Cuatro años en el Opus Dei como numeraria auxiliar/Capítulo 7

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4 AÑOS EN EL OPUS DEI COMO NUMERARIA AUXILIAR


Peor que en una cárcel

En mi camarilla, en un lugar inaccesible, estaba la única y diminuta ventana de toda la inmensa habitación. Era, más o menos, como de un metro de ancho, por medio metro de alto; tenía el cristal opaco y sus bisagras estaban en la parte horizontal de la parte de abajo,...

por lo que (para mantenerla entornada, en invierno y en verano, nadie la cerraba), de las esquinas de la parte superior, salían dos tirantes que se sujetaban a la pared. Su ventilación llegaba a todas las alcobas, ya que, como he contado, los tabiques de las mismas no llegaban al techo. No obstante en la mía, al tenerla justo encima de mi cabecera, era verdaderamente molesta en invierno.

Algunos días, para entrar en calor, debía introducir mi cabeza bajo las mantas. Aquel lugar tan cerrado, me recordaba a una cárcel. No había visto ninguna pero, sin duda, debían de ser algo como el sitio donde me encontraba. Siempre me había asustado el significado de la palabra cárcel, encierro. Sin embargo ahora pensaba que era mejor estar en una cárcel que en aquella "prisión voluntaria".

De una cárcel, cuando se ha cumplido los años de condena, uno puede salir.

Pero, de esa "entrega voluntaria" nadie puede escapar, en caso contrario "Dios le castigaría con el fuego eterno".

En una cárcel uno podía resistirse a obedecer los mandatos injustos, allí había que cumplirlos, a ciegas, sin hacer preguntas.

Y, lo que era peor, en la cárcel tal vez te castigaran pero nunca te harían llevar cilicio, ni azotarte con las disciplinas; pero en este lugar, no sólo debías sentir el castigo del cilicio y la disciplina, encima, para mayor inri, era una misma la que debía aplicarse el castigo; una misma la que, aunque no quisiera (una parte de tu mente te decía: "no lo hagas", y la otra: "debes obedecer"), se lastimaba sin piedad.

Cuando es otra la persona que te hace daño (te pega, te lastima, te ofende), una puede protestar, o llorar, por el dolor físico, o por el daño moral, pero, ¿cómo protestar por el dolor que se inflige uno mismo? ¿cómo llorar? Esas preguntas fueron haciendo mella en mi interior. Cada vez me sentía más triste, más cansada, más apocada y con menos ilusiones. Y creo que comenzó a notárseme.

No sé qué les hizo pensar que tenía que marcharme (nadie me aclaró nada), pero lo decidieron y pusieron la maquinaria en marcha: mi directora de "confidencias" debió hablar con la directora de la casa, ésta con su directora, la otra con la directora de la delegación... Leerían mi (vida y milagros) expediente unos ojos, otros, otros... (¿cuantos folios serían?), y, una vez puesta en marcha, la tarea de la despedida, no tenía vuelta atrás.

Sé que fue en otoño, porque cuando mi señorita de "confidencias" se sentó frente a mí en la salita del hogar, éste estaba encendido y crepitaba su leña cuando me dio la noticia: "Lo siento Amapola, pero usted no tiene vocación".

No sé si fueron ésas u otras sus palabras, el resultado era el mismo: O yo era una inútil, buena para nada y no servía para el fin que ellas me propusieron en su día; o, estaba muy, muy, pero que muy enferma, pues con lo que costaba conseguir una vocación..., no iban a desperdiciar la mía por una noñería; o, habían interpretado mal aquel asunto que llevé a la confesión extraordinaria...

¡Dios!, que injustas estaban siendo conmigo. Si era una inútil, ya me espabilaría, si una enferma, podrían curarme, en cuanto a lo que confesé... ¡Claro!, si pensaban que podrían gustarme las personas de mi sexo..., eso sí que no tendría remedio. ¡Pero no era así!, ¡a mí no me gustaban las mujeres!

"Esto será una prueba por las que todas debemos pasar en su momento, seguro que dentro de unos días, me llama la directora y me dice que ya la he superado, que no tengo que marcharme". Es verdad que le pedía a Dios que apartara de mí este cáliz, pero..., así no, desechándome por inútil no.

Unos días antes, había estado escuchando llorar hipando, noche tras noche, a una de mis compañeras de camarilla. Nadie se atrevió a ir a consolarla, nadie le preguntó nada, y, una mañana no apareció en el desayuno, ni en la comida, ni en la cena, simplemente, no apareció más.

Ahora era yo la que lloraba, pero en silencio, no quería que nadie supiese de mi dolor. Le ofrecía cada noche, aquella nueva pena a Dios, y, sin poder evitarlo lloraba mansamente hasta quedar dormida. "Eres una inútil, una buena para nada".

¿Cómo podía estarme pasando eso a mí..? ¡Si cumplía todas las normas..! ¡Si había veces que por no tener pecados no sabía de que hablar con el sacerdote, en mi confesión semanal "obligatoria"!

"Mañana me llamaran y me dirán que era una prueba. Se reirán y me dirán que no pasa nada, que siga con mi vida normal".

Cuando vinieron a avisarme para que fuese al despacho de la directora, fui esperanzada. Seguro que me reclamaba para decirme que había pasado la prueba. Seguro.

Llamé a su puerta y ella me hizo entrar. -Siéntese -me dijo, en sus manos tenía un sobre abierto y una carta-.

-¿Su abuela Dolores era muy mayor verdad?
-¿Mi abuela? -Pregunté temiendo lo peor.
-En esta carta -dijo blandiendo el papel-, cuenta su madre que su abuela ha muerto, la enterraron hace cuatro días.

En la carta me explicaba mi madre que mi abuela Dolores había muerto de repente: había ido al aseo y, sentada en el inodoro, dejo de vivir y se cayó al suelo. Decía también que no me avisaron para el entierro porque no hubiese llegado a tiempo para asistir al sepelio.

Al hacerme cargo de la noticia, el velo de tristeza que cubría mi alma, se hizo más tupido, más denso.

Precisamente aquel día, había una celebración en casa, puede que fuese la de la festividad de los ángeles custodios u otra, solo sé que, a la hora de la tertulia nocturna (para celebrar lo que fuese), se saco vino del destinado a la misa, "vino de consagrar" le llamaba la señorita Marta en Viaró. Creo recordar que también se ofrecieron pastas. Mas..., yo no estaba para celebraciones. Mi directora de "confidencias" se percató y, poniéndome una pastilla en la mano y, diciéndome que me la tomara porque me ayudaría a dormir, me mandó a la cama.

No me merecía ni el pan que comía

Como me habían comunicado que no tenía vocación empecé a considerarme una extraña entre las que sí la tenían, una usurpadora de sus alimentos, una no merecedora de los asientos en las tertulias (decidí ponerme siempre en el suelo), una buena para nada, la inferior de todas ellas.

Por esos días llegó la fecha en la que, a las que habían pitado en el año en que yo le hice, les tocaba hacer la Oblación, así que las prepararon y, una tarde-noche, reunidas todas en el oratorio, fueron leyendo (una por una) ante el sacerdote, su renovada promesa de Pobreza, Castidad y Obediencia.

Yo, que sabía que no podría evitar llorar, me había colocado en el primer banco para que nadie me viera la cara, ni adivinara mi sufrimiento. Y, tal como imaginé, se apoderó de mí tal congoja, que aun no sé como pude aguantar el permanecer en mi sitio sin salir corriendo a gritar mi desamparo, mi soledad, mi aborrecimiento de mi misma.

Como un secuestro

Fueron muchos los días en que presentándome ante la directora le pedía que me dejara marchar a mi casa. "Si no tengo vocación, quiero irme ya. Por favor déjeme marchar". Y otros tantos los que ella me decía que hasta que no me dijeran el día en cuestión, debía permanecer en mi puesto cumpliendo lo que se me ordenase.

Pero no podía más, un continuo nudo me oprimía la garganta y, otro más fuerte, me estrangulaba el corazón.

Volví a subir al despacho de la directora, deshecha en lágrimas, y le dije que si no me daba permiso para irme, me marcharía sin más, que ya no aguantaba más aquella presión, que me iba a morir de pena.

Entonces ella, mirándome severamente, me dijo que como yo no tenía dinero no podría ir a ninguna parte. Así que, comprendiendo esa limitación, humillada y sin fuerzas para protestar, asumí mi derrota, le ofrecí a Dios mi sufrimiento y continué siendo: ("Hijas mías tenéis que ser el felpudo donde todo el mundo pise"): UN FELPUDO, ("Hijas mías tenéis que llegar a la cama exprimidas como un limón"): UN LIMÓN EXPRIMIDO, ("Hijas mías el burro de noria siempre hace lo mismo, gira y gira para sacar agua, vosotras también tenéis que dar vueltas y vueltas, aunque no entendáis lo que hacéis. Haced vuestra labor un día y otro y otro..., girad y girad como un burro de noria"): UN BURRO DE NORIA, ("Hijas mías, no podéis fallar porque sois el eslabón de una cadena y, si en una cadena falla un sólo eslabón, ésta se rompe sin llegar a completar su cometido") continué siendo el "ESLABÓN DE LA CADENA" que, aunque defectuoso, parecía ser que aún les servía.

Recibí otra carta de mi madre en la que me decía que, por las noches, tenía calambres en las piernas y se le dormían las manos. Ella sabía por qué, pero no me lo quería decir abiertamente.

Un mes más tarde, me comunicó que, a pesar de su edad (tenía 42 años), estaba embarazada. No recuerdo mi reacción ante aquella noticia, supongo que me alegraría todo lo que me permitiera mi profunda tristeza.

Llegó la Navidad y cantamos un villancico muy triste que decía así:

Soy una mula mi niño, mi niño,
pero te quiero, te quiero,
cógeme de las orejas,
dame un beso y otro beso,
que yo no puedo besarte,
que tendrás miedo...

Mi madre me mandó un paquete con un disco de jotas; alguna otra cosa; y una bufanda que había tejido ella misma. Naturalmente, abrieron "mi" paquete y su contenido pasó a manos de otras personas. No tardé en ver la bufanda de mi madre en el cuello de una compañera. "Eso forma parte del espíritu de la Pobreza, nadie puede tener nada suyo".

Era curioso el espíritu de la Obra: se podían recibir regalos, pero no se podía regalar nada (aun no había estrenado la pulsera que se me impidió regalarle a mi hermana).

Estuve a punto de protestar por el asunto de la bufanda, al fin y al cabo, yo ya no tenía vocación, o sea, ya no tenía que cumplir las normas de Pobreza y Obediencia, pero..., le ofrecí a Dios mi sacrificio y no dije ni esta boca es mía. Seguí acudiendo a las clases de manualidades-captación, de Segovia. La chica que conquisté como amiga, cumplía a la perfección su "plan de vida", estaba entrando en la cadena, le faltaba un pequeño empujón que..., por cierto, no llegué a saber quién se lo daría ya que, en mayo me dijeron que preparara las maletas para marcharme.

No se me permitió despedirme de nadie

Quise ir al maletero para recuperar las maletas que había traído que eran completamente nuevas, pero se me impidió hacerlo, en lugar de las mías, me entregaron las más viejas que pudieron encontrar.

La víspera de mi marcha se me pidió que escondiera el equipaje bajo la cama, para que nadie lo viera. Y, al día siguiente, impidiéndome despedirme de mis compañeras, salí acompañada por la señorita Valentina en dirección a la estación de tren que nos llevaría a Madrid, donde cogeríamos un tren hasta Micast y allí un autobús hacía Basape.

El tren, como aquel otro que me apartó de mi familia y me condujo a Barcelona, era muy cómodo, seguramente se tratase de un Talgo. No sé si los billetes iban numerados, pero a la señorita Valen estaba sentada en un lateral y yo en el otro, así que decidí arreglar aquella contrariedad preguntándole amablemente, al hombre que estaba a mi lado, si le molestaría mucho cambiar su asiento por el de aquella señorita. Me dijo que no le molestaba en absoluto y fue así como pudimos hacer el trayecto juntas.

Ella, que llevaba un periódico, se puso a resolver el crucigrama de la sección de ocio, y, en ese momento descubrí que era la primera vez que yo reparaba en esa especie de juego.

-¿Como se rellena? -pregunté, viéndola escribir letras en las casilla.
-Es fácil -contestó, señalando con el bolígrafo el casillero-, primero se intentan colocar todas las palabras horizontales que se piden en las definiciones y, estas palabras te sirven hacen de pistas para resolver las verticales, que, como puede ver, también tienen sus propias definiciones.

En un momento del trayecto me preguntó que si me había llevado conmigo el cilicio, le contesté que no, y ella me dijo que, si lo deseaba, podría mandarme uno. Negué con la cabeza, tenía claro que si Dios no me quería en su Obra, no iba a llevar más tiempo aquel instrumento de tortura. Estaba decidida a volver a ser una persona normal.

Luego me dijo que si me habían planteado ser agregada o supernumeraria. Dije que no me ofrecieron esa posibilidad. Entonces me comentó que lo estudiara, pero le dije abiertamente que no necesitaba hacerlo, que tenía claro que ya no quería tener nada que ver con la Obra.

En otro instante me preguntó que si llevaba en mi maleta un libro de "Camino". No, no lo llevaba, lo había dejado a propósito junto al cilicio y las disciplinas. Prometió mandarme uno.

Recuerdo que también me preguntó (¡qué raro que todo lo hubiesen dejado para tan tarde! ¿por qué no me lo plantearon antes?), que si hubiese preferido ir a trabajar a una casa de supernumerarios en lugar de regresar con mis padres.

¡No, no deseaba ir a trabajar de criada en ninguna casa del Opus, lo que quería era cortar por completo con ellos!

Más tarde me dijo que en Basape me confesara únicamente en la iglesia de los misioneros (creo que son Benedictinos), porque ellos eran afines a la Obra. "La ropa sucia se lava en casa" y, en aquellas fechas todavía no había casa de ellos en mi pueblo.

No le prometí nada, así que jamás me confesé en esa iglesia.

El autobús que teníamos que coger en Micast, no pasaba hasta la tarde, así que tuvimos que quedarnos a comer en un bar-restaurante del lugar. Nadie nos esperaba en la estación de autobuses. Cogí las maletas y nos encaminamos hasta mi barrio. Cuando llegamos y llamé a la puerta, nadie contestó, por lo que decidí llamar a la puerta de la vecina de a lado. Pili, que así se llamaba ésta, me abrió y, amablemente, nos hizo pasar a su piso.

Poco después llegó mi hermana Margarita que se alegró de verme, se sentó en mis piernas y comenzó a llamarme de usted. Tuve que pedirle que me tutease. Estaba guapísima, la recordaba con una larga melena, pero ahora llevaba el pelo cortado al estilo paje, y le sentaba muy bien.

No sé cuanto rato estuvimos en aquella casa, finalmente decidimos bajar a la calle y fue entonces cuando vimos a mi madre. Llegaba de trabajar en la finca que se habían comprado unos meses antes de que falleciera mi abuela. Llevaba un vestido negro, por lo del luto de mi abuela, y un abultado vientre, le faltaban solo dos meses para dar aluz. Se la veía cansada.

-¡Dios mío -dijo con extrañeza, quizás no esperara que viniera nadie conmigo- pero si creía que vendrías mañana!

En casa de mis padres no había lujos, ni televisión, ni sofás, ni comodidades. Era una casa demasiado humilde y yo me avergoncé de no poderle ofrecer algo más adecuado a aquella señorita. Al día siguiente le enseñé a Valentina la catedral y otros lugares de mi ciudad.

Mientras pasábamos junto a las tiendas me preguntó que si necesitaba alguna prenda de vestir, le dije que no, pero ella insistió. Me compró unos zapatos (lo primeros que tendría de tacón) y una blusa. También me dió quinientas pesetas para mis primeros gastos en casa de mis padres. Entonce yo, aprovechando que tenía dinero, la llevé a una pastelería para que se pudiera llevar unos dulces de mi pueblo.

Aún recuerdo la cara que puso cuando le dije a dependienta: "Póngame unas flores de Basape". Debió pensar que me había vuelto loca ¡Mira que pedir flores en una pastelería! o, tal vez le recordó a las flores que nunca debería haberles puesto a las señoritas en sus cuartos unos meses antes.

La chica que nos atendía, sin extrañarse en absoluto de mi petición, cogió una caja en la que se leía "Flores de Basape" y, envolviéndola para regalo, me la entregó a cambio de su coste.

En la madrugada del siguiente día, la acompañé en el autobús hasta Micast donde cogió el tren de vuelta.

Fue en vano que me quedara en la estación para decirle adiós desde el andén, ella no se asomó por la ventanilla.

Con un nudo en la garganta e imagen distorsionada por las lágrimas, vi pasar todos los vagones. Después..., cuando desapareció el tren, comprendí que la vida de mis últimos cuatro años se alejaba también con aquella locomotora. "Si lloras por haber perdido el Sol, las lágrimas no te dejarán ver las estrellas".

Luego, sentada en el autobús que me regresaría a Basape, una terrible sensación de desamparo me hizo estremecer.

El futuro que me esperaba tras la puerta de aquel coche, era totalmente distinto al que se había planeado para mí, cuatro años antes. Para éste no estaba preparada.

Hay una canción que cantaba Conchita Piquer, en "Nobleza baturra", que dice en unas estrofas:

La paloma que en sus alas
lleva la señal del plomo que la hirió...,
lanza al viento su quejido de dolor...

Así me sentía yo: un pajarillo con las alas rotas.

No fue fácil salir adelante, pues mis padres, al comprobar que llegaba con las manos vacías de dinero, no me recibieron, precisamente, como a un hijo pródigo.

También me fue sumamente difícil adaptarme a la vida que llevaban las chicas de mi edad ya que yo estaba totalmente desfasada.

En cuanto al amor...

Ésa es otra historia que no encaja en estas páginas.


FIN

He dejado ver lo más profundo de mi alma en esta narración, incluso he relatado algunos sucesos (como el del elefante rosa), que me ridiculizan y otros que me hacen parecer egocéntrica ya que parece que los expreso con la única intención de dar lástima.

Pero, lo que he contado, ha sido para que sirva de referencia a quienes todavía estén a tiempo de poder elegir su camino ¡Ojalá! llegue hasta sus ojos y puedan entender el mensaje.

Un abrazo para todos los que hayáis tenido la paciencia de leerme.


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