Experiencias de práctica pastoral/Dirección espiritual de personas que participan en los apostolados de la prelatura y en confesionarios de iglesias públicas

DIRECCIÓN ESPIRITUAL DE PERSONAS QUE PARTICIPAN EN LOS APOSTOLADOS DE LA PRELATURA Y EN CONFESONARIOS DE IGLESIAS PÚBLICAS [1]


Dirección espiritual en las labores de san rafael y de san gabriel

Introducción

Una idea fundamental, que no puede perderse nunca de vista, es que la eficacia real de las labores de San Rafael y de San Gabriel tiene que reflejarse en el número de personas que, con la debida periodicidad y de manera constante, reciben dirección espiritual personal y, sobre todo, se confiesan.

Hay que distinguir entre la charla espiritual y la confesión[2]. Esto es aún más conveniente en el caso de las mujeres, puesto que las dos cosas se realizan en el confesonario. Por eso, es útil que el sacerdote haga ver con claridad el distinto carácter y contenido de uno y otro medio de for-

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mación. En muchos casos se podrá sugerir a los Directores -o a las Direc toras- que enseñen a vivir esa distinción que -por otra parte- tampoco es siempre necesaria.

Es conveniente fijar un día y una hora para la charla de dirección espiritual; esto, a la vez que permite al sacerdote llevar un cierto control y aprovechar mejor el tiempo, también hace que la persona que acude a hablar con él se tome más en serio este medio de formación. Puede ser cada quince días, variando la periodicidad de acuerdo con las distintas circunstancias. A quienes dan muestras de vocación a la Obra, hay que dedicarles un poco más de tiempo, y charlar con mayor frecuencia: semanal-mente, por ejemplo.

En la primera charla que se tiene con una persona, interesa hacerse una idea de su estado interior: por ejemplo, saber si recibe con frecuencia los sacramentos; si reza algunas oraciones todos los días; si alguna vez ha llevado un plan de vida, o si lo tuvo y lo dejó, y qué motivos le indujeron; el interés que muestra por su trabajo, tiempo que dedica; las virtudes humanas que pueda tener y otras importantes, como la santa pureza, la generosidad...; si tiene una cierta preocupación por los demás, etc. Quizá no siempre sea oportuno que en la primera charla el sacerdote pregunte directamente por todas esas materias, pero con delicadeza y sentido sobrenatural debe ir conociendo el estado interior de las personas. Además se encontrará con algunas que manifiestan con entera claridad su estado interior en la primera conversación; a otras les puede costar un poco más.

Lógicamente, en las sucesivas conversaciones se van tratando todos los temas que giran en torno a la vida interior:

  • oración: saber si se sirven de algún libro, cuánto tiempo dedican, etc.; conviene aconsejar siempre el Evangelio, y también los escritos de nuestro Padre;
  • mortificación: si han descubierto ya su importancia central en la vida cristiana y el valor de las pequeñas mortificaciones en el trabajo, en la vida familiar y de relación, etc.;
  • frecuencia de sacramentos: cómo y cuándo reciben la Sagrada Eucaristía y la Confesión;
  • devoción a la Virgen;
  • trato con nuestro Padre;
  • apostolado: si se preocupan por acercar a Dios a las personas que tienen a su alrededor: familia, amigos, compañeros de trabajo;

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  • un punto que siempre ha de tratarse es el relativo a los deberes profesionales, como medio de santidad: modo de realizar el trabajo propio de cada uno -estudio, actividad profesional, etc.-, sentido sobrenatural que ponen en ese trabajo, y si lo viven con afán apostólico;
  • otros medios de progreso espiritual: lectura, exámenes de conciencia.

A las personas que comienzan conviene ponerles metas muy concretas e ilusionarles con ellas: «Para que su lucha sea positiva, dadles un ideal, con metas precisas; que insistan, más que en quitar defectos, en adquirir virtudes. Se animarán en esta ascensión, si despertáis en ellos el sentido de su filiación divina»[3].

El comienzo del plan de vida puede ser: un rato corto de oración diaria -diez o quince minutos-; que se acerquen con alguna frecuencia a recibir la Comunión -dos o tres veces por semana, si no puede ser a diario-; también que recen diariamente las tres Avemarías a la Virgen y que no olviden ofrecer el trabajo que realizan. Más adelante se les habla de mortificaciones pequeñas, lectura espiritual[4], exámenes de conciencia, etc., para que los vayan incorporando poco a poco al plan de vida.

Como consecuencia de la ausencia de «personalismo» que caracteriza nuestra labor apostólica, en la dirección espiritual el sacerdote siempre confirma los consejos e indicaciones de los Directores, sea cual fuere, también, el tipo de labor de que se trate. Del mismo modo, cuando una persona que antes hablaba con un sacerdote de la Obra, cambia a otro, también de Casa, lo ordinario es que éste continúe las directrices del primero, porque no hay personalismos: da lo mismo un sacerdote que otro.

Labores de San Rafael y de San Gabriel

Se recuerdan aquí algunas recomendaciones que el sacerdote ha de tener presentes en la labor de San Rafael:

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  • saber dominar el genio -el mal genio-, y nunca mostrar un celo amargo;
  • no hablar nunca de política, manifestando un espíritu abierto a todos;
  • no permitir que se metan predilecciones entre los chicos, tratando de que los jóvenes no se apeguen a las personas, y por supuesto evitar las familiaridades;
  • estar atentos ante el peligro de no reconocerse como instrumentos;
  • cumplir con todos los deberes de este ministerio de servir, dirigiendo a las almas, siendo pacientes, puntuales, generosos, etc.;
  • actuar con gravedad siempre, y sobre todo en presencia de los más jóvenes;
  • cuidar extremadamente la prudencia en las conversaciones;
  • se debe guardar el corazón, para que no aparezca -en el trato con los muchachos- ni la más pequeña simpleza;
  • saber actuar con fortaleza cuando sea necesario, exigiendo o corrigiendo.

En las charlas de dirección espiritual conviene ir a lo esencial sin muchos rodeos, sabiendo exigir poco a poco a los chicos para que se vayan entregando más al Señor; por eso, se pueden dejar algunos aspectos más concretos del apostolado para que los traten en su charla con el Director, y entrar en temas de vida interior.

Para que la labor de dirección espiritual sea eficaz, hay que conocer bien a las personas, y esto requiere tiempo y tratar a fondo algunos temas: vida interior, oración, plan de vida; mortificación, espíritu de sacrificio; apostolado, entrega a los demás, trabajo, vocación profesional, estudio; doctrina sobre el pecado, Confesión (frecuencia); santa pureza[5]; lecturas, educación recibida, ambiente familiar. Meta de especial importancia es conseguir, con delicadeza, que la charla de dirección espiritual termine con la Confesión y que la recepción de este sacramento pase a formar parte del plan de vida.

En la labor de San Gabriel, además de las indicaciones generales, conviene tener presentes los siguientes puntos:

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  • como algunos son personas de edad, con posibles lagunas de formación y criterios muy hechos, tendrá que pasar un cierto tiempo hasta conocerles bien;
  • habrá que llevarles -con más delicadeza todavía según los casos-, por el plano inclinado de la vida interior, viendo objetivamente lo que conviene a cada uno en los distintos momentos;
  • el sacerdote ha de huir, como siempre, de todo personalismo.

Atención de confesiones en iglesias

Interrogación de los penitentes

En las circunstancias actuales de generalizada falta de formación, lo normal es que haya que interrogar a los penitentes: ya sea para aclarar algo que han dicho confusamente y para completarlo (número o frecuencia de los pecados, especie ínfima, etc.), o para tratar temas que el penitente no ha mencionado, pero sobre los que hay motivo razonable para interrogar.

Hay personas que no saben cómo empezar; en este caso, es oportuno que el confesor inicie el diálogo sacramental, preguntando algo: por ejemplo cuánto tiempo hace desde la última confesión y, después, qué pecados recuerda haber cometido desde entonces.

Salva la edad y circunstancias ya conocidas, si el penitente no los menciona hay temas sobre los que conviene preguntar siempre: tiempo que ha pasado desde la última confesión, cumplimiento del precepto dominical, si rezan algo todos los días -y animar a hacerlo, aclarando que no es obligatorio-, caridad (murmuraciones, riñas, rencores, etc.), castidad, deberes profesionales y de justicia.

Si se trata de personas que no se han confesado desde hace mucho tiempo, conviene decirles expresamente que, para ayudarles, se les van a hacer algunas preguntas. En estos casos, además de lo mencionado en el párrafo anterior, es muy conveniente preguntar si calló por vergüenza u olvido algún pecado grave en confesiones anteriores; si comulgó con conciencia de pecado mortal; si procuró o aconsejó el aborto; uso de drogas; blasfemias; apropiación indebida de cosas ajenas; precepto pascual; ayuno y abstinencia. Para esto, es útil tener un guión -al menos mentalmente-, con un modo ya previsto de tratar las diversas materias.

Sobre las preguntas relativas al modo de vivir castidad matrimonial, recuérdese lo señalado en la Lección XII.

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Otro campo en el que hay que ayudar a formarse una conciencia recta, es el relativo a las exigencias que lleva consigo la naturaleza social del hombre: concretamente, el deber de preocuparse por el bien de toda la sociedad. No puede haber un cristiano que «por despreocupación frente a la realidad o por pura inercia, se conforme con una ética meramente individualista. Los deberes de justicia y de caridad se cumplen cada vez más contribuyendo personalmente al bien común según la propia capacidad y la necesidad ajena»[6]. «Es necesario que todos participen, cada uno según el lugar que ocupa y el papel que desempeña, en promover el bien común. Este deber es inherente a la dignidad de la persona humana»[7].

La virtud de la solidaridad tiene, entre otras exigencias, la de utilizar los propios bienes pensando en el bien común y no sólo en el provecho personal o en el de la propia familia. No se puede olvidar la «hipoteca social» que grava sobre la propiedad privada: es decir, que la propiedad tiene «como cualidad intrínseca, una función social, fundada y justificada precisamente en el principio del destino universal de los bienes»[8]. Nadie puede actuar como dueño absoluto e irresponsable de sus bienes, sino que todo hombre es -y debe sentirse- administrador de lo que posee para el bien propio y ajeno; en definitiva, para el bien común.

Ciertamente, esta responsabilidad no afecta a todos por igual, y cada uno ha de vivirla según sus peculiares circunstancias y situación social: quienes se dedican profesionalmente a actividades políticas o financieras tienen especial responsabilidad: no raramente deberán ir contra corriente, practicando con coherencia, muchas veces en medio de un clima de individualismo, la virtud cristiana de la solidaridad.

Igualmente es preciso insistir en el deber de cumplir con honradez las obligaciones ciudadanas: pago de impuestos, cumplimiento de los requisitos legales establecidos por el Estado para las diversas actividades profesionales o sociales, etc. «El fraude y otros subterfugios mediante los cuales algunos escapan a la obligación de la ley y a las prescripciones del deber social deben ser firmemente condenados por incompatibles con las exigencias de la justicia»[9]

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A veces existe el prejuicio de que llevar una conducta honrada en estas áreas no es compatible con el modus vivendi de la sociedad actual: si se quiere estar en condiciones de competir, o de progresar profesional-mente, o de adquirir bienes a los que se tiene derecho, habría que adecuarse a la costumbre impuesta universalmente. Como fácilmente se puede comprender, esta actitud supone una visión negativa de las normas morales, como obstáculos para la actividad profesional.

Por eso, conviene tener presente -e insistir todo lo que sea preciso-que las normas morales tienen un carácter positivo: indican el bien que se debe hacer, no sólo el mal que se ha de evitar. Por ejemplo, impulsan a trabajar mucho y bien, a ser constantes, prudentes, alegres, leales, etc.: virtudes que perfeccionan a la persona y que, en sí mismas, también favorecen el buen resultado de la actividad profesional. La misma honradez comporta, no pocas veces, ventajas materiales, entre otras cosas porque genera confianza y seguridad, factores de gran repercusión en la actividad económica. Por esto, si alguien se lamentara de que no logra destacar en su trabajo «porque la moral le impone límites», tendría que preguntarse más bien si no destaca por estar él poniendo límites al comportamiento moral con su falta de empeño en vivir las virtudes relacionadas con el trabajo.

Además, aunque sea cierto que en determinados ámbitos profesionales se han generalizado conductas inmorales, el cristiano no puede olvidar su deber de contribuir al bien común social: por eso, ha de oponerse tajantemente, y ha de estar dispuesto a sufrir una injusticia en la medida que convenga para contribuir a la cristianización de la sociedad. Esa misma situación de inmoralidad generalizada debe constituir un estímulo para empeñarse en sanear el ambiente profesional, procurando -como ha enseñado el Romano Pontífice- «salvaguardar las condiciones morales de una auténtica "ecología humana"»[10]. En fin, es patente que el empeño por vivir con fidelidad y coherencia las normas de moral profesional es condición absolutamente necesaria para santificar el trabajo, y un medio de capital importancia para cristianizar el entramado de las relaciones profesionales y la entera sociedad[11].

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Exhortaciones y consejos

Algunas personas casadas y buenas cristianas se acusan a veces de «actos impuros con el propio cónyuge». Entonces hay que preguntar si se trata de que evitan la procreación; si dicen que no, hay que aclarar el principio general -sin descender a ejemplos- sobre la licitud de las acciones que preceden y acompañan al uso natural del matrimonio.

A veces, algunos penitentes discuten con el confesor acerca de si una determinada practica inmoral es o no es ofensa a Dios, o les cuesta reconocer sus pecados. Hay que decirles con firmeza -sin admitir discusiones-, pero con delicadeza, que no importa si no entienden por qué ese acto es un pecado, sino que han de creerlo, por fe en Dios y en la Iglesia; que más grave aún que el pecado es no querer reconocerlo, pues así se cierra ante la misericordia divina, que siempre perdona al pecador que se arrepiente. Según los casos, también se pueden dar algunos argumentos de razón, pero brevemente.

Es bastante frecuente el caso de personas que tienen crisis, más o menos serias, de fe: sobre la existencia de Dios, sobre la Eucaristía, etc. Conviene no quitar importancia al asunto; decir que se les comprende y preguntar los motivos de esas dudas; explicar que la fe es don de Dios -que la pidan, como los Apóstoles-; que posiblemente esas dudas se deben a falta de conocimientos doctrinales: que lean un buen libro (es preciso conocer algunos buenos títulos para recomendarlos)

Hay personas de edad avanzada que sufren mucho por soledad, problemas familiares, enfermedad, angustias económicas, etc., y van al sacerdote buscando consuelo: hay que dárselo, escuchando, comprendiendo, y haciéndoles ver el sentido cristiano del dolor, evitando frases hechas que puedan sonar impersonales y genéricas.

Hay que ser prudentes antes de aconsejar a alguien que vaya a un médico, pero a veces llegan personas con síntomas evidentes de enfermedad mental -obsesiones, depresiones, etc.-, o con otros trastornos: por ejemplo, una excitabilidad sexual desproporcionada. En estos casos, conviene procurar que sea el penitente quien pida esa orientación, y el sacerdote debe conocer varios nombres de médicos -no es siempre necesario que sean psiquiatras-, buenos católicos.

Los problemas de restitución exigen frecuentemente un estudio muy detenido. Salvo los casos sencillos, que no plantean dificultad, es mejor no dar inmediatamente una solución, sino limitarse a pedir los datos necesarios, diciendo al penitente que vuelva al cabo de unos días, por ejemplo

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una semana. Para absolverle, basta la disposición de reparar los daños en la medida necesaria y posible, según resulte del estudio y de lo que diga el confesor en la siguiente confesión.

En general, es una manifestación necesaria de prudencia dudar de lo dudoso: a veces surgen cuestiones especialmente complejas y poco comunes, sobre las que el confesor no puede pretender dar necesariamente una respuesta inmediata; en esos casos, hay que decir que se estudiará el asunto y que se contestará en una próxima confesión.

Algunos tipos de personas

Personas que llevan una vida limpia y piadosa. Hay que abrirles horizontes, habiéndoles brevemente de la llamada universal a la santidad, de santificar los deberes profesionales y familiares, de fomentar cada vez más su amor a Dios y al prójimo. En estos casos, resulta muy fácil darles la estampa de nuestro Padre y, si se ve que es oportuno, se les puede conectar con la labor de San Rafael o de San Gabriel.

Personas mayores, especialmente mujeres, que piensan que no cometen pecados («soy mayor, no salgo de casa...»): si ellas no lo tratan, conviene preguntar sobre la virtud de la caridad (juicios críticos, rencores, murmuraciones, etc.), y animarles a ver la utilidad cristiana de su situación (suelen tener la impresión de ser ya inútiles): valor de la oración, etc. Hay que ayudarles a crecer en su vida espiritual.

Confesión de niños: es preciso ser muy breves, pues de lo contrario se distraen y no hacen caso. Algunas experiencias concretas:

  • enseñarles a concretar el propósito de la enmienda en las cosas de que se acusan (desobediencia a los padres, riñas con hermanos y amigos, etc.), marcándoles metas concretas (pocas y fáciles);
  • si hace más de una semana desde la última confesión, preguntarlessiempre si han asistido a la Misa del Domingo;
  • hay que formarles la conciencia, explicándoles, por ejemplo, que no es pecado olvidarse de rezar antes de acostarse, o ciertas faltas de educación, como decir palabrotas que no sean blasfemias, etc.
  • conviene crearles el gusto por la confesión, sobre todo si no acostumbran a hacerlo con frecuencia (se les puede poner el ejemplo de que comen y se lavan todos los días);
  • a veces utilizan palabras poco precisas o de significado incierto: al interrogarles, hay que ser muy prudentes -según la edad, que con-

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vendrá preguntarles- para no plantearles cuestiones (por ejemplo, en materia de pureza) que ellos quizá ignoran;

- cuando se nota que un niño ha pasado mucha vergüenza para decir algo, conviene volcarse en darle confianza, asegurándole de que el Señor está muy contento con su sinceridad y que le perdona, etc.

Personas que sienten y se confiesan de omisiones ante problemas del tipo «el hambre en el mundo», o de «poco empeño eclesial», etc. Naturalmente, hay que respetar su modo de decir, pero conviene ayudarles, con ejemplos concretos, a que cumplan los deberes de su vida ordinaria; enseñarles a ver el campo apostólico y «eclesial» que supone la profesión, la familia, etc.

Sacerdotes, religiosos y religiosas. Siempre se debe mostrar expresamente gran respeto por su espiritualidad, reglas, etc. En general, suelen necesitar que se les confirme en la primacía de lo sobrenatural: oración, mortificación. Con delicadeza, suele ser útil saber qué les ha llevado a confesarse fuera de su sitio habitual (convento, etc.): para esto, se puede preguntar si tienen un confesor fijo, qué metas les ha puesto en la vida interior, etc. A veces manifiesten dificultades con sus superiores: cuando sucede, es preciso vivir la prudencia de no tomar partido en cuestiones concretas, y ayudarles a fomentar la visión sobrenatural y el espíritu de sacrificio.

Personas que han hecho algún voto privado y que no lo cumplen. Recordar que el confesor no tiene facultad para dispensar ningún voto. Si es el caso, remitirles a un Penitenciario de la Catedral.

A veces, acuden al confesonario personas que claramente son enfermos mentales sin uso de razón, que dicen cosas incoherentes. Se les escucha -y si se alargan se les corta-, se les hace una pregunta sencilla y, si en la respuesta siguen desvariando, se les da una exhortación genérica y breve sobre contrición, confianza en Dios, etc., se les pone una penitencia mínima y se les absuelve sub conditione (basta poner implícitamente la condición). Lo que nunca se debe hacer es no dar la absolución.

Cuando acude gente que, sin ser o parecer mentalmente enferma, presentan casos extraños de visiones, profecías, o dan la impresión de estar endemoniados, no hay que manifestar extrañeza: el confesor se centrará en las cosas ordinarias y, si es el caso, remite a esa persona al párroco.

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Referencias

  1. En esta Lección sólo se recogen algunos criterios específicos sobre la labor de dirección espiritual en estos casos: además, se ha de tener en cuenta, naturalmente, todo lo señalado sobre el sacramento de la Penitencia y el modo de llevar la dirección espiritual en general.
  2. Un modo práctico consiste en decir a las personas, en el momento de llegar al confesonario, que empiecen con la confesión y después hagan la charla, o como ellas prefieran.
  3. de nuestro Padre, Carta, 8-VIII-56, n. 40.
  4. Conviene que los libros y folletos que se recomiendan, se seleccionen muy bien en función de las necesidades y capacidad de la persona a la que se aconsejan. Esto exige que el sacerdote haya leído antes esos libros y folletos y tenga interés por conocer y leer las publicaciones con recto criterio que puedan servir para lectura espiritual. Sin embargo, no hay que inquietarse por la adquisición de este bagaje bibliográfico: no se hace en un año, pero se puede ir consiguiendo y acrecentando año tras año.
  5. Por lo que se refiere al modo de comportarse en el noviazgo, recuérdese lo indicado sobre este tema: hay que ayudarles a que se formen una recta conciencia, que les lleve a santificar y a santificarse en esas relaciones, preparándose así con delicadeza y sentido de responsabilidad a crear un hogar cristiano.
  6. Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 30.
  7. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1913.
  8. Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 30.
  9. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1916. Así, por ejemplo, ante la difusión de la costumbre inmoral de entregar o recibir sobres (sobornos para alcanzar determinados fines), un cristiano no podría dejarse arrastrar, obrando del mismo modo, sino que ha de estar dispuesto a prescindir de los beneficios materiales que comportaría esa conducta.
  10. Juan Pablo II, Enc. Centesimus annus, 1-V-1991, n. 38.
  11. Cfr. Ibidem.