Los hijos del Padre/Los insomnios de Antonio (1958-1967)

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LOS HIJOS DEL PADRE


CAPITULO IV - LOS INSOMNIOS DE ANTONIO (1958-1967)

Antonio seguía sin conciliar el sueño. Envidiaba la facilidad con que Irene lo hacía. Había sido ella la que se había levantado a calmar los sueños agitados de Antoñito, y allí estaba otra vez, a su lado, plácidamente dormida. "Es que nosotros nos movemos más físicamente y tenemos la mente más tranquila", le decía sonriente cuando él se quejaba de su mala suerte.

Efectivamente, en aquellos días de Gandía, con el ejercicio físico, Antonio dormía por lo general mejor. Se arrebujó entre las sábanas y, con el rabillo del ojo, miró la hora en la esfera luminosa de su reloj. Las tres de la mañana. Se dio media vuelta, topó con el calor del cuerpo de Irene y se estremeció de placer. Pero no se durmió. Volvió a su película mental, que se había detenido en lo que él llamaba la época de la desilusión.

En 1958, Antonio Cuadrado era nada menos que director general de Hispamun, S. A., compañía española de comercio exterior, y consejero de varias otras sociedades. Tenía a su mando cinco o seis empleados, dos secretarias y una red creciente de contactos con el exterior. Esto había sido posible merced a la expansión de aquellos planes financieros de la Obra que protagonizaron Luis Valls y Alberto Ullastres y de cuyo equipo auxiliar se había convertido Antonio en una pieza clave.

Todo empezó una tarde de 1956 en que Luis Valls fue a visitar al padre de Antonio, don Leoncio. Hasta entonces y desde que había empezado a colaborar tres años antes en la Secretaría general de la Obra en Diego de León, Antonio se había dedicado a tareas variadas. La principal, desde el punto de vista interno, fue terminar los estudios de la Obra, de tal suerte que se encontraba ya "de facto" dispuesto a que el Padre le llamase al sacerdocio. Pero nadie le había hablado del tema en todo aquel tiempo. También había escrito y defendido su tesis doctoral en Derecho, lo que había llenado de satisfacción a sus padres, e incluso, durante un par de cursos, jugó con la idea de dedicarse a la enseñanza universitaria, pues trabajó como ayudante de cátedra de un profesor amigo de su familia.

Cogido en medio del conflicto académico entre los grupos Opus y anti-Opus, y no teniendo demasiada ilusión por pelear esas batallas, renunció a su eventual carrera científica y, con permiso de sus superiores, comenzó a trabajar en el imperio mercantil de los Cuadrado. Por entonces ya había dejado la Secretaría general de la Obra y, aunque a ratos ayudaba en cosas concretas, su principal responsabilidad se centró en la organización del apostolado entre los casados de Madrid. Vivía con otros ocho numerarios en un pequeño piso de la calle Españoleto, en pleno barrio de Chamberí, no lejos de sus padres, y don Leoncio Cuadrado empezaba a saborear la presencia de su hijo mayor en la oficina. Durante los años 54 y 55, Antonio se familiarizó en detalle con el comercio, e incluso acompañó a su padre a Pamplona, Bilbao y Francia, para efectuar los contactos periódicos que se establecían con los suministradores de material y repuestos para el transporte.

Una tarde, a finales del invierno de 1956, Luis Valls le pidió que le proporcionase una entrevista con su padre, como tantos otros numerarios habían hecho. Don Leoncio aceptó encantado la visita y, al día siguiente, se reunían los tres en el despacho del señor Cuadrado, en los bulevares. Luis, en una especie de vago discurso, le habló de cosas generales y poco concretas, de la necesidad de contar con buenos cristianos en los negocios y, en particular, de Antonio. Terminó proponiéndole mantenerse en contacto con ellos a través de éste, para lo que él llamaba sus planes futuros. Al marcharse Luis, quedaron solos padre e hijo. Antonio trató de interpretar para su padre los imprecisos rasgos de la conversación anterior.

-Mira, papá, la Obra necesita una base económica para la expansión apostólica. Ninguna de las actividades que se llevan a cabo son rentables, y el Padre quiere que algunos se dediquen, o nos dediquemos, a allegar medios económicos.

-Me parece lógico -interrumpió don Leoncio-. Pero eso podéis hacerlo cada uno en lo suyo, tú en tus negocios familiares, otros ejerciendo la arquitectura, la medicina, etc.

-Desde luego -confirmó Antonio-, pero en la Obra se piensa además que todo ese movimiento de actividad material debiera estar coordinado desde arriba, para impulsarlo en sentido cristiano.

No sabía cómo lograr que su padre participase del entusiasmo con que él, y otros como él en la Obra, leían aquellas frases de la "Instrucción de San Gabriel" en las que el Padre diseñaba una gran movilización de personas y capitales al servicio de la Obra, para influir en la economía y en la política mundiales. Se trataba de toda una cruzada de cristianización de las finanzas y la política, con objeto de que, poco a poco, los puestos claves fueran ocupados por gente de confianza, impregnados de ese espíritu de servicio a la humanidad que la Obra aportaba al mundo.

-Bueno, Antonio, si de lo que se trata es de asociarse con alguien de la Obra para un negocio concreto, todo depende de lo que cada uno aporte. Si es verdad lo que dices de que disponéis de gente lista y bien intencionada, no nos sobrarán esos contactos, ahora que los negocios andan más bien flojos.

Más no pudo sacarle a su padre, se explicó al día siguiente al relatar a Luis Valls el resultado de la visita. No se volvió a hablar del tema hasta que, otra tarde, Luis le llamó. para presentarle a Antonio Pérez Ruiz. Pérez Ruiz era un supernumerario economista, con buenos contactos en el mundo mercantil y cierta experiencia en la agricultura. Luis les habló a ambos de la conveniencia de organizar una empresa de comercio exterior y les prometió la presencia en el consejo de administración, como presidente, del propio Alberto Ullastres. Se trataba de encontrar otros accionistas y poner inmediatamente en marcha el asunto. Paralelamente, les contó Luis, se estaban organizando empresas de construcción, de cine, de inversión, todo ello apoyado en la intervención de la Obra en el Banco Popular. Los dos Antonios intimaron en seguida.

Pérez Ruiz tenía la cabeza llena de aventuras de exportación agrícola y un modo muy suyo de entusiasmar a quienes le oían. Por otra parte, su fidelidad a la Obra era absoluta, y su respeto por los numerarios tal que constantemente se esforzaba por permanecer en segundo plano en relación al otro Antonio. Este le contó inmediatamente el plan a don Leoncio, que aceptó entrar en la sociedad y, no queriendo quebrar el entusiasmo de su hijo, incluso le cedió unas habitaciones en sus oficinas hasta que consiguieran local propio.

También aportó otro socio, don Isaac, un financiero judío que había apoyado en Marruecos la causa del Movimiento y disfrutaba de los favores de la administración franquista.

La sociedad se completó con varios representantes del Banco Popular, principal accionista, entre ellos un numerario mayor, Jorge Brasa. Brosa y Alberto Ullastres se convirtieron en las cabezas visibles de la organización, aunque el trabajo real lo desempeñaban los Antonios.

A partir de entonces, estos se dedicaron a montar las bases del negocio. Don Leoncio advirtió que la atención de su hijo se centraba cada vez más en la nueva sociedad, aunque él mismo se sentía cada vez más impresionado por el buen decir y la preparación de aquellos consocios de su hijo.

Como primer negocio se escogieron las exportaciones a Europa de productos hortícolas tempranas.

Era una empresa arriesgada, pero Pérez Ruiz tenía buenos conocimientos entre los agricultores de Málaga, Granada y Valencia y supo presentarles las ventajas de asociarse con Hispamun. Más discretamente, se comenzaron a crear delegaciones en provincias y en el extranjero, con representantes de la Obra en todas ellas. A los Antonios les causaba una gran ilusión el que la empresa pudiera proporcionar ayuda económica, en forma de sueldos y comisiones, a algunos de sus compañeros, pero lo que les llenaba de entusiasmo sobre todo era que esta actividad llegara a convertirse en el fundamento económico de la expansión apostólica de la Obra en otros países.

Viajaron a los mercados europeos. Por aquel entonces, existían ya pequeños grupos del Opus en ciertas grandes ciudades, como París, Londres, Bonn... Los Antonios quedaron muy impresionados ante la estrechez económica con qué vivían los numerarios. En Alemania, y durante una larga temporada, los de la Obra se habían alimentado básicamente con víveres de la ayuda americana. Eran, curas y seglares, gente joven y optimista, y en todos los países recibieron con alegría a sus hermanos comerciantes. El clímax del año, que compensó con creces a los Antonios de su esfuerzo, se produjo en París.

Al cabo de unos meses, se habían establecido ya las delegaciones europeas de Hispamun. En cada una de ellas, los numerarios habían asociado a supernumerarios, cooperadores o amigos del mundo del comercio, deseosos de ayudar a la Obra en su país respectivo o simplemente interesados en el tráfico mercantil con España.

Se decidió celebrar una reunión general en París, y allí arribaron desde las distintas capitales europeas una docena larga de personas. Se reunieron en un hotel modesto. Al segundo día, un recado telefónico desde la residencia parisina de la Obra advirtió a Antonio que el Padre se hallaba en París y aquella tarde recibiría a todos los numerarios y a Pérez Ruiz como representante de los demás. En el pequeño salón de un piso de Saint-Germain, el Padre y Alvaro del Portillo acogieron a los delegados y les exhortaron a santificar su trabajo y a procurar el alivio económico de la Obra. Los Antonios no cabían en sí de gozo. El Padre tuvo especiales muestras de cariño para ellos y les recomendó discreción en su nueva labor.

De regreso a Madrid, llenos de ardor gracias a aquel episodio, se aplicaron con mayor desvelo al trabajo, donde ya habían padecido algún pequeño descalabro, fruto de su inexperiencia y del indudable carácter arriesgado de la exportación agrícola.

Pero un acontecimiento político cambiaría sustancialmente las circunstancias.

Concentrado como se hallaba en los negocios y en el apostolado, Antonio apenas tenía ojos para nada. Por otra parte, su atención intelectual había disminuido y casi no leía otra cosa, aparte los libros de piedad, que revistas económicas. Pero a través de éstas y de los malos humores de don Leoncio se daba cuenta de que la situación económica española iba de mal en peor, que la cosecha había sido mala y que los incidentes laborales y el descontento de los trabajadores aumentaban. Por lo pronto, el Ministerio de Comercio apenas disponía de divisas para las importaciones, y algunos hablaban de volver al racionamiento y al gasógeno. Una tarde en que regresó a Españoleto particularmente cansado del trabajo, notó una cierta excitación en la casa. Según le dijo el director, Franco se proponía realizar un cambio de gobierno y se rumoreaba que entrarían ministros pertenecientes a la Obra.

-Supongo que estarás bien enterado, ¿no? -añadió con cierto aire de complicidad el director, aludiendo a sus contactos con los superiores de la Obra.

En realidad, una vez recibidas las instrucciones para montar la compañía, apenas había vuelto a hablar con Luis Valls o Alberto Ullastres. Saludaba a éste en las reuniones del consejo de administración, pero, dadas las diferencias de edad y de posición relativa en la Obra, no habían intimado. Desde luego, estaba enterado de las conversaciones políticas del segundo piso de Diego de León y de las visitas a don Antonio Pérez de los políticos de la Obra, como Laureano López Rodó y Florentino Pérez Embid. Pero, aparte participar levemente en algún momento de broma, nunca había entrado en esas reuniones ni tenido especial acceso a tales cabildeos. Además, Luis Valls era muy enigmático y no decía más palabras que las justas, supliendo todo con una amplia sonrisa.

Al dar la radio las noticias de la noche, los habitantes de Españoleto se congregaron alrededor del aparato. Y efectivamente oyeron que Mariano Navarro, un supernumerario de la Obra, había sido nombrado ministro de Hacienda, y Alberto Ullastres, de Comercio. Una sensación de alegría y novedad invadió a los presentes, y Antonio pensó en la satisfacción que experimentaría el Padre al ver que la "Instrucción de San Gabriel" empezaba a cumplirse. La "Instrucción" era el documento más "leído en aquel momento. Estaba fechada antes de la guerra civil, y todos se hacían lenguas, al comentada, del carisma del Padre, de su sentido profético y su visión del futuro al prever, desde unos comienzos tan modestos, aquel despliegue posterior de la Obra en la economía, en la política.

Antonio había saludado a Mariano Navarro en algún retiro espiritual para casados y sabía que .era uno de los supernumerarios más antiguos. Comprendió en seguida que Alberto Ullastres tendría que dejar la presidencia de Hispamun y se le vino a la cabeza un fugaz impulso de entusiasmo al pensar en lo fácil que resultaría para él, como ministro, apoyar los planes de los Antonios.

Al día siguiente por la tarde fue a la organización central de los negocios e inversiones de la Obra, una sociedad financiera llamada Esfina, con sede en la calle Claudio Coello. Allí se reunían los directivos de las diferentes sociedades del grupo y allí tenían despacho Luis Valls y Alberto Ullastres.

Notó también al entrar la excitación fruto de la novedad y, pasando a una de las salas, vio a un nutrido grupo tomando unas copas y rodeando a Alberto Ullastres, que había venido a despedirse. Se unió Antonio al corro. Numerarios, supernumerarios y miembros de confianza de las sociedades del grupo bromeaban y felicitaban al nuevo ministro. En una esquina se contaba que, cuando el periódico de la mañana había llegado a Diego de León con las fotos de los ministros en primera página, una sirvienta había corrido a dar la nueva a la directora, diciéndo1e: "¡Mire, señorita, el señorito del yogurt!", porque Alberto Ullastres, a causa de su estómago, guardaba una dieta que incluía ese alimento diario.

Días después, se reunía el consejo de administración de Hispamun para proceder a la sustitución del presidente. Cesaba también Jorge Brasa, a quien Ullastres había nombrado colaborador suyo en el ministerio.

Don Leoncio Cuadrado, días más tarde, felicitó en privado a su hijo por el éxito de la Obra.

-A ver si son capaces de arreglar la economía -le dijo. y con cierta sorna añadió-: Porque para este trabajo no basta con ser honrado y bien intencionado, sino dar con las teclas que pongan al país en pie.

Antonio notó a su alrededor un cambio en las reacciones. Empleados del banco, amigos y colaboradores comerciales de su padre le trataban de otra manera. Hasta ahora, su pertenencia al Opus Dei no había sido cuestionada más que en términos de curiosidad, con aquellas preguntas siempre repetidas de si se podía casar, si tenía que entregar todo el dinero que ganaba, etc., residuos de las explicaciones que su padre daba a sus íntimos. Y como él se comportaba muy naturalmente en el tráfico mercantil, la gente había terminado por no preguntar acerca de algo que no entendían bien. Ahora era distinto. Una mañana en que había ido al banco para firmar un aval, don Manuel, el viejo amigo de su padre, le retuvo unos momentos:

-Oye, Antoñito, me tienes que explicar en qué consiste eso vuestro. Además, en la dirección general están deseando saber hacia qué soluciones se van a inclinar los nuevos ministros, y yo supongo que tú estarás enterado.

Salió como pudo del compromiso, y aquella tarde solicitó ver a Luis Valls. Éste le recibió con su mejor sonrisa y escuchó tranquilamente las preguntas y los interrogantes de Antonio: ¿Tienen los de la Obra alguna política económica concreta? ¿Cuáles serán las relaciones entre ellos y los superiores internos? ¿Se podrá hablar de esto en público? Luis no le dio apenas respuestas concretas, limitándose a aconsejarle que esperase los acontecimientos y tratase de eludir los aprietos en que le ponían sus amigos.

El cerebro de Antonio comenzó a vacilar, sobre todo después de asistir una tarde en Diego de León a una meditación presidida por don Antonio Pérez, el secretario general de la Obra. Durante media hora don Antonio habló de la necesidad de hacer compatibles responsabilidades personales en la vida pública con la obediencia y los planes corporativos.

Antonio, que no tenía ninguna idea preconcebida, ni prejuicios a favor o en contra de cualquier estrategia, a lo único que aspiraba en aquel momento era a que le proporcionaran una orientación clara al respecto. Nadie se la daba. Ni en Diego de León, ni mucho menos en Españoleto, cuyo director estaba aún más despistado que él mismo. Le decía para salir del paso, en la confidencia semanal que había que conservar la confianza en el Padre y que ya él explicaría las cosas a su debido tiempo. Antonio, sin resolver el asunto, decidió congelarlo momentáneamente y se concentró, con el otro Antonio, en los problemas de Hispamun.

De resultas de la reunión en París, estaban dándo1e vueltas a un tema complicado. La mayoría de las delegaciones en Europa apenas disponían de dinero para comenzar sus actividades. Los de la Obra, en apuros para solventar sus propios asuntos, no encontraban manera de allegar recursos, y sus socios o colaboradores ajenos imponían condiciones, como la propiedad de la mayoría de las acciones en las respectivas sociedades, que no convenía aceptar. Los Antonios se habían traído una propuesta a Madrid para anticipar dinero a las diversas delegaciones, a fin de permitirles arrancar, pero existía el problema del control estatal sobre divisas y envíos de dinero al extranjero. "¿No crees que Alberto Ullastres entenderá el problema y nos ayudará?", le preguntaba Pérez Ruiz. Antonio decidió incluir esta cuestión entre las varias que presentaría a Luis Valls cuando despachara con él la próxima vez. A medida que se desarrollaban las actividades económicas de la Obra, se iba también desarrollando una línea jerárquica de decisiones. En cada empresa que se fundaba se nombraba un encargado de despachar con los superiores. Cada centro nacional de decisiones estaba regido por un administrador regional.

En España, desde mucho tiempo antes el cargo venía siendo desempeñado por Andrés Rueda, un muchacho segoviano cuya familia tenía negocios de zapatería. La administración se dividía en tantas secciones como tareas desempeñaba. Había, por ejemplo, la sección de financiación de casas, la de apostolados concretos, y acababa de crearse la sección de empresas.

Con esa sección despachaban los encargados de cada sociedad. Tenían que entregar periódicamente balances de su actividad y recibían toda clase de consejos y órdenes, que se convertían en decisiones de la empresa en cuestión a través del voto mayoritario de los miembros de la Obra. Algunas sociedades más importantes, como Hispamun, despachaban tamo bien directamente con Luis Valls, el factótum general, "mi banquero", como le llamaba el Padre. Valls efectuaba de vez en cuando viajes a Roma o recibía en Madrid a los emisarios de la oficina central. Antonio ya había averiguado que el mensaje de Roma era muy simple y se reducía a dos consignas básicas: conseguir mucho dinero para financiar las casas y los apostolados, especialmente la construcción del Colegio romano de la Obra en la capital del mundo católico, y penetrar, a través de afiliados o de personas de confianza, en la mayor cantidad posible de centros y entidades de poder.

Los que estaban metidos en todo este engranaje comenzaban a disfrutar en la Obra del respeto y el status especial que antes sólo se otorgaba tácitamente a los intelectuales, es decir, generalmente a los catedráticos de universidad. A fuerza de oír el mensaje de expansión y de su inevitable prerrequisito económico, los miembros de la Obra se iban mentalizando en estas cuestiones de eficacia, y así como al principio la cohesión interna se basaba fundamentalmente en la fidelidad a las normas de piedad y los votos y en la consecución de nuevos adeptos, a partir de mediados de los años cincuenta, tal y como Antonio advertía, se había ido imponiendo un sentido práctico, simbolizado en la expansión geográfica, en el Colegio romano, en la universidad de Navarra y, ahora, en el mundo financiero y político. Sin embargo, el asunto no aparecía del todo claro, como se puso de relieve en un incidente que le ocurrió a Antonio por aquellas fechas. Hacía dos o tres años que participaba en la labor de San Gabriel, dirigiendo a los supernumerarios. Los superiores habían tenido que echar mano de todos los que habían terminado la carrera para ocuparse de este asunto, porque un empujón del Padre les había forzado a incrementar el apostolado entre casados. El asunto iba viento en popa, ya que muchos de los chicos que no habían querido "pitar" en su día como numerarios lo hacían ahora ya casados y traían a sus amigos y parientes con ellos.

Todo lo que era rigidez en el plan de vida de los numerarios era flexibilidad en el de los supernumerarios. Cumplían sólo las normas que su trabajo y obligaciones familiares les permitían, aunque algunas esposas se quejasen de tanto círculo y tanto retiro, daban una aportación económica mensual y, poco a poco, se incorporaban a las actividades corporativas. Antonio se daba buena maña para alentarlos en la confidencia quincenal y en el círculo semanal y tenía a su cargo una docena de ellos. Para este asunto existía asimismo una organización, al triple nivel de ciudad, nación y Roma. A través de ella se tramitaban las incorporaciones, se organizan los actos de formación, se daban consignas. Mariano acudía periódicamente a ver a Fernando Valenciano, un ingeniero de Caminos, director de la labor de San Gabriel en Madrid. Uno de los supernumerarios más dóciles y entusiastas era Alvaro Lacalle, militar de profesión, que cooperaba también en algunas actividades económicas de la Obra. Luis Valls indicó un día a Antonio la conveniencia de sondear a Alvaro acerca de su disponibilidad para ocupar un cargo político.

Días después, Alvaro fue nombrado por Mariano Navarro director general en el Ministerio de Hacienda. Fernando Valenciano llamó la atención a Antonio por aquella gestión, y éste se extrañó de la falta de coordinación entre los superiores. Más tarde comprendería que, en aquellos momentos, había tensiones y conflictos a nivel de los mandos sobre los limites y las reglas del juego en toda aquella aventura de la expansión, y que el Padre no se decidía a dar criterios claros al respecto.

Tropezó con nuevos problemas en una convivencia de supernumerarios a la que asistió como miembro del Consejo local. A semejanza de los numerarios, los supernumerarios debían destinar cuatro días al año a ejercicios espirituales, y una semana a la convivencia de formación. No todos acudían puntualmente, ya que significaba una ausencia demasiado prolongada de sus obligaciones, pero, como la mayoría de los casados de Madrid pertenecían a la clase media alta, como ninguno era propiamente asalariado en los términos de la masa laboral española, la mayoría podía permitírselo.

En aquella convivencia se habló mucho de la organización de los supernumerarios para ayudar a las actividades de la Obra y se animó a todos ellos a responsabilizarse de una parcela de tal ayuda. Habitualmente, los supernumerarios se asociaban en grupos de diez o doce, al mando de un numerario que les dirigía. Poco a poco, dentro de cada grupo se nombraban encargados de una misión especial. Había uno encargado de contabilizar las suscripciones a las revistas de la Obra, como "Actualidad española", y de animar a los del grupo para conseguir más suscripciones. Otro se ocupaba de avisar para las reuniones comunes. El conflicto estalló cuando Rafa Escolá, un numerario catalán, director de la convivencia, se opuso en el Consejo local a hablar a los supernumerarios del asunto de Esfina. Los superiores, especialmente algunos que habían acudido de Madrid a Molinoviejo expresamente con esa finalidad, presionaban para que en cada grupo de supernumerarios hubiera uno encargado de encauzar todas las gestiones conducentes a incrementar la influencia de la Obra en el mundo económico. A corto plazo, se trataba de atraer hacia Esfina, entidad financiera, los ahorros de parientes y amigos, a los que se otorgaría un interés superior al bancario, hablándoles además del fin cristiano de aquellas inversiones, destinadas a sostener una Prensa católica. Rafa Escolá argüía, desde su veteranía en la Obra, que aquello no entraba en el espíritu fundacional y que a él le parecía mal utilizar a los supernumerarios para eso, más aún convirtiéndolo en una tarea fija, paralela a las propiamente apostólicas. Antonio asistió callado a la conversación entre Rafa y el superior de Madrid, quien al final, prudentemente, decidió aplazar el discurso a los supernumerarios y aconsejó a Rafa "pasarse por Comisión" a la vuelta. Más tarde, Antonio habló del tema con Rafa y, cuando volvió a Madrid, lo hizo con su director en Españoleto.

Una vez más se le recomendó paciencia y esperar a que el Padre se pronunciase, aunque Antonio argumentaba, con datos de su propio trabajo en Hispamun, que aquella política no era sino la consecuencia de la movilización general de personas y capitales en beneficio del apostolado, claramente descrita en la "Instrucción de San Gabriel". Le aconsejaron escribir una nota sobre el asunto y se pasó dos días corrigiendo sucesivos borradores, hasta dar con una redacción que le satisfizo y en la que exponía sus preocupaciones y daba una solución al trabajo corporativo. Decía en su último párrafo: "Si se considera que esa movilización de personas y capitales, por razones de discreción o confusión apostólica, no debe hacerse desde los organismos de la Obra, se podría simplemente fomentar la dedicación de personas individuales a la industria y al comercio, y ellos, mediante empresas familiares o de pura asociación civil, conseguirían el dinero que luego la Obra repartiría entre las actividades individuales que presentaran mayor interés apostólico".

Mandó la nota a Comisión siguiendo los trámites de rigor y se dispuso a esperar respuesta. Sin embargo, dos meses después sobrevino un suceso que le supondría una clave para entender muchas cosas en el futuro. Andrés Rueda, el administrador regional, le citó a una reunión en la casa de la calle Montesquinza, sede igualmente de la Administración regional. Allí compareció una tarde y se encontró con el propio Andrés y con José María González, un funcionario del Ministerio de Comercio, asimismo numerario, que Ullastres había destinado a su servicio directo. La reunión se inició propiamente con la llegada de don José María Hernández Garnica, el sacerdote encargado de la Sección femenina que Antonio conoció en Diego de León y que ahora residía en Roma. Don José María les reveló que había estudiado con el Padre una manera de conseguir beneficios económicos, consistente en que algunos de la Obra cooperasen con comerciantes de importancia. Su cooperación estribaría en facilitar a dichos comerciantes contactos con los miembros de la Obra que gobernaban ahora los ministerios económicos. En concreto, don José María le dijo a Antonio que debía proponer tal tipo de cooperación a don Isaac, el conocido financiero judío, amigo de su padre y socio ahora de Hispamun. No parecía que la cuestión fuera a discutirse mucho más, porque en seguida despidieron a Antonio, no sin antes encarecerle que pusiera en marcha el plan cuanto antes.

Antonio explicó el asunto a su padre, que lo entendió a la primera. La tradición comercial de premiar a los intermediarios con el poder se había desarrollado mucho durante las carestías de la posguerra. La escasez de materias primas, de divisas, el establecimiento de cupos, etc., permitía una gran discrecionalidad a los que decidían en los ministerios, y alrededor de ellos bullían amigos y parientes solicitando favores para sí y sus sociedades. Eran famosos algunos ministros anteriores de Comercio, que no sólo favorecieron descaradamente a sus amigos, sino que se beneficiaron personalmente mediante su participación, más o menos disimulada, en sociedades y empresas. Don Leoncio no había tenido más remedio, en otras ocasiones, que dar comisión a funcionarios de organismos oficiales para conseguir ventas, y había llegado a la conclusión de que, sin ese lubrificante, resultaba muy difícil trabajar con entidades públicas.

La diferencia en este caso, como no se cansaba de repetir Antonio, consistía en su finalidad sobrenatural: contribuir a la expansión de la Obra. Don Leoncio prometió su apoyo a la gestión, y una mañana visitaron a don Isaac, el cual se avino en seguida a dar una cierta comisión al grupo sobre las ventas en las que intervinieran con sus gestiones burocráticas.

Por aquellos tiempos, don Isaac se hallaba en relaciones con la Comisaría de abastecimientos y las importaciones y exportaciones dependientes de ella. No se estableció ningún "modus procedendi" especial, y una tarde, en casa de un amigo común, el financiero tuvo ocasión de saludar al nuevo ministro Ullastres, a quien ya había tratado brevemente en los consejos de Hispamun. A Antonio le habían insistido particularmente sobre la necesidad de discreción. De esos asuntos no debían enterarse más que los superiores especialmente encargados de los problemas económicos. Precisamente, se había ganado una buena bronca del Padre cuando, en la residencia de París, había hablado de temas económicos delante de los compañeros de allí, que no estaban en el ajo.

Pero el asunto se reveló más difícil de lo que parecía. A lo largo del año 58, Antonio trató de hablar en favor de sus nuevos intereses tanto con Alberto Ullastres como con Jorge Brosa. Pero observó una notoria resistencia en ambos, e incluso llegó a sospechar que los superiores no habían hablado con ellos o que, si lo habían hecho, no habían conseguido un apoyo sustancial. Luis Valls provocó una reunión en la casa de la Obra donde vivía Jorge Brosa, a la que acudieron los dos Antonios y Francisco Planell, otro superior de la organización. Pese a sus argumentos, no consiguieron de Brosa un compromiso de ningún tipo al respecto. Don Isaac le había dado ya a Antonio algún dinero, pero, por lo visto, sus empleados se quejaban de que esas nuevas amistades no eran tan eficientes como parecían.

Mientras tanto, los dos Antonio seguían tratando de expandir la organización internacional de Hispamun y luchaban contra las dificultades del comercio exterior, que tan fácil arreglo hubieran tenido de colaborar un poquitín los del ministerio.

A medida que pasaba el tiempo, Antonio iba notando esa especial tensión nerviosa y esa susceptibilidad que su madre sabía tan bien detectar y temer en don Leoncio. Las responsabilidades comerciales que habían recaído sobre él en el contexto de la Obra empezaban a quitarle el sueño, sobre todo cuando se trataba de conciliar el objetivo más inequívoco, conseguir beneficios económicos sustanciosos, con los más complicados de hacerla correctamente, tanto en términos mercantiles como en términos apostólicos. Su afán proselitista, el cuidado de sus hermanos supernumerarios le servía de consuelo. A veces le asaltaba la idea de que toda actividad económica no beneficiaba a su vocación. En los ejercicios espirituales de aquel año repasó con el sacerdote que dirigía la tanda esa nueva etapa de su vida. El entusiasmo y la satisfacción de sacar adelante la Obra figuraban sin duda entre los datos positivos, pero había bastantes negativos: la falta de sosiego para cumplir las normas, el constante colarse en la oración de los temas profesionales, el alejamiento, por días y por semanas enteras, de aquel gusto, aquella devoción, con que antes realizaba sus ejercicios de piedad... El cura, un vasco recién ordenado y recién llegado del Colegio romano, le escuchaba en silencio. Dos temas más incómodos surgieron en el monólogo de Antonio. Notaba que aquella vida tan excitante le quitaba las ganas de mortificarse. Ya no se ponía el cilicio cada jornada con aquella primera ilusión de penitencia. Veía llegar con temor la noche en que le tocaba dormir en el suelo y, con mayor frecuencia de la debida, perdía el buen humor y hacía sufrir a la gente que lo rodeaba. La cuestión de la pureza constituía el segundo problema. A medida que pasaba más tiempo en la Obra, y ya llevaba casi diez años, le costaba más la abstinencia. Se iba acercando a la treintena y, de repente, la calle, la oficina, los viajes, se le habían convertido en una gran tentación carnal. En ocasiones tenía que frenar sus llamadas a la secretaria por el teléfono interior de la oficina, porque un fino instinto le decía que las más de las veces no la necesitaba y lo hacía sólo por verla de espaldas, cuando se dirigía hacia la puerta contoneando su figura. Aquí el sacerdote le interrumpió y le recordó los preceptos específicos de la vocación de numerario: por orden del Padre, un numerario no debía trabajar solo en el mismo recinto que una mujer, ni ir con ella por la calle, y se recomendaba no tener secretaria, sino secretario.

Antonio repuso que las más de las veces esas circunstancias eran imprevisibles en el mundo de los negocios y que, salvo en posiciones de alta categoría financiera, nadie podía permitirse el lujo de tener un secretario. Era una profesión de mujeres. En todo caso, la vida en medio del mundo despertaba en él pasiones y sentimientos que creía definitivamente desterrados desde su ruptura con Amparo. Incluso el ir a las casas de los supernumerarios y conocer a sus mujeres suponía una tentación. Últimamente había tenido bastantes eyaculaciones nocturnas, y no estaba muy seguro de no haber cooperado en su producción, al no cortar rápidamente los pensamientos o no cambiar de postura en la cama.

-O sea -terminó con la cabeza entre las manos-, que el voto de castidad se me está convirtiendo en una obsesión, en una carga, y no en la esperada liberación.

Salió de los ejercicios con un propósito renovado de recuperarse. Volvió a sus primeras costumbres de piedad y trató de aislarse lo suficiente para hacer bien la oración de la tarde. Con la de la mañana no tenía problemas, porque todos los de la casa la hacían juntos en el oratorio, temprano, antes de la misa, escuchando puntos de Camino o de otros documentos internos. Pero por la tarde, cansado de trabajar, a veces le faltaban los ánimos para meterse otra media hora en el oratorio al regresar a su casa y, con sus obligaciones y citas, la media hora en la oficina se veía constantemente interrumpida. Se prometió a sí mismo volver a casa a tiempo. También decidió llevarse el cilicio a la oficina, para sentir el hierro en su carne durante aquellas horas. Y sobre todo, resolvió confiarse a los superiores, no poner en duda ni discutir internamente sus decisiones y dedicar más tiempo al apostolado.

Al curso siguiente, cambió de casa. Cada año, los superiores de la Obra reorganizaban éstas por intereses apostólicos o conveniencias de la vida de familia. Una vez había oído decir que era bueno cambiar, para no apegarse ni formar amistades particulares entre los socios. Él mantenía especiales lazos de afecto con algunos de sus primeros íntimos, pero había aprendido a no hacerse ilusiones sobre ello y a intimar en seguida con sus nuevos compañeros. Sentía algunas reservas respecto a aquellos cuyo carácter o modo de pensar le chocaban, pero no se hacía demasiada cuestión de ello. Algunas veces le ponían nervioso los entusiastas o los pueriles, aquellos que, concentrados en la observancia, manifestaban puntos de vista ridículos o infantiles respecto a la gente que no era "de casa" o a los apostolados.

Fue destinado a la casa que la Obra tenía en la calle Villanueva, una de las más antiguas, donde vivían compañeros de mayor edad que él. Allí advirtió que, a partir de los cuarenta años, los socios numerarios, y en especial aquellos que se dedicaban a tareas no apostólicas o corporativas, iban consiguiendo un cierto status de autonomía o relajación de las primeras observancias. Vicentón Rodríguez Casado, catedrático y político, era uno de aquellos tipos que hacía prácticamente lo que le venía en gana. Hasta entonces, Antonio estaba acostumbrado a pedir permiso al director para comer o cenar fuera de casa, explicándole en cada caso las razones, a no faltar a los círculos salvo por motivos muy graves y, en general, a subordinar toda su vida exterior a las exigencias de la piedad, el apostolado y la vida de familia. Y ahora estaba empezando a darse cuenta de que los mayores tenían bastantes bulas al respecto y que algunos constituían ocasión de escándalo, incluso para los de fuera, por sus aficiones gastronómicas, su frivolidad e incluso su mala lengua.

Dos o tres veces a lo largo de ese curso trató el tema de la ejemplaridad con sus superiores. Él mismo sentía grandes dudas, al hacer un viaje, al comprar objetos de uso o consumo, sobre el grado de comodidad que un numerario podía introducir en su vida.

En las casas, especialmente en las de mayores, se combinaban comodidades e incomodidades. Ya todos contaban con una habitación individual, aunque habían de compartir los cuartos de baño. La comida era abundante, pero sólo se tomaba aperitivo, café y copa en las fiestas o cuando el director lo decidía. No estaba bien visto dormir la siesta. Sin embargo, algunos se retiraban a sus cuartos en vez de rezar el rosario con los demás después de la tertulia. Al disponer muchos de las instalaciones y medios de los negocios o entidades que presidían, se producía una paulatina creación de lo que el Padre tanto criticaba, el peculio personal. A cargo de los gastos generales de las sociedades, o de representación de los políticos, los numerarios usaban coches, hacían viajes, invitaban a comer a sus amigos... Todo ello daba origen a un principio de insinceridad. Con frecuencia, cuando le asaltaba una duda al respecto, Antonio solía darse a sí mismo, sobre la marcha, razones de conveniencia apostólica, sobre todo en relación con sus nuevas actividades mercantiles, pero, en momentos de reflexión y examen, sentía cierta culpabilidad, especialmente al comparar sus libertades y las de quienes se encontraban en su misma situación con las de aquellos numerarios que trabajaban en cosas de la Obra, en asuntos internos o en apostolados de enseñanza. Comenzaba a dibujarse en su vida aquella peligrosa dicotomía contra la que tanto le ponían en guardia en tiempos pasados, ya que, obsesionado por los apostolados económicos y las responsabilidades, consciente o inconscientemente, necesitaba cada vez más excitación y compensaciones para su cansado trabajo diario.

Al final del curso se produjeron dos importantes acontecimientos en su mundo de los negocios. Una tarde, don Antonio Pérez, el secretario general de la Obra, le informó de que habían logrado convencer a Alberto Ullastres a fin de que nombrase a un miembro de la Obra para algún cargo del ministerio desde el cual pudiera ayudar o, al menos, oír las pretensiones de los encargados de las empresas apostólicas. Su sorpresa fue mayúscula cuando Antonio Pérez Ruiz le informó aquella noche de que lo iban a nombrar para la Comisaría de abastecimientos, algo que sucedió días después.

La alegría de los Antonios, así como de los miembros del equipo de Hispamun, fue grande, porque cada día resultaba más patente que, sin un cierto apoyo gubernamental, no había manera de desarrollar los planes de comercio exterior que se habían trazado y, consiguientemente, de conseguir beneficios para la expansión de la Obra.

Aparentemente, los superiores estaban cada vez más interesados en crear equipos de gente de confianza alrededor de los ministros de la Obra, y el propio don José María Hernández Garnica, el sacerdote, se había jactado delante de Antonio de haber sido quien recomendara para el cargo de subsecretario de Comercio a un supernumerario, abogado del estado.

De todas maneras, Antonio no tenía mucha seguridad sobre lo que sería mejor, si apoyar a don Isaac en sus negocios, para conseguir simplemente dinero, o expandir las actividades de Hispamun. La solución le vino dada por un acontecimiento, bastante desagradable para él, que se produjo después del verano.

En el mes de septiembre, después de que Antonio hubo regresado del curso anual en Molinoviejo, más relajado y con más ganas de trabajar, apareció por Madrid Manolo Barturen. Era éste un numerario, ingeniero de Minas, que llevaba cierto tiempo en Estados Unidos representando intereses financieros vascos. Una tarde se presentó en la oficina y habló a Antonio de sus planes, los cuales estribaban simplemente en la sustitución del criterio de ayuda a don Isaac por un montaje propio.

Antonio reaccionó alegando las instrucciones que había recibido, y Manolo zanjó la entrevista dando un violento portazo. Antonio corrió a contar la entrevista a Luis Valls. Valls le respondió que cada uno debía hacer las cosas como mejor le pareciese, con lo que le dejó extrañamente desconcertado. Acudió finalmente al secretario general de la Obra, que le tranquilizó y vino a decirle que era preferible el punto de vista de Barturen. La confusión no hacía más que aumentar en la cabeza de Antonio.

Finalmente, en un momento de ira, y sin consultar con nadie, encaminó sus pasos a las oficinas de don Isaac y solicitó verle. Cuando, con todo afecto, el financiero le recibió, Antonio fue muy breve. Vino a decirle que, por razones personales, no se sentía capacitado para continuar aquella colaboración y que, por tanto, renunciaba a los beneficios de ella. Don Isaac le dejó hablar y trató de quitarle importancia al asunto, pero Antonio se despidió en seguida. Camino de Villanueva, la cabeza le daba vueltas. Contra su costumbre, entró en un bar de la calle Alcalá y se bebió dos copas de coñac, una tras otra.

Tenía el pulso aceleradísimo y, al subir en el ascensor, se ledesencadenó una taquicardia. Entró en la residencia, saludó al Señor en el oratorio y se derrumbó en su cama.

A la mañana siguiente, más calmado, se presentó a ver a Luis Valls, que por entonces ostentaba ya un alto cargo en el Banco Popular, y le contó su reacción y su decisión. Luis también trató de minimizar la cuestión y pareció aceptar el nuevo estado de cosas. Por la tarde, Antonio sostuvo una larga conversación con su padre, en la que le expuso sus deseos de volver a desempeñar más intensamente sus actividades en los negocios familiares, dejando un poco de lado las empresas de la Obra. El momento era propicio, porque se acababa de conseguir una representación de artículos electrónicos japoneses y, con la instalación de la televisión en España, había muchas oportunidades de colocarse bien en ese mercado. Don Leoncio comprendió las razones de su hijo y asintió a todo.

Sólo faltaba resolver la contradicción de la obediencia. Por primera vez en su vida, había actuado directamente contra las instrucciones recibidas. Desde el punto de vista externo, no se planteaba ningún problema, porque los superiores habían aceptado 1a situación y, en concreto, don Antonio Pérez le había tranquilizado mucho diciéndole que, mientras él se esforzase en santificar el mundo de las empresas y colaborase en la financiación de los apostolados, la Obra no le dada más orientaciones concretas. Por parte de Luis Valls y todo el equipo económico, a medida que pasaba el tiempo, descubría un creciente desinterés por los temas de Hispamun, desinterés que llegó a su culminación cuando, meses más tarde, se produjo un reajuste en la actividad de la sociedad, que entró más de lleno en la órbita de los negocios de su padre, abandonando el Banco Popular parte de las acciones y quedando éstas casi en su mitad en manos de los Cuadrado y la Obra. Aquello fue el inicio de una nueva época, más sosegada y menos conflictiva, pero también el punto de partida de las vacilaciones internas de Antonio, que nunca llegaría ya a resolver esa falta de confianza en los superiores y en la doctrina de la Obra que se le había metido en la conciencia a consecuencia del caso.

A partir de 1962, con la ascensión al poder político de Laureano López :Rodó y sus colaboradores en el Plan de desarrollo, Antonio empezó a percibir un clima peculiar en la Obra y alrededor de ella. El cincuenta por ciento de las conversaciones apostólicas con terceros, que antes se invertían totalmente en hablar de vida interior, se referían al asunto de la libertad de los miembros de la Obra y a defender ésta de las acusaciones de auto-ayuda que de todas partes llovían.

Personalmente, se iba inventando su propia teoría, para su tranquilidad íntima y como fundamento de su sinceridad apostólica. "La Obra -solía pensar y decir- está explorando nuevos modos de presencia de los cristianos en el mundo, y por eso a veces camina en zigzags. Pero ésa es una cuestión accidental. Lo sustancial es la entrega personal, la rectitud de intención, y de eso hay toneladas en casa." Para tal argumentación, le resultaba siempre sencillo apelar al espectáculo de sacrificio y abnegaci6n de tantos numerarios, de las chicas y también de las familias de los supernumerarios que él trataba. Porque, a excepción de aquellos numerarios mayores que no se comportaban con demasiada ejemplaridad en la vida pública y que en la interna disfrutaban de bulas y privilegios, todavía en los años sesenta, pensaba Antonio, los miembros de la Obra vivían una vida sacrificada y obediente. Bastaba presenciar cómo la inmensa mayoría de los numerarios aceptaban renunciar a sus planes personales, mantenían una lucha constante con su egoísmo y se esforzaban por llevar adelante las consignas apostólicas. Recordaba, por ejemplo, el esfuerzo que les costaba a todos pedir dinero en aquellos maratones de asalto al bolsillo ajeno que de vez en cuando organizaban los superiores.

Uno especialmente importante tuvo lugar cuando Antonio empezó a desempeñar el cargo de secretario de la Asociación de amigos de la universidad de Navarra.

El episodio conflictivo de los negocios de la Obra había quedado atrás. Por instinto de coherencia, procuraba alejarse del entramado de actividades económicas que se desarrollaba alrededor de Esfina, del Banco Popular, del Banco Atlántico, aunque se afanaba, eso sí, porque la cantidad anual que ingresaba en la Obra como producto de sus negocios familiares fuera siempre creciente. Aparentemente nadie le pedía más. Las actividades de Hispamun decrecieron paulatinamente, abandonándose poco a poco aquellas utopías de financiación del apostolado exterior. Un suceso desgraciado, la muerte de Pérez Ruiz en accidente de automóvil, que Antonio sintió profundamente, terminó de alejarle de aquellas áreas de influencia. Su ilusión apostólica se concentraba cada vez más en la labor entre los supernumerarios y, como remate, un cierto día le pidieron que reorganizase la Asociación de amigos de la universidad de Navarra y, en concreto, diese un nuevo empuje a las ayudas y limosnas destinadas a esa obra corporativa.

Aceptó de buen grado el encargo, hizo algunos viajes a Pamplona, y, con el apoyo de los superiores, se dispuso a montar una red de influencias para el sostenimiento económico de la universidad.

Éste tenía dos orígenes: por una parte, lo que se conseguía sacar al Estado y a las entidades públicas, .aspecto que controlaban directamente los superiores. Alguna vez participó en conversaciones marginales con el mundo de la Presidencia del Gobierno y los supernumerarios, como Chemari Sampelayo, de quienes Laureano se rodeaba. Pero sin intervención importante. Por otro, y su tarea consistió precisamente en montarla, una red, paralela a la labor apostólica de los supernumerarios, que abarcaba todas las ciudades donde la Obra se hallaba presente.

Viajó bastante con ese fin, y su trabajo culminó en dos acontecimientos que luego recordaría con frecuencia: la asamblea general de Amigos en Pamplona, reunida alrededor del Padre en 1963, y las gestiones de financiación extraordinaria de 1967.

También efectuó un viaje por América, tocando en la mayoría de las capitales del hemisferio sur y dando conferencias en los centros de la Obra juntamente con otro numerario. Pero aquello fue más divertido que fructífero, ya que, en la mayoría de aquellos países, la Obra no poseía aún la capacidad de financiar a la vez las realizaciones nacionales y la universidad de Navarra.

En 1963 se trataba, según le dijeron los superiores, de organizar una gran concentración de Amigos en Pamplona, a la que el Padre dirigiría la palabra para enfervorizados en su apoyo a la universidad. Antonio quedó encargado, con otros dos numerarios, de planificar y llevar a cabo la concentración. En primer lugar contaba con el apoyo de los políticos e intelectuales que presidían la asociación. Por aquellos tiempos, el conde de Mayalde, Gregario Marañón y el doctor ]iménez Díaz habían sido atraídos al ámbito de la Obra y, en concreto, de la universidad. A renglón seguido, mediante la red provincial de delegados de la Asociación de amigos, se planearon los viajes. Con el apoyo de los muchos contactos establecidos ya con el poder, se organizaron trenes especiales desde Barcelona, Madrid y Sevilla. En un momento dado, más de cinco mil personas cayeron sobre Pamplona, donde los de la Obra habían preparado los alojamientos y los actos. Acudieron asimismo afiliados a la Obra, acompañados de sus amigos desde Francia y Alemania, y el Padre tuvo que someterse a un sinfín de intervenciones en un teatro y en los colegios mayores. Antonio, por vez primera, quedó impresionado ante el fanatismo de las mujeres. Corrían a besar al Padre, pedían a gritos su bendición y le arrancaban trozos de sotana. Un espectáculo parecido dieron los obreros de la Obra, que levantaron en volandas el coche de! fundador. Éste andaba muy seguro de sí mismo por entre aquella muchedumbre, y todo fue como una gran fiesta de optimismo que levantó la moral de Antonio. No obstante, e! leitmotiv de los discursos del Padre consistió en la defensa de la libertad profesional de los socios de la Obra y en la negación de las acusaciones de asalto al poder. En ese sentido, Antonio volvió a Madrid con la sensación de que la mejor manera de defenderse de esas acusaciones era justamente evitar que los numerarios protagonizasen situaciones políticas importantes, algo que durante el invierno siguiente constituyó e! centro de sus preocupaciones.

Con el beneplácito del director de la casa de Villanueva, se había acostumbrado a poner por escrito sus pensamientos al respecto y enviados al consiliario. Éste no era ya Antonio Pérez, sino Florencio Sánchez Bella, no demasiado interesado, al parecer, en aclarar las cosas, sino en mantener una especie de entusiasmo general que desagradaba a Antonio.

Todo aquel trajín de redacciones se aceleró con motivo de dos sucesos: uno producto de su vida mercantil; el otro, un incidente ocurrido en una convivencia de numerarios celebrada en una finca que la Obra tenía en Piedralabes y que se llamaba La Pililla. Aquella finca le era particularmente desagradable, primero, porque hacía en ella un calor sofocante durante el verano, y las chicharras y los grillos no le dejaban dormir. En segundo lugar, porque le habían contado que, Múzquiz, un sacerdote de la Obra e ingeniero de Caminos, había logrado frenar un expediente de expropiación de La Pililla en el Ministerio de Obras Públicas, expediente promovido por el trazado de una línea férrea. Aún podían verse en la finca los tajos y las zanjas de las interrumpidas obras, un recordatorio para Antonio de la prepotencia administrativa de que tantos acusaban a la asociación. A mitad de la convivencia, apareció el consiliario, don Florencio. Los numerarios asistentes a ella, que procuraban olvidar con el deporte, el descanso y la piedad los inviernos de trabajo, se veían sin embargo exhortados a aprenderse de memoria el nuevo catecismo de la Obra y los nuevos documentos internos. El catecismo había variado bastante, y Antonio lo notó. Era menos dogmático, más flexible y hacía muchas referencias a la libertad profesional, el gran caballo de batalla.

Al reunirse en tertulia alrededor de Florencio todos los asistentes a la convivencia, el consiliario empezó a ponderarles las actividades apostólicas en marcha y, en concreto, la nueva imprenta que acababa de importarse para el edificio azul donde la Obra regentaba varias empresas de Prensa. Con cierto atrevimiento, no exento de respeto, uno de los curas presentes, un tal Pedro Rodríguez, preguntó en voz alta al consiliario qué explicación debían dar a la gente de fuera sobre las relaciones de dependencia entre esas empresas y la jerarquía de la Obra. El consiliario, a quien no pareció sentarle demasiado bien la pregunta, respondió que cada cual diese la respuesta que le pareciese más acertada.

Antonio salió de aquella tertulia muy molesto. Le parecía que la Obra no se daba cuenta de lo que se le venía encima y que no se podía mantener por más tiempo aquella doble verdad, una para consumo interno y otra para el exterior. Asimismo encontraba cada vez más pueril la actitud de los superiores, como si aquella vida de encierro corporativo que llevaban, manteniendo con el exterior una relación basada en informes y documentos, pero sin experiencia directa, les hubiera privado de toda capacidad de análisis.

Durmió mal varias noches y no logró calmarse. Y algunos días después de su regreso a Madrid, le volvió a ocurrir otro suceso desagradable. Un fabricante de artículos electrónicos con quien empezaban a entablar relación los Cuadrado se presentó en la oficina a proponer y discutir una cooperación comercial. Era un hombre sencillo, muy a la pata la llana y, como él mismo decía, amigo de la claridad. Al esbozar el contenido de la cooperación, hizo una referencia expresa a las posibilidades de los Cuadrado de conseguir favores ministeriales. Antonio, a quien ya le llovía sobre mojado, montó una desagradable escena de aclaración, que enfadó a su interlocutor y asombró a los empleados asistentes. Antonio se enfadó después consigo mismo, y aquella semana, en la confidencia, tuvo una discusión con su director, que trataba de calmar sus furores sin conseguido.

A partir de entonces, inconscientemente, huyó cuanto pudo de Madrid y comenzó a desarrollar esa especie de vida paralela que tanto afeaba antes en los mayores de la Obra. Partía en viaje siempre que podía e inventaba constantemente nuevas salidas. La convivencia en las casas de la Obra era cada vez más superficial. Cuando se tocaba en la tertulia algún tema conflictivo, el director interrumpía la conversación y se ponía la tele. Más tarde, Antonio reflexionó sobre el curioso papel que la tele vino a desempeñar en las casas de la Obra. Cuando llegaron los primeros aparatos a las casas de los mayores, se recibieron a la vez notas de Roma reglamentando su uso. El consejo local de cada casa debía determinar semanalmente los programas que se verían, ejercitando una cierta censura y evitando que la tele perjudicara el primordial carácter apostólico de las tertulias o el descanso nocturno. Bien pronto la presión de los programas de noche trasladó el rezo del rosario desde después de la tertulia de la cena a después de la del almuerzo y se interfirió también en el examen de conciencia colectivo que cerraba el día. Poco a poco, como en tantas familias, la tele significó en las casas de la Obra el procedimiento para evitar conflictos y polémicas durante las tertulias, hasta que llegó un momento en que ya no se hablaba, sólo se veía la televisión. El cansancio de la jornada era una explicación; la prohibición formal de ir a espectáculos públicos, otra; pero, a medida que pasaba el tiempo, Antonio se encontró cómodo con ese arreglo, aunque el precio fuese tener cada vez menos cosas en común con los habitantes de Villanueva y forjarse su propio mundo de relaciones, amigos e intereses. Posiblemente, el único lazo que le mantenía fuertemente vinculado a la Obra fuese su responsabilidad en el apostolado entre los casados, donde ejercía su personal modo de impartir consejos y consuelos y donde recibía las correspondientes gratificaciones psicológicas. En ese grupo, en ese ambiente, él era la Obra, se le escuchaba con respeto y nadie interfería especialmente en su misión. Además, los superiores se habían dado cuenta, según le había confesado una vez un miembro de la Comisión, de que la labor de San Gabriel era el único asidero que contaban en la Obra muchos numerarios mayores y de que tal encargo beneficiaba a veces más a la vocación del numerario, dándole una razón de proseguir, que a los destinatarios de ella.


La duplicidad de la vida de Antonio se inició de esa manera. Por una parte, se aferraba a la labor entre los casados, a la que estaba especialmente vinculada su vida de piedad. Por otra, trataba de encerrarse en su mundo de los negocios, viajes y amigos, para evitar los conflictos que suscitaba la falta de definición de la Obra. De vez en cuando, sin embargo, no podía evitar el enfrentarse con ellos, y entonces escribía largos documentos que entregaba a los superiores sin recibir de nadie la menor respuesta.

Para colmo, desde que se había celebrado el Concilio Vaticano, descubrió en los superiores una extraña ambivalencia respecto a las novedades que aquél había introducido en la Iglesia. Al principio de su vocación, se había sentido orgulloso de la modernidad de la Obra frente a lo que él entendía como arcaico en otras organizaciones eclesiásticas. Pero cuando el Concilio empezó a publicar documentos, comprobó que la Obra rechazaba algunos de ellos. Y en un viaje de negocios a Milán tuvo la impresión de que entre los miembros de la Obra se respiraba un cierto recelo contra el papa Montini, sobre todo después que éste había solicitado al gobierno español clemencia en relación al caso Grimau. Le habían dicho allí que el Padre había criticado ásperamente aquella jugada antiespañola del entonces arzobispo de Milán, que, para colmo, no había dado demasiadas facilidades para la labor apostólica de la Obra en su diócesis.

Tal y como lo veía Antonio, parecía producirse un cierto criticismo corporativo de la Obra respecto a la nueva actitud de la Iglesia, y eso se reflejaba en las docenas de documentos que mandaba el Padre acerca de la liturgia, los libros que se debían evitar, la actitud respecto a la libertad religiosa, etc.

Por todo eso, Antonio se encontraba cada vez más incómodo en la Obra, mientras paralelamente maduraban sus otras experiencias de la vida y se abría a ilusiones distintas.

El tema de la mujer y el hogar propio perturbaban cada vez con mayor frecuencia su imaginación. Su hermana Pilar se había casado con un ingeniero industrial, y Elena Cuadrado había recibido con gran júbilo al primer nieto. De vez en cuando, Antonio pasaba algunos ratos en la casa de sus padres y se sumergía en ese clima de felicidad pequeña pero reconfortante, que rodeaba los pequeños sucesos de la vida hogareña y que él se había negado.

A veces se descubría a él mismo envidiando a su padre y a su cuñado por todos aquellos pequeños detalles que sus mujeres les ofrecían constantemente y asistía con cierto regocijo a las triviales peleas caseras y a los reproches femeninos contra el abuso de los hombres y el machismo español. Se daba cuenta de que su padre y su cuñado, al precio de algunas libertades, más hipotéticas que reales, habían conseguido un entorno afectivo del que él carecía y de que aquellos sueños abracadabrantes de sus primeros años en el Opus Dei estaban siendo troceado s por los conflictos permanentes que su vocación le planteaba.

-¿Te pasa algo, Antonio? -le preguntó un día su padre-. Últimamente te noto más nervioso. Fumas constantemente y parece como si no pudieras parar quieto en ningún sitio.

La gramática parda con que don Leoncio andaba por la vida a sus cerca de setenta años le había enseñado a no interferir demasiado en la vida de los demás, y aquel asunto de la vocación de Antonio, que nunca había logrado entender del todo, se le empezaba a presentar como conflictivo a juzgar por tantas cosas como oía por la calle. La madurez comercial de Antonio era indudable. Había contribuido, con su capacidad, su juventud y sus nuevos contactos a través del Opus, a expandir los negocios familiares y hacerlos entrar en niveles de superior categoría. Pero aquella soltería sin apartarse del mundo y aquel runrún de las mescolanzas político-religiosas del Opus eran aspectos menos positivos.

-Estoy bien, papá. Sólo que me meto en muchos tinglados a la vez y no descanso suficientemente.

Antonio evadía la confrontación con su padre y con su madre porque estaba seguro de que no iban a entender su conflicto interior y porque no le parecía honrado, pese a todo, "lavar los trapos sucios fuera de casa", como se decía en la Obra y sin embargo, sentía una imperiosa necesidad de desahogarse con alguien que fuera neutral en el asunto, que no tuviera, como sus superiores, la obligación de ayudarle a seguir, que fuera capaz de darle un consejo en su solo beneficio personal.

Sin buscarla, se le presentó la ocasión. En un viaje a Alemania, precisamente para deshacer el tinglado de la financiación comercial de los apostolados, que se había montado durante la primera etapa de Hispamun, le ocurrió un incidente. Había pasado dos enojosos días en la residencia del Opus de Colonia, tratando de aclarar cómo se podría recuperar el dinero prestado desde España. La Obra de Colonia se había comprometido en una sociedad con un comerciante local y no le había ido demasiado bien. El dinero que los compañeros de España le habían prestado para arrancar había terminado por invertirse en cuestiones particulares de la Obra, en el pago del plazo de la residencia de estudiantes, etc. Antonio no sabía cómo arrancarles una promesa clara de devolución, ahora que resultaba más necesaria la clarificación contable de Hispamun. El asunto se había complicado porque los dos numerarios que iniciaron allí los negocios habían abandonado la Obra.

Una tarde en que el consiliario de Alemania le había dicho una estupidez de mayor dimensión con respecto a esos asuntos económicos, Antonio se fue a dar una vuelta por el centro de la ciudad, tratando de calmar su enfado. Pero cuanto más trataba de calmarse, más encolerizado se sentía interiormente. Su andar sin rumbo fijo le llevó a un bar de los alrededores de la estación del ferrocarril, donde se sentó y pidió una cerveza. Cuando quiso apercibirse de dónde estaba, se encontró en un ambiente de típica negociación carnal, con varias notorias prostitutas encandilando a otros tantos clientes. El impacto de la escena y la excitación consiguiente barrió de su mente la preocupación y experimentó un frenético deseo de satisfacer sus instintos para compensar aquel bulle-bulle de sus imaginativos conflictos.

Todo ocurrió muy deprisa. Una rubia alemana se le colgó del brazo, le soltó cuatro frases en inglés y lo llevó a una casa, situada a la vuelta de la esquina. La explosión del orgasmo, precedido por esa fusión carnal rompedora de la tensión intelectual, le dejó exhausto, pero absolutamente tranquilo. Tanto que cayó en un profundo sueño, del que se despertó tres horas después sin que nadie le molestara. Volvió a toda prisa a la residencia y se metió en la cama. Al ser despertado, como todos, para acudir a la oración matutina y a la misa, dio media vuelta y siguió durmiendo. Se levantó cuando los demás ya estaban desayunando, pretextando que no se sentía muy bien, y se marchó a la calle. El mecanismo del comienzo del día en las residencias de la Obra, con el forzado inicio de una hora larga en el oratorio, le ponía en una amarga situación psicológica. Desde que su cuerpo le presentaba factura por aquellos conflictos intelectuales, le pasaba lo mismo que a otros de la Obra, cuyas intimidades le había tocado escuchar alguna vez. La noche, en vez de ser un sosiego, significaba un mal trago, porque el insomnio mental despertaba las apetencias sensitivas, y la imaginación se le llenaba de figuraciones carnales que afloraban al relajarse la represión diurna. Una tras otra, figuras de mujer, residuos de pasadas memorias o de furtivas miradas presentes, se le metían en la cama. El cuerpo se le retorcía buscando la eyaculación y, cuando ésta se producía y entraba en calma, le venían las dudas y las angustias acerca de si había o no consentido y si debía por tanto confesarse por la mañana antes de comulgar. Los sacerdotes de la Obra estaban muy acostumbrados a esas visitas furtivas de sus hermanos antes de la misa, y, en la experiencia de Antonio, no daban mucha importancia al asunto. Pero una cosa era eso, y otra la confesión de una real fornicación. No se sentía con ganas de arrodillarse frente a ningún cura de la residencia de Colonia, entre otras cosas porque la mayoría de ellos habían participado, como superiores de la Obra, en las discusiones de los temas económicos. No obstante, ansiaba limpiarse de su mala conciencia.

Se dirigió, pues, a la catedral de Colonia, donde había visto un confesionario con el cartel: "Se habla español". Al entrar, vio a un cura sentado en él leyendo un libro a la luz de una pequeña bombilla. Se arrodilló y le contó su incidente. De acuerdo con las reglas, tenía que referirse a su voto de castidad, que agravaba el pecado y, bien pronto, después del mal trago, se encontró hablando del Opus Dei.

El cura era un franciscano español, cercano ya a los sesenta años, que se había enro1ado en la emigración clerical que siguió a la emigración laboral a Alemania. Llevaba ya cinco años viviendo en Colonia. Le contó a Antonio los sinsabores y las tragedias de aquellas familias, sus traumas y el olvido en que vivían por parte de las autoridades españolas. La gente del P.C. y otros grupos políticos que alentaban la rebelión obrera le habían contado problemas de España a la luz de su particular sentido crítico. No podía entender cómo los de la Obra habían contribuido a fabricar un modelo de desarrollo tan material y tan carente de sentido social.

-Cuando fui por primera vez a Roma -le contó a Antonio-, conocí al padre Escrivá y me pareció hombre espiritual. ¿Cómo consiente él esa connivencia vuestra con un capitalismo tan despiadado?

Antonio se sintió obligado a hacer una defensa de la liberalidad profesional de los miembros de la Obra y, enzarzados en la discusión, dejaron el confesonario y se sentaron en un café cercano.

-Mire usted -le dijo el fraile -, yo siento una antipatía instintiva por todas las connivencias Iglesia-Estado, que tan difícil hacen separar el trigo de la paja en la sinceridad religiosa. Después de nuestra guerra, yo tuve, como párroco, que repartir recomendaciones e influencias, incluso los beneficios de Auxilio social, sobre la base de aquella mezcla de ortodoxia religiosa y lealtad patriótica que se montó. Y en la medida en que dejaba de creer en aquel guiso, me volvía más enemigo de la dichosa confesionalidad del Estado. Luego, durante mi estancia en Roma, estuve a punto de colgar los hábitos por tanta hipocresía como descubrí en el asunto de la democracia cristiana. Pero me refugié en mi sencilla espiritualidad franciscana. Creo que lo único que me mantiene en la organización eclesiástica es el hecho de que me permitan esta tarea de consuelo al menesteroso y este mantenimiento de una fe sencilla entre los que se acercan a mi tenderete. Y a fuerza de hacerla sencilla, he terminado yo mismo por simplificar mis propias creencias. ¿Cree usted, por ejemplo, que los curas podemos dedicarnos a asustar a la gente con los asuntos de la bragueta, cuando, probablemente, lo único que les queda a estos obreros son las satisfacciones corporales y afectivas? A veces pienso que, desde Trento, la teología católica ha elaborado toda su praxis del sexto mandamiento para que los católicos no piensen en otra cosa y no tengan otros conflictos éticos. Y mientras tanto, la clase dominante sigue en su machito.

-Un poco marxista, le veo, padre- comentó relajado y jocoso Antonio.

-Yo no sé si los marxistas españoles que me rodean me han llevado a pensar así. Pero cada vez que me cuentan los tinglados de España y de su modernización, a base de recibir turistas y echar para acá a tanto español que no encuentra lugar en su país, menos ganas me dan de volver y más me asusta esa nueva clericalización de los asuntos políticos que vosotros, y perdona, representáis.

Antonio volvió a Madrid con el propósito firme de esclarecer su situación. En la primera confidencia, comentó con el director de Villanueva su estado de ánimo, incluyendo aquel incidente en Colonia y aquellas apetencias de hogar propio que se le habían despertado. Por supuesto, hizo especial hincapié en su desencanto respecto a las realidades de la penetración de la Obra en la sociedad y por primera vez incluyó en su relato aquel reproche de legitimación del modelo capitalista español que el franciscano le atribuía.

El director, después de hacer referencia al juicio más elevado de los superiores, centró sus consejos en la conocida teoría del paso del tiempo.

-Como sabes, Antonio, el Padre nos ha explicado que, cuando la gente se acerca a los cuarenta años, pierde la ilusión de lo que hace, se aburre; y los solteros se quieren casar, y los casados, liberarse del yugo. Tú vas empezando a apurar tu treintena y pienso que se cumple en ti, como en otros, esa predicción.

Antonio no quiso llevarle la contraria, y anduvo unos días cabizbajo y derrotado. Pero algún tiempo después, su cargo relativo a la universidad de Navarra le proporcionó ciertos momentos de excitación y añadió también leña al fuego de su particular conciencia.

Las actividades de la universidad demandaban cada vez más dinero. El Padre, a través de los miembros de la Obra que formaban parte del gobierno, presionaba para que el estado español se hiciese cargo de una mayor proporción en la financiación del centro. No obstante, había suficientes políticos en contra para bloquear tal ampliación de la ayuda. Antonio sabía que no se planteaban problemas en las inversiones de capital, porque los compañeros que dirigían entidades financieras oficiales otorgaban generosos préstamos para construir. El problema estribaba en los gastos de sostenimiento, especialmente de la ya copiosa nómina de personal. Una tarde fue citado a Diego de León. César Ortiz, Alejandro Cantero y Rafael Caamaño, tres de los directivos de la Comisión regional de la Obra, le explicaron, junto a otros como él, que se había trazado un plan de reforzamiento para la red de Amigos de la universidad, basado esta vez en encontrar personas o instituciones que se comprometieran a aportaciones anuales sustanciosas, de cincuenta mil pesetas para arriba. La estrategia diseñada consistía en concentrar el esfuerzo durante un par de semanas de todos los efectivos de la Obra y en que no se pensara en otra cosa durante tal período. Todo estaba muy estudiado. El administrador de la universidad pasaría unos días en cada ciudad importante, y los superiores locales recibirían instrucciones para apoyarlo especialmente.

Los miembros de la Comisión llevarían directamente el asunto en Madrid, y Antonio quedaba asignado para esa tarea. Se centralizó un plan en la oficina de la Asociación de la calle Vitrubio, en cuyos bajos se contaba con amplios salones.

Durante cinco días Antonio apenas dedicó la menor atención a sus actividades comerciales. Explicó a su padre el asunto y le hizo firmar uno de aquellos compromisos. Don Leoncio, que por entonces era ya cooperador de la Obra, accedió gustosamente y vio con buenos ojos rebrotar la ilusión en el comportamiento de su hijo.

Tarde tras tarde, los locales de Vitrubio hervían con la llegada de noticias. El plan se desencadenaba por la mañana. Cada persona requerida se presentaba allí unos minutos antes de ir al trabajo y explicaba su meta del día. Se consultaban listas para ver quién podía ayudar y el interesado, despedido con palabras de ánimo, se iba a la calle. Por la tarde volvía y daba cuenta de su gestión. Por Vitrubio pasaron todos los hombres de la Obra de Madrid con cierta importancia política o económica. Antonio quedó impresionado ante la docilidad de tantas personas importantes, que, como niños, venían luego a ser felicitadas por el éxito. En aquel tiempo había bastante gente de la Obra en altos cargos, y los López Bravo, los García Moncó, los Mortes y los Espinosa rivalizaban en el empeño. Algunos contaban anécdotas sobre la operación y, al finalizar aquellos días más de doscientas personas e instituciones se habían comprometido a sostener la universidad de Navarra.

El Padre mandó bendiciones especiales de Roma para los interesados y, el último día, los directivos de la Comisión celebraron el triunfo. Antonio participó de aquellas mieles y de aquella sensación del éxito colectivo, pero .dos semanas después, don Manuel, el director de su banco y amigo de toda la vida de su padre, vino a tomar café en la casa de los Cuadrado. En ella se encontraron.

-¡Hombre, Antonio! -le dijo-. No se habla de otra cosa en todo Madrid. Mis muchachos dicen que así ya se puede pedir, soltándonos ministros e inspectores de Hacienda para hacer la colecta. Desde luego, no tenéis miedo a nada.

Antonio le explicó la importancia de la universidad y el papel que desempeñaría en la creación de una élite dirigente responsable, y se marchó. Se marchó indignado, arguyéndose a sí mismo que cada nuevo episodio de su madurez en la Obra se convertía en conflictivo en cuanto oía dos versiones contradictorias del mismo. La ilusión y el entusiasmo de aquellos días se habían enfriado por cuatro palabras de un modesto funcionario de Banca. A medida que conocía en ambientes distintos a los estrictamente apostólicos, veía las cosas de la Obra con menos seguridad y, pese a que trataba de arroparse en la simplicidad de las argumentaciones de los superiores, no podía dejar de reconocer la importancia de las críticas.

Eran dos mundos distintos. En uno buscaba esa seguridad psicológica que da el pertenecer a un grupo homogéneo, compacto, motivado, solidario. En el otro, la calle, el resto de la gente con la que trataba, perdía esa seguridad, aunque encontraba otros puntos de vista, otros modos de ver la vida y, sobre todo, una especial crispación, que se había acostumbrado a detectar, contra el creciente poder de la Obra y su utilización discriminada en beneficio de las aventuras diseñadas por el Padre.

Porque ahí estaba el quid del asunto. En la sociedad española, con su peculiar entramado de intereses dominantes, los objetivos que el Padre fijaba significaban, a la corta o a la larga, una incorporación de las personas y las instituciones de la Obra a las reglas de juego del poder. Antonio, que había respirado el mundo mercantil desde muy niño y que, desde la Obra había soñado en ponerlo al servicio de la fe, se daba cuenta cada vez más rápidamente, no sólo de que aquél era un planteamiento pueril, sino sobre todo de que la espiritualidad de la Obra, sus metas, se deterioraban y envilecían hasta llegar a esa doble verdad, a esa hipocresía en que se había convertido su propia vida y de nada le servía ya esgrimirse a sí mismo el argumento de la vida de piedad y sacrificio que llevaban tantos. Porque comprobaba que había otras maneras de entender la fe y la religión que no pasaban por ese despliegue de influencias y solidaridades en que la Obra se había convertido. Cuanto más pedía luz a los superiores, más rehuían éstos las respuestas coherentes y, al final, como solución de sus dudas, le remitían al carisma del Padre. Una vez, encerrado en una habitación de Villanueva con don Francisco, el cura, discutió el asunto a fondo.

Don Francisco, uno de los primeros, había cobrado fama de hombre comprensivo, y a su confesionario acudían hombres y mujeres de la Obra con sus problemas de vocación. Al principio, los superiores no habían visto bien ese papel antijerárquico de don Francisco, ya que sostenían que todos los conflictos debían resolverse por la vía ordinaria, pero se habían resignado a aceptar el hecho, tanto más cuanto que algunos numerarios habían continuado en la Obra por los buenos oficios del cura, con el cual mantenían contacto incluso algunos de los que se habían marchado. Sus argumentos se basaban en la fe y la solidaridad primarias. Apelaba a los resortes psicológicos más elementales, y una y otra vez hacía ver a sus interlocutores que, a pesar de todo, permanecer en la Obra era mucho más confortable y sobrenatural que plantearse el dejarla.

-Pero, don Francisco, algo ha cambiado tanto en la Obra como en mí. Aquellas ilusiones de santidad, vida interior y entrega se han convertido en un entramado de gestiones, influencias e instituciones que se supone deben conducir a la difusión del espíritu de la Obra, pero que con frecuencia se enredan en sí mismas. Y en cuanto a mí, cuanto más participo del mundo exterior, más pueril me parece ese criterio de usar e! poder del dinero y la política para conseguir adhesiones a la fe. Y para colmo, esa especie de secreto idiota que consiste en decir que no nos ayudamos o no hacemos las cosas en equipo, cuando al observador menos perspicaz nuestras actitudes le parecen nacidos de una jerarquía y una solidaridad superlativas... Cada vez con más frecuencia, los superiores me dicen que escriba notas y que ellos las transmitirán a Roma. Llevo tres años haciéndolo, y hasta ahora no he recibido la más mínima respuesta. ¿Usted cree que el Padre es consciente de todo lo que está pasando en la Obra aquí?

-Con toda sinceridad, Antonio, yo tampoco lo sé. Yo tengo una vivencia del Padre muy personal, que se remonta a mi juventud, y a ella hago mi apuesta. Es posible que el Padre dé ahora más libertad a los superiores regionales, después de haber trazado las líneas maestras de acción, y que no se entere de esos conflictos. Al menos eso es lo que a mí me gustaría creer.

-¡Pero eso es ridículo, don Francisco! ¿Cómo no se iba a prever que al entrar corporativamente en el mundo de la política y los negocios, no ocurriría lo que está ocurriendo? Estoy ya harto de mentir cuando me preguntan, y sobre todo de mentirme a mí mismo. Y para colmo, al haber dejado de ser nuestras casas santuarios de vida interior y focos de apostolado, y convertirse en una especie de pensiones para señoritos ricos y caprichosos, estoy empezando a envidiar a mis hermanos y a mis amigos, sus hogares y sus afectos femeninos. Aparte el tema de la carne, que se ha convertido en evasión natural de mis zozobras.

-No irás a decirme -arguyó cariñosamente don Francisco- que a estas alturas no estás enterado de lo problemático que es el matrimonio y de lo cortos que resultan los consuelos de esa naturaleza. Por lo menos, nosotros nos hemos librado de esas tensiones entre hombre y mujer que son el caldo de cultivo de mi oficio de confesor.

-De acuerdo, de acuerdo. Pero en esta soledad psicológica en que me encuentro, sin más recurso que una piedad cada vez más difícil de aislar del barullo, la tendencia a salir de esta zozobra del cuerpo y del espíritu me llevan a apetecer constantemente el calor femenino y esa radical seguridad que hay en el pacto matrimonial y familiar que, con todos sus inconvenientes, no me negará usted que lleva funcionando siglos como fórmula primaria de convivencia humana.

-Antonio, no sé qué decirte. Yo también encuentro cada vez más difícil acercarme a los superiores, liadísimos en sus gestiones y que no parecen tener tiempo, como tengo yo, para discutir estas cosas. Pero mi fe en el Padre es tan primordial en mi vida que confío en que él arreglará todo esto. Además, a mis años, me siento realizado en mi labor, en mi confesionario, en mis dirigidos, en mi sencillez interior, en la devoción a la Virgen. Comprendo que no te pueda servir esta receta, aunque sí te invito a no dar pasos definitivos, que luego lamentes. La vida es muy complicada, Antonio, y en la Obra encontramos por lo menos la seguridad, algunos apoyos firmes y, lo quieras o no, bastantes lazos de afecto y amistad con personas que, con todos sus defecto, tratan de portarse bien y dar gloria a Dios.

-¡Pero ése es un panorama absolutamente negativo, don Francisco! Casi me está invitando a que coja carrerilla hacia la muerte, a que sofoque lo mejor de mi capacidad intelectual y me sumerja en una especie de sopor pasivo. Me horroriza la idea de envejecer en este contexto. Cada día nos convertimos en solterones más caprichosos e insoportables. Nuestras casas serán asilos de ancianos célibes. Todo eso crispa mi instinto de vivir, de plantearme las cosas racionalmente. No soporto esta pelea, y sobre todo no soporto que mi vida sea manipulada por una sucesión de decisiones contradictorias en las que sólo se me pide una adhesión emocional, de fe ciega. Por lo menos mi padre envejece rodeado del cariño y las atenciones de su mujer y sus hijos, con la sensación de haber dado a su familia y a sus empleados un futuro mejor, con la conciencia de haber mantenido una coherencia dentro del modelo de comportamiento que le enseñaron desde niño. Yo me siento cada día más inseguro y, lo que es peor, mi visión de la Obra como familia, como raíz de mi vida, se deteriora a toda velocidad, a fuerza de recibir instrucciones carente s de sentido y de dialogar con unos superiores cada vez menos sensibles y más encerrados en sí mismos. Estoy perdiendo la salud a chorros, duermo mal, tengo constantemente taquicardias y palpitaciones. ¡Don Francisco, esto no hay quien lo aguante!

-¡Ten por seguro que te encomendaré, Antonio, y que rezaré para que Dios te ilumine!



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