Lo que dicen los Directores del Opus Dei ≠ la Voluntad de Dios

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Por Doserra, 23 de junio de 2006


Me ha resultado chocante y provocativo que, en la entrevista del pasado 24 de Mayo en el diario “La Razón”, el Prelado haya dicho que el Código Da Vinci les ha fortalecido. Esta llamativa capacidad de negar la realidad pone en evidencia una actitud que suele darse en personas que viven encumbradas por sus adláteres. Y lo peor es que, como en la vida del Opus Dei la obediencia viene teniendo primacía sobre la verdad, la gente luego repite gregariamente estas afirmaciones, con lo que se hace difícil llegar a la autocrítica y que puedan producirse rectificaciones...

Muy gráficos resultan, en ese sentido, los recuerdos personales con los que, bajo el título de “Dios lo quiere”, Piturro, glosó este error de divinizar los mandatos del Prelado y de los Directores de la Obra. El asunto me parece grave. Pues en los medios de formación han conseguido desvirtuar completamente la expresión “Voluntad de Dios” hasta el punto de que, cuando se emplea, la gente entiende reflejamente “voluntad de los directores”, “aquello que está dicho o establecido”, etc. Como diría Antonio Ruiz Retegui, lo teologal ha sido suplantado por lo institucional.

Paralelamente, se ha vaciado de contenido la conciencia: ya no es lo más íntimo del corazón, el lugar donde la persona se encuentra a solas con Dios, puede escuchar su voz y decidir su propio destino; sino un mero juicio de aplicación automática y mecánica de criterios y leyes externas, pronunciados por los Directores. Es decir, la conciencia pierde su dimensión trascendental, divina, que es la más importante, para convertirse en vehículo de control institucional con el que la persona, lejos de construirse a sí misma en diálogo con Dios, pasa a ser manipulada por otros sujetos. Y, de este modo, los fieles de la Prelatura se acostumbran a decidir sus cuestiones morales no en función de un discernimiento de conciencia ante Dios, sino por obediencia a una autoridad humana, que acaban considerando transmisora infalible de la Palabra de Dios y cuyas indicaciones son tenidas, por tanto, como objeto de fe y obediencia ciegas (como Dios, los Directores no pueden ya engañarse ni engañarnos, ni tienen que rectificar pues nunca se equivocan) y presupuesto de la entrega en la Obra.

Nadie debería pretender suplantar a Dios, erigiéndose en su portavoz. Eso sería tomar el nombre de Dios en vano, como dejó claro Benedicto XVI el 25 de julio pasado, cuando comenzó a responder a los sacerdotes de la diócesis de Aosta diciéndoles que ni siquiera el Papa es oráculo de Dios. Lo que quieren los Directores no es lo que quiere Dios, por más que Dios quiera que cada uno obedezca los mandatos legítimos de sus legítimas autoridades.

Igualmente, nadie debe sofocar la capacidad que tiene el ser humano de escuchar personalmente la voz de Dios. Pues, como “la razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios” (C. Vaticano II, Gaudium et spes, n. 19), expropiar a alguien de su derecho a actuar guiado por su conciencia sería despojarle de su dignidad personal. El pecado oscureció esa capacidad. Pero, como afirmó Pedro el día de Pentecostés (cf. Hechos 2, 16-21), Cristo ofrece su Espíritu como medicina a todo el que se le acerca, para que pueda convertirse en profeta, según anunciaba la profecía de Joel 2, 28-32, y tratarse directamente con Dios.

Por eso resulta insostenible la tan repetida exhortación de Mons. Escrivá: “Que no tenga en más aprecio mi propio criterio —que no puede ser certero, porque nadie es buen juez en causa propia— que el juicio de los Directores” (Meditación El talento de hablar, abril de 1972. Cit. en Meditaciones, III, p. 225). ¿Por qué esa presunción en favor de quien gobierna? ¿Con qué fundamento se presume, por principio, que las personas singulares nunca pueden llegar a un dictamen recto en sus propios asuntos y, en cambio, los Directores nunca se desvían de un recto ejercicio de su poder directivo? ¡Ni Lutero fue tan pesimista sobre las posibilidades del hombre redimido, ni Stalin tan benévolo con el Soviet Supremo!

El Papa y demás ministros en la Iglesia no son intermediarios para las cuestiones particulares, sino pastores que guían en los asuntos eclesiales comunitarios y maestros que interpretan auténticamente la Revelación divina y la enseñan en su generalidad. Pero de internis, neque Ecclesia, pues el alma sólo es de Dios. Es decir, en las cuestiones concretas de cada uno, cada persona se las tiene que ver directamente con Él. Ninguna autoridad humana tiene competencia en los asuntos de conciencia de sus súbditos, resultando inaceptable –en lo que concierne al fuero interno- lo que afirmaba el Fundador: “En el Opus Dei sabemos esto: se puede mandar en todo —con el máximo respeto a la libertad personal, en materias políticas y profesionales—, mientras no sea ofensa a Dios” (Cuadernos 3, p. 70). De igual forma, es inadmisible lo que se recoge en el Vademécum del Gobierno local cuando enumera, entre los compromisos adquiridos al incorporarse a la Obra, nada menos que “el deber de obedecer con finura, sentido sobrenatural y prontitud al Padre —y a los Directores que le representan—, en todo lo referente a la vida interior y al apostolado” (p.53): pues, en cuanto rebase el fuero externo, una tal delimitación de la jurisdicción de las autoridades de la Prelatura es canónicamente inaceptable.

En suma, la identificación que se realiza en el Opus Dei entre la Voluntad de Dios y el querer de los Directores es completamente contraria a esta enseñanza, tan recordada por la Iglesia en el último Concilio, sobre todo en su Declaración Dignitatis humanae, sobre la dignidad humana y la libertad religiosa, y en su Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual. Esa equiparación no es una doctrina eclesialmente admisible, pues la Iglesia proclama la llamada universal a la intimidad, a la oración de diálogo con Dios, distinguiéndose en ello de las sectas gnósticas, en las que sólo la clase dirigente puede comunicarse con Dios mientras que el resto tiene que conformarse con las migajas que le transmitan sus dirigentes.

La llamada a una docilidad como la del “barro en manos del alfarero” (Jerem 18,6) sólo es válida si se refiere directamente a Dios. Pero si cambiamos “Dios” por “Directores”, como hacía Mons. Escrivá[1], nos introducimos en el terreno del fanatismo sectario, de los fundamentalismos. Pues el hecho de que “no hay autoridad que no provenga de Dios” (Rom 13, 1) no significa que lo mandado o aconsejado sea “de Dios”, ni que cualquier discrepancia con los Directores sea automáticamente una falta de fe o de unión con Dios, o que el abandono de la Obra suponga de suyo una infidelidad a Dios, como si la institución y sus autoridades pudieran considerarse como una prolongación que Dios nos hubiera puesto del único Mediador, Cristo.

El problema más grave de la institución, en la actual Prelatura del Opus Dei, está precisamente ahí: en ese modo de obrar de su Prelado y de sus Directores, cuando de hecho “divinizan” sus decisiones. Pues el mandamiento de no tomar el nombre de Dios en vano significa que no es lícito colocar al hombre o sus instituciones en el lugar de Dios: toda institución es siempre un medio al servicio de las personas y, por ello, nunca debe erigirse en una instancia superior e indiscutible, avasalladora y carismática. Convertir lo humano en instancia divina es una blasfemia propia de las sectas más radicales, que pretenden convertir así su fanatismo humano en un obrar de “sentido sobrenatural”.




  1. Quizá el texto suyo que más se cita en la Obra para justificar este error sea “Con la docilidad del barro”, meditación a los alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz, del 3 de noviembre de 1955, recogida en En diálogo con el Señor, col. Bonus Pastor, vol. IV, Roma 1995, pp. 37-43.



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