Cuadernos 9: Virtudes humanas/Por la senda de la humildad

POR LA SENDA DE LA HUMILDAD


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Quienes tratan sinceramente de adquirir y desarrollar las virtudes humanas, se dan cuenta de que su comportamiento no responde siempre a esa aspiración. Con frecuencia -escribe nuestro Padre-, nuestra miseria resalta con demasiada evidencia. No me refiero a las limitaciones naturales: a tantas aspiraciones grandes con las que el hombre sueña y que, en cambio, no efectuará nunca, aunque sólo sea por falta de tiempo. Pienso en lo que realizamos mal, en las caídas, en las equivocaciones que podrían evitarse y no se evitan. Continuamente experimentamos nuestra personal ineficacia. Pero, a veces, parece como si se juntasen todas estas cosas, como si se nos manifestasen con mayor relieve, para que nos demos cuenta de cuán poco somos1.

Experimenta el cristiano aquello de San Pablo: no logro entender lo que hago; pues lo que quiero, no lo hago; y en cambio lo que detesto, eso hago (...). No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero (...); pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero veo otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi espíritu y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros 2.

Esta tensión y esta lucha es consecuencia directa del pecado original, que -entre otros efectos- ha introducido el desorden en las pasiones, ha roto aquella perfecta armonía establecida por Dios al principio en la criatura humana. En esta situación, el hombre no es capaz,

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con sus solas fuerzas, de desarrollar la perfección a la que ha sido llamado. Sólo con la gracia divina, que sana y eleva la naturaleza, está en condiciones de alcanzar la perfección humana y cristiana.


Fundamento de todas las virtudes

Para un cristiano, la virtud no es virtuosismo, ni la lucha mero perfeccionismo, sino esfuerzo humilde por reordenar la propia naturaleza al plan divino, sabiendo que ahí reside la verdadera plenitud humana. Dios ha metido en el alma de cada uno de nosotros -aunque nacemos proni ad peceatum, inclinados al pecado, por la caída de la primera pareja- una chispa de su inteligencia infinita, la atracción por lo bueno, un ansia de paz perdurable. Y nos lleva a comprender que la verdad, la felicidad y la libertad se consiguen cuando procuramos que germine en nosotros esa semilla de vida eterna 3.

Siguiendo a nuestro Fundador, el Padre suele decir -con un juego de palabras- que no se nos pide ser superhombres, como si la adquisición y crecimiento de las virtudes fuera resultado de nuestro solo esfuerzo, sino superhumildes, porque para crecer en la virtud resulta indispensable la ayuda divina, que hemos de pedir con humildad. Por eso, añade el Padre, el que aspirara a ser superhombre demostraría ser supermajadero 4.

Puesto que Dios llama a todos a la santidad, no existe una perfección puramente humana, ajena al orden sobrenatural, fruto exclusivo del esfuerzo de la criatura. Por eso escribió nuestro Fundador: no he creído nunca en la santidad de esas personas a las que llaman santos laicos. De ellos afirman que llevan una vida íntegra, y que a la vez se profesan ateos. Pero el Espíritu Santo dice por San Pablo que las perfecciones invisibles de Dios, incluso su eterno poder y su divinidad, se han hecho visibles después de la creación del mundo, por el conocimiento que de ellas nos dan sus criaturas (Rom. 1, 20). Por eso, en el mejor de los casos,

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respetarán algunos preceptos de la ley natural -ni siquiera todos, porque la ley natural les impone admitir la existencia de Dios-, pero su vida no da luz, porque se han apartado de la luz de Cristo, lux vera, quae illuminat omnem hominem; luz verdadera, que ilumina a todos los hombres 5.

Un planteamiento meramente natural de la perfección humana engendra necesariamente egolatría, pues equivale a desconocer el puesto que cada uno ocupa delante de Dios y delante de los demás hombres. Por el contrario, un planteamiento correcto lleva a reconocer que todo lo bueno que tenemos es recibido, y que esos bienes han de ordenarse a manifestar la gloria de Dios.

Cuando esto se pierde de vista, fácilmente se llega a confundir lo bueno con lo apetecible a los ojos humanos; o bien, se cae en el desaliento al comprobar la frecuente discordancia entre el querer y el obrar. Si somos perfeccionistas, si nos empeñamos en hacer las cosas por amor propio o por motivos que no son sobrenaturales, entonces, al menor descalabro, nos vendremos abajo, y diremos esa tontería tan grande: o todo, o nada; no soy capaz de conseguir esto, pues lo dejo todo... ¡Qué bobada!6.

Sin humildad no hay virtud, porque el esfuerzo -a veces arduo- por obrar el bien estaría viciado en su raíz. Sin humildad -se atreve a decir San Bernardo- ni aun la virginidad de María hubiera agradado a Dios7. En efecto, siendo la obra maestra de la creación, modelo acabado de todas las virtudes, la Santísima Virgen reconoce sencillamente que Dios ha puesto los ojos en la bajeza de su esclava 8.

Nuestro Padre predicó incansablemente esta virtud, que es humana y divina al mismo tiempo. No os extrañe que os diga que amo vuestros defectos, siempre que luchéis por quitarlos, porque son un motivo de humildad. Ha dicho aquél, que es el primer literato de Castilla, que la humildad es la base y el fundamento de todas las virtudes, y sin ella no hay ninguna que lo sea 9. Y esto es así porque sólo la humildad permite co-

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nocer la verdad sobre Dios -Creador y Señor de todas las cosas- y la verdad sobre el hombre, criatura hecha a imagen y semejanza de Dios, y actuar en consecuencia. Así lo ejemplifica en Surco nuestro Padre:

"La oración" es la humildad del hombre que reconoce su profunda miseria y la grandeza de Dios, a quien se dirige y adora, de manera que todo lo espera de El y nada de sí mismo.

"La fe" es la humildad de la razón, que renuncia a su propio criterio y se postra ante los juicios y la autoridad de la Iglesia.

"La obediencia" es la humildad de la voluntad, que se sujeta al querer ajeno, por Dios.

"La castidad" es la humildad de la carne, que se somete al espíritu. "La mortificación" exterior es la humildad de los sentidos.

"La penitencia" es la humildad de todas las pasiones, inmoladas al Señor.

-La humildad es la verdad en el camino de la lucha ascética 10.

El vicio de la soberbia

El cristiano ha de estar prevenido contra el vicio de la soberbia, el más insidioso y el más común. Hemos de pedir al Señor que no nos deje caer en esta tentación. La soberbia es el peor de los pecados y el más ridículo. Si logra atenazar con sus múltiples alucinaciones, la persona atacada se viste de apariencia, se llena de vacío, se engríe como el sapo de la fábula, que hinchaba el buche, presumiendo, hasta que estalló. La soberbia es desagradable, también humanamente: el que se considera superior a todos y a todo, está continuamente contemplándose a sí mismo y despreciando a los demás, que le corresponden burlándose de su vana fatuidad 11.

Nuestro Padre ha trazado en varios lugares un retrato del soberbio, para que sepamos reconocer en su origen las manifestaciones más ordinarias de este vicio.

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Oímos hablar de soberbia, y quizá nos imaginamos una conducta despótica, avasalladora: grandes ruidos de voces que aclaman y el triunfador que pasa, como un emperador romano, debajo de los altos arcos, con ademán de inclinar la cabeza, porque teme que su frente gloriosa toque el blanco mármol.

Seamos realistas: esa soberbia sólo cabe en una loca fantasía. Hemos de luchar contra otras formas más sutiles, más frecuentes: el orgullo de preferir la propia excelencia a la del prójimo; la vanidad en las conversaciones, en los pensamientos y en los gestos; una susceptibilidad casi enfermiza, que se siente ofendida ante palabras y acciones que no significan en modo alguno un agravio.

Todo esto sí que puede ser, que es, una tentación corriente. El hombre se considera, a sí mismo, como el sol y el centro de los que están a su alrededor. Todo debe girar en torno a él. Y no raramente recurre, con su afán morboso, hasta la simulación del dolor, de la tristeza y de la enfermedad: para que los demás lo cuiden y lo mimen.

La mayor parte de los conflictos, que se plantean en la vida interior de muchas gentes, los fabrica la imaginación: que si han dicho, que si pensarán, que si me consideran... Y esa pobre alma sufre, por su triste fatuidad, con sospechas que no son reales. En esa aventura desgraciada, su amargura es continua y procura producir desasosiego en los demás: porque no sabe ser humilde, porque no ha aprendido a olvidarse de sí misma para darse, generosamente, al servicio de los otros por amor de Dios 12.

La raíz del egoísmo

La persona que se deja llevar por la soberbia tiende a valorar el propio juicio por encima de cualquier otro parecer, prestando oídos al padre de la mentira: seréis como dioses, conocedores del bien y del mal 13.

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El soberbio está incapacitado para aprender, porque piensa que ya lo sabe todo. Y si aprende algo es por vanidad, por darse importancia 14. Juzga con frecuencia que sus propios vicios son virtudes, mientras que en los actos virtuosos de los demás descubre ocultas maldades; otras veces, encuentra justificaciones para encubrir su evidente falta de virtud; y finalmente, puede llegar a la formulación teórica de un principio moral que cohoneste su modo de actuar. Malamente sufre entonces que otros no compartan los principios de su conducta. En fin, el soberbio intenta inútilmente quitar de su solio a Dios, que es misericordioso con todas las criaturas, para acomodarse él, que actúa con entrañas de crueldad15.

El egoísmo es raíz de la soberbia y, al mismo tiempo, una de sus primeras manifestaciones. Una persona egoísta hace de sí misma la medida de todas las cosas, hasta llegar a aquella actitud que San Agustín ponía en el origen de toda desviación moral: el amor propio hasta el desprecio de Dios 16. El egoísta no se acuerda de que todo lo ha recibido de Dios. Se vuelve ciego para reconocer sus defectos y equivocaciones. No tolera que otros sean o aparezcan mejores que él y condena severamente lo que juzga maldad en los demás. El egoísta no sabe amar: busca más recibir que entregarse. Y cuando da, ha calculado el beneficio que le reportará esa entrega.

Santo Tomás descubre el egoísmo en la raíz de toda maldad: todo acto de pecado procede de algún desordenado apetito del bien temporal. Y, a su vez, el que uno apetezca desordenadamente bienes temporales procede del amor desordenado de sí mismo17. Egoísmo y soberbia son dos vicios que se confunden. Uno y otro se encuentran en el origen de la subversión del orden divino. No fue sino ese apetito desordenado de la propia excelencia lo que indujo a Adán y Eva a cometer el pecado original18; y de ese mismo apetito arranca cualquier pecado, porque el origen de todo pecado es la soberbia 19. Y la Sagrada Escritura añade: el

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comienzo de la soberbia del hombre es apartarse de Dios 20.

Todo lo contrario sucede con quien es verdaderamente humilde. No se considera superior a los demás, pues sabe que todos nos hallamos, respecto a Dios, en posición de deudores. No desdeña los juicios ajenos sobre sí mismo, pero tampoco los sobrevalora, pues comprende los límites del conocimiento humano. Por la misma razón, no desprecia a quienes se comportan mal, sabedor de que puede caer en iguales o peores pecados, si Dios no le ayuda. La humildad lleva a la comprensión.

La falsa humildad

Sin embargo, hay que salir al paso también de una errada y difundida concepción de la humildad como pusilanimidad, dejación de derechos, apocamiento. La humildad es la verdad. El que es humilde reconoce sencillamente que todo lo bueno lo debe a Dios, que por sí mismo es un pecador; pero también reconoce, sin jactancia ni presunción, que de Dios ha recibido unos talentos y que, con la gracia y su personal correspondencia, es capaz de desarrollar las virtudes.

No concedáis el menor crédito a los que presentan la virtud de la humildad como apocamiento humano, o como una condena perpetua a la tristeza. Sentirse barro, recompuesto con lañas, es fuente continua de alegría; significa reconocerse poca cosa delante de Dios: niño, hijo. ¿Y hay mayor alegría que la del que, sabiéndose pobre y débil, se sabe también hijo de Dios? 21

Tampoco se compagina con la verdadera humildad la sensación agobiante del peso de la propia miseria, ni menos aún el encorsetamiento de la voluntad en estrechos márgenes. Para ti, transcribo de una carta: "me encanta la humildad evangélica. Pero me subleva el encogimiento aborregado e inconsciente de algunos cristianos, que desprestigian

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así a la Iglesia. En ellos debió de fijarse aquel escritor ateo, cuando dijo que la moral cristiana es una moral de esclavos..." Realmente somos siervos: siervos elevados a la categoría de hijos de Dios, que no desean conducirse como esclavos de las pasiones 22.

Esos planteamientos encogidos, depauperados, de la humildad, encubren comodidad muchas veces, o escasez de ideales, estrechez de espíritu. El cristiano sabe que no es nada, que no vale nada, que no puede nada, sin la continua asistencia divina. Reconoce que no ha merecido una vocación tan excelsa ni ningún otro de los bienes que posee. Pero a la vez se sabe llamado a hacer realidad un ideal grandioso: ser santo, transformar el mundo según el espíritu de Cristo.

Precisamente por fundamentarse en el conocimiento de la bondad y omnipotencia de Dios, la humildad engendra fortaleza, como expresaba San Pablo: cuando me siento débil, entonces soy fuerte23. La humildad nos empujará a que llevemos a cabo grandes labores; pero a condición de que no perdamos de vista la conciencia de nuestra poquedad, con un convencimiento de nuestra pobre indigencia que crezca cada día 24.

Los medios para ser humildes

Cura la soberbia -dice San Agustín- y quedará eliminada toda iniquidad. En efecto, para curar la causa de todos los males, la soberbia, el Hijo de Dios bajó a la tierra y se hizo humilde 25. Y nuestro Fundador escribe: al considerar la entrega de Dios y su anonadamiento (..), la vanagloria, la presunción del soberbio se revela como un pecado horrendo, precisamente porque coloca a la persona en el extremo opuesto al modelo que Jesucristo nos ha señalado con su conducta. Pensadlo despacio: El se humilló, siendo Dios. El hombre, engreído por su propio yo, pretende

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enaltecerse a toda costa, sin reconocer que está hecho de mal barro de botijo 26.

La práctica de la humildad es condición indispensable -el único camino- para adelantar en la vida cristiana. El crecimiento en esa virtud es el mejor sistema para construir autopistas que permitan avanzar con rapidez hacia Dios. Cuando el firme de las carreteras es deficiente, resulta difícil adquirir velocidad. En cambio, si es bueno, se adelanta rápidamente, y con tranquilidad.

En nuestras almas, la acción del Espíritu Santo va arreglando la carretera; y la humildad es ese firme seguro 27.

Entre los medios para acrecentar la humildad, además de pedir al Señor esta virtud, ocupa un lugar privilegiado la sinceridad con Dios, con nosotros mismos, y con los que llevan adelante nuestra alma 28.

Sinceros con Dios, huyendo del anonimato en la vida espiritual, sabiendo que todas las cosas están patentes a los ojos de nuestro Padre del Cielo. La piedad conduce a la humildad.

Sinceridad con nosotros mismos, sin eufemismos. Quizá en nuestra vida, por debilidad, podremos obrar mal. Pero las ideas claras, la conciencia clara: lo que no podemos es hacer cosas malas y decir que son santas 29.

Sinceros, finalmente, con quienes tienen la misión de orientarnos. Contadlo todo, lo pequeño y lo grande, y así venceréis siempre. No se vence cuando no se habla (...). No os concedáis nada sin decirlo, hay que decirlo todo. Mirad que, si no, el camino se enreda; mirad que, si no, lo que era nada acaba siendo mucho 30.

La sinceridad puede costar en alguna ocasión, pero siendo sinceros, salvajemente sinceros, vamos haciendo actos de humildad. A fuerza de repetir actos de humildad, con la gracia de Dios, llegaremos a tener esta virtud, y todo resultará más fácil 31.

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Ahondar en los cimientos

Si la humildad modera los deseos desordenados de la propia gloria, la voluntaria negación de la autoexcelencia favorecerá el desarrollo de esa virtud. En primer lugar, aceptar la humillación que suponen las personales miserias. Nuestro Padre sugiere, como pregunta diaria de examen: ¿supe ofrecer al Señor, como expiación, el mismo dolor, que siento, de haberle ofendido ¡tantas veces!?; ¿le ofrecí la vergüenza de mis interiores sonrojos y humillaciones, al considerar lo poco que adelanto en el camino de las virtudes? 32. Después, la aceptación sumisa de las humillaciones que vienen de fuera, siempre que no supongan daño injusto a otros. No eres humilde cuando te humillas, sino cuando te humillan y lo llevas por Cristo 33.

Por otro lado, la vida de cada día nos da constantes ocasiones para ser humildes: luchando contra la vanidad, que todos notamos; contra el deseo de decir siempre la última palabra... Todos tenemos esa tendencia a dar lecciones y a corregir la plana a los demás. Pues a saber callar, a convencerse de que Dios es el único que no se puede equivocara los demás erramos muchas veces 34.

Saber rectificar es una evidente muestra de humildad. Aprender a rectificar es camino seguro hacia la humildad. Sólo los tontos son testarudos: los muy tontos, muy testarudos 35, porque los asuntos humanos no tienen soluciones unívocas; también los otros pueden tener razón: ven la misma cuestión que tú, pero desde distinto punto de vista, con otra luz, con otra sombra, con otro contorno 36, y la confrontación de esos puntos de vista no puede más que ser enriquecedora.

Nuestro Padre decía que no somos ríos, que sólo pueden avanzar en una dirección, sin volverse atrás; nosotros debemos saber rectificar. Eso hay que hacerlo constantemente, en el trato con los demás: saber rectificar, cambiar de opinión en cosas accidentales; saber mejorar nuestro criterio, no

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dar lecciones a los demás. Esa es parte de la lucha para tener humildad37. Y para cuando sea evidente que la razón está de la propia parte, nuestro Padre nos da este consejo: antes que faltar a la caridad, cede: no resistas, siempre que sea posible... Ten la humildad de la hierba, que se aplasta sin distinguir el pie que la pisa38.

La docilidad en la dirección espiritual, la recepción atenta de los consejos, ayudan también a ahondar en la humildad, en cuanto van minando el apego al propio criterio y nos colocan en una posición de mayor objetividad. ¿Sabéis qué es ser dócil? Dar fácilmente el brazo a torcer, cuando nos dicen algo. Los que no son dóciles, siguen emperrados con lo suyo 39.

El cristiano que lucha por vivir humildemente las virtudes humanas y cristianas reproduce la conducta de Juan el Bautista: es necesario que El crezca y que yo disminuya 40. Y se encuentra en condiciones de apreciar en profundidad el don divino, hasta cantar como Santa María: ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso 41.


(1) Amigos de Dios, n. 94.

(2) Rom. VII, 15-23.

(3) Amigos de Dios, n. 33.

(4) Cfr. Del Padre, Tertulia, 29-III-1981.

(5) De nuestro Padre, Carta, 9-1-1932, n. 29.

(6) Del Padre, Tertulia, 3-IX-1976.

(7) San Bernardo, Homiliae "Super missus est" 1, 5.

(8) Luc. 1, 48.

(9) De nuestro Padre, Carta, 24-III-1931, n. 34.

(10) Surco, n. 259.

(11) Amigos de Dios, n. 100.

(12) Amigos de Dios, n. 101.

(13) Genes. III 5.

(14) Del Padre, Tertulia, 2-X-1979.

(15) Amigos de Dios, n. 100.

(16) San Agustín, De civitate Dei 14, 28.

(17) Santo Tomás, S. Th. I-II, q. 77, a. 4, c.

(18) Cfr. Genes. III, 5.

(19) Eccli, X, 15.

(20) Ibid., 14.

(21) Amigos de Dios, n. 108.

(22) Surco, n. 267.

(23) II Cor. XII, 10.

(24) Amigos de Dios, n. 106.

(25) San Agustín, In Ioannis Evangelium tractatus 25, 16.

(26) Amigos de Dios, n. 112.

(27) Del Padre, Tertulia, 26-V-1985.

(28) De nuestro Padre, Carta, 24-III-1931, n. 34.

(29) De nuestro Padre, Carta, 24-III-1931, n. 37.

(30) De nuestro Padre, Carta, 24-III-1931, nn. 38-39.

(31) Del Padre, Tertulia, 20-1-1986.

(32) Forja, n. 153.

(33) Camino, n. 594.

(34) Del Padre, Tertulia, 14-II-1984.

(35) Surco, n. 274.

(36) Surco, n. 275.

(37) Del Padre, Tertulia, 14-II-1984.

(38) Surco, n. 277.

(39) Del Padre, Tertulia, 27-IV-1986.

(40) Ioann. III, 30. (41) Luc. 1, 49.