Experiencias de práctica pastoral/La dirección espiritual personal

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LA DIRECCIÓN ESPIRITUAL PERSONAL


Introducción

Nuestro Padre ha escrito que «la pasión dominante de los sacerdotes del Opus Dei (...) es dar doctrina, dirigir almas: predicar y confesar. En esto os tenéis que gastar, sin temor de agotaros, sin preocuparos por las contradicciones»[1]. Por eso, la dirección espiritual ocupa un lugar importantísimo entre las tareas del sacerdote en la Obra: «Está en la entraña de nuestro espíritu la dirección de almas (...) es labor hermosísima, sacrificada, sin brillo, pero muy grata a Dios y muy fecunda. Con esa labor de dirección espiritual se comenzó y se hizo la Obra; y con esa labor principalmente hay que darle continuidad. Siento una gran alegría, en mi corazón de sacerdote, cuando sé que unos y otros -laicos y sacerdotes- ponéis empeño en esa tarea tan propia de almas sacerdotales. Así promoveréis nuevas vocaciones y las sabréis atender y formar»[2].

Es necesario, pues, que los sacerdotes se sientan muy urgidos a aumentar continuamente su trabajo pastoral -recortando, si es preciso, otras actividades de carácter personal-, vibrando y haciendo vibrar a todos con una predicación encendida y mediante la dirección espiritual personal que se imparte en el sacramento de la Penitencia. Deben desear y procurar por todos los medios que sus hermanos y sus hermanas los maten de trabajo; que sea tal la intensidad y la cantidad de su labor

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sacerdotal, que les falten horas cada día. «La misión de los laicos, de mis hijos y de mis hijas, es llenar de trabajo -y, por eso, de contento- a sus hermanos sacerdotes, acercando a su ministerio mucha gente»[3].

Además, y sin olvidar la prioridad que tiene la atención espiritual de los fieles de la Prelatura y de los apostolados propios de la Obra, cada sacerdote «ha de tener iniciativa y, dentro de la obediencia, buscará ocasiones de ejercitar su ministerio sacerdotal, de acercar más almas a la Obra, de ampliar la base de la labor. No es nuestro modo estar con los brazos cruzados, esperando que las almas lleguen»[4]. No es propio del alma sacerdotal conformarse simplemente con «cumplir» los encargos apostólicos que se tengan asignados y esperar que «vengan» las almas. Se ha de llegar a mucha gente, poniendo todos los medios a nuestro alcance: oración, mortificación y acción.

Libertad en la dirección espiritual personal

Como se volverá a subrayar en el siguiente apartado, los fieles tienen absoluta libertad para elegir los medios más adecuados -aparte de los señalados como convenientes por la autoridad eclesiástica- para su propia vida interior.

Por la misma razón, en la Obra siempre se ha respetado la libertad de las conciencias, sin imponer obligaciones que coartarían esa legítima libertad. En concreto, por lo que se refiere a la dirección espiritual, la enseñanza constante de nuestro Padre ha sido que no se puede obligar a nadie a tenerla, ni, menos aún, a que sea con un sacerdote determinado: «Nosotros respetaremos siempre la libertad de las conciencias, y jamás obligaremos a nadie a tener un director espiritual determinado, que es cosa opuesta a nuestro espíritu porque no somos exclusivistas, ni dificultaremos la labor de cualquier sacerdote o religioso que desee trabajar con las almas. Por eso, exigiremos también que los demás respeten nuestro derecho a atender a las almas; y el derecho de los que se acercan a nuestros apostolados, porque libremente lo desean»[5].

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Hay que tener en cuenta que en algunos países, con el pretexto de coordinar el apostolado, puede darse un intento de uniformar la labor apostólica con los laicos; por ejemplo, tratando de monopolizar la dirección espiritual de los estudiantes universitarios. Por eso, no se puede olvidar que es distinta la dirección espiritual de un grupo de fieles, que se puede encomendar a un capellán -en el ejemplo anterior, los estudiantes de una Universidad que tiene un capellán-, de la dirección espiritual personal de los miembros de ese grupo: es contrario a la libertad de las conciencias pretender imponer a cada uno de los miembros de ese grupo o asociación un director espiritual determinado.

Con clarividencia doctrinal y amor a la legítima diversidad de carismas e iniciativas en la unidad del apostolado del Pueblo de Dios, nuestro Padre escribió hace años: «Es cada día más evidente cómo, para fomentar y encauzar con eficacia el apostolado de los laicos en las diversas modalidades con que puede desarrollarse, hay que evitar la tentación de querer meter este fenómeno teológico y apostólico, tan rico y tan vario, dentro de un rígido esquema de normas (...) Por eso sostendremos siempre con energía que es preciso defender la libertad de todos, y no limitar arbitrariamente a un solo cauce la multiforme riqueza del apostolado»[6].

Características de la dirección espiritual personal

En la dirección espiritual, el sacerdote es instrumento de Dios para ayudar a las almas en su camino espiritual, a través de su oración, de su mortificación, y de su palabra. No es, pues, ni el modelo ni el modelador, sino instrumento que trata de conocer la Voluntad de Dios para cada una: «El modelo es Jesucristo; el modelador, el Espíritu Santo, por medio de la gracia»[7]. Por esta razón, el director espiritual no es propietario de las almas, que son de Dios, ni tiene sobre ellas dominio ni potestad alguna: «Nadie es director espiritual propietario. El alma sólo es de Dios, como dice el clásico castellano. La autoridad del director espiritual no es potestad. Dejad siempre una gran libertad de espíritu a las almas»[8].

La función del sacerdote en la dirección espiritual puede resumirse en los siguientes aspectos: abrir horizontes para la vida interior; ayudar a la formación del criterio; señalar los obstáculos, de modo que ni él ni el interesado estorben la acción de la gracia; indicar los medios más adecua-

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dos para cada persona en las diversas circunstancias de su vida; corregir las posibles deformaciones o desviaciones de la marcha; ayudar y animar siempre en la lucha espiritual; y alentar a ser fermento cristiano en medio de todas las actividades humanas.

La caridad -amor a Dios y a las almas- es la raíz de esta tarea y la causa de su eficacia. Por eso, la dirección espiritual se apoya primariamente en los medios sobrenaturales: en la oración y mortificación del sacerdote, en su piedad personal, porque nadie da lo que no tiene, y hay un conocimiento como experiencial de Dios y de las cosas divinas, que mueve y hace eficaz esta labor, y que no puede adquirirse por ninguna ciencia humana.

Nuestro Padre ha escrito a sus hijos sacerdotes, a propósito del modo de llevar la dirección espiritual: «Sed sobrenaturales y, a la vez y siempre, sed muy humanos. Tened afán de almas, deseos de santificar, caridad: que os hará estar pendientes de los demás, conociéndolos bien para poder ayudarles»[9].

La caridad de Cristo es sobrenatural y humana al mismo tiempo, y lleva a «hacerse todo para todos, a fin de ganarlos a todos»[10], poniendo cuantos medios están a su alcance para conocer y querer a cada alma, una a una, excediéndose gustosamente en el cumplimiento de este deber. No se trata de hacer psicología, ni mucho menos de reducir la vida de la gracia a algo humano; sino de saber cómo son las personas, sus relaciones, el ambiente en que viven, sus problemas y preocupaciones. Para esto, hay que llevar a las almas a la propia oración personal, y pedir luces al Espíritu Santo, para descubrir qué es lo que Dios quiere de cada uno.

Hay que ser muy comprensivos con las personas, con sus fragilidades y errores, con sus caídas. «A los que caen, hay que ayudarles a levantarse enseguida, confesando todas las veces que sean necesarias; si conviene, cada día. Hay que infundir la persuasión de que las caídas no son inevitables -si fuera así, no serían pecado-, de que es posible santificarse, que hay que recomenzar y poner los medios, que la gracia no faltará»[11].

Cuando no se vean frutos inmediatos en la labor, se debe aumentar la visión sobrenatural. «Sabed esperar. Hay almas que no responden durante algún tiempo: no hay que empeñarse en exigir, entonces, lo que no se quiere o no se puede dar. Seguid el trato, rezad y esperad: stabiles

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estote et immobiles; abundantes in opere Domini semper scientes quod labor vester non est inanis in Domino (I Cor. XV, 58); estad firmes y constantes; abundantes en el trabajo del Señor -Opus Dei, operatio Dei-, sabiendo que vuestra labor no es vana delante de Dios»[12]. «Hay que contar con el tiempo, y con la acción de la gracia en cada alma. No es bueno llevar las almas a empujones, ni pretender que corran, cuando apenas pueden sostenerse»[13].

Es preciso también dominar el propio carácter, ser suave en la forma, escuchando a las personas con cariño y amabilidad, con paciencia, interesándose sinceramente por sus problemas. Hablando de la labor de San Rafael -pero, evidentemente, sirve para toda tarea de dirección espiritual-, nuestro Padre escribió: «No queráis acortar las confidencias de los muchachos, ni interrumpir bruscamente el aluvión de sus preguntas, a veces impertinentes e indiscretas. Por el contrario: aprended a escuchar, e interesaos por todos sus pequeños asuntos. Yo os aseguro que es éste un magnífico medio de apostolado»[14]. En ningún momento hay que mostrar impaciencia, aunque el que acuda a la dirección se extienda al exponer su estado interior. «Sed pacientes: en ocasiones, el simple hecho de encontrar a alguno que escucha con interés, sin impaciencias, es un hecho definitivo para que un alma se acerque a Dios»[15].

La comprensión va unida a la exigencia, pero llevando a las almas como por un plano inclinado, dosificando la exigencia de acuerdo con las circunstancias de cada uno: «Administrad el espíritu de la Obra en pequeñas dosis. Si no, alguno, más cobarde o menos entregado a Dios, fácilmente se asustará, perdiéndose su posible vocación»[16].

Ante todo interesa recordar la necesidad de la sinceridad, como virtud sine qua non para una dirección espiritual eficaz. Si no se abre el alma por completo, todos los temas que se traten resultan inútiles. Por eso, un punto de partida básico ha de ser el estado de gracia.

Con este modo de proceder, humano y sobrenatural, el sacerdote enseñará a los que se acercan a él a que cuenten con los medios sobrenaturales, poniendo su confianza en Dios, en los sacramentos, en la oración, en la intercesión de Santa María; y al mismo tiempo a que no tengan

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miedo a las exigencias de Dios, que cuenta con su debilidad. «Sin quitar importancia a las derrotas, se debe evitar el desaliento, aumentando la confianza en Dios, con sentido sobrenatural»[17].

Hay que respetar la acción de la gracia y la libertad de las personas, teniendo en cuenta que en el fondo de cada alma hay algo intocable, en el que sólo Dios penetra. Por eso, jamás se manda -excepto a los escrupulosos o en otros casos especiales-, sino que se ayuda a que el alma quiera libremente. «Pensad en lo que tantas veces os he dicho: porque me da la gana, me parece la razón más sobrenatural de todas. La función del director espiritual es ayudar a que el alma quiera -a que le dé la gana-cumplir la voluntad de Dios. No mandéis, aconsejad»[18]. Y esto también por lo que se refiere a la vida espiritual de las diferentes personas. «Hijos míos, los caminos de Dios son muchos. Respetad la piedad de la gente que se acerca a nosotros, también de los Cooperadores y amigos. No se puede exigir a todos la vida y la doctrina nuestra»[19].

Se trata de llevar a cada uno por donde Dios quiera, sin generalizaciones ni remedios universales, en cuanto a consejos, plan de vida, etc. «No existen panaceas. Es preciso educar, dedicar a cada alma el tiempo que necesite, con la paciencia de un monje del medioevo para miniar -hoja a hoja- un códice»[20].

Con mayor razón, todo esto se aplica en aquellos temas que no tengan relación con la vida interior: «Si alguno de nuestros jóvenes va a pediros luz o consejos de carácter espiritual, solamente debéis hablarles de su alma, de su vocación, y de la gloria y del Amor de Dios; dejando para otro rato las demás cuestiones científicas, políticas, etc., a no ser que -por

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especial circunstancia- estas cuestiones estén íntimamente ligadas con la santificación personal de quien os consulta»[21].

La prudencia es otra virtud esencial en la dirección espiritual. En todo momento es preciso tener presente que los principios generales sólo sirven si se aplican prudencialmente a cada caso: «Hemos de ser comprensivos, sabiéndonos poner en el lugar de cada alma; teniendo en cuenta que las normas generales son generales, y que necesitan su aplicación prudencial a cada caso»[22]. Esto llevará en la práctica a determinar con prudencia humana y sobrenatural -pidiendo al Espíritu Santo el don de consejo-, lo que sea más conveniente en cada momento, sin dejarse llevar por «recetas generales»: no sugerir determinadas cosas cuando se ve que una persona no puede aún llevarlas a cabo, y esperar en cambio el momento más oportuno[23].

En ocasiones, los consejos que hayan de darse necesitarán de una madura reflexión para adecuarlos mejor; así, el sacerdote los transmitirá con claridad y el interesado podrá entablar una lucha ascética concreta y positiva. Esto exige en el sacerdote prudencia, sinceridad, fortaleza y, como ya se ha dicho, el recurso asiduo a la oración: «Llevad a vuestra oración personal los problemas de los demás, para dar el consejo oportuno, para ahondar, para descubrir las causas, para prever las dificultades, para no dar remedios genéricos, para ser muy fieles al espíritu de la Obra, en vuestra actividad sacerdotal»[24].

Ya se ha indicado que el sacerdote no manda, sino que aconseja y ayuda a que el alma quiera libremente. Ahora bien, a la vez, ha de poner constancia y firmeza para que sus consejos vayan, poco a poco, llevándose a la práctica. «No seáis blandos: con suavidad e imperio -suavi-

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ter in modo, fortiter in re- sed exigentes»[25]. Esta exigencia puede resu mirse diciendo que el sacerdote ha de «saber fundir la fortaleza con la cari dad»[26], y se concreta en impulsar a las almas para que pierdan el miedo a servir a Dios de verdad, dándose del todo, sin sentirse satisfechas con lo que ya hacen. «Después, cuando van adelantando, que afinen, que no incurran en un optimismo presuntuoso, que podría ser fatal: que vean que aún les queda mucho, porque en la vida espiritual no se puede vivir de rentas»[27].

Por tanto, hay que poner metas altas y, con rectitud de intención, pedir a cada uno todo cuanto pueda dar, con arreglo a su capacidad. «Torpeza insigne sería conformarse con que un alma dé cuatro, cuando puede dar seis. Acordaos de la parábola de los talentos»[28].

Otras indicaciones prácticas

El deber de la paciencia ha de conjugarse con este otro consejo de nuestro Padre: «En las charlas de dirección espiritual, sed breves. No perdáis la presencia de Dios. Hay mucho que hacer. Hay que llegar a muchos»[29]. Lo ordinario es que no se excedan los 15 ó 20 minutos, aunque la duración concreta dependerá de muchos factores: la situación en que se encuentre la persona, si hay o no mucha gente esperando, etc. La prudencia sabrá descubrir cuánto tiempo ha de dedicarse a cada alma, sin pretender agotar todas las cuestiones en una conversación y dando pie a sucesivas charlas[30].

Para lograr en la práctica que las charlas sean breves, es útil cuidar algunos pequeños detalles: por ejemplo, dejar que la persona hable, sin interrupciones innecesarias; procurar no tratar de temas que tienen poca relación con cuestiones espirituales, como se ha dicho anteriormente; no alargar las charlas por distracción o simpatía personal, etc.

El sitio para tener la dirección espiritual depende según se trate de varones o de mujeres. Los sacerdotes sólo en el confesonario reciben

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charlas de mujeres, y con ninguna excusa se admiten conversaciones en otro lugar. En cuanto a los varones, la charla puede tenerse en cualquier sitio, con tal que facilite la tranquilidad necesaria: lo habitual será que el sacerdote reciba a las personas en la salita que él utiliza en los Centros de San Rafael, o en una habitación adecuada en los Centros de San Miguel, o en el confesonario de una iglesia.

Hay que dar los consejos de dirección espiritual con don de lenguas, haciendo ver siempre la necesaria unidad de vida, que evita la división en compartimentos estancos; al comienzo suele costar un poco más este aspecto importante de la vida interior, pero se facilita mucho si se sigue el consejo de nuestro Padre de despertar en las almas el sentido de su filiación divina, haciendo hincapié en que lo importante es la constancia en la lucha. «Que se den cuenta de que no está la santidad en hacer cosas cada día más difíciles, sino en hacerlas cada vez con más amor: que el verdadero heroísmo está en lo vulgar, en lo cotidiano, hecho una vez y siempre, con perseverancia, cara a Dios y con un empeño que nada haga desfallecer»[31].

Por último, conviene recordar que el sacerdote ha de guardar silencio sobre lo tratado en estas conversaciones, y evitar cualquier referencia a defectos, actitudes, etc., que se conozcan precisamente en virtud de la dirección espiritual. Si ese conocimiento proviene también por el conducto del sacramento de la penitencia, entonces obliga además el sigilo sacramental y, como es natural, no se comenta absolutamente nada. Cualquier falta de prudencia en el cumplimiento de este deber haría perder la confianza en el director espiritual. Tampoco conviene que el sacerdote hable de las virtudes o cualidades de los que se dirigen con él, aunque sea por motivo de eficacia con otras almas; y debe ser muy delicado cuando, en las tertulias, al tratar también de temas apostólicos, se hable de personas que él conoce a través de la dirección espiritual.

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Referencias

  1. De nuestro Padre, Carta, 8-VIII-56, n. 35.
  2. Ibid.
  3. Ibid.
  4. Ibid.
  5. De nuestro Padre, Carta, 2-X-39, n. 21. Esa misma libertad se vive también cuando alguien se plantea la posibilidad de la vocación a la Obra: se le deja que lo consulte con quien desee, a la vez que se le sugieren las elementales normas de prudencia para que busque el consejo en quienes realmente lo puedan proporcionar adecuadamente, de modo que el interesado tome su decisión con sentido sobrenatural.
  6. De nuestro Padre, Carta, 15-VIII-53, nn. 27 y 33.
  7. De nuestro Padre, Carta, 8-VIII-56, n. 37.
  8. Ibid, n. 38.
  9. De nuestro Padre, Carta, 8-VIII-56, n. 34.
  10. I Cor 9, 22.
  11. De nuestro Padre, Carta, 8-VIII-56, n. 40.
  12. Ibid, n. 36.
  13. Ibid.
  14. De nuestro Padre, Instrucción, 9-I-35, n. 30.
  15. De nuestro Padre, Carta, 8-VIII-56, n. 36.
  16. De nuestro Padre, Instrucción, 9-I-35, n. 276.
  17. De nuestro Padre, Carta, 8-VIII-56, n. 40.
  18. Ibid. n. 38.
  19. De nuestro Padre, Carta, 2-II-45, n. 18. Continuando con esta misma idea, decía también, de modo gráfico: «Hace bastantes años, cuando veía libros de devoción sentimental, solía decir que tos quemaría gustosamente todos. Sin embargo, ahora os digo que me parecen bien, que los bendigo, que me basta que hayan suscitado un suspiro de amor de Dios en una pobre vieja. No que remos la ignorancia, pero no todo el mundo necesita el mismo grado de formación» (Carta, 8-VIII-56, n. 41). Y este respeto a la libertad vale también en el caso de la dirección espiritual de las personas de Casa: «Cada día habéis de tener más respeto a la personalidad de cada uno de vuestros hermanos; desde el primer momento ha querido el Señor -como parte principal de nuestra vocación- que tengamos el numerador distinto, bien distinto» (Ibid.).
  20. Ibid., n. 38.
  21. De nuestro Padre, Instrucción, 9-I-35, n. 53. Se refiere aquí, de modo genérico, a las personas que en la Obra se ocupan de la dirección espiritual; por tanto, aunque no se dirige estrictamente a los sacerdotes de Casa -a excepción de nuestro Padre no había ningún otro sacerdote de la Obra cuando escribió estas líneas-, estas palabras pueden aplicarse a todos perfectamente. Más adelante, se habla también de la importancia del trabajo y otros temas parecidos, en relación con la vida interior.
  22. De nuestro Padre, Carta, 8-VIII-56, n. 34.
  23. En las primeras conversaciones que se tienen con personas que no son de Casa, sería una falta de prudencia hablar de las obligaciones propias de los miembros de la Obra. Igualmente se puede pecar de imprudencia yéndose al extremo opuesto; no se entendería muy bien que una persona, después de frecuentar cierto tiempo la dirección espiritual, no descubriera cuanto hay de sobrenatural en el espíritu que se le va transmitiendo.
  24. De nuestro Padre, Carta, 8-VIII-56, n. 34.
  25. De nuestro Padre, Instrucción, 9-1-35, n. 51.
  26. De nuestro Padre, Carta, 29-IX-57, n. 26.
  27. De nuestro Padre, Carta, 8-VIII-56, n. 40.
  28. De nuestro Padre, Instrucción, 9-I-35, n. 52.
  29. De nuestro Padre, Carta, 8-VIII-56, n. 36.
  30. De todos modos, la primera o segunda vez que se habla con una persona es lógico que se emplee un poco más de tiempo, especialmente si no son de Casa.
  31. De nuestro Padre, Carta, 8-VIII-56, n. 40.