Cuadernos 12: Apostolado de la opinión pública/Sobre la tolerancia

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SOBRE LA TOLERANCIA


Ante los conflictos que pueden poner en peligro la convivencia a diversos niveles -en la familia, o en las relaciones sociales entre las personas o con el Estado-, se insiste hoy frecuentemente en la práctica de la tolerancia, a la que se presenta a veces como el supremo remedio. No todos tienen, sin embargo, la misma idea de lo que significa este término y de su aplicación. Por esto, resulta oportuno recordar la doctrina de la Iglesia acerca de la tolerancia, y también acerca de otros valores que se encuentran por encima de la tolerancia, sin los cuales no se puede entender adecuadamente esa noción ni el papel que efectivamente tiene en la resolución de los conflictos.

En sentido moral, tolerar significa no impedir algo que se considera ilícito, sin aprobarlo. Tolera un error o un mal quien tiene la facultad moral de impedirlo pero no la ejerce para evitar un daño más grave 1. Hay situaciones en las que tolerar un mal es lícito -como se dirá después-, y otras en las que no lo es. En todo caso, el amor a la verdad y el amor a las personas son, especialmente para un cristiano, premisas de la recta tolerancia, que -como ha escrito el Romano Pontífice- «no es una virtud pasiva, pues tiene sus raíces en un amor operante y

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tiende a transformarse y convertirse en un esfuerzo positivo para asegurar la libertad y la paz a todos» 2.

Actualmente, sin embargo, se ha difundido otra idea según la cual sería tolerante la persona que considera que todas las opiniones y los comportamientos poseen en la práctica igual valor. De acuerdo con esta visión, la práctica de la tolerancia sería incompatible con la aceptación de unos valores absolutos que deban ser tomados como rectores de la convivencia. O, dicho de otro modo, el relativismo moral sería una condición indispensable de todo comportamiento auténticamente tolerante.


Defensa de la verdad y peligro del relativismo

Es cierto que, a lo largo de la historia, se han pretendido justificar, no pocas veces, la intolerancia y las ofensas a la libertad de las conciencias con la defensa de la verdad. Frecuentemente se ha considerado que todo lo que se oponía a la unidad cultural y religiosa constituía una amenaza para la convivencia pacífica, y que, por tanto, debía ser reprimido como un mal, incluso por medio de la violencia. Víctimas de esta concepción fueron los mártires cristianos de los primeros siglos, y muchos otros de épocas posteriores; pero también los mismos cristianos, católicos y no católicos, se han dejado arrastrar en ocasiones por esa mentalidad y han recurrido a la violencia. En relación con estos hechos, ha escrito el Romano Pontífice que «un correcto juicio histórico no puede prescindir de los condicionantes culturales del momento, bajo cuyo influjo pudieron creer de buena fe que un auténtico testimonio de la verdad comportaba la extinción de otras opiniones, o al menos su marginación. Muchos motivos convergen con frecuencia en la

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creación de premisas de intolerancia, alimentando un ambiente pasional del que sólo los grandes espíritus verdaderamente libres y llenos de Dios lograban de algún modo sustraerse. Pero la consideración de todos esos atenuantes no dispensa a la Iglesia del deber de lamentar profundamente las debilidades de tantos hijos suyos, que han desfigurado su rostro, impidiendo reflejar plenamente la imagen del Señor crucificado, testigo insuperable de amor paciente y de humilde mansedumbre» 3.

Para superar esa mentalidad y esos peligros, la solución no está en negar la verdad religiosa y ética, o en arrinconarla en el ámbito de las opiniones privadas, o en desvirtuarla de cualquier otra manera. Esto es lo que sucede cuando se tiene una visión relativista de la tolerancia, como se ha mencionado antes: visión que se quiere presentar a veces como la condición de posibilidad de la pacífica convivencia democrática. «Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental correspondiente a las formas políticas democráticas, y que cuantos están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos. A este propósito hay que observar que, si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder» 4. Sobre las graves consecuencias de esas posturas relativistas, el Papa ha afirmado que «es cierto que en la historia ha habido casos en los que se han cometido crímenes en nombre de la "verdad". Pero crímenes no menos graves y radicales negaciones de la libertad se han cometido y se siguen come-

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tiendo también en nombre del "relativismo ético"» 5.

Pluralismo y respeto de la libertad

Para entender mejor qué es la tolerancia, conviene distinguirla del respeto a la legítima variedad de las opiniones y de los comportamientos. Hay muchas cosas opinables, sobre las que de hecho los hombres juzgamos y actuamos diversamente. La convivencia con quienes nos rodean -la verdadera convivencia, que no consiste en vivir al lado de otros, como extraños, sino que pide el diálogo y la comprensión- requiere no ya soportar, sino respetar positivamente esa variedad: aceptar que hay otros que piensan de distinta manera, que tienen otros gustos y aficiones, otra visión de las cosas. Aceptar que hay personas a las que no somos simpáticos: nadie es moneda de oro que a todos satisface. Todos en esta vida tienen opositores: porque se han hecho con distintas ideas, o porque chocan los respectivos intereses, o porque aspiran a un mismo puesto. Pero ninguno de esos motivos -ni otro alguno- debe ser obstáculo para el diálogo, para la amistad: porque el amor de Dios supera las diferencias 6.

Esta actitud abierta es inseparable, en la práctica, del respeto a la libertad personal. La libertad es un bien, un grandísimo don de Dios, «condición necesaria para la búsqueda de la verdad digna del hombre, y para la adhesión a la misma» 7. Y un bien tan precioso no puede ser simplemente tolerado, sino que debe ser reconocido, amado y promovido, lo cual no quie-

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re decir que se apruebe cualquier uso que se haga de la libertad. Esta distinción entre tolerancia del mal y respeto de la libertad es particularmente importante cuando se trata de la libertad religiosa -en el sentido en que entiende esta expresión el Magisterio de la Iglesia, como se verá a continuación-, ya que constituye, en el terreno de la libertad humana, «el más fundamental de los derechos, en función del primero de los deberes: el deber de dirigirse a Dios» 8.

Libertad religiosa y tolerancia

La Iglesia ha enseñado siempre que el acto de fe es y debe ser un acto libre. «Credere non potest homo nisi volens», escribió San Agustín 9: el hombre sólo puede creer si lo quiere libremente. Nadie puede ser obligado a creer. De ahí nace en nosotros la cristiana preocupación por hacer que desaparezca cualquier forma de intolerancia, de coacción y de violencia en el trato de unos hombres con otros. También en la acción apostólica -mejor: principalmente en la acción apostólica-, queremos que no haya ni el menor asomo de coacción. Dios quiere que se le sirva en libertad y, por tanto, no sería recto un apostolado que no respetase la libertad de las conciencias 10.

Esta realidad, que se encuentra en la base de la doctrina de la Iglesia acerca del respeto a la libertad en materia religiosa, ha sido enseñada con especial claridad en el Concilio Vaticano II 11. Se trata de una doctrina que es de fundamental importancia para distinguir entre lo que es objeto de tolerancia y lo que debe ser visto como derecho de libertad.

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El derecho a la libertad religiosa «consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de personas singulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, de tal manera que en materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida, dentro de los límites debidos, que actúe conforme a su conciencia, en privado y en público, solo o asociado con otros» 11. El objeto de este derecho es, por tanto, la inmunidad de coacción en materia religiosa; inmunidad que ha de recibir tutela jurídico-positiva 13.

El Magisterio de la Iglesia enseña que el fundamento de este derecho estriba en que todos los hombres, «conformemente a su dignidad de personas, dotadas de razón y de voluntad libre (...) tienen la obligación moral de buscar la verdad, sobre todo la que se refiere a la religión (...), y de adherirse a la verdad conocida y ordenar toda su vida según las exigencias de la verdad» 14. Esta obligación no podrían cumplirla si no gozaran de inmunidad de coacción externa. «Por consiguiente, el derecho a la libertad religiosa no se funda en la disposición subjetiva de la persona, sino en su misma naturaleza, por lo cual el derecho a esta inmunidad permanece en aquellos que no cumplen la obligación de buscar la verdad y de adherirse a ella, y su ejercicio no puede ser impedido con tal de que se guarde el justo orden público» 15.

Ciertamente, la dignidad de la persona no se funda sólo sobre la naturaleza humana, independientemente de la adhesión de cada uno a la verdad o al error, sino que crece con el reconocimiento de la verdad y la práctica del bien, porque mediante el recto uso de la libertad se refleja más claramente la imagen de Dios en el hombre 16. Sin embargo, el hecho de ser per-

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sona comporta una dignidad fundamental, que no desaparece en los que yerran. Esta dignidad básica se deriva de que todo hombre ha sido creado a imagen de Dios y está llamado a ser miembro del Cuerpo de Cristo 17. El fundamento es, pues, la dignidad común a toda persona humana, y no una inexistente igualdad entre las religiones.

El derecho a la libertad religiosa expresa, en último término, la trascendencia de la persona sobre la sociedad y su íntima orientación a Dios y a la verdad. Como ha escrito Juan Pablo II, «ninguna autoridad humana tiene el derecho de intervenir en la conciencia de ningún hombre. Ésta es también testigo de la trascendencia de la persona frente a la sociedad, y, en cuanto tal, es inviolable. Sin embargo, no es algo absoluto, situado por encima de la verdad y el error; es más, su naturaleza íntima implica una relación con la verdad objetiva, universal e igual para todos. En esta relación con la verdad objetiva la libertad de conciencia encuentra su justificación, como condición necesaria para la búsqueda de la verdad digna del hombre y para la adhesión a la misma, cuando ha sido adecuadamente conocida. Esto implica a su vez que todos deben respetar la conciencia de cada uno y no tratar de imponer a nadie la propia "verdad", respetando el derecho de profesarla, y sin despreciar por ello a quien piensa de modo diverso. La verdad no se impone sino en virtud de sí misma» 18.

El Estado y la libertad religiosa

Reconocer el derecho a la libertad religiosa no significa que se apruebe cualquier uso que se pueda hacer de esa libertad. Lo mismo sucede también cuando se trata de otros derechos. Por

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ejemplo, que el Estado reconozca un derecho a la libertad de prensa no quiere decir -como es evidente- que considere a priori verdadero y bueno todo lo que los ciudadanos puedan escribir en los periódicos; significa solamente que el Estado no tiene un derecho-deber de intervenir en esa materia mientras no se lesione el bien personal y común que debe tutelar.

Entre las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia sobre esta materia, cabe recordar aquí que «se considera realizado el bien común cuando se han salvado los derechos y los deberes de la persona humana. De ahí que los deberes fundamentales de los poderes públicos consisten sobre todo en reconocer, respetar, armonizar y promover aquellos derechos, y en contribuir por consiguiente a hacer más fácil el cumplimiento de los respectivos deberes. Tutelar el intangible campo de los derechos de la persona humana y hacer fácil el cumplimiento de sus obligaciones, tal es el deber esencial de los poderes públicos (Pío XII, Radiomensaje de Pentecostés, 1941)» 19. En el caso de la libertad religiosa, su ejercicio está limitado, como afirma el Magisterio, por el respeto del orden público, que el Estado tiene el deber de custodiar como parte fundamental del bien común 20. El concepto de orden público incluye, entre otros aspectos, la salvaguarda de la moralidad pública, la paz pública y la tutela de los derechos de todos los ciudadanos 21.

Vale la pena insistir, por tanto, en que, cuando se dice que el Estado debe respetar la libertad religiosa de los ciudadanos, no se está afirmando que deba aprobar cualquier uso que hagan de esa libertad; simplemente se afirma que el Estado «excede sus límites si pretende dirigir o impedir los actos religiosos» 22, fuera de los casos en que tales actos comprometan el bien común.

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Esta doctrina se funda en la distinción de fines y medios propios de la Iglesia y del Estado 23, y de ninguna manera significa que el Estado no tenga obligaciones hacia Dios y hacia la verdadera religión; es más, «debe reconocer la vida religiosa de los ciudadanos y favorecerla» 24. El principio de libertad religiosa, que presupone la esencial ordenación de la conciencia a la verdad, es incompatible con cualquier concepción relativista. Por eso, cuando un cristiano -especialmente si está constituido en autoridad dentro de la sociedad- respeta la libertad religiosa de los demás, no lo hace, ni mucho menos, porque piense que todas las religiones son verdaderas o valen lo mismo, sino porque ama y respeta la libertad que Dios nos ha dado para que le conozcamos y le amemos, y sabe que la verdad no se puede imponer mediante la coacción. Violencia, nunca -escribió nuestro Padre-. No la comprendo, no me parece apta ni para convencer ni para vencer: un alma que recibe la fe se siente siempre victoriosa. El error se combate con la oración, con la gracia de Dios, con razonamientos desapasionados, ¡estudiando y haciendo estudiar!, y repito, con la caridad. Por eso, cuando alguno intentara maltratar a los equivocados, estad seguros de que sentiré el impulso interior de ponerme junto a ellos, para seguir por amor de Dios la suerte que ellos sigan 25.

Ante el error o ante el mal uso de la libertad en materia religiosa, el cristiano, sin embargo, no puede permanecer indiferente. Debe respetar la libertad de las conciencias, pero tiene el deber de poner los medios a su alcance -medios sobrenaturales y humanos- para atraer a las almas, libremente y sin coacción, a la única verdadera religión, la religión católica, siguiendo el mandato divino: Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Es-

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píritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado 26. El apostolado «surge de la misma vocación cristiana» 27y sería miope y pusilánime considerarlo incompatible con la tolerancia o la libertad religiosa. El Romano Pontífice ha prevenido del peligro de dejarse influir por quienes «con la acusación de proselitismo, o echando mano de conceptos como pluralismo y tolerancia, entendidos unilateral y tendenciosamente (...), quizá tratan de arrancar a la Iglesia el coraje y el empuje para acometer su misión evangelizadora» 28

La tolerancia del mal

El respeto a la libertad religiosa, dentro de sus justos límites, antes señalados, es una exigencia estricta de la dignidad humana, y, en el ámbito civil, es un derecho fundamental de la persona. Por eso, «la libertad religiosa no puede limitarse a una simple tolerancia» 29. Se tolera en sentido moral lo que es un mal, y en sentido político lo que se opone al bien común que el Estado debe custodiar. Pero la libertad religiosa, dentro de los límites que hacen justo su ejercicio, no sólo no es un mal sino que «es una cualidad esencial de la sociedad justa» 30

Para que un mal pueda ser objeto de posible tolerancia por parte de la autoridad, ha de tratarse de un comportamiento externo, de carácter público -en el sentido de que afecte a otras personas-, contrario a los bienes que la autoridad debe custodiar: perteneciente, por tanto, al ámbito en el que tiene derecho a intervenir.

El Magisterio de la Iglesia ha enseñado en diversas ocasio-

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nes que el deber de impedir el mal no tiene un carácter «absoluto e incondicionado» 31, y que pueden existir situaciones que hagan moralmente lícito, e incluso debido, no impedir un mal que en principio se podría prohibir. La tolerancia se fundamenta así en el principio de que el deber de reprimir las transgresiones morales «no puede ser una norma última de acción. Debe estar subordinado a más altas y más generales normas, que en algunas circunstancias permiten y, es más, quizá presentan como lo mejor, el no impedir el error para promover un bien mayor» 32. Según este principio, que debe aplicarse a la luz de la jerarquía de bienes y de la relación existente entre el bien particular y el bien común 33, cuando impedir un error comporta un mayor mal o impedir un bien superior y más necesario, la tolerancia está justificada y, en muchos casos, será incluso éticamente obligatoria 34. En este sentido, por lo que se refiere a la tolerancia por parte del Estado, Santo Tomás de Aquino afirma que «es propio del sabio legislador permitir las transgresiones menores para evitar las mayores» 35; y que «los que gobiernan en el régimen humano toleran algunos males para que no sean impedidos otros bienes o para evitar males mayores» 36

Criterio fundamental para la aplicación de la tolerancia por parte de quienes gobiernan la sociedad es el bien común que el Estado debe procurar y custodiar con los medios que posee y puede emplear legítimamente, también mediante el derecho penal cuando sea necesario. En la práctica, el ejercicio de la to-

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lerancia -tanto la conveniencia o no de aplicarla como la elección de los medios- plantea difíciles problemas que solicitan la prudencia del gobernante.

En todo caso, es preciso tener en cuenta que hay unos límites claros para la tolerancia civil. El Papa Juan Pablo II ha recordado, concretamente, que «la ley civil debe asegurar a todos los miembros de la sociedad el respeto de algunos derechos fundamentales, que pertenecen originariamente a la persona y que toda ley positiva debe reconocer y garantizar (...). Si la autoridad pública puede, a veces, renunciar a reprimir aquello que provocaría, de estar prohibido, un daño más grave, sin embargo, nunca puede legitimar, como derecho de los individuos -aunque éstos fueran la mayoría de los miembros de la sociedad-, la ofensa infligida a otras personas mediante la negación de un derecho tan fundamental como el de la vida. La tolerancia legal del aborto o de la eutanasia no puede de ningún modo invocar el respeto de la conciencia de los demás, precisamente porque la sociedad tiene el derecho y el deber de protegerse de los abusos que se pueden dar en nombre de la conciencia y bajo el pretexto de la libertad» 37.

Tampoco pueden ser objeto de tolerancia las lesiones graves de otros derechos fundamentales. La trascendencia de la persona respecto a la sociedad 38 la dignidad del hombre, que se deriva de su llamada a la comunión con Dios 39, reclaman el reconocimiento y el respeto de esos derechos, fundados en la ley moral natural. Una de las competencias esenciales de la ley civil es, precisamente, «la de asegurar el bien común de las personas, mediante el reconocimiento y la defensa de sus derechos fundamentales» 40. No puede ser, pues, objeto de tolerancia el que la vida u otros bienes fundamentales de una persona que-

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den enteramente en manos y al arbitrio de otra o de otras 41.

En fin, la tolerancia rectamente aplicada es necesaria para el bien común, pero no puede ser vista como el sumo ideal de progreso civil. La meta última no puede ser tolerar el mal, sino vencer con el bien el mal 42: ahogar el mal en abundancia de bien, sembrando a nuestro alrededor la convivencia leal, la justicia y la paz 43. El cristiano, y todo hombre honrado, debe procurar que la sociedad esté regida por leyes conformes a la dignidad de la persona. Esta actitud cristiana -que es efectiva preocupación por el bien de todos, por su felicidad-, no debe ir acompañada jamás de la violencia. Pero sostener leyes justas, empleando medios lícitos, nunca es violencia; por el contrario, la ley injusta siempre acaba haciendo violencia a la persona y a la sociedad 44

Amor a la verdad

El cristiano cumple el mandato divino del amor a todos los hombres proclamando la verdad con caridad 45. Y al difundir la verdad, defiende la libertad, pues la verdad hace libres 46. Para esto es preciso conocer bien la verdad -tener buena doctrina- y comunicarla a los demás con don de lenguas -capacidad y esfuerzo para llegar a sus inteligencias 47-, y con amor. ¿Por qué, entre diez maneras de decir que "no", has de escoger siempre la más antipática? -La virtud no desea herir 48.

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La firmeza en la verdad no sólo no está reñida con la tolerancia, sino que la hace posible y evita que degenere en indiferencia ante el error y en positiva autorización del mal. La caridad de Jesucristo -escribió nuestro Padre en Camino- te llevará a muchas concesiones... nobilísimas. -Y la caridad de Jesucristo te llevará a muchas intransigencias..., nobilísimas también 49.

Hay, en efecto, una intransigencia buena, que no es intransigencia a secas: es la "santa intransigencia" 50. Un cristiano no puede ceder en la doctrina de fe, puesto que no es suya, sino de Dios. Pero debe comprender, disculpar, perdonar y amar a todos, sabiendo «distinguir entre el error, que siempre debe ser rechazado, y la persona que yerra» 51. «Quienes sienten u obran de modo distinto al nuestro en materia social, política e incluso religiosa, deben ser también objeto de nuestro respeto y amor» 52. En nuestro corazón han de estar unidas inseparablemente la santa intransigencia con los errores, y la santa transigencia con las personas, que estén en el error 53.

Ésta es la siembra que realizó y nos enseñó a realizar siempre nuestro Fundador. En el Opus Dei se enseña a querer a todos los hombres, a respetar su libertad, a trabajar -con plena autonomía, del modo que les parezca mejor- para borrar las incomprensiones y las intolerancias entre los hombres y para que la sociedad sea más justa (54).

El espíritu de comprensión es muestra de la caridad cristiana del buen hijo de Dios: porque el Señor nos quiere por todos los caminos rectos de la tierra, para extender la semilla de la fraternidad -no de la cizaña-, de la disculpa, del perdón, de

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la caridad, de la paz. No os sintáis nunca enemigos de nadie.

El cristiano ha de mostrarse siempre dispuesto a convivir con todos, a dar a todos -con su trato- la posibilidad de acercarse a Cristo Jesús. Ha de sacrificarse gustosamente por todos, sin distinciones, sin dividir las almas en departamentos estancos, sin ponerles etiquetas como si fueran mercancías o insectos disecados. No puede el cristiano separarse de los demás, porque su vida sería miserable y egoísta: debe hacerse todo para todos, para salvarlos a todos (I Cor. IX, 22).

¡Si viviésemos así, si supiésemos impregnar nuestra conducta con esta siembra de generosidad, con este deseo de convivencia, de paz! (...) El cristiano sabría defender antes que nada la libertad ajena, para poder después defender la propia. Tendría la caridad de aceptar a los otros como son -porque cada uno, sin excepción, arrastra miserias y comete errores-, ayudándoles con la gracia de Dios y con delicadeza humana a superar el mal, a arrancar la cizaña, a fin de que todos podamos mutuamente sostenernos y llevar con dignidad nuestra condición de hombres y de cristianos 55.

1. Cfr. Juan Pablo II, Litt. enc. Evangelium vitae, 25-III-1995, n. 71.
2. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz (1991), 8-XII-1990, IV.
3. Juan Pablo II, Litt. apost. Tertio millennio adveniente, 10-XI-1994, n. 35.
4. Juan Pablo II, Litt. enc. Centesimus annus, 1-V-1991, n. 46. Cfr. Litt. enc. Veritatis splendor, 6-VIII-1993, n. 10 1.
5. Juan Pablo II, Litt. enc. Evangelium vitae, 25-III-1995, n. 70. El Papa se refiere en particular a los delitos contra la vida humana: «Cuando una mayoría parlamentaria o social decreta la legitimidad de la eliminación de la vida humana aún no nacida, aunque sea con ciertas condiciones, acaso no adopta una decisión "tiránica" respecto al ser humano más débil e indefenso?» (Ibid.).
6. De nuestro Padre, Carta 24-X-1965, n. 32.
7. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz (1991), 8-XII-1990, I.
8. Juan Pablo II, Discurso, 10-III- 1984; cfr. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz (1988), Introducción.
9. San Agustín, In Ioannis Evangelium tractatus, 26.
10. De nuestro Padre, Carta 9-I-1932, n. 66.
11. Cfr. Conc. Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae.
12. Ibid. n. 2.
13. Cfr. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz (1991), 8-XII-1990, VI.
14. Conc. Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, n. 2.
15. Ibid.
16. Cfr. Concilio Vaticano II, Const. apost. Gaudium et spes, n. 17.
17. Cfr. S. Th., I, q. 3, a. 4; III, q. 8, a. 3.
18. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz (1991), 8-XII-1990, 1.
19. Juan XXIII, Litt. enc. Pacem in terris, 11 -IV-1963, n. 273-274. Cfr. Juan Pablo II, Litt. enc. Evangelium vitae, 25-III-1995, n. 71.
20. Cfr. Conc. Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, n. 2.
21. Cfr. Ibid. n. 7.
22. Ibid. n. 3.
23. Cfr. León XIII, Litt. enc. Immortale Dei, 1-XI-1885,n. 166; Pío XI, Litt. enc. Non abbiamo bisogno, 29-VI-1931, n. 303.
24. Conc. Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, n. 3.
25. De nuestro Padre, Carta 31-V-1954, n. 19.
26. Matth. XXVIII, 19-20.
27. Conc. Vaticano II, Decr. Apostolicam actuositatem, n. 1.
28. Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, cap. 18.
29. Juan Pablo II, Discurso, 13-1-1990, n. 16.
30. Juan Pablo II, Discurso, 28-XI-1992.
31. Cfr. Pío XII, Discurso Ci riesce, 6-XII-1953, n. 16. « Dios no ha dado a la autoridad humana un precepto semejante absoluto y universal ni en el campo de la fe ni en el de la moral. No conocen semejante precepto, ni la común convicción de los hombres, ni la conciencia cristiana, ni las fuentes de la Revelación, ni la práctica de la Iglesia» (Ibid.).
32. Ibid.
33. Cfr. S. Th., II-II, q. 58, a. 7, ad 2.
34. Cfr. Pío XII, Discurso al Tribunal de la S. Rota, 6-X-1946.
35. S. Th., I-II, q. 101, a. 3, ad 2.
36. Ibid. II-II, q. 10, a. 11. Cfr. Matth. XIII, 24-30; San Agustín, De ordine, II, 4.
37. Juan Pablo II, Litt. enc. Evangelium vitae, 25-III-1995, n. 71.
38. Cfr. S. Th., I-II, q. 21, a. 4, ad 3.
39. Cfr. Conc. Vaticano II, Const. apost. Gaudium et spes, n. 14.
40. Juan Pablo II, Litt. enc. Evangelium vitae, 25-III-1995, n. 71.
41. Cfr. Ibid. De lo contrario -y esto, al menos, debería estar claro para cualquiera- se violenta el principio básico de la igualdad de todos ante la ley. Cfr. Juan Pablo II, Litt. ene. Evangelium vitae, 25-111-1995, n. 72.
42. Cfr. Rom. XII, 21.
43. Es Cristo que pasa, n. 72.
44. Cfr: Juan Pablo II, Litt. enc. Evangelium vitae, 25-111-1995, n. 72; S. Th., I-II, q. 93, a. 3, ad 2.
45. Cfr. Ephes. IV, 15.
46. Cfr. Ioann. VIII, 32.
47. Surco, n. 430.
48. Ibid. n. 808.
49. Camino, n. 369.
50. Ibid. n. 398.
51. Conc. Vaticano II, Const. apost. Gaudium et spes, n. 28.
52. Ibid.
53. De nuestro Padre, Carta 16-VII-1933, n. 6.
54. Conversaciones, n. 56.
55. Es Cristo que pasa, n.124.