Cuadernos 9: Virtudes humanas/Una convivencia cristiana
UNA CONVIVENCIA CRISTIANA
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En las relaciones humanas, el bien debido a los demás, que es objeto de la virtud de la justicia, no se reduce a lo material: es mucho más que las condiciones materiales de vida; más también que la fama, que los derechos de ciudadano, que la libertad cívica. El cristiano ha de mirar al hombre entero, con la enorme dignidad que se deriva de haber sido creado a imagen de Dios y llamado a ser hijo suyo.
Para quien ve así a sus semejantes, toda una serie de virtudes humanas referentes al trato con los demás, se ponen en relación con la justicia, y -más aún- representan su cauce ordinario. Puesto que la justicia se refiere a otro -enseña Santo Tomás- todas las virtudes referentes al prójimo pueden por razón de esta coincidencia anexionarse a la justicia 1. Algunas, como la piedad, la observancia, la veracidad, han sido tratadas anteriormente. Se abre aquí el amplio capítulo de las que podríamos llamar virtudes de la convivencia, que ponen de manifiesto el horizonte amplísimo de la justicia, hasta el punto de que -como ha recordado recientemente el Magisterio- no existe distancia entre el amor al prójimo y la voluntad de justicia. Al oponerlos entre sí, se desnaturaliza el amor y la justicia a la vez. Además, el sentido de la misericordia completa el de la justicia 2 .
Un cristiano sabe que justicia y caridad son inseparables, y que una y otra han de contar con las virtudes necesarias para una conviven-
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cia digna del hombre. Resulta revelador lo que dejó escrito nuestro Padre: tomé nota de las palabras de aquel obrero, que comentaba entusiasmado después de participar en esa reunión, que promoviste: "nunca había oído hablar, como se hace aquí, de nobleza, de honradez, de amabilidad, de generosidad..." -Y concluía asombrado: frente al materialismo de izquierdas o de derechas, ¡esto es la verdadera revolución!"
-Cualquier alma entiende la fraternidad que Jesucristo ha instaurado: empeñémonos en no desvirtuar esa doctrina! 3.
Amigos de verdad
Una tentación común, la del egoísmo, fruto de la soberbia, puede llevar -incluso a personas que tratan de tener vida interior- a hacer de sí mismas el eje de su vida.
Cumples un plan de vida exigente: madrugas, haces oración, frecuentas los Sacramentos, trabajas o estudias mucho, eres sobrio, te mortificas..., ¡pero, notas que te falta algo!
Lleva a tu diálogo con Dios esta consideración: como la santidad -la lucha para alcanzarla- es la plenitud de la caridad, has de revisar tu amor a Dios y, por El, a los demás. Quizá descubrirás entonces, escondidos en tu alma, grandes defectos, contra los que ni siquiera luchabas: no eres buen hijo, buen hermano, buen compañero, buen amigo, buen colega; y, como amas desordenadamente "tu santidad", eres envidioso.
Te "sacrificas" en muchos detalles "personales": por eso estás apegado a tu yo, a tu persona y, en el fondo, no vives para Dios ni para los demás: sólo para ti 4.
Salir de uno mismo, para darse a los demás, es condición para cumplir el mandamiento nuevo del Señor, el precepto supremo de la caridad. Pero difícilmente podrá llevarse a la práctica sin el apoyo firme de la virtud humana de la amistad.
La amistad, para el cristiano, es algo nobilísimo: porque consiste en la donación desinteresada de sí mismo, porque es el cauce ordinario
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para el ejercicio de la caridad y, sobre todo, porque el mismo Cristo, para manifestarnos el amor que nos tiene, dijo: os he llamado amigos 5.
Por todas estas razones, hemos de evitar cierta concepción superficial de esta virtud, muy difundida en nuestros días. Muchos desconocen lo que es realmente la amistad: no distinguen entre amigo y conocido. ¡No, no! La amistad es una relación de afecto, de conocimiento, que lleva a abrir el corazón (...). Sed amigos de verdad, que no es decir: yo conozco a fulano, que estudia en mi Facultad o que trabaja conmigo. No, eso es ser compañeros. Tampoco significa que haya amistad cuando uno dice: yo conozco a mengano, y le invito a un retiro, a un curso de lo que sea... No, eso es ser conocidos. Ser amigos es mucho más: es buscar el trato, es confiar las penas y las alegrías, es llegar a la intimidad poniendo siempre al Señor por medio. Para ser amigos hay que vencer el egoísmo, porque lo propio de la amistad es darse, salir de la torre de marfil en la que cada uno tiende a refugiarse 6.
El Padre nos insiste con frecuencia en este punto, para que no caigamos en una amistad egoísta: yo soy amigo de mis amigos, y por tanto ellos me deben todo el respeto, toda la veneración, todo el servicio... No; la amistad es darse: yo soy amigo de mis amigos, y por tanto hago por ellos todo lo que puedo. Nada más lejos del egoísmo: es generosidad, es donación, es sacrificio, es amor. Si la amistad no llega al sacrificio, no es verdadera amistad: se trata más bien de egoísmo. Para ser buen amigo, hay que comprender a los demás, disculparles, echarles una mano, mortificarse por ellos, ayudarles en todas sus necesidades 7.
Para un cristiano consecuente, esa amistad sincera, noble, sacrificada, desemboca en el apostolado, porque el amigo procura dar a su amigo todos los bienes, y nosotros tenemos uno que vale más que nada: Dios Nuestro Señor. Por eso queremos que nuestros amigos participen de nuestro gozo y de nuestra felicidad, conociendo también a Dios. Llevar a nuestros amigos a Dios es la mayor prueba de amistad que les podemos dar 8. Se trata de llevar la amistad a sus últimas consecuencias, de vivirla en su aspecto más alto. Por otro lado, a nadie puede extrañar que
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el Espíritu Santo quiera usar a los fieles como instrumentos de su acción en las almas.
Para quien ha descubierto que la amistad y el apostolado corren por la misma vía, se hacen más urgentes esas virtudes tan vecinas a la caridad cristiana: la comprensión, la capacidad de disculpar, de tratar con todos sin excluir a nadie de la amistad y la ayuda; evitando la susceptibilidad y la impaciencia, persuadidos de que las almas, como el buen vino, se mejoran con el tiempo 9.
La amistad, los lazos de parentesco, las relaciones sociales..., constituyen el campo más inmediato para el ejercicio de la lealtad. Que nuestros amigos vean que pueden contar con nosotros, porque sepamos decirles las cosas noblemente a la cara, porque no seamos cizañeros ni intrigantes, porque se sientan con las espaldas cubiertas, porque encuentren una acogida amable siempre que acudan a nosotros.
Ser leales es querer de verdad, con sacrificio, que es la medida del amor. No bastan la cortesía, la amabilidad, el no dar disgustos. La lealtad pide una preocupación positiva por los problemas de los demás, aunque no nos afecten directamente.
Siempre alegres
La verdadera virtud no es triste y antipática, sino amablemente alegre 10. La alegría del cristiano nace de la filiación divina y se manifiesta en mil detalles de la vida ordinaria. La vida cristiana es exigente, sí, pero llena el corazón de un gozo y una paz que el mundo no puede dar... ni quitar.
Y es mucho el bien que los cristianos podemos obrar con esa dicha profunda, porque sin alegría la vida en sociedad se enrarece, las personas se aíslan, y menudencias que no tienen importancia se transforman en motivos de riña. También las fiestas, en lo que tienen de manifestación común de alegría, son una necesidad humana bendecida por Dios.
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No hay por qué destruir las fiestas populares; hay que ennoblecerlas, decía nuestro Padre. ¿Por qué no van a poder divertirse las personas? El mundo no es un convento. Por eso, me parece bien que la gente baile, que cante, que esté contenta, siempre que no se ofenda a Dios 11.
Si falta alegría, falta amor de Dios. Pero puede ocurrir que, aun estando contento con su vocación, alguien planteara su lucha y su apostolado en términos acres. Al ver que el ambiente está alejado de Dios, y que tantos cristianos adoptan modos de vida difícilmente compatibles con las exigencias de la fe, puede sobrevenir lo que nuestro Padre llamaba el celo amargo: un deseo de luchar y aun de arrastrar a los demás, pero como en un continuo lamento, echándose en cara la propia miseria y reprochando la maldad ajena. Caras largas..., modales bruscos facha ridícula..., aire antipático: ¿Así esperas animar a los demás a seguir a Cristo? 12.'
Bien lejos queda esa actitud del amor que caracteriza al cristiano. Es la guerra nuestra -una guerra hermosísima de paz- siembra de amor, de disculpa, de comprensión, de convivencia 13. Comprender a todos, colaborar con todos, ayudar a todos, mientras esa actuación no se oponga al querer de Dios: huye de los sectarismos, que se oponen a una colaboración leal 14. Sería un fracaso que los cristianos usaran los innobles métodos que emplean los sectarios para arrinconar a quienes aman a Dios. Es más, nuestra mejor arma humana es precisamente esa actitud comprensiva, abierta, acogedora. Medítalo bien, y actúa en consecuencia: esas personas, a las -que resultas antipático, dejarán de opinar así, cuando se den cuenta de que "de verdad" les quieres. De ti depende 15.
Hay que huir de actitudes condenatorias, severas, forzadamente adustas. Por lo general, ni corresponde juzgar a los demás ni se tienen los elementos necesarios para que el juicio sea certero. Por eso ha dejado escrito nuestro Padre que, cuando haya obligación de juzgar, hijos míos, hacedlo con misericordia, que así juzgaréis a lo divino. Y aunque a veces debáis juzgar con fortaleza, teniendo misericordia sabréis poner en
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vuestro juicio el bálsamo de la comprensión, de la disculpa, del cariño 16.. Y, de modo gráfico, nos hablaba de ser siempre el signo más, viendo en ese signo matemático no sólo el valor positivo, de adición, de unión, sino la Cruz de Cristo, que es el fundamento seguro de la unidad.
Corazón grande
Ideales grandes, que incluyen el afán de orientar a los demás, dándoles lo mejor que tenemos; afán de servicio, de alegrarnos con el mejoramiento -espiritual, profesional y humano- de todos.
Nunca podrán entender este modo de actuar los calculadores. El cristiano -a ejemplo de Cristo- es generoso, sin ponderar cuánto le cuesta esa generosidad. Ha salido del viciado círculo del yo, que forzosamente se compone de ambiciones modestas, cuando no mezquinas. Mío, mío, mío..., piensan, dicen y hacen muchos. ¡Qué cosa más molesta! (...). Es la soberbia la que conjuga continuamente ese mío, mío, mío... Un vicio que convierte al hombre en criatura estéril, que anula las ansias de trabajar por Dios, que le lleva a desaprovechar el tiempo. No pierdas tu eficacia, aniquila en cambio tu egoísmo. ¿Tu vida para ti? Tu vida para Dios, para el bien de todos los hombres, por amor al Señor. ¡Desentierra ese talento! Hazlo productivo 17.
Con la seguridad de que Dios no se deja nunca ganar en generosidad 18, nuestro Padre ha movido a gentes de toda condición social a ser generosos sin tasa. Escribió, por ejemplo: no puede un cristiano conformarse con un trabajo que le permita ganar lo suficiente para vivir él y los suyos: su grandeza de corazón le impulsará a arrimar el hombro para sostener a los demás, por un motivo de caridad, y por un motivo de justicia 19. Y citaba aquí la alegría de San Pablo ante las colectas de los primeros cristianos en favor de sus hermanos necesitados 20. Entre
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otras preguntas, proponía ésta: ¿cuánto os cuesta -también económica mente- ser cristianos? 21.
Ser generosos, dar con alegría. Más aún: siguiendo las huellas de Jesucristo, darse a los demás, con un servicio que es noble señorío 22.
Ser agradecidos
Es de bien nacidos ser agradecidos, asevera la sabiduría popular. Siempre han sido tenidos por gentes de bien los que saben agradecer los favores, sin afectación, pero con humilde reconocimiento. La gratitud es índice de nobleza y constituye un eficaz vínculo de unión entre los hombres. El mismo orden natural -afirma Santo Tomás- requiere que quien ha recibido un favor responda con gratitud al que le ha beneficiado 23.
Jesucristo se conmueve ante el agradecimiento de las personas y se duele del egoísta desapego con que otros reciben sus favores. Diez leprosos le salieron una vez al encuentro rogándole que los curara. Y sucedió que mientras iban, quedaron limpios. Uno de ellos, al verse curado, se volvió glorificando a Dios a gritos, y fue a postrarse a sus pies dándole gracias 24. Jesús comentó con pena: ¿no son diez los que han quedado limpios? Los otros nueve, ¿dónde están? 25. Y premia aquel agradecimiento con un don mucho mayor: levántate y vete: tu fe te ha salvado 26. Porque a quien humildemente se reconoce obligado y agradecido por los beneficios -enseña San Agustín-, con razón se le prometen muchos más. Pues el que se experimenta fiel en lo poco, con justo derecho será constituido sobre lo mucho, así como, por el contrario, se hace indigno de nuevos favores quien es ingrato a los que ha recibido antes 27.
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Nuestro Padre lo expresaba así: si hacéis un favor a una persona, y os da las gracias, ¿no estáis más inclinados a seguir ayudándola? 28. Fue la gratitud virtud señalada en la vida de nuestro Fundador. Mantuvo hasta el final de sus días el reconocimiento por favores -incluso mínimos- recibidos quizá años atrás. Con frecuencia comentaba que a Santa Teresa -así decía ella- se le ganaba con una sardina; pues a mí, añadía el Padre, con una raspa de sardina me basta. Tenía un agradecimiento muy grande por todo lo que recibía: por lo bueno, porque era bueno; por lo malo, porque le llevaba más a Dios 29.
Hoy en día, cuando es uso común la defensa a ultranza de los propios derechos, sin desear saber de deberes, es necesario dar el oportuno resalte a esta virtud humana y cristiana de la gratitud. No porque sea incompatible el agradecimiento con la defensa de lo que legítimamente corresponde a cada uno, sino para combatir el fondo egoísta que muchas veces se esconde en esa actitud. En efecto, muchas personas confunden los derechos de estricta justicia, a que son acreedores, con lo que es sólo consecuencia de la amabilidad o de los buenos modales de los demás. Y no saben ser agradecidos. En el fondo de esa actitud late un sentimiento egoísta, que lleva a los hombres a creerse el centro del universo -del pequeño universo en que se mueven- y a considerar que todo les es debido. Por otro lado, aun el respeto de los propios derechos puede ser motivo de agradecimiento, que lleva a reconocer la rectitud moral de quien los salvaguarda.
No hemos de olvidar que la primera manifestación de gratitud -fundamento de los demás aspectos de esta virtud- es el agradecimiento a Dios, de quien todo hemos recibido.
¡Señor!, le asegurabas, me gusta ser agradecido; quiero serlo siempre con todos.
-Pues, mira: no eres una piedra..., ni un alcornoque..., ni un mulo. No perteneces a esos seres, que cumplen su fin aquí abajo. Y esto, porque Dios quiso hacerte hombre o mujer -hijo suyo-..., y te ama "in caritate perpetua" -con amor eterno.
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-¿Te gusta ser agradecido?: ¿vas a hacer una excepción con el Señor? -Procura que tu hacimiento de gracias, diario, salga impetuoso de tu corazón 30.
Amor a la libertad
Amo la libertad, porque sin libertad no podríamos servir a Dios; seríamos unos desgraciados 31. Así se ha expresado siempre nuestro Padre. Aquel grito suyo -¡viva la libertad!- era algo profundamente sentido, hasta el punto de que el rasgo que, en lo humano, quería dejar como herencia a sus hijos era precisamente -con la alegría- el amor a la libertad.
Ese grito contiene una profunda enseñanza. Es la libertad, en efecto, el mayor don que -en el orden natural- Dios ha otorgado a los hombres. Las demás criaturas cumplen su fin llevadas por las leyes de la naturaleza. La criatura racional se autoconduce al cumplimiento de su fin. Por eso es capaz de rechazar su fin, puede pecar. ¡Qué grande será el don de la libertad, si el mismo Dios, al concedérnoslo, ha querido correr el riesgo de que lo usemos en contra de su Voluntad!
Se comprende enseguida que la libertad no es libertad para hacer cualquier cosa, sino que es libertad para el Bien, en el cual solamente reside la Felicidad (...). Por consiguiente el hombre se hace libre cuando llega al conocimiento de lo verdadero, y esto -prescindiendo de otras fuerzas- guía su voluntad32. De este modo, verdad y justicia constituyen (...) la medida de la verdadera libertad. Apartándose de este fundamento, el hombre, pretendiendo ser como Dios, cae en la mentira y, en lugar de realizarse, se destruye 33.
San Pedro amonesta: siendo libres en vuestra calidad de cristianos, usad de la libertad, no como pretexto para encubrir la malicia, sino sa-
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biendo que sois siervos de Dios 34. A la libertad que sirve de escudo al egoísmo o a las pasiones desordenadas, bien se le puede aplicar con San Agustín el título de libertad fugitiva 35, porque rehúye su verdadero fin. Sin embargo, aun en aquellos que la usan mal, semejante dádiva divina merece nuestro respeto, pues Dios mismo la respeta, a costa incluso de ser ofendido.
Por otro lado, los dogmas atañen sólo al campo de la fe y de la moral. En lo demás, cabe pluralidad de opciones. Nuestro Padre nos ha enseñado a defender apasionadamente la libertad personal que los laicos tienen para tomar, a la luz de los principios enunciados por el Magisterio, todas las decisiones concretas de orden teórico o práctico -por ejemplo, en relación a las diversas opiniones filosóficas, de ciencia económica o de política, a las corrientes artísticas y culturales, a los problemas de su vida profesional o social, etc.- que cada uno juzgue en conciencia más convenientes y más de acuerdo con sus personales convicciones y aptitudes humanas 36.
Esta pluralidad en nada contradice el deseo de Cristo de que sus discípulos sean una sola cosa 37.'. Se trata de una unidad que no es uniformidad, que no consiste en que piensen todos lo mismo, ni en que militen en un solo partido: no es ésa la voluntad de Dios, que no sólo respeta sino que ha creado nuestras personalidades y nuestras inclinaciones, diversas las unas de las otras; que quiere que el hombre crezca y madure ejerciendo su libertad, que desea que la historia humana recorra su camino. Una unidad que es más honda y profunda que todo eso, porque es de otro orden: de orden divino, del orden de la fe y de la caridad 38.
Ocurre a veces que los que enarbolan la bandera de la libertad se rigen por una estrecha mentalidad de partido único, cuando no de fanatismo, y no entienden la amplitud de miras del cristiano. No hay (...) que extrañarse de que de vez en cuando alguien renueve los viejos mitos: porque procuramos trabajar por Dios, defendiendo la libertad personal de todos los hombres, siempre tendremos en contra a los sectarios enemigos
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de esa libertad personal, sean del campo que sean, tanto más agresivos si son personas que no pueden soportar ni la simple idea de religión, o peor si se apoyan en un pensamiento religioso de tipo fanático 39. Pero aun ésos merecen comprensión y respeto: un respeto compatible con la legítima defensa, como hicieron los primeros cristianos.
En coherencia con esta actitud, el amor a la libertad ha de brillar también cuando nos devoren las ansias de acercar las almas a Cristo: el Señor quiere esas almas, pero las quiere libres. Cuando hablas con otro, no le puedes coaccionar. Nuestro Padre, hablando con las madres de familia, les decía que es inútil coger a un niño pequeño por las orejas para llevarle a la iglesia el domingo; si al chico no le da la gana de oír Misa, estará distraído, pensando en otra cosa; y si ha habido un acto de su libertad por el que ha decidido que no quiere oír Misa, aunque, esté dentro de la iglesia, ante Dios no la oye.
La única coacción que puedes hacer -dejando al mismo tiempo toda la libertad- es tu piedad, tu buen humor, tu lealtad de amigo sincero; que te vean alegre, que se den cuenta de que la virtud no significa ser antipático, sino al revés: que desde que procuras acercarte a Dios eres más simpático que antes, y quieres más a tus amigos porque quieres más a Dios.
Esto ya es una coacción, porque de esta manera atraes; pero sobre todo, hijo mío, lo más importante es la oración tuya. Con la oración puedes conseguir remover las almas de tus amigos (...). De esta manera no quitas la libertad a nadie; es una coacción de tipo sobrenatural, muy hermosa. En todo caso, cada uno tendrá siempre la capacidad personal de responder que sí o que no 40.
(1) Santo Tomás, S. Th., II-II, q. 80, a. 1.
(2) Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis conscientia, sobre libertad cristiana y liberación, 22-111-1986, n. 57.
(3) Surco, n. 754.
(4) Surco, n. 739.
(5) Ioann. XV, 15.
(6) Del Padre, Crónica, 1979, p. 1013.
(7) Del Padre, Crónica, 1981, p. 179.
(8) Del Padre, Tertulia, 17-XI-1985.
(9) Amigos de Dios, n. 78
(10) Camino, n. 657.
(11) De nuestro Padre, Crónica, 1968, pp. 76-77.
(12) Camino, n. 661.
(13) De nuestro Padre, n. 97.
(14) Surco, n. 363.
(15) Surco, n. 734.
(16) De nuestro Padre, n. 103.
(17) Amigos de Dios, n. 47.
(18) Es Cristo que pasa, n. 40.
(19) Amigos de Dios, n. 126.
(20) Cfr. Rom. XV, 26-27.
(21) Amigos de Dios, n. 126.
(22) Cfr. Juan Pablo II, Litt. enc. Redemptor hominis, 4-111-1979, n. 21.
(23) Santo Tomás, S. Th. II-II, q. 106, a. 3, c.
(24) Luc. XVII, 14-16.
(25) Ibid., 17. (26) Ibid., 19.
(27) San Agustín, Soliloquia 31.
(28) De nuestro Padre, Crónica, 1971, p. 1088.
(29) Del Padre, Crónica, 1976, p. 60.
(30) Forja, n. 866.
(31) De nuestro Padre, Tertulia, 30-XI-1964.
(32) Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis conscientia, sobre libertad cristiana y liberación, 22-III-1986, n. 26.
(33) Ibid.
(34) I Petr. II, 16.
(35) San Agustín, Confessiones 3, 4.
(36) Conversaciones, n. 12.
(37) Ioann. XVII, 11.
(38) De nuestro Padre, Carta, 24-X-1965, n. 52.
(39) Conversaciones, n. 30.
(40) Del Padre, Crónica, 1976, pp. 647-649.