Decadencia de la santificación del trabajo ordinario

Por Gervasio, 5 de marzo de 2007


Soy un ex numerario que pidió la admisión en la Obra en los años cincuenta y la dimisión en los años ochenta. Muchos se preguntan —yo al menos— cómo ese ideal de vida proclamado por el Opus Dei y que nos enganchó —la santificación de un trabajo secular— se ha esfumado. Aventuro esta interpretación.

Por aquel entonces, en los años cincuenta, se nos ponía como ejemplo de miembro del Opus Dei a Isidoro Zorzano, un ingeniero que había desempeñado su profesión con honradez. Al parecer, ni siquiera era particularmente brillante o inteligente. Era del montón. Tiene una biografía escrita por una persona que no era de la Obra, Daniel Sergeant, titulada God’s engenear. Se solía leer durante los retiros y se recomendaba su lectura a personas ajenas a la Obra para abrirles ese panorama de santidad poco practicada de la santificación del trabajo ordinario...

Se inició con entusiasmo el proceso de canonización de Isidoro Zorzano, con la finalidad de dar a conocer ese modelo de santidad. Pero un buen día el proceso de canonización se paralizó y se desaconsejó la lectura del libro de Daniel Sargeant. ¿Por qué? A mi entender porque don Álvaro del Portillo, el confesor y secretario general del Fundador, había decidido que el primero en ser canonizado debería ser el fundador y el modelo a imitar también el propio fundador. ¿Era santo? Es lo de menos. Lo de más es que no desempeñaba un trabajo secular. ¿Cómo vamos a imitar a un fundador, con visiones, revelaciones, que vive en Roma y zascandilea por la Curia Romana y las antecámaras episcopales? ¿Es que un ingeniero, un aparejador, un abogado pueden tomar tal modelo? Habrían de ordenarse, ir a Roma, etc. En fin, hacer una carrera eclesiástica. La santidad en medio del mundo consistiría en estar en Villa Vecchia, rodeado de oratorios, numerarios, numerarias, en un ambiente poco ventilado.

Lo malo es que ese modelo fue cobrando fuerza y amplitud. Los miembros de la Obra más estimados, respetados y modélicos se convirtieron en gentes sin profesión conocida, pero muy apostólicos. Por ejemplo don Tiburcio. Su profesionalidad consistía en que había cursado completa la licenciatura de Derecho. A los veinticinco años lo hicieron director de un colegio mayor. Como es bien sabido la profesión “director de un colegio mayor” siempre fue una de las más prestigiosas en España y fuera de España. Para llegar a alcanzarla hay que superar una de las oposiciones más duras existentes, más dura incluso que la de notario y la de registrador. En una ocasión se pagó por conseguir un buen director de colegio mayor la fabulosa cifra de 13 millones. El colegio mayor en cuestión contaba con 56 residentes. Y todos los años a don Tiburcio le pitaban 40. Aunque era laico, se le llamaba don Tiburcio por ser director del colegio mayor. ¡Qué celo! ¡Qué labor! ¡Que santidad! ¡Qué finura al exigir el cumplimiento de las notas de gobierno que le llegaban! Un verdadero profesional.

El otro modelo de santidad no llegaba a tratamiento de don. También era laico y se llamaba simplemente Juanito. Mandaba en un piso dedicado a la labor de San Rafael. De profesión era estudiante y nunca pasó de tercero de la carrera que había elegido. Estaba tan entregado a la labor apostólica que no tenía tiempo para más. Sin haber terminado los estudios, pasó a Roma donde convalidando los estudios eclesiásticos realizados allí y con alguna otra trampilla logró obtener título de licenciado, unos días antes de ser ordenado sacerdote. Siguió con el mismo celo. ¡Qué sacerdote tan apostólico y ejemplar! Y como había destacado en labor de San Rafael fue a parar a un club juvenil. Tenía muchas virtudes humanas. De su repertorio curricular cabe destacar una ejemplar anécdota en la que había logrado interesar a un revisor de tren por la lectura de “Camino”. Además, contaba como nadie el chiste del enano saltarín.

Yo había oído que se iba a recuperar la figura del presbítero en el sentido etimológico de la palabra: la de quien tras haber tenido una actividad profesional se ordenaba ya mayor, conservando su profesión. Pero eso también se detuvo. Es más, se suprimió. ¿Razón? La eficacia inmediata, las prisas. Hay muchos más veinteañeros con un título universitario recién estrenado que profesionales con prestigio de cierta edad. ¿Y cómo va a interesarse el mismo por la santificación del trabajo secular una persona que nunca tuvo ese trabajo, que pasó directamente de estudiante a cura?


Imagino —no lo sé, sólo lo conjeturo— que de este y otros básicos cambios de rumbo también haya sido responsable don Álvaro. El fundador se confesaba con él. ¿Quién mejor que su confesor y secretario general para recibir aliento e ideas prácticas para llevar a cabo su carisma fundacional? Y para don Álvaro, ¿qué cosa mejor que ponerse al servicio de un santo fundador y encauzar sus energías y su santidad para que fueran realmente efectivas, viables y eficaces? Yo para ti y tu para mí y los dos lo haremos muy bien así.

El fundador había prohibido captar chicos demasiado jóvenes. En colegio Gaztelueta —el único que existía— estaba prohibido que sus alumnos pidiesen la admisión en la Obra antes de abandonar el colegio. Pero una y otra vez le insistieron en la necesidad de cambiar el criterio. ¡Menuda cantera! ¿Cómo se podía desperdiciar? Pues nada, una red de colegios. Y ¡qué cosechas! ¡Cuántos motivos de acción de gracias a Dios por tanto pitaje!

Don Tiburcio se paseaba de curso anual en curso anual dando tertulias sobre cómo iba a ponerse en marcha un nuevo colegio en su delegación. Ya tenían el terreno, ya tal, ya cual… Y le brillaban los ojillos de gozo ante el futuro prometedor. La siguiente tertulia la daba don Juan. —no ya Juanito., pues ya era cura— sobre unas excursiones que en el club Peñamondada, también con gran fruto espiritual, se llevaban a cabo.

De santificación del trabajo nada de nada se hablaba en las tertulias. Un ingeniero no iba a aburrir a la concurrencia contando cómo anda el gremio de ingenieros y la labor que puede o no puede hacerse con ellos. Además esos mundos a veces no son tan edificantes. Los entresijos de un colegio de fomento tienen mucho mayor interés. Los entresijos del sector de la ingeniería, no. ¿Por qué? Principalmente porque los directores de la Obra no pueden tocar balón en ese campo. Les es un mundo ajeno. Y una cosa que no interesa a los directores ¿a quién habría de interesar? A alguien con poco espíritu si acaso.

¿Cabe imaginar un panorama de labor apostólica sin obras corporativas, comunes y auxiliares o de otro modo gobernadas por los directores del Opus Dei? Perfectamente. Pero lo que no cabe es imaginar unos directores el Opus Dei sin esas labores y tareas. ¿Cómo justificar su propia existencia?


El resultado final es que una institución muy parecida a otras ya existentes, dedicadas a lo que en la cultura inglesa conocen con el nombre de charities: actividades religiosas en sentido estricto, actividades de enseñanza, actividades hospitalarias y actividades benéficas. Quizá en ese resultado haya influido también —no lo sé— la actitud de la Santa Sede. Muy bien todo eso de la santificación del trabajo ordinario, pero ¿cuántos colegios de segunda enseñanza?, ¿cuántas universidades?, ¿cuántos hospitales?, ¿cuántas vocaciones sacerdotales?, ¿cuánto esto?, ¿cuánto lo otro?

Por contraste me viene a la memoria un numerario del Opus Dei cuyo nombre no recuerdo. Ese olvido es significativo. Era más antiguo en la Obra que Juan Jiménez Vargas y quien lo llevó a los círculos que hicieron a Juan Jiménez Vargas conocer la Obra y pitar. Murió siendo de la Obra en Pamplona, atendido en la Clínica Universitaria. Pasó su vida en Estados Unidos —me parece que era químico— ejerciendo una tarea profesional ordinaria. No se le recuerda en los anales de los comienzos de la Obra en ese país. Apenas se habla de él. No parece que se le puede considerar un modelo a imitar o alguien digno de ser tenido en consideración. Los modelos son don Tiburcio, Juanito y otras personas que no desempeñan un trabajo ordinario.

El modelo del que pasó su vida en los Estados Unidos siendo un químico de prestigio o el de Isidoro Zorzano se reveló como completamente inútil. ¿Quién a va a agradecer a alguien el trabajo bien hecho? Evidentemente las empresa o la institución para la que trabaja. ¿Es que iba a ser nuestro fin proporcionar buenos trabajadores a otros? No, no y no. Trabajar bien para nosotros excelente. Trabajar bien para los demás, una pérdida de tiempo. Por ello los únicos que se salvan como buenos profesionales son las numerarias insirvientes. Posteriormente han pasado a llamarse numerarias auxiliares. Lo que no sé, pues no conozco el mundo de la sección femenina, es si existen supernumerarias auxiliares y agregadas auxiliares. ¿Proporcionar buenas insirvientes a los demás? Ni soñarlo. Lo propio sucede, en realidad, con los numerarios y numerarias en general. ¿Un numerario que sea simplemente un hombre que destaca en su profesión? ¿Para qué? No tiene sentido. O son insirvientes o no interesan.

Existe una experiencia muy consolidada acerca de que una secretaria de oficina suele ser —lo es en la mayoría de los casos— mucho más entregada a su trabajo y devota a su jefe si es soltera que si es casada. En primer lugar, la soltera no tiene las interrupciones en su trabajo derivada de los embarazos y de la lactancia. La casada además lo que desea es acabar cuanto antes su tarea para largase a casa y atender a la familia. Tiende a no excederse en el trabajo, porque otras atenciones más apremiantes la reclaman. Con eso de la santificación del trabajo ordinario ¿es que vamos a crear unas secretarias solteras no “propter regnum coelorum”, sino a favor de una sociedad anónima, o de una oficina estatal o etc.? Ni hablar, ni hablar, ni hablar, ni hablar. La razón de trabajar en un trabajo ordinario es por la Obra, para la Obra, con la Obra, hacia la Obra, según la Obra y con la Obra. Y lo que no es así, sobra. ¿Y qué es el mejor trabajo para la Obra? El que se realiza en las labores apostólicas de la Obra. En ellas los directores mandan. En ellas los directores deciden. En ellas los directores saben lo que es bueno y lo que es malo. Hay que trabajar para la Obra.

Esta mentalidad es la que origina directrices de gobierno como esta: los numerarios no deben ser donantes de sangre ni donantes de órganos. ¿A quién beneficia eso? Evidentemente no es a la Obra. Y algo que no beneficia a la Obra no hay por qué hacerlo. O somos inservientes o nada.

Esta mentalidad es la que lleva a valorar no ya a los del Opus Dei sino a los que no lo son con ese mismo criterio. ¿Benefician a la Obra, pues son buenos? ¿No la benefician? Pues no son tan buenas personas. ¿Es este obispo, este sacerdote, este gobernante un buen obispo, un buen sacerdote o un buen gobernante? Si ayudan a la Obra sí; si no, no.

Hay que valorar a la gente por su capacidad de ayudar a la Obra. ¿Es rico y poderoso? ¡Pues vale! ¿Razón? Es que ése ayuda efectivamente a la Obra.

Veo muy poco futuro a la santificación del trabajo secular ordinario dentro del Opus Dei o a la idea de poner a Cristo en la cumbre de las actividades humanas, mientras los mencionados criterios persistan. ¿En qué se ha quedado el carisma fundacional?



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