La teología de la obra

Por Piedrapomez, 15.11.2013


Hablar de la teología o doctrina de la obra nos retrotrae a épocas pasadas de la historia de la Iglesia, que ya atravesó posturas heréticas o divisionistas similares.

El llamado a “ser perfectos” desligado de toda referencia expresa a la caridad –ya que la perfección de la que habla el evangelio es el amor a los enemigos- se concreta en una doctrina que promueve la realización exclusivamente personal. Esta cita del evangelio, fuera de contexto, termina siendo un llamado a la propia vanidad.

La imagen que los propios miembros intentan dar de sí mismos –también en las publicaciones oficiales de la institución- es justamente una muestra de esa vanidad, mostrando una perfección superficial y estandarizada como la de cualquier publicidad comercial.

Esa imagen artificial es la que se transmite de la realidad de la familia, de la solidaridad, del trabajo, del estudio, en fin de todos los aspectos de la vida. Solo personas muy superficiales y tontas pueden sentirse cómodas por un tiempo en un tipo de vida así: luego, como todo ser humano, comienzan a sufrirla.

Se trata de ser personas externamente correctas (como abundan en tantas instituciones como el club de leones o en el Rotary). Se niega en consecuencia toda profundidad a la vida cristiana: lo suficiente es llevar una vida de apariencias “correctas”, exactamente lo contrario de lo que predica el evangelio –bastante habla Cristo contra la hipocresía-.

El afirmar que el trabajo o el estudio es igual que la oración es otro grueso error, que no dignifica el trabajo sino que por el contrario termina por despreciar la oración.

La oración y las prácticas de piedad mecanizadas y sin vida son un mero “descanso” o momento de distracción entre actividad y actividad: todo con tal de que la gente no piense, no rece, no tenga una relación con Dios más allá de lo superficial. Se sobrevalora así la voluntad del hombre y se desprecia la oración como una búsqueda de Dios.

En la valoración del trabajo nunca se habla de ningún componente de solidaridad, ni de amor al prójimo, ni de servicio. El trabajo se termina valorando por su fruto económico.

A quien gana buen dinero le dirán que su trabajo y él valen la pena. “Tanto tienes tanto vales”, en el sentido más materialista y ateo de la expresión. A quien trabaja y gana menos, su trabajo y persona poco importan a la institución. A quien trabaja sin ánimo de lucro o de obtener cargos internos o beneficios –buen pasar, becas, accesos, privilegios, etc.- no es entendido y es despreciado.

En el Opus Dei se desconoce el evangelio y la doctrina cristiana y se reemplaza por una creencia totalmente materialista y atea –por más que sus formas externas parezcan cristianas- totalmente ajena a la tradición de la Iglesia.

Para el Fundador la libertad humana no existía. De acuerdo a su criterio, como todos los hombres eran esclavos de alguien o algo, eso le daba derecho a él para esclavizar a las personas y someterlas a su voluntad. Entonces la Obra era una forma de ser esclavo, pero del lado de los “buenos”. Esa concepción niega toda posibilidad de crecimiento espiritual: promueve la desconfianza entre las personas y limita la verdadera Fe en Dios y en la Iglesia. Reemplaza la voluntad de Dios por la de un hombre.


Hay otro error muy grave en la institución: el considerar que solo pueden obrar bien (o hacer acciones buenas) las personas que estén en “gracia de Dios”.

Se confunde este criterio subjetivo de la moral con un criterio medible y cuantificable, como si fuera una “X” marcada en la espalda.

El evangelio es claro: una "prostituta" (o sea una pecadora pública), lava los pies de Cristo, y él mismo Cristo elogia su acción "has hecho bien".

También un "ladrón" reconocido (o sea un pecador público), desde la cruz reconoce injusto el castigo a Cristo, aunque merecido el suyo. Y Cristo lo salva.

La Fe de la Iglesia siempre afirmó que los sacramentos son siempre válidos aunque sea indigno el ministro que los imparta. O sea la máxima obra de bien no requiere la bondad del sujeto.

En contrario, en la institución la preeminencia de la subjetivo a la hora de juzgar las conductas, lleva a negar en la práctica toda objetividad de la ley moral.

Como corolario de esa negación se termina negando toda objetividad del desarrollo humano en áreas como las ciencias, la cultura, etc.

Es lo que se observa en las instituciones educativas de la organización: "esta persona es conveniente -según un criterio particular de algún miembro-, por tanto “sabe y enseña bien". En este grosero criterio para seleccionar personal no se tienen en cuenta ningún criterio científico válido y objetivo, como en cualquier otra institución humana. Se termina en el “amiguismo”, en distribuir los cargos por conveniencia, como en cualquier institución mundana o política.

Al negar la objetividad de la ley moral, dada por Moisés y refrendada por Cristo, se termina negando la ley moral

Así se abusa -en un grado extremo de deshonestidad e ignorancia- por ejemplo, de la mentira. O se termina por considerar los pecados (como la “avaricia”, la “vanidad” y la “soberbia”) como virtudes.

Se abunda en medias verdades, en no dar los motivos ciertos de las decisiones y conductas que se adoptan; en definitiva se engaña constantemente tanto a los de “afuera” como a los de “adentro”, ya que no existe a esta altura ningún criterio moral.

Esta dualidad es muy grave y la admite y confirma la misma institución, ya que presenta sus actividades y labores de un modo distinto según el interlocutor: con una versión para el “afuera” (por ejemplo para conseguir benefactores o recursos) y con una versión distinta para el “adentro”, al modo de cualquier organización con fines clandestinos y secretos.





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