La responsabilidad de los dirigentes del Opus Dei

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Autor: E.B.E. - 19 de enero de 2007


Como tantos otros lectores de Opuslibros, leí el primer artículo de Jacinto con gran interés (y luego también el segundo). Si bien me resulta difícil coincidir plenamente con las ideas que plantea, me parece sumamente estimulante y que permite repensar muchas cosas. Pienso que es un texto para leerlo muchas veces y meditar largamente, porque lo vale. Lo que sigue es una breve reflexión de algunos puntos de ese escrito.

Preguntarse acerca de la inocencia

Mi pregunta o cuestión, a partir de la lectura de este escrito, es si la inocencia (de la Obra) no es más bien la coartada para huir de la responsabilidad (y en muchos casos, de la culpa). Es decir, crear la propia inocencia a partir de un gran estado de negación provocado, que es lo mismo que decir disociación. La inocencia de la Obra, en definitiva, me parece más una construcción (corporativa) que un resultado espontáneo. La Obra es inocente de la misma manera que es espontánea. Si su espontaneidad es fingida, ¿cómo puede ser su inocencia espontánea?...

El móvil o motivo, para construir dicha inocencia, lo explica Jacinto en su texto: «no pueden estar equivocados porque si estuviesen equivocados habrían malversado por completo sus vidas, no sólo ellos, sino miles de personas». ¿Es esta una prueba de inocencia? ¿No es acaso una razón fortísima para vivir en un estado de negación?

Ciertamente esta posibilidad no implica ninguna demostración en sí, pero abre un camino para dar con la naturaleza de la inocencia que detenta la Obra. La inocencia de la Obra es, sobre todo, muy conveniente, especialmente si se trata de juzgar su pasado. La inocencia es la única coartada para permitirle a la Obra escapar de una condena contundente.




Pero no todo es construcción fingida. Sin duda ese estado de negación estructural crea inocencia auténtica. En la medida en que se tiene fe en la Obra a causa de creer en su divinidad, la inocencia es real. Pero quienes creen en su divinidad, o bien no han profundizado en el conocimiento de la Obra, o bien viven en un estado de negación inducido. Difícil es creer en la divinidad de algo que causa graves daños (de ahí que la Cruz sea todo un desafío, pero estamos hablando de Cristo cumpliendo la Voluntad de Dios Padre: la distancia es cósmica).

La Obra tiene una dinámica destructiva que lleva a consumar «sacrificios de Isaac» continuamente, primero destruyendo a otros (sacrificándolos a la Obra en el altar de la dirección espiritual) y luego inmolando cada uno su propia vocación a la Voluntad de la Obra (produciendo daños psicológicos y a la propia fe). Con el sacrificio no consumado, Dios probó la fe de Abraham. Del sacrificio efectivo de los demás, la Obra obtiene sus propios beneficios. Esta es la diferencia abismal.

La autodestrucción implica el sometimiento de la propia conciencia a un estado de negación (ceguera), razón por la cual es posible el daño sistemático a sí mismo y a otros sin tomar conciencia de lo que está sucediendo.

Escrivá hablaba explícitamente de hacerse cada uno holocausto. Esta dinámica destructiva difícilmente pueda encontrar una justificación –nadie tiene vocación de Abraham ni de Isaac, a menos que Dios se le revele personalmente-, más aún cuando sus deplorables resultados son encubiertos para que nadie tome conciencia (estado de negación) del tipo de «sacrificios» que exige la Obra. Más que inocencia, aquí hay un alto grado de conciencia, o de locura, en los mandos superiores.

La Obra pide el sacrificio de la autodestrucción en nombre de su divinidad (Obra de Dios). Se atribuye no sólo la capacidad de llamar (el «ego vocavi te nomine tuo, meus es tu» del que se hace eco la Obra) sino también de exigir la inmolación del yo.

En la destrucción de uno mismo, ahí sí veo inocencia, porque nadie se destruye en beneficio propio. Pero en quienes asisten a esa destrucción y se benefician de ella, resulta difícil ver inocencia. Los directores inocentes son aquellos que han precedido a los demás en su propia destrucción. En sus marcas corporales está inscripta su inocencia.

No la veo, en cambio, en quienes gobiernan la dinámica destructiva, se benefician, y permanecen ajenos al daño (en última instancia, todo daño a otro termina destruyendo a uno mismo, pero en esa destrucción no hay inocencia sino consecuencia). No sólo permanecen ajenos: se encargan de encubrir y negar el sufrimiento que la Obra causa a los demás.

Escrivá fue el gran predicador y promotor del holocausto personal. Pero, a diferencia de Cristo, Escrivá predicó con la palabra y no con el ejemplo. Aquí está otro abismo. Cristo no dijo «sigan adelante que ya los alcanzo» sino que El mismo dio ejemplo con su propio sacrificio, sin mandar a otros en su nombre.

Pienso que Jacinto acierta con la descripción que hace de Escrivá y su relación con el sufrimiento: «La discrepancia de la realidad respecto de las expectativas que uno tiene es la causa fundamental de la decepción, la tristeza, la ira y el sufrimiento. Dado que las expectativas religiosas de Escrivá estaban compulsivamente espoleadas por su seguridad de conciencia, su hermetismo, su carácter colérico, su elitismo aristocrático y su absolutismo, el sufrimiento se elevaba hasta cotas muy altas, legitimando más aún sus pretensiones». En cambio, no creo que este sufrimiento fuera fuente de legitimidad (salvo ante sí mismo) sino simplemente un problema personal, cuando no un sufrimiento inútil y neurótico (sin ninguna particular función «redentora» o dignificante).

En el caso de Escrivá, no se conocen pruebas de su propia destrucción, sólo tal vez de su puesta en escena mediante palabras y gestos como en las películas de tertulias (ahí sí podría tener una función la neurosis, si es que la padeció). ¿Que lloraba por la Iglesia y sufría? No podemos conocer su alma, pero al menos no hay señales de que haya sufrido en su cuerpo los dolores que a otros causó por medio de la predicación y la imposición de una disciplina cuyo objeto era el «holocausto del yo». No hay registros de que su yo terminara en holocausto, sino todo lo contrario, en un engrandecimiento cercano a la idolatría. Mientras Cristo huía cuando lo buscaban para hacerlo rey, Escrivá solicitó y logró la obtención de su polémico título de nobleza.

«Hay que saber deshacerse, saber destruirse, saber olvidarse de uno mismo; hay que saber arder delante de Dios, por amor a los hombres y por amor a Dios, como esas candelas que se consumen delante del altar, que se gastan alumbrando hasta vaciarse del todo» (Escrivá, Meditación, 16-II-1964).

Para llevar a cabo esta vocación, hay que saber destruirse. Más claro, imposible. Pero Escrivá fue, como tantos otros, un sobreviviente más. Y justamente son los que sobreviven (a su propia destrucción) quienes se vuelven más sospechosos, porque no se explica cómo su fidelidad puede ser compatible con su estado de integridad.

Para ser fiel (a Dios) o bien había que irse de la Obra -una vez descubierta su dinámica destructiva (integridad de conciencia)- o bien había que destruirse en la Obra (fidelidad al sacrificio): no había posibilidades intermedias. En general se daba la mezcla: en la propia destrucción se tomaba conciencia de la necesidad de irse de la Obra.

Hay muchos directores y no directores que viven dentro de ese estado de negación, desde «niños» se les enseña todo lo que tienen que negar (en esto el fundador fue todo un adelantado, creando doctrina: «no somos religiosos», «a nadie se lo coacciona», «no somos plantas de invernadero», etc.). Quien enseña negado es porque tiene un grado de conciencia suficiente acerca de lo que está del otro lado del muro de la negación: qué es coaccionar, qué es ser religioso, qué es vivir a la intemperie, etc.

Es un estado que no ha sido creado por quienes vinieron después. Pero quienes lo crearon, difícilmente puedan presumir de inocentes.

Del estado de inocencia no se es consciente. Uno es inocente sin saberlo, hasta que pierde ese estado (como Adán y Eva). La inocencia no se defiende, propiamente. La prueba de la inocencia es la sorpresa, ese estado de conciencia que surge abruptamente. En todo caso, uno se defiende de acusaciones, pero ya no es inocente en el sentido de ignorar esa realidad concreta de la que trata la acusación (como en las cortes norteamericanas, que sentencian «no culpable» más que «inocente»). Lo que sí uno puede defender es la «no culpabilidad».

Preguntarse por la responsabilidad

Tal vez un concepto más práctico en términos analíticos sea el de responsabilidad. Es decir, qué respuesta da la Obra por sus acciones.

Se puede ser inocente en la intención, sin dejar de ser responsable por la acción. La Obra no sólo plantea para ella misma la inocencia de intención (que en última instancia la legitima en la Voluntad de Dios) sino que además se arroga el derecho a no responder por ningún daño debido a sus propias acciones, decisiones y elecciones.

Los daños de la Obra son patentes como así también su voluntad expresa de evitar toda responsabilidad. Aquí es donde la inocencia toca su límite, o bien con la locura o bien con la maldad.

La enorme y sistemática resistencia a reconocer el daño (y las acciones que lo provocaron) pone en cuestionamiento toda posibilidad de inocencia respecto de la responsabilidad (más que de las intenciones). Y aún así, la resistencia a aceptar toda responsabilidad hace cuestionarse seriamente acerca de las intenciones, aunque no se puedan conocer de manera explícita.

Si bien, a las intenciones, no se las puede condenar a priori, tampoco se las puede declarar libres de toda falta de rectitud, sobre todo cuando entre intenciones y resultados hay tanto contraste. Uno supone la buena intención mientras no se demuestre lo contrario (como la inocencia). Es problemático hablar de «la buena fe del propio Escrivá» si no se hace explícita claramente la razón por la cual algo bueno produce frutos malos. Lo mismo se puede decir del «carisma»: creo que los resultados dañinos son elementos suficientes para dudar seriamente, no ya de la divinidad sino de la existencia de tal carisma.

Salvo expresa declaración, las intenciones son inescrutables. Por eso, al hablar de intenciones, se llega a un punto muerto que es la conciencia de cada uno. No así con las responsabilidades, que son bien palpables.

Al hablar de responsabilidad, el concepto de inocencia queda eclipsado y pasa a ocupar un segundo plano, para perderse luego en una teorización inasible. ¿Era responsabilidad de los directores custodiar la salud espiritual y psíquica de sus dirigidos? En caso afirmativo, es suficiente el incumplimiento de este deber para imputarlo como mal desempeño. Pero en las buenas intenciones la Obra elabora su coartada para no responder por la responsabilidad que le toca. Esa lucidez que la Obra tiene para escapar a las responsabilidades es la que le impide mostrarse inocente.

A lo sumo, la Obra reconoce errores a nivel verbal pero jamás se plantea ningún tipo de reparación. Este comportamiento no sólo no es inocente sino explícitamente doloso. En lo que hace a la justicia, la Obra está lejos de aparentar inocencia.

Llevado al grado extremo como lo presenta Jacinto, podría aceptarse que los dirigentes «son inocentes, no tienen la menor conciencia del mal que causan». Pero son responsables, y en la medida en que escapan a su responsabilidad dejan de ser inocentes. Ya pierde sentido, entonces, debatir sobre la inocencia.

El asunto es que en la Obra existe un principio por el cual «el fin justifica los medios» se traduce como «la [buena] intención legitima la acción y desliga responsabilidades». Esta conciencia así formada es la que recrea una inocencia nacida de un estado de negación permanente. Difícilmente pueda haber un principio de inocencia en el origen de todo este proceso histórico.


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