El Buen Pastor - Cuaderno 3

Página 130 del capítulo 16 (“La Confesión”) de Cuadernos 3 (“Vivir en Cristo”)

EL BUEN PASTOR


¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?[1]. Efectivamente; sólo Dios y aquéllos a quienes Dios haya querido dar tal potestad para ejercerla en su nombre. El Sacramento de la Penitencia -expresión de esa delegación divina a los hombres- es, como todo sacramento, un rito sensible, pero de índole judicial, en el que el sacerdote en nombre de Dios concede el perdón a quien, sinceramente arrepentido de sus pecados, se haya confesado de ellos, y acepte la debida penitencia.

No basta para ejercer ese poder divino la potestad de orden, recibida con la ordenación sacerdotal; se requiere también la potestad de jurisdicción, que es la facultad dada al sacerdote de ejercitar prácticamente el poder de absolver: y esta potestad es indispensable, porque la absolución es un acto judicial -juzgar para retener o perdonar-, y el juez que no está legítimamente constituido como tal, o que no tiene jurisdicción, no puede juzgar.

Pero la confesión, además de la estricta función judicial, tiene una misión medicinal, de magisterio, de paternidad, de buen pastor. Por eso, para obtener todos los frutos de la confesión, es tradicional en la Iglesia la recomendación de que los fieles procuren confesarse siempre con el mismo sacerdote, que pueda juzgar con más hondura, curar con más eficacia, enseñar con más claridad, guiar con más seguridad. Cuanto mayor sea el conocimiento que el confesor tiene del penitente, mayor será la eficacia de la confesión: pues si el enfermo se avergüenza de confesar al médico su herida, lo que la medicina ignora no lo cura[2].

De la misma manera que los hombres no manifiestan sus enfermedades corporales a todos, ni a cualquiera, sino a aquéllos que tienen pericia para curárselas, así también debe hacerse la confesión de los pecados a aquéllos que puedan curarlos[3]. Esta doctrina tradicional, incluso con la misma gráfica imagen, nos la ha repetido nuestro Padre muchas veces. Decidme: un enfermo que se quiere curar, ¿qué hace? Va a un médico determinado, que le conoce. -Míreme bien, hágame análisis, tómeme la presión, la temperatura... Y le reconoce, y le ausculta, y le mira por rayos X, bien mirado. Y si el médico se porta como debe, procurará que el enfermo, por debilidad, por inadvertencia, no deje de contarle alguna cosa que pueda ser de interés. Y el enfermo, si no es un loco, se apresurará a decir al médico todos los síntomas, todas las circunstancias, que a él le parece que son manifestaciones de su enfermedad, hasta las más nimias. No se le ocurre ir a un médico cualquiera -y luego a otro, y a un tercero, y a más...- para que le dé una aspirina, sino que corre al médico que le conoce bien.

Es la parábola del Buen Pastor, que se cumple en cada uno de nosotros. De la mano de nuestro Padre hemos penetrado en su sentido. Yo querría señalaros una vez más -nos ha dicho- cuál es el espíritu nuestro en un medio maravilloso de santificación, en un medio que está instituido por Jesucristo, porque es sacramento: la confesión. Un medio de importancia trascendental para santificarnos.

La estricta misión de juez la puede ejercer cualquier sacerdote que tenga jurisdicción, licencias; aunque incluso esta misión pueda venir dificultada alguna vez por insuficiente conocimiento. Pero la misión de buen pastor, no. ¿Sabéis quién es, para mis ovejas, el Buen Pastor? El que tiene misión dada por mí. Y yo la doy ordinariamente a los Directores y a los sacerdotes de la Obra. Gente que no conoce el Opus Dei no está dispuesta para ser el pastor de mis ovejas, aunque sean buenos pastores de otras ovejas y aunque sean santos.

Conviene que os confeséis con los sacerdotes que están designados. Y está dispuesto que, al menos, hay que ir a ellos para recibir la bendición. Podéis ir a confesaros con cualquier sacerdote que tenga licencias del Ordinario. De esta manera, yo defiendo la libertad, pero con sentido común. Todos mis hijos tienen libertad para confesarse con cualquier sacerdote aprobado por el Ordinario, y no está obligado a decir a los Directores de la Obra que lo ha hecho. ¿Uno que haga esto peca? ¡No! ¿Tiene buen espíritu? ¡No! Está en camino de escuchar la voz del mal pastor.

A la luz de esas palabras, dictadas por el amor a nuestra santificación, seguimos desentrañando la parábola evangélica. ¿Y no podrían ir otros pastores a buscar a mis ovejas y apacentarlas bien? No. El Señor lo dice terminantemente: qui non intrat per ostium in ovile ovium, sed ascendit aliunde, ille fur est et latro (Ioann. X, 1); quien no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que sube por otra parte, es un ladrón y salteador. ¿Acaso no podrá ir alguno de buena voluntad a dar una ayuda, a tomar un hatillo de ovejas y darles buen pasto, y volverlas al redil? No. ¡No! Y no soy yo quien lo dice, sino el mismo Señor. Los que no tienen misión dada por los Directores, no son buenos pastores, aunque hagan milagros.

Hemos de saber reconocer la voz del buen pastor, esos silbos amorosos, familiares, de quien podrá conducimos al redil, y cuidarnos y devolvernos la vida quizá perdida, o mejorarla, y curarnos de dolencias y flaquezas. Vosotros iréis a sacerdotes hermanos vuestros, como voy yo. Y les abriréis el corazón de par en par -¡podrido, si estuviese podrido!-, con sinceridad, con ganas de curaros; si no, esa podredumbre no se curaría nunca. Si fuésemos a una persona que sólo puede curarnos superficialmente la herida... es porque seríamos cobardes, porque no seríamos buenas ovejas, porque iríamos a ocultar la verdad, en daño nuestro. Y haciéndonos este mal, buscando a un médico de ocasión, que no puede dedicarnos más que unos segundos, que no puede meter el bisturí, y cauterizar la herida, también estaríamos haciendo un daño a la Obra. Si tú hicieras esto, tendrías mal espíritu, serías un desgraciado. Por ese acto no pecarías, pero ¡ay de ti!, habrías comenzado a errar, a equivocarte. Habrías comenzado a oír la voz del mal pastor, al no querer curarte, al no querer poner los medios. Y estarías haciendo un daño a los demás.

Sabemos bien que nuestra vida interior repercute en los demás y en la Obra entera. Tú conoces la doctrina del Cuerpo Místico, de la Comunión de los Santos. Pues estarías haciendo daño a tus hermanos, y a los que están por venir, y a ti mismo, al cuerpo entero de la Obra. Porque además aquel mal pastor no venía a buscarte, habrías sido tú el responsable. Porque ese otro, que no es Buen Pastor, non venit nisi ut furetur et mactet et perdat (Ioann. X, 10); no viene sino para robar y matar y hacer estrago. Nosotros necesitamos tener un espíritu determinado y concreto. Nuestro espíritu está muy claro: nuestra ascética, nuestra mística, clarísima. Y, todo lo que sea deformar este espíritu, es robar y matar. Robar y matar: el oficio del mal pastor, del que no entra por la puerta, del que no tiene interés ninguno, o muy poco, por las ovejas.

La enseñanza es clara, diáfana: omnia mihi licent, sed non omnia expediunt[4]; si todo me es lícito, no todo me es conveniente. Y en esta doctrina estamos contemplando el celo del Buen Pastor que teme por la salud nuestra, que quiere darnos la vida con abundancia. No estamos ya en el terreno del derecho o de la obligación estricta, sino en otro orden de cosas que, recogiendo y elevando el espíritu del derecho y del deber, lo trasciende: el orden del Buen Pastor. Ego sum pastor bonus. Bonus pastor animam suam dar pro ovibus suis (Ioann. X, 11); Yo soy el Buen Pastor. El Buen Pastor sacrifica su vida por sus ovejas. Hace todos los sacrificios. Y vosotros debéis estar dispuestos a hacerlos todos también. Y el primero es éste: no ejercitar aquel derecho -porque el derecho lo tenemos- si lo podemos evitar, y lo podremos evitar siempre o casi siempre. Propósito firme: el primer sacrificio es no olvidar, en la vida, lo que expresan en Castilla de un modo muy gráfico: que la ropa sucia se lava en casa. La primera manifestación de que os dais, es no tener la cobardía de ir a lavar fuera de la Obra la ropa sucia. Si es que queréis ser santos; si no, estáis de más.

Es la cobardía, una especie de villanía que se mete en el alma que no es humilde, lo que puede llevar a no comprender bien esta doctrina, y quizá a no vivirla. Por eso, hemos de prevenirnos con humildad, con la humildad de sabernos con los pies de barro, y de saber también que nadie se escandalizará si algún día hubiese de comprobarlo en nosotros. Hijos míos, que no os avergüence ser miserables, si en algún caso lo sois; no os acobardéis porque tengáis en el corazón el fomes, peccati. No os asustéis de nada. ¡Fieles de verdad! ¡Sinceros! ¡Sinceros! Tengamos el sentido común y el espíritu sobrenatural de saber que si el Padre, por ser padre y por ser madre, deja las cosas muy anchas, vosotros, por ser ovejas firmes, seguras, por dejar trabajar al Buen Pastor, con buen sentido, sabréis no usar de ciertos derechos, para en cambio tener mayor eficacia en la labor de vuestra santificación y de la santificación de toda la Obra, de la santificación de vuestros hermanos y de tantas almas, y de la Iglesia.


Referencias

  1. Marc. II, 7;
  2. San Jerónimo, In Eccle. comm. 10, 11;
  3. San Basilio, Reg. brev. tract. 229;
  4. I Cor. VI, 12;