De cómo te cae una vocación (sin saberlo)

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Por Emejota, 16.03.2005


Capítulo I

Yo fui una de esas tantas adolescentes que se encontró metida en un lugar donde no recordaba haber querido entrar.

Soy hija de supernumerarios; eso quiere decir que de pequeña mis padres me llevaron a un Club. Eso tenía sus ventajas; había actividades y manualidades, excursiones y cursos de verano (hoy puede no resultar fascinante, pero en aquellas épocas no había mucho donde elegir). Había un lugar donde una podía meterse a pintar (cosa difícil de encontrar en una casa de familia numerosa) y chicas mayores que yo, con las que en general me entendía mejor que con las de mi edad. Eso sí, de vez en cuando alguna me preguntaba ¿Cuántos años tienes?, y cuando yo decía: “doce” o “trece”, meneaban la cabeza y decían: “claro, es que pareces mayor”. En fin, el tiempo pasa y al fin llegué a los catorce.

Además, en fase religiosa; a los trece años, en un periodo de pasión por Darwin y los fósiles, yo había llegado a la conclusión de que lo de Adán y Eva era mentira y, por tanto, lo de Dios también; pero a los catorce estaba en plena mística romántica (la pubertad, entre otras cosas).

Por aquella época apareció M. Era estudiante de Bellas Artes, empezó a ir a buscarme a la salida del colegio, y nos hicimos amigas. De verdad que sí, que aparte del “proselitismo” M. era sinceramente mi amiga; a pesar de la diferencia de edad, las dos amábamos la pintura y la poesía, hablábamos el mismo lenguaje. Para mí, descubrir que había más gente como yo, que no era un bicho tan raro, realmente me abrió el mundo. La recuerdo con cariño y tristeza ¿qué habrá sido de ella?

M. era numeraria “de plantilla”. Me hice amiga también de dos adscritas, P. y A. Claro que yo no lo sabía. Lo que sabía es que eran gente de mi mundo, con las que podía hablar de cosas “importantes”; chicas que no estaban obsesionadas por lucir modelitos y pescar un novio, con las que ir de vinos por el casco antiguo, leer poesías… Siempre me había sentido fuera de lugar con las niñas de mi edad, y por fin encontraba a “mi gente”.

Pero no del todo. Algo había, que a mí me dejaba fuera. Por eso yo me esforzaba en hacer ver que era una de ellas, y cuando finalmente hice los catorce y medio, pitar fue lo más natural. En una excursión, durante una charla con P. , yo hice un comentario cómplice sobre algo que había dicho “el Padre”, y al día siguiente la Directora de la Casa me propuso la entrada.

No recuerdo cómo fue exactamente. Lo que si tengo claro es que no sabía dónde me estaba metiendo. Yo tenía la sensación de que aquello era algo así como las “Montañeras de Santa María”, algo a “tiempo parcial”. Desde luego, no elegí si quería ser numeraria o otra cosa; eso lo dieron por sentado, y fue después, poco a poco, cuando fui tomando conciencia de en qué consistía la vocación que habían elegido para mí.

Eso es lo que me parece más escandaloso de todo este montaje, montaje de secta pura y dura. No solo no es de recibo proponer una decisión de ese tipo a una niña de catorce años y medio, cuando ¿qué sabes del mundo y la vida? ¿cómo se puede elegir una vida de celibato a los catorce y medio? Es que ni siquiera te presentaban un panorama claro de a qué te estabas comprometiendo: hermosas y vagas palabras de entrega a Dios, de amor y generosidad. Amor a Dios en medio del mundo; no celibato, vivir en una casa de la Obra, sacrificar tu profesión, renunciar a tener amigas, a tener intimidad, a elegir tus libros. Amor y entrega, no religiosidad burocrática de normas a horas fijas, no cilicios y disciplinas, y control de la correspondencia, y dormir en tabla. Todo eso te lo van diciendo luego, poco a poco, (“el plano inclinado”), y te lo van sacando como lo más natural, como si tu lo hubieras sabido desde el principio, porque esa es la vocación que “tú” has elegido. Si en algún momento tienes alguna duda, es una tentación del demonio: sobre Fé, Pureza y Vocación, no hay que pensar, cualquier duda viene del demonio. Y tú, por muy precoz y muy lista que te creyeras, no eres más que una niña de catorce y medio, de quince, y cada vez estás más atrapada en la telaraña. Todavía hoy, treinta cinco años después, me admira que fuera capaz de salirme de ella.

Pero eso os lo contaré en otra ocasión

Capítulo II

Como ya conté, yo entré en la Opus sin saber ni donde entraba, ni a qué me comprometía (bueno, supongo que eso nos pasó a la mayor parte de los que pitamos con catorce y medio, y a muchos de los demás). Lo hice como un gesto de complicidad con mis amigas, pensando que mi vida seguiría siendo más o menos lo mismo. Ni siquiera recuerdo que nadie me hablara de vocación; o quizá si lo hicieron y se me ha olvidado. Pero bueno, vas haciendo y asumiendo lo que te dicen, terminas viéndote a ti misma como lo que todos los de alrededor dan por sentado que eres, y llegó un momento en que sí que sentía esa vocación que me aseguraban que tenía.

Pero no duró mucho. Había entrado allí por mis amigas, pero fueron desapareciendo: M. U. (una numeraria de verdad, con la fidelidad hecha), seguía allí pero ya no estaba. A.G. tuvo problemas de salud y volvió a su pueblo, con su familia; P. S. dejó la Obra; me dijeron que la habían echado porque era invertida sexual (esas fueron las palabras) y me prohibieron verla. Fue un auténtico shock, se me hundió el mundo bajo los pies. Con mi mentalidad de entonces, suponía cubrir de inmundicia una de las cosas más importantes de la vida: la amistad. Creí que aquel hecho (porque en aquel caso era cierto, lo admitió cuando la vi años después) implicaba que no había tal amistad, sino algo inconfesable, degradante. Pero esa es otra historia.

El caso es que me fui quedando sola. Sola, como había estado siempre; como antes de conocer a mis perdidas amigas. Me servía la oración, la vida interior; pero aquella cáscara de sonrisas impostadas; aquella pregunta estereotipada de mi directora en la confidencia: “¿estás contenta?”; y sí, claro, yo estaba contenta, era obligatorio. Pero cada vez me sentía más fuera de lugar. Poco a poco se me hacían cada vez más ajenas aquellas normas, aquellos convencionalismos, formalidades, prohibiciones, obediencias sin sentido. Y ellas, las directoras, debían ver el peligro, porque iban haciendo lo que podían para retenerme. No me llegaron a dar el cilicio y las disciplinas. Me cambiaron de centro, a uno de universitarias (“eres muy madura para tu edad, es normal que aquí, con chicas de bachillerato, te encuentres desplazada”); me insinuaban que, si quería empezar a publicar algo en alguna revista, para ir haciéndome un nombre, para el futuro… Una directora me dijo que, si era por una idea romántica del amor y el sexo (seguro que no fue la palabra que usó), que estaba muy equivocada: "llevo muchas confidencias de señoras casadas, y dicen que, porque está el amor de por medio, pero que, en sí mismo, es algo asqueroso".

Incluso debieron darle permiso a M. para que volviera a tener conmigo algo levemente parecido a una amistad particular. Pero no. Me decían que tuviera confianza, rezaba y rezaba, e iba aguantando.

Hasta que se acercó el momento del Centro de Estudios, y algo dentro de mí se rebeló. Imaginar que ya toda mi vida sería aquello era algo que no podía soportar. Así que dije que no iría al curso anual, que me iba.

Me pidieron que no lo comentara, ni con mi familia ni con nadie. Y casualmente, apareció M. en mi casa, para charlar, y, como quien no quiere la cosa, me preguntó por el curso anual. Y como me habían dicho que no dijera nada, di una excusa, que tenía que ayudar en casa, así que M. inmediatamente le preguntó a mi madre, que se quedó de lo más extrañada, y una vez atrapada en la mentira que me habían obligado a decir, no supe cómo salir de ella, y fui. Tiempo después, M. me pidió perdón por aquella trampa, me dijo que lo había hecho por obediencia, pero que no volvería a hacer algo así. Recuerdo cómo se echó a llorar, cómo me pedía una y otra vez que la perdonara. Nunca he olvidado a M. La volví a ver unos años después, y me pareció tan desdichada. No sé que habrá sido de ella.

El curso anual procuraron suavizármelo todo lo posible. Yo creo que fui, en cierto modo, provocando: el día que llegué, planteé que necesitaba todos los días un tiempo para mí sola, para cantar, y lo aceptaron sin preguntas; por las tardes tenía la azotea una hora y media para mí sola, para cantar (durante muchos años de mi vida el canto fue mi refugio, donde me deshacía de mis penas y mis angustias).

Y cuánto lo necesitaba, entonces. Hablaba con el sacerdote, y le decía “pero ¿cómo sabe uno que tiene vocación?” y él me decía que no era ninguna voz divina especial, sino una disposición a entregarse, que uno elige libremente; y yo le decía, pero entonces también puedo no elegirlo, y él me decía, ¿tú sabes lo que es, decirle que no a Dios? Cuántas horas estuve llorando en aquella capilla, con el alma rota en dos.

Y así las cosas, en medio de una tertulia van y me anuncian que el curso próximo me envían al Centro de estudios, a Goroabe. Hice el paripé, mientras todas me felicitaban por lo afortunada que era, pero se me comía la indignación. ¿Cómo se atrevían a anunciar aquello, cuando yo había dicho bien claro antes del Curso Anual que no iría? Quizá pensaron que volverían a atraparme, que la política de hechos consumados funcionaría; por el contrario, sirvió para reforzar mi decisión. Ya no tuve más dudas; cuando volví, dije que dejaba la Obra. Me mandaron de un lado para otro, a hablar con personas importantes que no conocía, sacerdotes, directoras; e iba muerta de miedo, callaba y aguantaba, no sé que me decían esas personas, porque no estaba dispuesta a escucharlas.

Seguramente no fueron tantas, pero lo recuerdo como un obstáculo tras otro. Recuerdo que a veces pensaba, no lo conseguiré, me enredarán, no seré capaz de irme. Y seguía, repitiéndome a mí misma, adelante, mantente firme, no te pueden obligar si tú no quieres. Lo sentí como una prueba de supervivencia, a pesar de todas las reflexiones sobre la tentación, sobre negarse a la llamada de Dios, sentía que era el momento en que se decidía mi vida, y que, si cedía, me hundiría para siempre. La puerta abierta de par en par, qué cinismo.

Pero me fui. Y el caso es que no escribí ninguna carta. Meses después me telefonearon, diciendo que el proceso no había acabado, que quedaban algunas formalidades. Les contesté que no las pensaba hacer, que yo tenía claro que no pertenecía a la Obra, pero que si ellos me querían seguir considerando numeraria, que me daba lo mismo.

En realidad no estuve mucho tiempo, desde los catorce y medio a los dieciséis, algo menos de dos años. Pero qué final tan largo, qué difícil, qué rota estaba, cuánto me costó reconstruirme. Cómo debe haber sido para aquellos de vosotros que estuvisteis diez, quince, veinte años, toda una vida.

Para todos, mi solidaridad y mi cariño.

Un fuerte abrazo


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