al colegio romano no quiere decir que te ordenes pero que es bueno que mantengas tu disponibilidad para ordenarte (sic!). Es decir, para los que no sepan cómo funciona lo de las ordenaciones: la obra se cura en salud. Te piden que estés preparado para decir "sí" cuando te necesiten como sacerdote, pero a la vez tienes que estar preparado para que nunca te llamen porque no te necesitan como sacerdote o simplemente porque piensan que no sirves... aunque tú lo desees y hayas pasado varios años en Roma formándote. Te dirán que no pasa nada, porque la vocación es la misma y tal y cual. Pero en realidad lo que hacen es simplemente lo que más les conviene. Aunque digan que para que uno se ordene hace falta que las tres voluntades (Dios, el Padre y el interesado) quieran, tu opinión contará sólo cuando ellos ya hayan decidido si tú puedes ordenarte o no. Y lo que piensen ellos será la voluntad de Dios para ti. ¡Increíble, pero cierto! ¿Por qué lo hacen? Porque son ellos quienes van a decidir si tú tienes o no vocación para ser sacerdote en la obra, porque son ellos quienes saben lo que Dios pide a cada uno. Luego explicaré un poco mi caso y tal vez me entenderéis mejor.


Llegué a Cavabianca, al colegio romano. Estuve dos años en Cavabianca. Antes de terminar los dos años, pedí que no me trasladaran a villa tevere. Lo dije explícitamente porque lo veía venir, tenía el perfil típico de numerario de villa tevere: joven (27 años, es decir, todavía podía trabajar unos años antes de ordenarme), español (la mayoría de los oficiales -numerarios que ayudan a los directores en su trabajo- de Villa Tevere son de España porque es la región que puede aportar más gente, supongo), con experiencia de trabajo en una delegación, con experiencia como director y, lo más importante... DISPUESTO A TODO. Así que como ya me veía en la lista de candidatos para Villa Tevere, y pensando en lo mucho que me había costado adaptarme a la vida y a las peculiaridades de Cavabianca (puedo contaros otro día por qué digo esto, pero si tuviera que resumirlo en una frase, diría que eso se parece a todo menos a una familia :-( ), pedí explícitamente no ir a vivir a la sede central...

Voy al grano: al mes de pedir que no me trasladaran a Villa Tevere, me dijeron que el padre me había nombrado oficial del consejo general para trabajar en el departamento que se encarga de los numerarios (San Miguel) y que viviría en Villa Tevere. Así, sin más. Sin un: ¿que te parecería si...? ¿te importaría...? ¿tendrías algún inconveniente...? ... Y digo yo: ¿Es así como se toman decisiones en una familia normal? Ya no me meto en lo de "desvivirse los unos por los otros", "el mandato más fuerte es un por favor", "ser alfombra para que los demás pisen blando", "el mejor sitio para vivir y para morir"... Creo que aunque sólo sea por respeto (ya no digo caridad), las cosas podrían hacerse de otro modo.

Y allí me fui, con la mejor de mis sonrisas, convencido de que ése era el mejor sitio para mí, porque Dios así se lo habría hecho ver al padre y a los directores. Lo increíble de verdad es que me fui contento, lo digo en serio: imaginaos hasta que punto me había ido preparando durante años para acoger lo que llegara de los directores como el mejor de los planes para mí.

Estuve viviendo y trabajando en ese departamento de Villa Tevere durante cuatro años, así que entre los tres años de la delegación y los cuatro de Villa Tevere me atrevo a decir que sé bastante de cómo se atiende a los numerarios, porque siempre trabajé en ese departamento. Pero no os preocupéis "amigos directores", que sé cómo vivir el silencio de oficio. Con razón os preocupáis vosotros de que todos los que asuman un cargo se comprometan a vivir el silencio de oficio de por vida y a no poder hablar de lo que leen, ven u oyen... por la cuenta que os trae...

Por cierto, para quien piense que mi caso no es reciente, aprovecho para decir que mi estancia en Villa Tevere fue del verano de 2003 al verano de 2007. Y dejé la obra el año pasado, en 2010. No hace mucho, la verdad...

En fin, como decía, en Villa Tevere fui teniendo cada vez más encargos, así que además de mi trabajo en el departamento que atiende a los numerarios y mis clases de la Licenciatura en Teologia Moral (con vistas a la tesis y futura ordenación), fui nombrado subdirector de uno de los grupos de Villa Tevere (hay 4 grupos en la casa del vicolo, que es el nombre del centro para los numerarios que son oficiales del consejo general, al menos en su mayoría), cargo que equivaldría al de director de un centro, porque en realidad cada grupo es independiente y funciona como cualquier otro centro. Además, como me gustan las actividades de educación con gente joven, me nombraron director de un club con actividades para niños.

En esas estaba cuando en verano de 2006 fui a India tres semanas, para un curso anual (convivencia para numerarios). Me hacía ilusión salir de Roma, ver otras cosas. Y me lo pasé muy bien. Así que a la vuelta me ofrecí para irme a donde hiciera falta, India incluida, aunque tampoco India me parecía mi destino favorito.

Unos meses más tarde me preguntaron si quería trasladarme a un lugar muy lejano. Dije que sí, que no sabía exactamente dónde estaba (de verdad lo digo) pero que iría encantado. No tenía mucha idea de qué iba a hacer allí, pero en mi cabeza, eso no importaba, porque Dios sabía más y los directores me transmitirían lo que Dios quería para mí en cada momento. En mi mente sólo estaba la idea de servir a la obra del mejor modo posible.

Me dijeron: "tendrás que dedicar muchísimo tiempo a aprender el idioma" (al principio, prácticamente todo el día). Y dije: "bueno, pues lo haré, aprenderé." Me dijeron que lo pensara bien y que escribiera al padre si quería trasladarme allí. Escribí esa misma noche y entregué la carta a la mañana siguiente. Pocas horas más tarde, el padre llamó por teléfono a mi habitación para decirme que había leído la carta y que lo agradecía y me encomendaba.

Empecé a estudiar el idioma y a organizar todo lo relativo a mi traslado. Y cuando obtuve el visado, me fui.

Llegué a mi nuevo país en verano de 2007. Iba ahí con muchísimas ganas, con deseos de aprender, de ser uno más, de hacerme a una nueva cultura, de querer a la gente de ahí como si hubiera nacido y vivido siempre en esa tierra. De ser un ciudadano más.

Los primeros meses me "encerré" para estudiar el idioma lo mejor y más rápido posible. Fue duro, pero mis ganas de aprender podían con todo. Tenía tres horas de clase por la mañana y pasaba otras tres estudiando por la tarde. Trabajaba además como oficial en la comisión regional y vivía en ese centro. A los pocos meses de llegar, me nombraron director de un centro de numerarios, así que me trasladé a otra casa y dejé de trabajar como oficial, porque como seguía metido de lleno en el aprendizaje del idioma, ya no me quedaba tiempo...

Un tiempo más tarde, un amigo me ofreció empezar a dar clases de español en una universidad, a tiempo parcial (3-6 horas a la semana), y después de consultarlo, dije que sí. Por fin, me decía a mi mismo, diez años después de terminar tu carrera, empiezas a enseñar (aunque fueran sólo unas pocas horas a la semana). Yo que me había entregado para trabajar en medio del mundo, santificándome ahí, como los demás, tardé diez años en empezar a trabajar "un poquito" en medio del mundo.

El tiempo pasó y terminé mi curso intensivo para aprender el idioma. Fueron más de dos años de clases, de exámenes, de luchas. Fue un curso muy duro. Pero aprendí bastante porque quería integrarme al 100% y ser así mejor opus dei. En mi curso, para que os hagáis una idea de lo duro que era, empezamos 20 y terminamos sólo 3.

En cuanto acabé mi horario intensivo de dedicación al idioma, me comunicaron que había sido nombrado defensor de la comisión regional (el defensor de la comisión regional, para los que no lo sepan, es como el subdirector de una delegación; en pocas palabras, el miembro laico -no es sacerdote- que ocupa el puesto más alto en el gobierno de los hombres de esa región). Por otro lado, además de ese cargo, seguía siendo director de un centro de numerarios y tenía que dar algunas clases en la universidad. Mi centro estaba a más de 30 minutos en coche de la comisión, pero allí iba todos los días, pues está previsto que el defensor, para los que no lo sepan, lea con el vicario regional todos los escritos (informes, avisos, consultas, etc.) que llegan y salen de la comisión.


Con ese cargo en la comisión regional, empecé a entender mejor cómo funcionaban realmente las cosas en la obra, ya que hasta entonces había trabajado sólo como oficial (ayudante de un director) y para un único departamento (el de los numerarios). Hasta aquel momento solamente veía lo que querían que viera, lo que me pasaban. Pero ahora lo leía todo, tenía que firmar papeles de todos los departamentos. Estaba o debería estar al día de todo lo que pasaba en la región. Y ahí empezó la crisis...

Es difícil resumir en pocas palabras cómo y por qué puede llegar una crisis y cómo llegó la mía. Tengo que decir, antes que nada, que en los casi veinte años que llevaba en la obra, nunca había tenido ni la más mínima duda de vocación (tal vez por eso y por mis creo que buenas disposiciones, siempre me dieron cargos de gobierno). Y eso que tuve momentos difíciles, como todos. Pero la vocación era algo fundamental e intocable en mi vida. De hecho, como intentaré explicar más adelante, yo no me fui porque tuviera una duda de vocación o una crisis, en el sentido de no tener claro si ése era el camino que Dios quería para mí. Mi crisis no fue personal, no fue propia, fue institucional: yo estaba dispuesto a dar mi vida a Dios... pero ¿de verdad podía seguir pensando que Dios estaba allí?

A medida que pasaba el tiempo, las cosas que no me gustaban y que mi conciencia (en principio, bien formada: casi 20 años en la obra, más de 10 años con cargos, bienio en filosofía, cuadrienio en teología, licenciatura casi terminada en teología moral, 2 años en el colegio romano, 4 años en Villa Tevere) decía que estaban mal, eran más y más. Las veía en mi casa y también en los otros centros, las oía cuando la gente me hablaba o consultaba. Pero yo las negaba, estaba convencido de que la obra era perfecta y por eso me repetía: eres joven, no tienes experiencia, estás en otra región. Espera. Escucha. Aprende. El problema es tuyo, debes estar equivocado porque la obra es de Dios y por tanto perfecta y tus hermanos directores son más santos que tú y saben más que tú. El padre y los directores de Roma conocen bien todas las regiones. Escucha. Aprende. ¡¡SÉ HUMILDE!!

Así estuve durante varios meses. Pero las cosas fueron yendo a más y después de un periodo de "humildad", de seguir acallando a mi conciencia y de, en el fondo, engañarme, decidí que no podía seguir negando lo evidente. Y me dije: has esperado ya seis meses, un tiempo más que suficiente para valorar los hechos con objetividad.

Y como soy una persona sincera, o al menos lo intento, me dije: tienes que soltarlo, tienes que decirlo, cuenta lo que ves, di lo que pasa. Di lo que piensas: di que a veces dudas de que lo que decimos que la obra es y lo que ves sea lo mismo. Di que no parece que este sitio sea, ni de lejos, el mejor sitio para vivir y para morir. Di que cuando ves a los chicos de San Rafael, te gustaría decirles: iros, no os hagáis de la obra, aquí os sonreímos siempre pero en realidad en muchos casos ni nos queremos de verdad ni somos tan felices como parece. Di que ya te da vergüenza seguir diciendo que somos la mejor familia del mundo o los que más nos queremos (con lazos más fuertes que la sangre, añaden). Di que aquí muchas veces no encuentras caridad o no como tú la entiendes, o que al menos tú no la ves y que, por tanto, para ti, es muy difícil pensar que Dios esté aquí.

Y nada, escribí una carta para el padre diciendo lo que veía y lo que pensaba, con la idea de que alguien me ayudara, que alguien me explicara lo que yo no entendía, que alguien me dijera esto o aquello. Yo decía todo muy clarito pero en buen plan, con rectitud de intención (creo). Yo quería ser sólo opus dei, ser mejor opus dei. Nunca pensé que eso desembocaría en una crisis personal, porque como decía, nunca había pasado por mi mente la posibilidad de dejar la obra.

La escribí y antes de enviarla a Roma se la di al vicario regional. No quería puentearlo. No quería ir por libre, quería estar unido a él, quería que él supiera que yo estaba sufriendo, que necesitaba contarlo y que necesitaba que alguien me dijera qué estaba pasando. Mi conciencia se rebelaba y pedía una explicación.

Le di la carta, le dije que me gustaría que la leyera y hablamos un rato, aunque no mucho. La carta se envió por fax ese mismo día.

De Roma no llegaban noticias.


Antes de continuar mi relato, me gustaría aclarar un par de cosas.

La primera: yo he cometido y cometo errores, muchos, como todos. Lejos de mí cualquier afán de intentar mostrar que yo actúo bien y los demás (en este caso los directores de la obra o algunos de sus miembros) actúan mal. En la obra hay mucha, repito, mucha gente santa. Gente buenísima a la que admiro y admiraré siempre. Y precisamente eso es lo que más confunde. Darse cuenta de que en una misma realidad pueden convivir gente muy muy buena con otras personas que también lo son o al menos luchan por serlo, pero que en su afán por defender a toda costa la obra o lo que su fundador dijo, son capaces de cometer cualquier tipo de atropello, pensando que están haciendo lo que Dios les pide. Han sido formados para defender eso a cualquier precio y, por desgracia, lo hacen; y yo fui uno de los muchos que sufrieron sus consecuencias. Sé que no soy la primera víctima, pero ojalá que fuera la última...

Lo segundo: precisamente porque yo me equivoco, es posible que cometa algunos errores a la hora de describir los hechos que narro. La verdad, siempre me han dicho que tengo muy buena memoria. Y hay cosas que se quedan grabadas en la memoria de por vida. Es normal, las cosas que más nos afectan son más difíciles de olvidar. De todos modos, si en algún momento confundo algún dato o fecha, estaré encantado de rectificar. Ahora bien, que quede claro que la esencia de los hechos y la mayoría de los detalles que recojo (me atrevo a decir que al menos el 90%) fueron como yo los cuento. Así que aprovecho para pedir perdón por adelantado si alguna fecha o dato no es exacto.

Dicho esto, sigo con mi historia.

La carta se envió y la respuesta se demoraba. A mí me sorprendía que no contestaran pronto porque mi carta era una carta dura (aunque escrita con buenas maneras, eso sí) por los temas que trataba y que viniendo de alguien que conocían bien en Roma, que nunca en su vida había alzado la voz, que ocupaba el cargo de defensor de la comisión regional, etc. sinceramente esperaba que dijeran algo en poco tiempo (yo sé que cuando quieren darse prisa para responder algo, se la dan... la de papeles en los que trabajé yo los fines de semana en Villa Tevere ;-).

Pero no fue así. Pasaron entre diez días y dos semanas (podría mirar las fechas exactas porque conservo esas cartas, pero no importa para nuestra historia) y como no llegaban noticias, pensé que tal vez no había sido suficientemente claro. Así que escribí de nuevo, porque yo necesitaba una respuesta. ¡Mi vida dependía de esto!

En esta segunda carta hablé muy muy clarito, detalladamente, con muchos más ejemplos. Dije, entre otras cosas, que mi conciencia no podía seguir cargando con el peso de firmar algunos papeles. En mi interior, yo veía que cualquier día Dios me podría pedir cuenta de lo que con mi firma yo estaba aprobando. Y pensé que lo mejor era, hasta que me aclarara, no ocupar ningún cargo de gobierno. Así que además de lo que decía, pedía explícitamente que me quitaran todos los cargos que tenía entonces. Me declaré formalmente en crisis, pero dispuesto a luchar para ver dónde estaba la voluntad de Dios para mí. A su vez, rezaba y rezaba para poder ver lo que Dios me estaba pidiendo.

Le volví a dar la carta al vicario regional y hablamos un buen rato. No me dijo gran cosa. Sólo comentó algo del tipo: "lo que no puedes decir es que no nos empeñamos por hacer las cosas lo mejor posible". Y seguramente tenía razón, pero no me parecía suficiente. Esperaba un: "tenemos que ser mejores". O un: "perdona si estamos haciendo algunas cosas mal". O un: "tal vez tienes razón en algunos puntos, vamos a hablar más a fondo de estos temas" (aquí no entro a comentar las cuestiones y ejemplos que yo puse cuando charlé con él, por respeto al silencio de oficio). En fin, que yo esperaba una respuesta o al menos interés por dialogar. Yo actuaba con rectitud de intención, queriendo ayudar y quizás ingenuamente pensé que podríamos hablar de cómo afrontar esas cuestiones, que para mí, eran muy muy importantes. Pero no, esos temas de fondo no se tocan.

Ese mismo día contestaron por fax desde Roma, diciendo que fuera a Roma en el primer vuelo que encontrara, "hoy o mañana". Me fui al día siguiente.

En realidad, más tarde me enteré (me lo dijo alguien por error -prefiero omitir su nombre/cargo-) de que de Roma habían dicho: "que venga y ya veremos si vuelve". Sí, como lo oís. "Ya veremos si vuelve". ¿Es éste el modo de proceder de una familia? ¿Es esto caridad? ¿Confianza en la gente? ¿Amor a la libertad?

Aunque ya adivinaba eso desde hacía mucho tiempo, este tipo de actuaciones sólo confirmaban lo que ya estaba intuyendo: ahí, las decisiones importantes sobre tu vida en muchas ocasiones se tomarán sin ti. No te preguntarán, te informarán. Y posiblemente, lo que sabrás, lo que conocerás, de lo que te informarán, será siempre una parte muy reducida de lo que hay. En fin, me callo, prefiero no seguir por aquí.

Preparé mi maleta y me fui al aeropuerto al día siguiente.


Antes de seguir, me gustaría aclarar algo importante. Todos los que hemos pasado por crisis, sabemos que hay momentos de luz y de oscuridad. Y yo también los tuve.

Por ejemplo, después de mi segunda carta, en la que me declaraba en crisis, tuve un período en el que pensé que no debería haber dicho lo que estaba diciendo. Que debería haber rechazado eso como una tentación. Que no debería plantearme ningún tema de fondo relacionado con la obra. Y de algún modo lo dije, dije que me sentía mejor, que la crisis pasó (aunque de alguna manera seguía dentro de mí), que estaba luchando por rechazar esa tentación. Así que cuando llegué a Roma, ya sabían que, aunque había escrito lo que había escrito, venía con ganas de perseverar pasara lo que pasara. Mi vocación seguía ahí, intocable, como siempre...

Creo que es interesante aclarar esto porque cuando uno está en crisis, hay momentos de todo: en ocasiones uno piensa que avanza pero no, o viceversa. La crisis suele ser un proceso no lineal. Y eso desconcierta todavía más al interesado.

En fin, me subí al avión. Y algo cambió en ese vuelo.

Yo iba a Roma con muchas ganas. En parte, cómo no, para aclarar todo lo que estaba pasando con mi vida. Necesitaba una explicación. Necesitaba saber si el problema, por decirlo en pocas palabras, era de mi región o de la obra (no creo que fuera mío, personal, como ya dije anteriormente). Para eso iba allí, para hablar y ver cómo encajar ese rompecabezas. Por otro lado, iba con mucha ilusión, pues iba a ver al padre y a tantas personas queridas de villa tevere y de Roma. Iban a ser, tenían que ser, unos días estupendos.

Además, como mis últimas semanas no habían sido fáciles, también estaba un poco cansado. Normal. En fin, yo rezaba y rezaba pero... ¡había tantas cosas que no entendía!

En esas estaba, cruzando medio mundo, cuando escuchando no sé qué canción, empecé a llorar (por suerte llevaba uno de esos antifaces para dormir y nadie se dio cuenta :-). Y os preguntaréis: ¿y qué tiene eso de importante? Es normal. Pues no. Eso fue muy importante para mí. De verdad lo digo, fue un antes y un después.

Los que conocen bien la formación de la obra y especialmente la sección de varones, sabrán que lo que uno sienta no es importante. Lo más importante es hacer lo que hay que hacer. El pequeño deber de cada momento. Lo que Dios espera que cada uno haga: ahora la lectura, después ponerse el cilicio, hacer una corrección fraterna, etc. Y yo, que (como todos supongo) siempre había intentado hacer en todo la voluntad de Dios, cumplir siempre lo previsto (por amor, pero cumplirlo al fin y al cabo) había cambiado mi corazón por el perfecto cumplimiento de lo establecido. Y eso que llevaba años y años luchando por no ser voluntarista, por amar con el corazón entero, por ser alfombra para que los demás pisaran blando, por querer a Dios con toda mi alma.

¿Quería yo a la gente? Sí, claro que sí (precisamente por eso sufría cuando veía faltas de caridad y por eso mismo llegó mi crisis). Pero mi corazón se había oxidado muchísimo, se había acostumbrado a aguantar lo que fuera necesario porque en eso estaba la voluntad de Dios para mí en ese momento.

Así, ojo al dato, ese día fue la primera vez que lloré en unos 20 años (al menos desde que era de la obra). En esos años yo había sufrido dos operaciones, habían fallecido amigos míos y familiares muy cercanos, se habían ordenado amigos míos, mis hermanos se habían casado, había tenido problemas y momentos muy muy duros... pero nunca lloré. ¿Por qué? Porque algo en mi interior me decía que una persona con visión sobrenatural sabría ver todo con los ojos de Dios y tendría la fuerza necesaria para aguantar lo que Dios le mandara.

Sin embargo, inesperadamente, en ese vuelo lloré. Lloraba porque le decía a Dios en mi interior: ¿Qué me ha pasado? ¿En qué te he fallado? ¿En qué? He hecho siempre lo que me has pedido en la oración o lo que has indicado a través de los directores. Me he alejado siempre de cualquier cosa o persona que pudiera afectar lo más mínimo a mi total entrega a Ti. ¿Por qué estoy yendo a Roma a hablar de estos temas? ¿Por qué?

Esas lágrimas, de alguna manera, rompieron una coraza que había en mi interior. Mi corazón volvía a estar suelto, como seguramente lo estaba antes de meterse de lleno en el espíritu de la obra.

Y hago un salto en el tiempo para que entendáis lo que digo. Unos días después de ese vuelo (lo contaré más adelante), fui a ver a mis padres. En un momento dado, mi madre y yo entramos en una cafetería para merendar algo y ella me comentó algo que le preocupaba. Recuerdo que le pasé el brazo por encima del hombro, la estreché y le dije: no te preocupes, que todo saldrá bien. ¿Sabéis qué me dijo? Me has dejado helada. No me has dado un abrazo así en tu vida. Sí, le dije, estoy cambiando supongo. Mi corazón volvía a despertar.

¿Todas las personas de la obra se comportan así con sus padres? No, evidentemente no. Yo simplemente explico lo que me pasó, porque fue un momento muy significativo de mi vida.

Bien, finalmente, mi vuelo llegó a Roma. Ya conté mi llegada en otro escrito del 30 de marzo.


Llegué a Roma. Mi plan era vivir en Villa Tevere durante unos diez días y a continuación pasar un fin de semana en España para visitar a mis padres, antes de volver a mi región. Si todo iba bien..., claro, pues ya dije que ellos contestaron a mi carta con un: "que venga lo antes posible y ya veremos si vuelve" (pero eso último no me lo dijeron, me enteré por error :-).

Mi primer día en Roma ya lo conocéis: correr para ir a Misa al Vaticano por la mañana y ordenaciones por la tarde. Me trataban de maravilla: siéntate en el primer banco, vente en este coche, abrazos, ánimos, grandes recuerdos, etc. Lo externo, como siempre, perfecto. Lo interno...

El segundo día me preguntaron (cuando digo me preguntaron, sugirieron, dijeron, etc. me refiero normalmente a la misma persona: un director del consejo general con años de experiencia que estaba al corriente de lo que escribí y me conocía bien desde hacía muchos años; durante esos días hablé casi a diario con él y en ocasiones por más de una hora): "¿Has traído las botas de fútbol?" "Sí, claro." Contesté. Y me dijo: "¡Qué bien! ¿Por qué no vas a jugar a fútbol a Cavabianca? ¿Te gustaría? Tienen un campo de hierba artificial nuevo." "Claro que me gustaría", respondí. Y allí me fui.

Por la tarde, (él) me animó a dar un paseo por Roma: ¿Has visto qué "tramonto" (atardecer) más bonito tenemos ahora? ¡Esto no lo tienes en tu país! ¿Por qué no te vas a dar una vuelta por la ciudad con alguien de Villa Tevere (para los que no lo sepan, ese tipo de paseos siempre son con alguien del centro, por aquello de "amarrar" que el sujeto en cuestión "respire" opus dei 24 horas al día y así se "rehaga"; y de paso, se evita el riesgo de que uno, estando solo, "se ponga a pensar más de la cuenta"); y añadió: "Así paseas un rato, que te dé el aire, que el jet lag, ya sabes...". "Sí, claro", respondí, "encantado".

El tercer día, empecé a darme cuenta de que no había mucho interés en hablar. Todo estaba relacionado con el fútbol, pasear, salir, descansar, que te dé el aire... Y hombre, dejar todo lo que tienes en la otra punta del mundo para venir inmediatamente a Roma y que te digan que te vayas a pasear porque el atardecer romano estos días es precioso, me parece muy romántico, pero también una tomadura de pelo. Así que después de lanzar varias indirectas para ver cuándo tendríamos un ratito para hablar, y no mucho interés en contestarme, le pregunté directamente: "¿Vamos a hablar de los temas que yo escribí en mis cartas?" Y me dijo: "no; de lo que has escrito en esas cartas no vamos a hablar."

Hombre, mi primera reacción fue de sorpresa. Primero, porque pensaba que si me habían llamado, sería para hablar. Desde mi punto de vista, yo no estaba en mal plan, mi actitud no era de ataque. Era más bien de diálogo, de querer aprender y, en el fondo, de saber. Algo totalmente normal. Me habían nombrado defensor de la comisión sin consultarme y entendía que si había algo que no me parecía bien o no lograba comprender, tenía que decirlo o preguntarlo: con discreción y a las personas que estaban directamente por encima de mí (el vicario regional y los directores del consejo con el padre), pero decirlo al fin y al cabo. Lo contrario sería suponer que me habían nombrado para que firmara (aprobara) todo lo que me pasaran, estuviera de acuerdo o no.

Por otro lado -me decía a mí mismo-, en la obra, como en cualquier familia normal (en aquel entonces pensaba que la obra era una verdadera familia), cuando hay problemas, deberían poderse hablar para intentar resolverlos. Decir que hay temas de los que no se puede hablar, me parece muuuy muuuy extraño. ¿Por qué no se puede hablar? Hablar de esos temas... ¿significaría reconocer que en algunos puntos tengo razón? ¿Significaría reconocer que la obra hace cosas mal? ¿Significaría reconocer que la obra no es lo que dice que es? No lo sé. Lo que sé, es que yo me senté delante de ese director y esperaba algo del tipo: "¿Cómo estás? ¿Lo estás pasando mal? Estamos aquí para ayudarte. ¿Qué podemos hacer por ti? Dinos, cuéntanos, estamos para lo que convenga..." Pero no, fue justo lo contrario: "De estos temas no vamos a hablar".

Insisto en que yo estaba en buen plan: hacía todas las normas, vivía la unidad, me ponía el cilicio, hacía apostolado, rezaba por el Padre, vivía la charla y la confesión con sinceridad y puntualidad, hacía corrección fraterna, quería perseverar hasta el día de mi muerte, etc. Y tal vez porque estaba en buen plan, a pesar de que me sorprendía que no quisieran hablar conmigo de esas cuestiones importantes, yo les escuchaba, y les creía. Seguía pensando que la voluntad de Dios me llegaría a través de los directores y por eso continué haciendo lo que me pedían que hiciera.

¿Qué me pidieron que hiciera?

Lo primero, como ya he dicho, no hablar de esos temas. Así que cuando más adelante hice ademán de volver a la carga, de sacar alguna de esas cuestiones, ¿sabéis qué fue lo que TEXTUALMENTE me dijo ese director? TEXTUALMENTE me dijo: "estás obsesionado". Y añadió que le daba muchas vueltas a las cosas, que era tozudo, que estaba cansado y que aprovechara esos días para hacerme la revisión médica en villa tevere. Le dije que muy bien, que la haría. Me dijo que hablara con fulanito, sacerdote de Cavabianca, oficial del consejo y médico del colegio romano que -añado yo- posiblemente se encarga de "este tipo de revisiones médicas" (ya que las revisiones médicas "normales, para los de Villa Tevere" las hace otro médico, que es un laico con trabajo externo de médico y que no es oficial del consejo, pero vive en Villa Tevere, precisamente para ejercer de médico en caso de que el padre o alguien le necesite).

Quedamos en que llamaría a ese sacerdote para tener la revisión médica al día siguiente. Y antes de que terminara nuestra primera larga conversación, me dijo: "bueno, lo más importante de esta conversación de hoy es: el tema de la vocación no se toca. Esto tiene que quedar claro. La vocación es algo que no se toca. ¿Está claro?" "Sí", contesté; y nos fuimos a cenar.

Al día siguiente tenía la revisión médica.


Antes de contar mi revisión médica en Villa Tevere me gustaría narrar algo que me pareció muy importante.

Unas horas antes de dejar mi país para volar a Roma, alguien me comunicó (seguramente no debería habérmelo dicho, pero... no se puede controlar todo :-) que un sacerdote de Roma iba a visitar nuestra región en los próximos días. Me dijo el nombre -porque yo le conocía muy bien: vivimos cuatro años juntos en Villa Tevere, en la misma planta- y también que no coincidiría con él allí, porque él llegaría cuando yo ya estaría en Roma y regresaría a Roma antes de que yo volviera. ¡Qué casualidad! ¿Verdad?

En realidad, desde mi ingenuidad, me alegré de que visitara nuestra región. Pensé: ¡qué bien! Es lógico. Quieren escuchar las dos versiones, las dos campanas: la mía y la del resto (especialmente la del vicario regional, supongo). Me pareció un planteamiento muy justo. También, porque ya dije que yo estaba abierto para hablar y rectificar en lo que hiciera falta, así que cuanto más objetivo fuera el estudio, mejor...

Sin embargo, hubo algo que me llamó la atención. Cuando llegué a Villa Tevere, me crucé un par de veces con ese sacerdote y no me dijo nada de que al día siguiente se estaba yendo a visitar mi región. Me pareció extraño. Nos conocíamos muy bien y lo lógico hubiera sido decirme: bueno, mañana voy para allí, ¿necesitas alguna cosa? ¿algún consejo sobre cómo llegar a la sede de la comisión? No sé, algo. Aunque fuera sólo un comentario.

Así que, ni corto ni perezoso, decidí ir a preguntarle. Me fui a su habitación y le dije directamente: “bueno, me he enterado de que mañana vas a mi región”. Se quedó un poco sorprendido y me contestó: “bueno, la verdad es que no te dije nada porque no sabía si lo sabías; no sabía si ese director (el que hablaba conmigo) te lo había dicho”. Le dije: no, ese director no me lo ha dicho, pero ya lo sabía ;-) (en ocasiones el manejo de información en esa peña se queda a años luz de las películas de la KGB... sencillos como palomas vamos...). Así que, ya que no parecía muy dispuesto a soltar prenda, le volví a preguntar: entonces, ¿qué vas a hacer allí? Me contestó: "voy a animar un poco el ambiente."

Esa respuesta me mató. Yo pensaba que él iba allí para hablar de los temas que yo escribí, para escuchar la otra versión de los hechos y sin embargo iba simplemente "a animar". Allí entendí mejor qué era lo que estaba pasando.

Le dije: no creo que sea tan sencillo como "ir a animar". ¿Has leído mis cartas? Me contestó: he leído una carta. Evidentemente leyó sólo la primera (luego añadiré otro dato que confirma esto), que era la más "light". Sé que a algunos de vosotros, amigos lectores, os parecerá mal que haya leído mi carta (si ésta iba dirigida al padre), pero a mí sinceramente me daba igual. Primero, porque sé cómo funcionan las cosas ahí dentro, así que es mejor entregarla abierta y dársela al vicario regional para que la lea directamente (como hice yo) y segundo, porque no me arrepiento de nada de lo que escribí, por eso veía con buenos ojos que la leyeran quienes tuvieran que hacerlo. Sin embargo, tengo que decir que me parece muy mal que le den sólo la mitad de la información, porque eso es injusto: si lo lees, lo lees todo. Si no, no lo leas.

En fin, yo le comenté que no era tan sencillo como un "ir a animar". Y me contestó señalando las nubes que se divisaban desde su ventana "e pure lì dietro c'è il sole" (e incluso ahí detrás -de esas nubes grises- también está el sol). Me estaba diciendo, lógicamente, que era demasiado pesimista y que no veía las cosas desde su justa perspectiva.

Total, le animé a que leyera mi segunda carta, cosa que doy por seguro que no hizo, le deseé un muy buen viajé y volví a mi habitación.

En ese momento, me di cuenta de que su misión era simplemente animar, calmar al vicario regional y al resto de directores. Ir allí para decirles a todos que las cosas se estaban haciendo bien, que las vocaciones llegarían, que el padre se apoyaba mucho en ellos y que yo estaba un poco cansado, que dejaría los cargos que tenía, que estaría mejor, que no se preocuparan, que olvidaran lo que hubiera dicho... En fin, asegurarse de que ni el vicario regional ni los demás se vieran afectados (tal vez empezaran a pensar más de la cuenta) por lo que yo había escrito.


Dicho esto, sigo con la revisión médica.

El médico, como ya dije, es un sacerdote. Es el médico del colegio romano y también oficial del consejo general. Antes de ordenarse trabajó como médico. Le conozco muy muy bien y le considero una buena persona.

Llegué allí y antes de empezar con la exploración habitual, me hizo bastantes preguntas. Curiosamente, del tipo: ¿estás cansado? ¿duermes bien? ¿das muchas vueltas a las cosas? Claro, hay que ser muy muy ingenuo, todavía más ingenuo que yo (que ya es mucho) para no darse cuenta de que QUIZÁS el director que me dijo que fuera a verle le transmitió un POSIBLE diagnóstico (da la casualidad de que el jefe directo de ese sacerdote-médico es el director que me pidió que fuera a verle ;-). Así que después de varias preguntas en la misma línea, le dije directamente: fulanito (para quien tu trabajas) dice que estoy obsesionado. Me contestó: bueno, entonces, esto tenemos que tratarlo.

Y empezó un discursillo muy bonito sobre que "hay que aprender a distanciarse de los problemas", "hay que saber descansar", "dar a las cosas una importancia relativa". Me dijo: es normal que las cosas nos afecten, especialmente las de la obra y de nuestros hermanos porque son nuestra vida, pero hay que saber distanciarse también. Le dije que sí, que no se preocupara que ya dije que no quería ningún cargo y que habíamos quedado en que me los quitarían.

Así que, después de su discursillo, me dijo que me iría bien tomar algo que me ayudara. "Tómate estas pastillas, una por la mañana y otra por la noche". "Empieza a tomártelas hoy mismo y así vamos viendo qué tal, de modo que cuando vuelvas a tu región nos aseguramos de que van bien". "No hagas mucho caso de lo que pone en el prospecto, simplemente tómate una por la mañana y otra por la noche, y ya está".

Me hizo varios exámenes más y me fui a mi habitación. Dejé las pastillas en la mesa y antes de irme al comedor, abrí la primera caja y engullí la primera pastilla sin leer el prospecto ("el que obedece nunca se equivoca", me dije, repitiendo algo que había oído cientos de veces).

A los dos días de empezar a tomarme las pastillas, le dije al médico que por las mañanas estaba teniendo náuseas. Me contestó: no hay problema, te daré otras. Y me cambió las de la mañana.

En esos días tuve muchas conversaciones con el director que ya comenté. Hablamos de muchos temas, pero en el 90% de las conversaciones el tema era yo, no mi región ni mucho menos la obra. De los temas de mi carta hablamos muy por encima y sólo una vez, se notaba que quería cumplir con el “hemos hablado de este asunto” y ya está. No había alternativa. Pasé del “tenemos un problema” (yo y la obra, identificados como una misma cosa) a un “tengo un problema” (estoy obsesionado, enfermo)...

Sin embargo, a medida que pasaban los días, tampoco me importaba tanto hablar de esas cuestiones de fondo. ¿Por qué? Porque yo también estaba cambiando: las pastillas lógicamente iban haciendo su efecto (con razón el médico y ese director me iban preguntando si las estaba tomando, para asegurarse de que iban haciendo su trabajo) y además, tantas conversaciones en la línea de “no ser tozudo”, “escuchar”, “distanciarse de los problemas”, “hacer planes de descanso”, iban convenciéndome de que el problema era yo, no la obra o algunas personas de la obra.

Por otro lado, los detalles de cariño que tenían conmigo serían sólo comparables a los que se tienen con un tipo buenísimo que está a punto de pedir la admisión en un país muy difícil: sonrisas, gestos amables, los mejores sitios, comer con los directores del consejo, estar en la tertulia con el padre, ir al oratorio del centro del consejo, irse de excursión, pasear, tomarse un helado, etc. Los directores del consejo, que saben latín y griego, estaban enterados de que había ido unos días a Roma “para descansar” y eso en su lenguaje significaba “volcarse en mil detalles de cariño”. Y eso es lo que hacían.

Así que en esos diez días el plan estaba muy claro:

  1. No hablar de nada relacionado con la obra (o lo mínimo posible si no hay alternativa).
  2. Transmitir a los de su región que el problema es suyo, nada que ver con la región o la obra.
  3. Convencerle de que es él quien tiene que cambiar. Como parece que lucha y cumple todo lo previsto y es fiel, entonces será que tiene que descansar, tomar distancia de los asuntos de gobierno, PENSAR MENOS. Para ayudarle necesitará medicación, así nos aseguraremos de que de verdad “descansa” y “piensa menos”.
  4. Hay que darle cariño: que sienta que la obra es de verdad su familia, de modo que nunca más se plantee la posibilidad de marcharse si las cosas no son como deberían ser. Hay que volcarse con él estos días.

Para mí, este planteamiento que ahora me parece muy evidente, entonces no podía verlo. Tenía demasiados sentimientos contradictorios. Con lo bien que me cuidan... ¿cómo voy a pensar que de verdad no nos queremos unos a otros? Con tanta gente que conozco que ha caído enferma, ¿por qué tengo que pensar que yo estoy bien? ¡Me lo dicen un médico y un director del consejo con muchos años de experiencia!

En fin, esto no es todo. Una parte importante del plan eran las conversaciones que ese director iba a tener conmigo. Él tenía mucha experiencia sobre cómo afrontar ese tipo de conversaciones; yo no. Pero tampoco la necesitaba. Mi conciencia era mi mejor arma :-) . Si mi conciencia estaba bien formada (o al menos eso parecía) y yo quería hacer la voluntad de Dios, no tenía nada que temer. Sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte, ¿verdad? ;-)

Voy a poner algunos ejemplos de cosas que se me dijeron en esas conversaciones. Evidentemente, el que hablaba dejó pasar unos días, esperando que las pastillas y el cariño externo fueron haciendo efecto, antes de entrar con toda la artillería pesada. Me iba llevando como por un plano inclinado. Y en ocasiones, desde mi punto de vista, se pasó. Creo que, dispuesto a hacer lo que fuera por no perderme, a veces “jugó sucio”.

Bueno, aquí van algunos ejemplos de lo que me dijo, para que os hagáis una idea.

A los pocos días de llegar, a mitad de una conversación, me suelta: ¿Tú te has acusado en la confesión de estas cosas? Puse cara de póker total. ¿¿¿De estas cosas??? (decían mis ojos abiertos como platos). Sí, siguió: de haber manoseado la vocación (recordad que el primer día acabamos con su frase lapidaria: “lo más importante de esta conversación es que el tema de la vocación no se toca”). Yo seguía callado. Seguía callado porque mi conciencia en ningún momento me dijo que estuviera haciendo algo mal. Yo quería hacer la voluntad de Dios y pensaba que Dios me pedía decir que había cosas que estaban mal y si no había interés en cambiarlas, por ser suficientemente importantes, tenía que plantearme si podía seguir encontrando a Dios ahí, si podía seguir pensando que Dios estaba ahí.

Al no haber ninguna respuesta por mi parte (yo seguía desconcertado), concluyó que sería bueno que me confesara de eso. Lógicamente, confesarme de eso, significaría, en el futuro, asociar cualquier duda -por lógica que fuera- sobre la obra con un pecado. Y se aseguraría de que no volvería a hacerlo.

Yo le creí, una vez más (qué ingenuidad la mía, por Dios) y fui a confesarme. Busqué a un sacerdote que pudiera comprenderme. Era de mi tierra, lo cual facilitaría las cosas. Llevaba años trabajando en dirección espiritual (se habría leído cientos de casos de conciencia, digo yo) y me conocía muy bien por haberme confesado con él muchísimas veces. Fui a su habitación, le pregunté si podría confesarme y le dije: bueno, hablando con fulanito, me ha dicho que debería confesarme de haber manoseado la vocación, pero la verdad, no creo que haya hecho nada malo. No sé qué decir. Pregunta lo que quieras. Te puedo contar un poco por qué estoy en Roma. ¿Sabéis qué me preguntó el sacerdote? Ja, ja, ja... Cuando lo pienso me da risa y lástima a la vez, pero sé que lo hacía con toda la buena intención del mundo, así que prefiero reírme. Me dijo: ¿Hay alguna chica? Estuve a punto de decir: (con perdón) ¡joder, lo que faltaba! (tengo que decir que el director que hablaba conmigo nunca me preguntó sobre ninguna chica, porque me conocía bien: sabía que si un día empezaba a enamorarme de alguien, pediría inmediatamente que me trasladaran a otro país). Total, le contesté al sacerdote: no, no hay ninguna chica. Y añadí: creo que no hay ninguna. ¿Por qué dije “creo que” cuándo sabía que no había ninguna? Porque en ese momento, ya no sabía si de verdad las cosas eran como yo las veía o como las veían los demás. Oí tantas veces lo de escuchar y no ser tozudo, etc. que ya hasta ponía en duda lo más evidente. En fin, me confesé, hablamos un rato y poco más.

Otro ejemplo: de repente, charlando sobre cosas diversas relacionadas con fidelidad a la vocación, con un tonillo entre humillante y despectivo, me soltó un: ¿qué vas a hacer por ahí? Me estaba diciendo que sin “ellos” no era nadie. Con ellos, era alguien importante. Y él se aprovechaba de eso. Sabía que sólo había trabajado en tareas internas, que mi formación había sido toda “en la obra y para la obra”, que ya no tenía veinte años (aunque soy joven ;-), que estaba en otro país, que mi familia y casi todas mis amistades tenían conexiones con la obra y que marcharme significaría irme como un traidor, empezar de cero y, seguramente, pasarlo muy muy mal. Así que jugó con eso y a mí, me pareció muy sucio. Si estaba en la obra no era por lo que la obra pudiera “proporcionarme” (imagen, poder, prestigio, amigos, posición, etc.). Eso, gracias a Dios, lo tenía muy claro. Lo “externo” me importaba muy poco. Y por otro lado: ¿realmente ese director confiaba en mí? ¿En mis capacidades, en mi talento? ¿Cómo podía confiar en mí si en el fondo pensaba que “ qué podría hacer por ahí” si no estaba en la obra?

Otra: uno de los primeros, no recuerdo a cuento de qué, dije algo que no le gustó y me soltó un: “bueno, si estás así, mejor que no vuelvas a tu región”. El mensaje estaba muy claro: si quieres volver, haz lo que te decimos. Si no, te quedarás en Roma o te mandaremos de vuelta a España. Siempre en la línea de la libertad y la confianza en la gente, claro. Yo me callé. Y seguía sin entender qué tenía que ver mi crisis con estar en Roma o en otro sitio. Supongo que en su mente, estar en Roma significaría tenerme mucho más controlado, sabrían cómo manejarme.

La última. En otro momento me dijo: tu segunda carta sólo la hemos leído el Padre y yo. Y añadió un gesto como de “te has pasado mucho con lo que dices”. Pero lo más importante es el contexto en el que lo dijo. El contexto era el de dejarme ayudar, de ir a ver al director de mi tesis (era un guiño hacia mi posible futura ordenación, porque para ordenarme tenía que avanzar en mis estudios y esos días quiso que fuera a verle y dedicara más tiempo a la tesis cuando volviera a mi país). El mensaje, de nuevo, era muy claro para mí (tal vez algunos de vosotros no lo adivinéis porque he omitido algunas cosas): tú te olvidas de lo que has dicho, tomas las pastillas, haces lo que te decimos y nosotros nos olvidamos de tu carta. Tu expediente no se verá “manchado” por este episodio. Sólo el Padre y yo lo sabemos. Tú confías en mí y yo confiaré en ti. Tú vuelves a ser el niño obediente que no pregunta, estudias en la tesina y luego te ordenas y seguramente, más adelante, vuelves a estar en la comisión. Sí, eso es lo que entendí y a mí, sinceramente, los cargos me importaban muy poco. Nunca los pedí y de hecho fui yo quien insistió en que me los quitaran. No había llegado a la obra para que me pusieran medallas, así que por mí, la carta podía mostrársela o dársela a quien le diera la gana. Y las medallas y los premios también. Yo entré allí por motivos sobrenaturales y si me iba, me iría por los mismos motivos.

Pero en fin, seamos positivos, había algo en lo que sí estábamos de acuerdo los dos: nos hemos equivocado (dijo una vez, refiriéndose al haberme nombrado para ese cargo en la comisión). Sí, pensé yo, si creíais que cerraría los ojos ante cosas que están mal, os habéis equivocado de persona.


Esos días hablé tres veces a solas con el Padre.

La primera, ya la conté: fue breve, justo al poco de llegar, en la sala que está al lado del cuarto donde trabaja normalmente.

La segunda, fue en ese mismo lugar, al cabo de unos días. Hablamos poco. Me dijo, entre otras cosas, que no había inconveniente en que fuera a visitar a mis padres a España antes de regresar a mi país. No mencionó mis cartas, los temas eran ascéticos... rezar, en el fondo.

La tercera fue especial. Era al final de mi viaje. Creo que fue la tarde antes de regresar a mi país. Ya había estado en España y volvía con renovadas energías. Con ganas de aprender, de escuchar, de recomenzar. De tomar las pastillas, de descansar, de hacer lo que me dijeran. De servir a la obra como quiera ser servida, ahora más en la sombra seguramente, pero igual o más eficaz que antes. Y eso es lo que le transmití...

Esa conversación fue especial porque el padre estaba en una habitación "suya". Los que conocen Villa Tevere saben que hay distintas habitaciones: unas para todos, otras para los que viven ahí, otras para los directores, otras para el padre, etc. Y ésa era una de esas habitaciones "top secret", a las que no accede uno normalmente. Creo que en los 4 años que pasé en esa casa, entré una sola vez y por 60 segundos. Y me atrevo a decir que al menos el 70% de los que viven ahí no han entrado nunca.

En fin, cuento esto sólo para mostrar que ellos y yo sabíamos que ése era un detalle más de confianza conmigo, un modo más de "ganarme".

El padre estuvo muy amable y cariñoso, como siempre. Le dije lo que acabo de escribir y sorprendentemente él me habló básicamente de dos temas: el primero, paciencia. Iba en la línea de lo mismo que me habían dicho esos días, pero desde otro punto de vista: la idea era que a veces hay que dejar pasar algunas cosas, no pretender resolverlas o cambiarlas en poco tiempo, todo tiene su sentido, etc. Vamos, lo mismo, pero con otras palabras: no entrar a los problemas.

Y lo segundo que me dijo todavía me chocó más, porque me pareció que no tenía mucho que ver conmigo: me dijo que yo estaba viviendo en una cultura muy distinta, que ni siquiera era cristiana y que eso seguramente significaba comprender que las coordenadas histórico-culturales eran muy diferentes y los planteamientos deberían ser también distintos, acordes a esa nueva cultura... y que tal y que cual. Total, que eso, sinceramente, me sonaba más a algo para alguien que estaba a punto de irse a ese país y que tenía que tener una mentalidad abierta, flexible. Pero ése no era mi caso: yo amaba esa tierra, la mayoría de mis amigos eran de ahí, había aprendido su lengua, ¡ya era uno más! De hecho, con todo el respeto por sus palabras (y consejos) y su persona, después de dos años estudiando el idioma, comiendo su comida, haciendo amigos de ahí y metiéndome de lleno en su mentalidad, y amando a esa gente (no quería regresar a Roma ni a España) creo que podría decir que les conocía un poquito mejor que él, que nunca había pasado más de un par de semanas ahí. Y repito, lo digo con todo el respeto.

Total, que le agradecí mucho sus palabras, las anoté en mi agenda y volví a mi cuarto.

Unos días antes de esa conversación, como ya dije, pasé un fin de semana con mis padres en España. Todos mis hermanos, como siempre, vinieron para estar conmigo. Algunos tuvieron que hacer varios cientos de kilómetros, pero estaban encantados. Sin embargo, el primer día se sorprendieron mucho porque justo antes de empezar nuestra primera comida todos juntos (íbamos a tener sólo dos), les dije que estaba muy cansado y que quería dormir. ¡¿Ahora?! Me dijeron. Si son las dos. ¿Qué te pasa? ¿Estás bien? Sí, les dije, simplemente me siento muy cansado y necesito dormir. Y allí me quedé, frito, durmiendo en la cama casi hasta las 6 de la tarde. Más tarde entendí qué me había pasado: las "queridas" pastillas me habían dejado totalmente planchado.

Me preguntaron por mi repentino viaje a Roma y, sin entrar en detalles, les dije: pues mira, hay cosas que creo que están mal y que habría que hacerlas de otro modo. Así que escribí lo que pensaba y me dijeron que fuera a hablar con ellos. No dije mucho más, sólo dije que la obra tenía que cambiar en algunas cosas. Y ahí algunos dijeron que sí, que tenía que cambiar en esto o en eso. No hablé ni de mis cargos ni de mis pastillas ni nada.

Uno de mis hermanos, que conoce bien la obra, simplemente me dijo: realmente, para ir a Roma a decirles ese tipo de cosas hay que tener h..... A lo que le contesté: simplemente hago lo que en conciencia creo que tengo que hacer.

El fin de semana pasó, volví a Roma y hablé con el padre, como ya dije, y ese último día me llamaron para que fuera a la tertulia de la noche con el padre y los directores del consejo. Era la guinda. Un detallazo. La contratuerca. Ellos y yo sabíamos que sólo los que viven en el centro del consejo asisten a la tertulia de la noche con el padre (a la del mediodía normalmente invitan a algunas personas, yo mismo fui dos o tres veces en esos días; pero a la de la noche, no). Hubo bromas, algunos comentarios y al acabar me invitaron a hacer el examen con el padre y con los directores del consejo en el oratorio de Pentecostés, el del centro del consejo. Siempre en la misma línea de mucho cariño. Lo agradecí y me despedí, pues era tarde y al día siguiente tenía que marcharme pronto. Grandes abrazos. Volví a mi habitación, tomé mi pastilla de la noche y me acosté.

A la mañana siguiente me fui al aeropuerto rumbo a casa.

Me subí al avión.

Muchas veces he dado gracias a Dios por vivir en un país tan lejano. Porque muchas horas de vuelo, casi un día entero en total, dan para mucho. Y si el vuelo de ida fue importante, el de vuelta todavía más.

No sé exactamente cómo fue ni cuándo, pero en un momento dado, mi conciencia despertó y se hizo un rayo de luz en mi mente. Una bombillita se encendió. Algo ahí, en mi interior, me decía: te han engañado...

En el avión, lejos del acoso de detalles y cariño de Villa Tevere, de nuevo a solas con Dios, no podía negar algo que sería evidente a los ojos de cualquiera: no te han dejado hablar, no habéis hablado de los temas que te preocupaban y además te han dicho que estás obsesionado y te han incluso medicado para eso.

¿Por qué no se puede hablar de esos temas? ¿Por qué? ¿Por qué? (como diría un conocido entrenador de fútbol). ¿Acaso no te nombraron ellos? Entonces, si te dieron ese cargo, ¿por qué ni si quiera escuchan a lo que preguntas? ¿Acaso no es tu familia? ¿Acaso la obediencia ahí no es inteligente? Tú no te estás negando a obedecer a lo que te respondan. El problema es que ellos, ni siquiera te contestan.

Por otro lado... ¿de verdad estás enfermo? ¿De verdad necesitas medicación? Vale, muy bien, estás cansado y a veces no has dormido bien, pero es normal: ¿quién podría irse a dormir como si nada sabiendo que está dando su vida por algo que no es? Perder el sueño por cosas importantes no sólo es normal, sino que demuestra que amas de verdad. Pero, ¿significa eso que estás enfermo? Claro que no. Tienes una vida normalísima. Tienes muchísimos amigos, haces deporte dos días a la semana, sales, quedas con gente, estudias, trabajas, cumples el plan de vida sin ningún problema... ¡estás bien!

En ese momento tomé mi decisión: me voy. No sé cuándo, ni cómo, ni a dónde... pero tengo un por qué, y eso me basta.

Irme iba a ser muy complicado, eso lo sabía. Primero porque irme significaba empezar una vida de cero y yo le decía a Dios: ¿por qué me haces esto? ¿Por qué me pides ahora que me vaya? Me pediste que te entregara todo por la obra y ahora que lo he cumplido, me quitas eso, mi fidelidad, lo único que tenía. En fin, Tú sabrás, supongo que tus planes son los mejores. Al menos, échame una mano para que todo vaya bien. Y todo fue bien, aunque no fue fácil.

Tenía que ser rápido y pillo. Y tenía que estar preparado para lo peor. En la obra dicen que las puertas siempre están abiertas para irse pero... suficientes motivos tenía yo para pensar que de abiertas nada. Así que estaba preparado para empujar, porque ahora sí, veía más claro que nunca, que tenía que marcharme, pasara lo que pasara.

No me gusta ni sé mentir. Sabía que como muy tarde, una semana después, tendría que hacer la charla con el vicario regional, como todas las semanas. Y no estaba dispuesto a contarle cara a cara por qué me iba. Sabía que sería hablar con una pared: dijera lo que dijera, no me entendería. Y además yo ya no tenía nada que hablar: hablé con él varias veces antes de ir a Roma y hablé muchas veces en Roma, también con el Padre. ¿Con quién más tenía que hablar? No tenía nada más que decir ni escuchar. Así que me di una semana de tiempo para escribir la carta al padre pidiendo la dispensa de los compromisos que adquirí con la fidelidad.

Lo que voy a decir ahora os sorprenderá, pero puede servir a los que estén en crisis. Las crisis, ya lo dije, son procesos no lineales. Y yo, por ejemplo, a pesar de que había tomado mi decisión de marcharme, seguía cumpliendo todo el plan de vida y lo que es más increíble: ¡seguía tomándome las pastillas! ¿Por qué? Porque todavía no estaba totalmente liberado... una parte de mí, una parte pequeña, seguía pensando que tal vez ellos tenían razón.

Así que, me dije, a pesar de que has tomado tu decisión, tienes que hablarlo con alguien que sea imparcial y que pueda aconsejarte bien. Eso te ayudará a ver las cosas desde un punto de vista más objetivo.

Tenía sólo siete días. Así que empecé a hablar. Hablé con mis hermanos y con mis padres, pidiéndoles que no lo comentaran. Les conté lo que había pasado en Roma y... claro, con lo de las pastillas se quedaron de piedra, no era para menos. Les dije que en conciencia pensaba que tenía que irme y lo entendieron muy bien. Fueron de gran ayuda porque me apoyaron desde el primer momento. Les dije la verdad: que no sabía qué haría, dónde viviría ni nada, pero que estaba bien y que me iría a los pocos días.

Hablé con un muy muy buen amigo. Le debo muchísimo, se lo he dicho muchas veces. Él me escuchaba lo que contaba y si le preguntaba su parecer, me contestaba: yo creo que tú sabes. Tómate tu tiempo, piénsalo bien, pero yo creo que tú sabes lo que tienes que hacer. Y así, escuchando y apoyando, me ayudó muchísimo. Una vez más: gracias. Mis padres y hermanos fueron fundamentales, pero estaban a miles de kilómetros. Necesitaba alguien cercano y él para mí fue un hermano más.

Además de hablar con todo ellos, decidí que tenía que hablar con un sacerdote. Pensé que me ayudaría. Él tendría más experiencia y sabría decirme si estaba haciendo las cosas que Dios me pedía o no. Fui a verle. Evidentemente no era un sacerdote de la obra, porque un sacerdote de la obra nunca hubiera sido imparcial. Era un buen amigo mío y, además, conocía un poco la obra.

Le conté un poco lo que había pasado y mi viaje a Roma y le pregunté qué pensaba. Me dijo que en todas las instituciones de la Iglesia hay problemas, que es normal que haya malentendidos, que a veces se hacen cosas mal pero no con mala intención, que siempre hay que perdonar. Le dije: sí, eso lo sé y yo habría dicho lo mismo que tú, pero el problema es que no me he explicado muy bien, deja que te cuente mejor a qué me refiero. Y después de hablar un buen rato, le dije: por eso he venido a hablar contigo, porque a pesar de que en la obra es de mal espíritu dirigirse a un sacerdote que no es de la obra (sus ojos abiertos como platos... ¿es de mal espíritu? ¿por qué no se puede hablar de vida interior con un sacerdote católico que no sea de la obra? yo también soy un sacerdote católico... me dijo) necesito tu consejo. ¿Qué piensas? Yo esperaba un: piénsalo bien, son muchos años, no hay ninguna prisa, podemos hablar más veces... Sin embargo, me dijo tres cosas y las tres, creo, muy acertadas:

  1. No tomes nunca más esas pastillas. Esas pastillas, ¿para qué son? No lo sé -respondí- me dijeron que no hiciera mucho caso del prospecto. Me contestó: léelo, pero no las tomes más. ¿Las has tomado hoy? Sí, dije. Con razón te notaba extraño, me contestó. No las tomes nunca más. Tú estás sano.
  2. Vete.
  3. No pierdas la fe.

Sí, le dije, si me voy, es precisamente porque si sigo allí o me vuelvo loco de verdad (me paso la vida negando lo que es evidente y tengo que medicarme en serio para poder soportar una mentira así) o pierdo la fe (después de lo que me ha pasado... ¿voy a poder seguir pensando que Dios está en la Iglesia o en cualquier institución humana?).

Le di las gracias por su consejo y le pedí que rezara por mí. Me dijo que Dios me ayudaría. Le dije, sí, lo sé, pero tengo que empezar una vida totalmente de cero. No tengo visado para estar en este país (mi visado dependía de ellos), no tengo trabajo, no tengo casi experiencia profesional (profesor part-time de español por poco más de un año), no tengo una casa ni un sitio donde estar, no tengo dinero, casi todos mis amigos están relacionados con la obra...

¿Por qué dices que no tienes dinero? Después de todos esos años allí, te van a ayudar ¿no? No, le dije, cuando uno se va, se va sin nada. Todo lo que ganó ya no es suyo y si trabajó para ellos, no importa por cuántos años, tampoco recibe nada. Y me dijo: ¿cómo es posible? En mi congregación, si un sacerdote por cualquier motivo se va, se le asigna un sueldo, se le da una cantidad cada mes. Es normal, es un modo de agradecer su trabajo de tantos años. Olvídalo, le dije, ahí las cosas no son así.

Nos despedimos con un cariñoso abrazo y me fui con mucha paz.

Volví al centro y después de saludar me fui directamente a mi habitación, para leer lo que ponía en el prospecto de esas pastillas, que es lo siguiente (las conservo, por cierto, por si algún día a alguien se le ocurre decir que me lo he inventado ;-)

Pastillas de la mañana (traduzco del italiano): indicaciones terapéuticas: tratamiento de la depresión, del trastorno obsesivo compulsivo y de la bulimia nerviosa.

Pastillas de la noche: indicaciones: la mayor parte de las formas clínicas epilépticas en el bebé o en el niño. También está indicado para la epilepsia en el adulto...

Dios mío, ¡lo que me estaba tomando! ¿Depresión? Nunca he tenido -a Dios gracias- ningún tipo de depresión. ¿Trastorno obsesivo compulsivo? ¿Bulimia nerviosa? ¿Ataques de epilepsia? No he tenido nada de esto en mi vida. ¿A qué estamos jugando? Esto es algo muy muy serio señores. Estas pastillas no son caramelos. ¿Cómo se puede llegar a estos extremos?

Recuerdo que unos días más tarde, ya fuera, hablé con una buena amiga monja y se quedó escandalizada diciéndome: ¿cómo pudieron darte esas pastillas? ¿Y por qué te las tomaste? Le dije: yo les creía. ¿Durante cuánto tiempo las tomaste? No sé, un par de semanas. Dios mío, me dijo, ¿sabes el daño que hace esto? ¿Sabes los efectos que puede y podría haber tenido? Sí, le dije, ahí siempre recuerdan que el que obedece nunca se equivoca...

Y viene aquí una cuestión lógica: ¿no sería todo más fácil si uno fuera a un médico cualquiera de la calle? ¿Por qué los miembros de la obra tienen que ir a ver a médicos de la obra para pasar revisiones médicas? ¿Por qué tienen que ir a ver a psiquiatras de la Obra? ¿Será que hay miedo de que los médicos normales, los de la calle, digan algo que no interesa? Lo dejo a vuestra opinión... y sigo con mi historia.

Empecé a buscar un trabajo. Tenía que ser a tiempo completo, para que me permitiera conseguir un visado. Y necesitaba un sitio donde vivir, algo nada fácil, porque no tenía dinero. Mis hermanos ya se habían ofrecido para poner un poco de dinero entre todos para ayudarme. Pero antes que eso, tenía que escribir mi carta de dimisión.

Yo sabía cómo funcionaba lo de las cartas, así que jugaba con cierta ventaja. Sabía qué tenía que decir y qué no tenía que decir si quería que todo terminara lo más rápido posible. Y por supuesto, sabía que tenía que empujar, fuerte además, si quería que me dejaran en paz. Y lo hice.

Lo primero que tenía que hacer era escribir dos cartas distintas. Si ponía todo lo que pensaba en la misma carta de dimisión, sabía que varias semanas más tarde me pedirían que la rehiciera de nuevo. Y eso significaría volver a hablar con ellos, más presión, más intentos de reconsiderar las cosas y más dar la paliza otra vez. Y yo, después de todo lo que había pasado, ya tenía suficiente. Así que decidí ser práctico. No me importaba escribir dos cartas por separado, quería irme porque no lo soportaba más y quería acabar en el menos malo de los modos posibles.

¿Por qué no podía escribir todo en una carta? Porque ellos no lo aceptarían. Ellos se cuidan muy mucho de que las cartas de los que se van estén "limpias" (hay numerosos ejemplos en esta web). ¿Por qué? No lo sé. Tal vez porque si un día les preguntan por los que se van, puedan decir que la gente se va sin más, libremente y algunos de ellos (que los hay) incluso agradecidos. Una vez más, se trata de maquillar o incluso cambiar la historia para que en el futuro se conozca otra versión de los hechos.

En fin, yo estoy a favor de que todos escriban en una sola carta lo que piensan, pero sinceramente, ya no podía más y solamente quería irme. Empezar una nueva vida y superar ese trauma lo más pronto posible.

Así que me puse a escribir mis dos cartas. Una super formal, del tipo: yo, fulanito de tal, en pleno uso de mi libertad, solicito la dispensa de tal y cual. Fecha, lugar y firma.

La segunda, me sirvió para decir todo lo que quería decir. Sé que esa carta la leería el director que habló conmigo y el Padre (con don Fernando, claro). (Por cierto: ¿todavía hay gente que piensa que el Padre no está informado? ¿Recordáis lo que me dijo ese director? Me dijo: tu segunda carta sólo la hemos leído el Padre y yo ;-). Seguramente, esta tercera carta no se la mostrarían a nadie más, pero no me importaba. Con que la leyeran ellos dos/tres, era suficiente. Así que entré a saco. Dije que el modo en que me habían tratado "no poder hablar, las pastillas, estás obsesionado, etc." era de juzgado de guardia. Y dije que mis quejas anteriores sobre lo mal que se trataba a la gente y cómo se vivía la caridad, se confirmaron durante mi viaje a Roma.

Puse ejemplos de cosas que en mi opinión mostraban lo mal que se trataba a la gente y hablé también de mí mismo (aquí me siento más cómodo para contaros lo que quiera, ya que no tengo que guardar ningún silencio sobre mí mismo, así que allá voy): les dije que se aprovechaban de las buenas disposiciones de la gente como yo. Y dije: una cosa es que uno esté dispuesto a lo que sea por servir a la obra, y otra, muy distinta, es aprovecharse de eso -de esas buenas disposiciones- para hacer siempre y sólo lo que os interesa. Habéis jugado conmigo como con una ficha de ajedrez, sin importaros nunca mi vida. ¿Ejemplos? Ahí van:

  1. Pido explícitamente no ir a vivir a Villa Tevere y... me mandáis a Villa Tevere sin ni siquiera un: ¿te importaría? O un... sabemos que no te apetece, pero...
  2. Me dijisteis antes de irme a mi nueva región, que mi plan era ir allí a aprender el idioma con la idea de hacerme al lugar y, 3 ó 4 años más tarde, volver a Roma para ordenarme. Y me repetisteis (el director que me dijo esto es curiosamente el mismo que dijo que estaba obsesionado) que el plan era que me ordenara; que luego no pasara que unos años más tarde yo cambiara de opinión. Incluso me dijisteis que habíais pensado que me ordenara ese mismo año, pero que (a Dios gracias) os parecía mejor que fuera ahí a aprender el idioma antes de ordenarme. ¿Y qué pasó? Pues que dos años después, decidís cambiar ese plan y me nombráis defensor de la comisión, un cargo que es para un laico y que no es nada fácil, ni tampoco obviamente para corto plazo. Y pregunto: ¿de verdad os importa mi vida? Porque creo que si os importara solamente un poquito, antes de colocarme ese cargo, me diríais: ¿te parece bien? ¿te ves con fuerzas? Hemos pensado retrasar tu ordenación. O... tal vez te ordenes más adelante. O... tal vez nunca te ordenes. Pero al menos decir... ¡ALGO! ¿Es esto una familia? ¿Es éste el modo de tratar a quienes se dejan la piel por la obra? ¿Es esto opus dei?
    Abro un paréntesis: yo nunca dejé la obra por no haberme ordenado, quiero que esto quede claro y no haya malentendidos. Nunca tomé una decisión final sobre mi posible ordenación, que sólo fue eso, una posibilidad. De lo que me quejo es de que a ellos no les importe si una persona se ordene o no. De hecho, si hubiera querido ordenarme podría haber esperado unos años más y me habría acabado ordenando e incluso podría haberme ordenado después, ya fuera de la obra, y sin embargo no lo he hecho ni lo haré. Como anécdota diré que, ya fuera de la obra, las dos primeras veces que me confesé con sacerdotes de la diócesis a los que no conocía de nada, los dos concluyeron la confesión con la misma pregunta: ¿Has pensado en hacerte sacerdote? Necesitamos sacerdotes. Les dije, no, lo siento, me gustaría formar una familia (¿cómo iba a tener fuerzas para confiar en un director de nuevo?).
  3. Más ejemplos. Me pedís que aprenda el idioma y que lo aprenda bien (en realidad eran dos idiomas, pero eso ya no importa). Me mato estudiando seis horas al día para que, después de casi tres años intentando hacerme al país y a la gente, cuando digo que hay cosas que están mal, me diga el vicario regional: como lo más importante es la vocación, ¿por qué no te vas a Roma hasta que te arregles? A lo que le contesté: mi problema va conmigo, si me marcho a otro país, soy la misma persona, ¿no te das cuenta? Y añadí: lo ves, en el fondo, mi esfuerzo de estos tres años no te importa nada, porque si te importara nunca habrías dicho algo de este tipo. No te importan mis problemas ni mi felicidad. Lo único que te importa es que no me vaya. Y lo mismo me dijisteis en Roma: si estás así, mejor que no te vuelvas a tu región. ¿Os dais cuenta de que mi vida -como seguramente la de muchos otros- no os importa? Sólo os importa que estemos en la obra.

En fin, concluyo. Dije también que pedía la dispensa de vida en familia porque quería dejar de vivir en el centro lo antes posible. Les dije que no sabía a qué me dedicaría, dónde viviría ni nada, pero que no me importaba, que tenía a Dios y eso me bastaba. La vocación era lo más importante, pero después de la fe, así que me iba porque si seguía ahí perdería la fe o acabaría mal de la cabeza. ¿Querría Dios que acabara mal de la cabeza por seguir en la obra? Evidentemente no. La obra era o tenía que ser un camino para llegar a Dios y yo tenía muy claro que, en el momento en que ese camino en lugar de acercarme a Él, me apartara, tenía que abandonarlo.

Y que la obra tenía que cambiar en muchas cosas, pero que eso ya no me importaba, lo dejaba para ellos. Y les dije (porque para irse hay que empujar): si retrasáis mi dispensa de vida en familia y me decís que siga viviendo en un centro, obedeceré, hasta el último día. Ahora, eso sí, cuando la gente de la obra o de San Rafael me pregunte por qué estoy triste, diré: fui a Roma porque me llamaron para hablar de cosas que en conciencia creo que se hacen mal y allí no me dejaron hablar, me dijeron que estaba obsesionado y me dieron pastillas para obsesión compulsiva y ataques de epilepsia.

Firmé las cartas y a la mañana siguiente, fui a la sede de la comisión y las dejé en un mueble con el resto del correo, para que le llegara al vicario regional. Y volví a mi centro.

Al día siguiente tenía la dispensa para no vivir en un centro.


Dejé, como dije, las dos cartas en la sede de la comisión y volví al centro.

Por la tarde, el nuevo director de mi centro (hasta hacía unos días era yo) vino a verme. Estaba tenso, como yo. Me dijo: ¿podemos hablar? Sí, claro.

Es para hablar de la carta que has dejado en la comisión, me dijo. Estaba tenso y creo que enfadado, pero íbamos a entendernos bien porque él venía de mi misma tierra, era joven como yo y un hombre práctico. Además, trabajó muchos años en el aop, así que sabía cómo afrontar ese tipo de casos. Yo estaba todavía más tenso y enfadado que él, estaba quemado, así que él se dio cuenta de que lo mejor era hablar claro y poco...

Le recordé que me iba porque si seguía allí me volvería loco o perdería la fe. Me dijo que al final lo más importante era que me fuera al cielo (que no perdiera la fe). Y también que las personas, todas, también en Roma, se podían equivocar, pero no la obra, que era de Dios. Le dije que yo ya había visto suficiente para pensar que Dios no estaba ahí y que lo que me hicieron en Roma era el mejor ejemplo. Me preguntó por mis cartas y por si me importaba que las leyera. No, claro que no, le dije, léelas, seguramente me comprenderás.

Después de eso, se portó muy bien conmigo. Quiso ayudar. Me dijo: haré lo que pueda para que te den la dispensa de vida en familia lo más pronto posible (de hecho me la dieron al día siguiente, como ya dije) y te llamaré en cuanto sepa algo. ¿Sabes qué vas a hacer? No, contesté, sólo sé que quiero irme.

Entonces me dijo: ¿qué necesitas? ¿dinero? ¿un visado? Nada, dije, me las arreglaré solo. Él insistió en que me ayudaría en todo lo que pudiera, incluso, añadió: aunque me digan los directores que no lo haga, que sepas que te ayudaré en todo lo que pueda. Lo agradecí.

No contento con eso volvió a insistir: ¿cuánto dinero necesitas? Pídeme lo que quieras. No quiero dinero, gracias, le contesté. Necesitarás alquilar un piso, te vendrá bien contar con dinero. No, gracias, pero no.

De verdad agradecí lo que estaba haciendo conmigo porque por fin veía que alguien quería ayudar desinteresadamente. Y el dinero por supuesto que lo necesitaba, él también lo sabía. Sin embargo, no me parecía bien tomarlo. Primero, porque el dinero se lo dan a todos los que se van o no se lo dan a nadie. Dármelo a mí porque tuve éste o ese cargo no me parece justo, aunque puedo entenderlo. Segundo, porque tomar ese dinero podría significar que en el futuro yo estuviera de algún modo en deuda con ellos y no quería estarlo. Quería estar libre para decir lo que quisiera, en ese momento y más adelante: siempre.

Tengo que decir que más de un amigo me animó a que pidiera algo de dinero, pero en ningún momento, como digo, me lo planteé.

Todo iba muy bien en la conversación y sé que no lo dijo malintencionadamente, pero hubo un comentario que me decepcionó profundamente. Él estaba insistiendo en que pidiera dinero o cualquier cosa que necesitara y me dijo: "que luego no se diga que no te hemos ayudado." Dios mío, pensé, espero que no hayas estado ofreciéndome cosas sólo para que después no pueda decir eso. Pero no, sé que no lo dijo con mala intención, fue sólo un comentario desacertado.

Terminamos de hablar y empecé a hacer mis maletas. Seguía sin saber dónde viviría. Sólo sabía que quería irme al día siguiente. Y me fui. Gracias a Dios, un amigo que tenía dos apartamentos, uno de ellos no en muy buen estado, me ofreció trasladarme ahí hasta que encontrara algo. Para unos días, no estaba mal. Y se lo agradecí profundamente.

Mientras tanto, seguía hablando con mis padres y hermanos que me apoyaban y animaban desde la distancia. Uno de mis hermanos me sorprendió con lo que me dijo cuando le comuniqué que me estaba yendo: es la mejor noticia que podrías haberme dado en tu vida.

Mi gran amigo también se volcó en mil detalles. Hablábamos y hablábamos y siempre me decía: todo irá bien, no te preocupes.

Finalmente llegó el día de mi marcha. El director se ofreció para llevarme en coche, pero dije que no (¡sólo faltaba que supieran dónde vivía!). También me dijo que podía tomar un coche y usarlo hasta que hiciera falta, pero le dije que no lo necesitaba. ¿Quieres ayuda para las maletas o algo? No, gracias, pero no. Y es que, en ese momento, ya no confiaba en ellos para nada.

Le dije que me iría por la noche. No quería dar explicaciones a los otros del centro. Sé que no hacía nada malo, pero ellos tampoco sabían nada de lo que había pasado y yo no estaba para nuevos frentes. Suficientes problemas tenía ya. Así que, alrededor de la medianoche, en la oscuridad, procurando no hacer ruido para que nadie saliera a ver qué pasaba, como un ladrón en la noche, me fui a escondidas, como muchos de los que aquí han escrito. Qué final más patético ¿verdad? Bueno, es lo que hay. Que muchos tengamos que irnos solos y de noche te muestra un poco cómo son las cosas ahí dentro.

Finalmente conseguí cargar todas mis bolsas en el taxi que me estaba esperando y me fui. Recuerdo la emoción de cerrar la puerta del centro después de dejar las llaves en la mesa de dirección y dar un suspiro diciendo: por fin, se acabó.

A pesar de que pasaba la medianoche, mi amigo me esperaba en la calle. Qué tipo más grande. Me costaba bastante comunicarme con él, porque los idiomas que dominábamos no eran los mismos, pero él es tan buena persona que no hubo ningún problema. Me ayudó con todas las cajas y como ya era casi la una, se quedó durmiendo en ese mismo apartamento. A la mañana siguiente se fue, con un: llámame para cualquier cosa que necesites y quédate hasta que te convenga, no hay ninguna prisa. ¡Hay gente buena en el mundo!

El vicario regional me escribió un e-mail en la línea de lo previsto. A mí me bastaba con que dijera algo del tipo: "perdona". O, "perdona si hemos hecho algo mal". O, "rezo por ti". O, "si puedo hacer algo por ti, dímelo". Lógicamente algo del tipo, "sé que lo estás pasando mal, ánimo", sería todavía mejor, pero eso era pedir demasiado. Lo que me dijo, una vez más, fue que no cerrara totalmente la puerta al tema de la vocación. Ves, le contesté al director del centro, sólo interesa la vocación, la vocación y la vocación. Dónde voy a dormir mañana, qué voy a comer y por qué después de veinte años me tengo que ir así, eso no importa nada.

Jurídicamente seguía siendo de la obra, hasta que de Roma aprobaran mi petición de dispensa de los compromisos de la fidelidad.

Mis primeros días en ese pequeño apartamento los pasé durmiendo y descansando. Habían sido varias semanas de mucha tensión y de dormir no muy bien y comer mal. Pero ahora, dormía como nunca. Me sentía finalmente descargado, liberado. Mi pesadilla había terminado.

Por otra parte, empecé a moverme y poco a poco conseguí un trabajo, un visado, un poco de dinero de mis hermanos, etc.

Unos días más tarde recibí una llamada a mi móvil: era el delegado regional. No contesté. No tenía nada que hablar. Si querían decirme algo, podían escribirme un sms o un e-mail. El delegado me dejó un mensaje de voz: le gustaría quedar conmigo para ir a tomar una cerveza y charlar un rato y pedirme perdón por lo que había pasado...

Lo agradecí. Contesté al director del centro, que es con quien mantenía contacto, que gracias, pero que no tenía nada que hablar. Siempre me pareció un gesto bonito, pero ¿por qué envían al delegado, un hombre de 70 años, que no ha hecho nada malo y que en esta historia -con todo el respeto- no pinta nada? Si alguien tiene que pedir perdón, serían los de Roma o el vicario, pero... ¿el delegado? Pero claro, no seamos ingenuos por favor, ¿cómo van a pedir perdón los de Roma?

Yo seguía esperando noticias de Roma: jurídicamente todavía era numerario. Jugaba con un poco de ventaja: sabía cómo funcionaban los trámites y también que no tenían más alternativa que concederme la dispensa de los compromisos de la fidelidad. También sabía que ellos harían todo lo posible para que cambiara de opinión. Por lo pronto, me harían esperar. Estaba seguro de que el mismo día que escribí pidiendo la dispensa, se habría enviado un fax a Roma y ellos estarían perfectamente informados. Podía incluso imaginar la respuesta de Roma: desagraviar, etc. La premisa es siempre la misma: la obra nunca se equivoca. Y sabía que lo de enviarme al delegado era una excusa más para intentar reconectarme (aunque agradezco que me pidiera perdón, ya lo he dicho). Yo tenía muy claro que el mejor y más rápido modo de irme era, precisamente, "no dialogar". Y eso es lo que hice.

Durante esas semanas de espera, alguno de los amigos que iba por el centro me dijo que le comentaron que ya no vivía ahí, que necesitaba descansar y no sé qué más. Que estaba descansando en alguna parte. ¿Necesitaba descansar? Yo no me fui por ese motivo. Yo estoy muy bien, le dije. Me fui porque me dio la gana y lo hice en perfecto estado de salud. Y escribí al director de ese centro pidiendo explicaciones de por qué daban esa versión de los hechos. Me dijo que en ningún caso pretendían decir que yo estuviera mal de salud, enfermo o nada parecido y que pedía perdón si hubo algún malentendido con alguien.

En esas semanas, escribí también a un buen amigo. Le conté lo que había pasado y me dijo: mira, se lo comenté a mi abuelo (supernumerario) que te conoce bien y él me pidió que te transmitiera sólo una palabra: fidelidad. Gracias, le dije, por eso mismo me voy: por fidelidad a Dios. Si no, todavía seguiría ahí.

Pero las semanas pasaban y no llegaba la respuesta. Me puse una fecha límite. Sabía muy bien que siempre se dan prisa para lo que les interesa. Así que me dije: les doy dos meses, que es muchísimo tiempo, para que me contesten. Si en dos meses no contestan, empujaré de nuevo (porque no hay otro modo de salir de ahí).

A los dos meses, nada. Así que escribí un e-mail al director de ese centro y le dije más o menos: bueno, han pasado dos meses y no hay noticias. Yo sé cuánto se tarda en responder y también sé que hay papeles que urge contestar y otros que urge parar. Me parece vergonzoso que después de todo lo que he tenido que pasar, ahora no os dignéis a contestarme. Así que no voy a dejar que juguéis conmigo de nuevo. A partir de ahora voy a estar muy ocupado: no hace falta que me busquéis porque no tendré tiempo para vosotros. Os deseo lo mejor, adiós.

Sí, es triste, pero sabía que ése era el único modo de hacerles reaccionar. Ellos estaban obligados a responderme y si no lo hacían se metían en un problema serio. Por ejemplo, yo podría ir diciendo o haciendo barbaridades siendo de la obra. O, podría escribir contando lo que me habían hecho y que no se dignaban a concederme una salida a la que tenía derecho. En fin, sabía cómo defenderme.

Curiosamente a las pocas horas de escribir ese e-mail, ese mismo día, me llegó la respuesta: me decían que justo acababan de recibir la contestación de Roma y que al lunes siguiente iban a escribirme para transmitírmelo. Qué curioso, ¿verdad? Pura casualidad ;-)

Me dijo que no valía la pena terminar mal y que era mejor acabar como buenos amigos, que podíamos vernos ese mismo día si tenía tiempo. O al día siguiente.

A esas alturas del partido me daban ya tanta pena que le dije: sí hombre sí, quedemos hoy y cerremos esto de una vez. Para los que no lo sepan, ese tipo de dispensas se transmiten de palabra. Supongo que por miedo a que después la gente pueda reclamar o demostrar con un papel que fueron de la obra.

La cita era en un Mcdonald's. En cuanto nos vimos, él hizo gesto de... ¿dónde quieres que hablemos? Podemos cenar, si quieres, le dije (aquí tengo que decir que le rompí la cintura, porque él esperaba encontrarse con alguien muy enfadado con ganas de cerrar el asunto rápido y largarse; y sin embargo, le invité a cenar ;-). Sí, sí, claro, me contestó. Y nada, cenamos, me comunicó que ya no era de la obra y me preguntó si pensaba quedarme o volver a España, etc. Le dije que no lo sabía, pero que intentaría quedarme. Sorprendentemente no me preguntó si quería ser cooperador -está dicho que hay que preguntarlo- así que deduje que por fin habían entendido que estaba ya un pelín quemado ;-) Nos despedimos, me preguntó si podría escribirme de vez en cuando, le dije que sí y empecé por fin mi nueva vida.

Cuando uno se va, cuando uno está fuera, se da cuenta de que comienza a estar realmente en medio del mundo. Y va entendiendo, poco a poco, que vivía en otro planeta.

Desde entonces llevo una vida normalísima, con mucho trabajo, con muchos amigos y muchos motivos para ser feliz y dar gracias a Dios. Por suerte, he tenido mucha gente -especialmente mi familia, claro- que me ha apoyado siempre. y también he tenido la fortuna de marcharme siendo joven y con fuerzas para superarlo sin demasiados problemas. Todos, y yo el primero, dicen que se me nota que soy mucho más feliz. A Dios gracias.

Y acabo con un par de cosas.

La primera, un e-mail que recibí las pasadas navidades. Era del "famoso" director de Roma. Era un e-mail largo donde me hablaba del cariño que me tenía -añadiendo que lo que decía no eran sólo unas bellas palabras- si no la verdad (sic!). Que me encomendaba para que tuviera un año lleno de alegrías. Mencionaba a mis padres, mi tierra, mi equipo de fútbol... Dios mío, me decía yo. Después de todo el daño que me ha hecho... ¿cómo puede escribirme un e-mail pretendiendo que no ha pasado nada? ¿Cómo es posible? ¿Tan ciegos son? ¡¡¿¿Era yo así antes??!! Me daban ganas de decirle que me parecía patético pretender ignorar lo que había pasado, pero pensé que no valía la pena. Le contesté con un sencillo: gracias, feliz Navidad y 2011. Y es que al final... dan lástima.

La segunda, una breve reflexión en voz alta para todos los que habéis estado leyendo mi historia.

¿Hay que llegar a esos extremos -atropellar la vida de tantas personas- para defender tus propias ideas? ¿Hasta qué punto hay que seguir negando lo que está mal y es obvio a los ojos de todos?

Después de conocer un poquito cómo se hacen las cosas ahí dentro... ¿pensáis que Dios está ahí? ¿Un Dios que es realmente Padre, que quiere lo mejor para sus hijos y sobretodo LES QUIERE FELICES?

Lo dejo a vuestro juicio. Yo sólo sé que a pesar de que seguramente hice muchas cosas buenas estando allí, al final, fue una vida, que, como la de muchos otros, no valió pena. Pero no os preocupéis, porque ahora empieza lo mejor ;-)



Original