Los días contados

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Autor: E.B.E., 26 de septiembre de 2004


Tengo una inquietud que me gustaría transmitir a todos los que leen Opuslibros: ¿Cuando pitaron, no tuvieron la impresión de que, a partir de ese momento, nuestros días en la Obra estaban contados, que simplemente lo que no sabíamos era «el día y la hora»?

No digo que fuera una intuición clara, ni una certeza precisa: simplemente una extraña y lejana sensación, un presentimiento. Una sospecha.

Pero que no se podía ni siquiera pensar ni analizar conscientemente, porque sería «dialogar con la tentación». Había que rechazar tal pensamiento. Pero dejar de sentirlo, eso escapaba a la «obediencia».

¿No tuvieron la impresión de que el «para siempre» era una quimera, algo imposible de alcanzar dentro de la Obra y que perseverar consistiría en desafiar esa sensación como si fuera la ley de gravedad?

El por qué de ese presentimiento es por ahora lo de menos: lo perturbador es que esa sensación existiera, más allá de las razones, que sin duda serán importantes conocerlas.




Tengo en claro lo de la «elección divina» como argumento fundante de nuestra presencia en la Obra. También tengo en claro que había un compromiso consciente entre las dos partes (entre uno y la Obra).

Pero en medio de todas esas «certezas» ¿no había, mezclado, un borroso presentimiento de que en algún momento la Obra se iba a deshacer de nosotros, que el Opus Dei se iba a acabar (para nosotros, claro)?

Y hacer «la Fidelidad» no iba a detener este proceso, simplemente a postergarlo un poco más.




Creo que conscientemente negábamos tal pensamiento, pero el cuerpo nos lo recordaba por medio del miedo, aunque no supiéramos desde dónde la Obra cometería semejante acción abyecta, ya que los principios morales que la sostenían «aparentemente» no le permitirían traicionarlos con facilidad. Había razones sobradas para «confiar en la Obra», pero el cuerpo «pensaba diferente» y manifestaba sus «reservas».

Lo confuso era precisamente eso: una sensación, un miedo, totalmente en contradicción con «la razón moral» que legitimaba a la Obra. No había forma de explicar racionalmente esa sensación. Al contrario, se podía teorizar «ad infinitum». Sólo quedaba esperar a que ese día nefasto llegara, para darle así la razón a ese sentimiento «infundado».

Yo al menos tengo este recuerdo. Y lo tengo presente cada vez que me entero de «uno más» que se va o que «lo van» (haya llevado pocos o, más aún, muchos años): su destino estaba marcado, simplemente faltaba saber «el día y la hora». Como la muerte.




Para salvarse de ese destino funesto, la única posibilidad era negociar como Fausto. Esa era la única forma -y que sigo viendo hoy- de perseverar en la Obra. Pactando, como Fausto. A veces conscientemente, e inconscientemente las muchas de las veces.

O sea, la perseverancia en la Obra se sostenía, y se sostiene, desde el sentimiento de muerte y desde la «obediencia extorsiva». Por eso se perseveraba desde el miedo.

Me explico: mientras suponíamos que la vocación a la Obra era «el inicio de una nueva vida» que no tenía fin, en realidad fue el anuncio remoto de una muerte en proceso, que sólo se podría detener si nos «sometíamos».

Así como el ser humano que nace sabe que morirá, numerari@s y agregad@s saben que son «mortales» en la Obra, que tienen sus días contados aunque no sepan cuántos son (l@s supernumerari@s, ni hablar, con el cuento de la renovación anual). Lo del «para siempre» es puro marketing.

Por eso el fundador y toda su formación alimentaban -y alimentan- el miedo a no perseverar, la «condición mortal» de la vocación: el abismo como la punta del otro extremo de una «vocación divina». Absurdo.

Pero no tanto: esa «tensión» entre la «predestinación» y el «abismo» permitía la perseverancia, era su mecanismo.

Este es, quizás, el meollo de la trampa que contiene la vocación a la Obra: lo que se dice eterno en realidad tiene fecha de vencimiento.




Ingresar a la Obra fue descubrir una vocación que tenía sus días contados, que un día moriría.

La vocación a la Obra fue como el Pecado Original: el «conocimiento» -el dar el sí a la Obra- implicó el sometimiento a una muerte no querida.

Desde el momento en que nos creímos con vocación, accedimos a una vida que tenía en sí los gérmenes de su propia muerte (al decir de Karl). Por eso la Obra es un engendrar y abortar permanente: biológicamente es un organismo espantoso, porque no se trata de un ciclo vital sino de un proceso abortivo permanente. Lo confirma el mismo Vademecum de Consejos Locales: «resulta inevitable que algunos se vayan. Es una prueba más del vigor sobrenatural y de la salud de espíritu de la Obra. Como todo cuerpo sano, se resiste a asimilar lo que no le conviene, y expulsa inmediatamente lo que no asimila. Y no sufre por eso: se robustece» (Vademecum de los Consejos Locales, Roma, 1987, pág. 48)

Qué «biológica» se revela una vocación que parecía tan sobrenatural...

Y nosotros caímos en la trampa.

La perseverancia consistió en «retrasar ese día». La paradoja del instinto de conservación hizo -y hace, en los que aún siguen allí- que todas las energías se usaran para perseverar en la Obra el mayor tiempo posible, para evitar la muerte.

La vocación tuvo doble efecto: atraernos desde afuera (por la seducción de su «eternidad») y someternos desde dentro (una vez en la trampa). Fue vernos envueltos en un «cuerpo de muerte» (no del que habla San Pablo) que fue «la vocación», que no duraría para siempre pero que nos mataría, nos aniquilaría espiritual y físicamente si lo abandonábamos por nuestra cuenta (sin permiso ni «dispensa»... qué poder el de esta palabra). Perderíamos «la felicidad aquí en la tierra y luego en el cielo».

La vocación fue como un virus: a partir de ese momento moriríamos, a menos que recibiéramos permanentemente «las vacunas de la Obra», salvo que permaneciéramos el resto de nuestras vidas «dentro de la Obra», como verdaderos enfermos ambulantes.

La trampa fue creerle a Escrivá, que un día habló de las bienaventuranzas de la vocación a la Obra y al día siguiente -cuando ya estábamos adentro- habló de las maldiciones que les esperaban a quienes abandonaran la Obra.

El problema fue que la misma autoridad que dijo unas cosas también dijo las otras. Y al creerle sobre lo bueno, era imposible no creerle sobre lo malo. Nuestro error fue «creerle demasiado», de manera imprudente.

Pero de lo que no somos para nada culpables es de la manipulación perversa, del trueque de una vocación llamada a permanecer para siempre en una vocación amenazada de muerte.

La vocación que nos iba a transformar en «casi-super-humanos» nos terminó debilitando más que la kriptonica a Superman.

Aspiramos a un perfeccionamiento y terminamos sometidos a un encierro: es la paradoja que resume a la Obra.

En medio de todo esto, nunca supimos los mecanismos bajo los cuales operaba esta transformación en nosotros. Sólo sabíamos que habíamos descubierto una «mortalidad» -que no afectaba al resto de los mortales, sólo a «los elegidos» que teníamos «el farol encendido»- y no podíamos abandonar la Obra «si queríamos vivir». ¡Qué libertad la de «los hijos de Dios en el Opus Dei!

Se entiende ahora que nos aguantáramos tantas contradicciones, tantos criterios con los que no estábamos de acuerdo, tanta incoherencia, tanto autoritarismo: el instinto de conservación nos llevaba a «tragarnos lo que fuera» con tal de no caer en el «abismo». Solo así se entiende que permitiéramos la deformación de la conciencia hasta actuar contra conciencia. Solo así se entiende que nos creyéramos libres siendo realmente esclavos. Sólo así se entiende que nos fanatizáramos. No había muchas opciones: «obedecer o marchase» era equivalente a «vivir o matarse».

Se entiende ahora que las raíces de la perseverancia en esa institución sean tan fuertes y desgarradoras al mismo tiempo.

Qué tensión, qué angustias. Y qué libertad el día que dejamos la Obra. Ese día «vencimos a la muerte», nos liberamos de ese «cuerpo de muerte que reclama por sus fueros perdidos», esa vocación que reclamaba obediencia a la Obra «hasta la muerte», hasta que la Obra misma ordenara el «suicido vocacional».

Ese día que dejamos la Obra, las palabras de Escrivá se descubrieron vanas: no había tal abismo, no había muerte, no había tal rejalgar. Había sí una cosa: una Gran Mentira.




Los «ex en buen plan» de los que hablaba Pablo en su escrito, son personas que aún siguen adentro, no se animan a «morir a la Obra» y la siguen defendiendo como si estuvieran físicamente adentro. Aun le tienen miedo a la Obra, creen que nunca se podrán librar de ese «cuerpo de muerte» de la vocación y que necesitan de la Obra para seguir viviendo y en paz.

Es que había una posibilidad de sobrevivir a la muerte, aún yéndose de la Obra: no hablar nunca del tema, encapsularlo como a un cáncer. Hablar de ello produciría metástasis, liberaría el virus que nos mataría.

No, no debíamos hablar. Si nos olvidábamos, la Obra «nos perdonaría» la condena.




La certeza de que no perseveraríamos estaba implícita desde el primer momento. Nuestra «Caída» o pecado original fue tal vez creer que con la vocación «seríamos como dioses», superiores a los demás, que accederíamos a un conocimiento superior («llamados al éxito»). En ese momento de seducción ingresamos a la Obra pero también ingresó «la muerte a la Obra» en nuestra vida. Y nos creímos «condenados a perseverar», si es que no queríamos finalmente morir.

¿No es estremecedor?

¿No se entienden así tantas cosas de la Obra? ¿No se entiende así TODA la Obra?

¿No fue nuestra perseverancia, en algunos casos, una resistencia instintiva a morir, porque creíamos -como lo fue- que nuestra vocación «tenía sus días contados» y por lo tanto no queríamos que ese día llegara porque «moriríamos»? ¿No fue la depresión, si la sufrimos, una manifestación de esa resistencia a morir, un modo de retrasar «la salida» y de «desacelerar los tiempos»?

¿No se entienden mejor, entonces, las reacciones virulentas de quienes están aferrados a la Obra y ven en nuestras críticas el fin de la ficción que están viviendo?

Nuestras criticas ponen en evidencia que existe «un día y una hora», y que lo que «parecía y decía» ser eterno no es más que una mentira, una verdadera trampa psicológica. Es lógico que reaccionen violentamente cuando no tienen la verdad que decían tener y temen por el fundamento que los sostiene en vida.

¿Y no será nuestra existencia, como «ex», una forma de rebelión, de «desobediencia» a esa sentencia de muerte? ¿No podría decirse que Opuslibros es más que nunca una demostración de vitalidad? Creo que nosotros somos una especie de «resucitados indeseables» para el mandato imperativo de la Obra, según el cual debíamos estar bien muertos, o al menos haber quedado como Cooperadores...


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