Cuadernos 9: Virtudes humanas/La sabiduría del corazón
LA SABIDURÍA DEL CORAZÓN
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Jesucristo, en el Evangelio, elogia a aquel siervo fiel y prudente, a quien su señor puso al frente de la servidumbre, para darles el alimento a su tiempo 1 . Por su fidelidad y su prudencia, armónicamente entrelazadas, se hace digno del reconocimiento de su amo, que le confía la administración de todas sus riquezas.
Enseña San Agustín que la prudencia es el conocimiento de las cosas que debemos apetecer o rehuir 2, la virtud que permite al hombre conocer objetivamente la realidad de las cosas en su relación al Fin último, que es Dios; juzgar acertadamente qué es lo que debe hacerse, y actuar en consecuencia. Es propio de la prudencia (...) aplicar la recta razón al obrar, lo cual no se realiza sin el recto uso de la voluntad 3. Por eso se enumera entre las virtudes morales. Y así, recogiendo la definición aristotélica, Santo Tomás de Aquino concluye que prudencia es la recta razón en el obrar 4.
Se trata de una cualidad necesaria para alcanzar la plenitud humana y sobrenatural a la que Dios nos llama. Por eso, en la labor de formación, resulta indispensable enseñar a nuestros amigos a ser prudentes: ponderados, reflexivos, hombres de criterio recto, dóciles, y al mismo tiempo hombres de empuje que -una vez conocido lo que deben hacer- saben ejecutarlo con decisión.
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Para ser prudentes
El hombre prudente, que se afana por todo lo que es verdaderamente bueno, se esfuerza por medirlo todo, cualquier situación y todo su obrar, según el metro del bien moral.
Prudente no es -como frecuentemente se cree- el que sabe arreglárselas en la vida y sacar de ella el máximo provecho, sino quien acierta a edificar la vida entera según la voz de la conciencia recta y según las exigencias de la moral justa.
De este modo -continúa Juan Pablo II-, la prudencia viene a ser la clave para que cada uno realice la tarea fundamental que ha recibido de Dios. Esta tarea es la perfección del hombre mismo 5.
La prudencia se ejercita mediante tres actos principales, que vienen a ser como las distintas etapas de una decisión recta 6.
En primer lugar, hay que conocer con claridad la realidad objetiva de las cosas y los principios morales que sirven de guía a la conciencia, a cuya luz deben enjuiciarse las propias acciones; este conocimiento se incrementa mediante el estudio, la memoria de experiencias pasadas, y el asesoramiento de personas prudentes y bien formadas.
El segundo momento corresponde al juicio práctico sobre la moralidad de la acción concreta que se desea realizar, y sobre los medios más convenientes para alcanzar el fin propuesto.
Finalmente, la voluntad ha de empujar a ejecutar la acción o a abstenerse de realizarla. No es prudente, pues, la persona que sopesa indefinidamente los pros y los contras de una actuación, sin llegar a decidir nada; sino aquélla que cuando ha estudiado suficientemente un problema, elige la solución más conveniente y se lanza sin retardos a resolverlo.
Aunque cada decisión prudente va precedida de una serie de pasos, en la práctica -sobre todo en personas bien formadas y habituadas a obrar con prudencia en todo- se trata de un proceso rápido. Sin excesivas disquisiciones -al menos en los casos más normales-, la perso-
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na prudente actúa en gran medida por connaturalidad, es decir, en fuerza de una especial familiaridad con las acciones virtuosas, a las que su naturaleza se halla inclinada por el repetido ejercicio.
Estos tres elementos -conocimiento, juicio e imperio- son propios de la prudencia como virtud adquirida. El cristiano, para desarrollar esta virtud, cuenta también con la ayuda de la gracia, que sana la naturaleza de las heridas del pecado. Pero además, junto con la gracia santificante, recibe en su alma la virtud infusa de la prudencia, mediante la cual -iluminado por la fe y bajo la acción del Espíritu Santo- conoce, juzga y manda lo que hay que hacer u omitir en cada caso para encaminarse a la santidad. Aquí interviene un nuevo conocimiento, que es el de la fe. Y así, puede ocurrir que una visión humana estime como imprudente lo que en la vida sobrenatural es exquisita prudencia: la verdadera prudencia es la que permanece atenta a las insinuaciones de Dios y, en esa vigilante escucha, recibe en el alma promesas y realidades de salvación: Yo te glorifico, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has tenido encubiertas estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeñuelos (Matth. XI, 25) 7.
Pedir consejo
En la base de una actuación prudente está siempre la buena formación moral. Enseña el Concilio Vaticano II que en lo más profundo de su conciencia descubre el hombre una ley que él no se dicta a sí mismo, a la que debe obedecer, cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y debe evitar el mal 8. Pero, por la influencia de un ambiente malsano, por defectos y aun deformaciones en la propia educación, y por el peso de las personales miserias, la conciencia se puede oscurecer, más o menos culpablemente.
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Muchas veces -escribe nuestro Padre-, esos errores son fruto de una equivocada formación. En no pocos casos esos pobrecillos no habrán tenido a nadie que les enseñara la verdad. Pienso, por eso, que el día del juicio serán muchas las almas que responderán a Dios, como respondió el paralítico de la piscina -hominem non habeo (Ioann. V, 7)-, no hubo nadie que me ayudara o como contestaron aquellos obreros sin trabajo, a la pregunta del dueño de la viña: nemo nos conduxit (Matth. XX, 7), no nos han llamado a trabajar. Aunque sus errores sean culpables y su perseverancia en el mal sea consciente, hay en el fondo de esas almas desgraciadas una ignorancia profunda, que sólo Dios podrá medir 9.
Precisamente por eso, nuestra primera labor con las personas que se acercan al calor del Opus Dei, es subsanar cuidadosamente esa ignorancia o deformación, llevando a la práctica lo que hemos aprendido de nuestro Fundador: que es preciso educar, dedicar a cada alma el tiempo que necesite, con la paciencia de un monje del medioevo para miniar -hoja a hoja- un códice; hacer a la gente mayor de edad, formar la conciencia, que cada uno sienta su libertad personal y su consiguiente responsabilidad 10.
Pero no bastan los principios generales de la moral -que todos deben conocer- para ser prudente: es necesario conocer los hechos, las circunstancias concretas de cada caso. Sólo así podremos obrar prudentemente aquí y ahora, en cada momento de la vida. Por eso, con frecuencia habrá que pedir consejo. El primer paso de la prudencia es el reconocimiento de la propia limitación: la virtud de la humildad. Admitir, en determinadas cuestiones, que no llegamos a todo, que no podemos abarcar, en tantos casos, circunstancias que es preciso no perder de vista a la hora de enjuiciar. Por eso acudimos a un consejero; pero no a uno cualquiera, sino a uno capacitado y animado por nuestros mismos deseos sinceros de amar a Dios, de seguirle fielmente. No basta solicitar un parecer; hemos de dirigirnos a quien pueda dárnoslo desinteresado y recto 11.
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Orientación en las lecturas y espectáculos
Tú, hijo mío -se lee en el Eclesiástico-, no hagas cosa alguna sin consejo; y no tendrás que arrepentirte luego de lo hecho 12. La petición de consejo a personas de probada rectitud doctrinal y moral es muy conveniente -e incluso obligatoria- antes de tomar una decisión que acarreará graves consecuencias para sí o para otros. Pero también resulta conveniente en tantas otras elecciones que influyen -a veces más de lo imaginable- en la vida espiritual.
Hoy día, por la frecuencia con que se presentan estos casos y la virulencia de los ataques a la fe y a la moral, es especialmente importante pedir consejo en todo lo que se refiera a la lectura de libros y revistas, y a la asistencia a espectáculos
Siempre, pero de modo insistente en los últimos años de su vida, nuestro Padre nos puso alerta en materia de lecturas, por la confusión doctrinal reinante y la facilidad de contagiarse como por ósmosis -así decía- de un ambiente ajeno a la fe. Y nos exhortaba: no hemos de aflojar en el cumplimiento de nuestras Normas de piedad (...) ni hemos de abrir la mano tampoco en las lecturas, aunque se lancen a diario, llenando kioskos y librerías, quintales de basura contra la fe y contra la moral 13.
Un criterio claro y perenne es el de pedir consejo siempre, sin excepción, antes de leer libros que, por su tema, puedan tener relación con las verdades de la fe o la moral cristianas. Conservan toda su actualidad aquellas frases de nuestro Fundador: Libros: no los compres sin aconsejarte de personas cristianas, doctas y discretas. -Podrías comprar una cosa inútil o perjudicial.
¡Cuántas veces creen llevar debajo del brazo un libro... y llevan una carga de basura! 14.
En cuanto a los espectáculos, ya la Iglesia primitiva tuvo que ser extremadamente severa en algunos puntos: los cristianos -siendo ciudadanos corrientes, en todo iguales a los demás- no podían admitir algunas costumbres paganas, por ser en sí mismas malas; y se prohibía
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expresamente -entre otras cosas- la asistencia a espectáculos inmorales 15. Lo mismo sucede ahora. Por desgracia, muchos de los espectáculos y diversiones más difundidos son contrarios a la moral. Un cristiano no puede ser ingenuo y buscar su descanso sin discernimiento, porque acabaría aplastado por la presión de toda una sociedad cargada de erotismo 16 . De nuevo, la regla de oro es consultar a quien tiene formación y gracia de Dios para dar un consejo acertado.
El Padre nos advierte muy a menudo que hemos de protegernos sobre todo de los ataques que nos vienen por los ojos: las revistas, los libros, la televisión... La televisión es una traidora, me gusta decir. ¿A quien se invita a entrar en el propio hogar?: al amigo; a un enemigo, nadie en el mundo le abre las puertas de su casa. Y tratamos a la televisión como a un amigo, la metemos en el hogar; pero, desde dentro, empieza su traición, con esa lluvia -perdonadme- de porquerías y de ideas materialistas. No nos damos cuenta, pero es un veneno que se toma a diario..., y llega un momento en que nos hace explotar 17.
El asesoramiento no implica retrasos innecesarios. En la Obra, gracias a Dios y a la preocupación santa de nuestro Padre, disponemos de todos los medios para aconsejar bien y con rapidez a quienes lo precisen.
Se requiere, eso sí, la humildad de saberse siempre necesitados de orientación. Y esto, sin excepciones, aunque una persona crea estar dotada de particulares cualidades, que le harían inmune a lo que -para otros- podría ser dañino. Pensar así sería una grave equivocación, además de clara muestra de soberbia; porque -como escribió nuestro Padre- lo que mancha a un chiquillo mancha también a un viejo 18.
Vivir como se piensa
La coherencia es la nota más característica del segundo acto de la prudencia: el juicio. Al aplicar a la acción concreta lo que se ha averi-
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guado, es necesario ser coherentes: que el juicio que se pronuncia sea la materialización de lo que se piensa.
Llegados a este punto, la ligereza, la desidia, la comodidad, el peso de antiguos hábitos, la erupción del genio o del capricho, el miedo a comprometerse, la facilonería de pensar que todo el mundo se comporta de otra manera, o quizá la amargura de antiguos fracasos, pueden enturbiar una toma de posición coherente. Así se comportan los adocenados de todos los tiempos, que se resignan -con más o menos razonadas sinrazones19- a permanecer en el montón incoloro de los comodones. Tal indiferencia es esclavitud y somnolencia indigna de un hombre y de un cristiano. Porque, como escribe nuestro Fundador, el que no escoge -¡con plena libertad!- una norma recta de conducta, tarde o temprano se verá manejado por otros, vivirá en la indolencia -como un parásito-, sujeto a lo que determinen los demás (...).
El indeciso, el irresoluto, es como materia plástica a merced de las circunstancias; cualquiera lo moldea a su antojo y, antes que nada, las pasiones y las peores tendencias de la naturaleza herida por el pecado 20.
La madurez humana se manifiesta, sobre todo, en cierta estabilidad de ánimo, en la capacidad de tomar decisiones ponderadas y en el modo recto de juzgar los acontecimientos y los hombres 21. E incluso en el modo de actuar y de comportarse: que tu porte exterior sea reflejo de la paz y el orden de tu espíritu 22.
Sentido práctico
Se ha de juzgar con sentido práctico y realista. Lo contrario -las generalizaciones- podría encubrir un intento de esquivar las consecuencias concretas de las propias determinaciones. Sobre todo, porque no es fácil poner en práctica las consideraciones demasiado abstractas. Me has dicho, y te escuché en silencio: "Sí: quiero ser santo". Aunque esta
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afirmación, tan difuminada, tan general, me parezca de ordinario una tontería23. El que verdaderamente desea alcanzar un objetivo, pone todos los medios que pueden conducirle a la meta.
Obliga también a concretar la necesaria consideración de las circunstancias que envuelven cada acción. Entran aquí en juego las virtudes de la precaución y la circunspección, que llevan a valorar las repercusiones de un determinado comportamiento. En resumen, se trata de no decidir alocadamente, sino de comportarse con coherencia y naturalidad.
Para un cristiano, la naturalidad consiste en ser cristiano y parecerlo, sin sorprenderse de que su comportamiento choque con el de quienes no comparten su ideal, sin retraerse -ante las incomprensiones o dificultades del ambiente- de demostrar con las obras su fe. El ambiente lo daremos nosotros, los cristianos, si somos consecuentes con las exigencias de nuestra vocación.
Por último, antes de tomar una decisión, hay que estar dispuesto a rectificar. No es prudente el que no se equivoca nunca, sino el que sabe rectificar sus errores. Es prudente porque prefiere no acertar veinte veces, antes que dejarse llevar de un cómodo abstencionismo. No obra con alocada precipitación o con absurda temeridad, pero se asume el riesgo de sus decisiones, y no renuncia a conseguir el bien por miedo a no acertar. En nuestra vida encontraremos compañeros ponderados, que son objetivos, que no se apasionan inclinando la balanza hacia el lado que les conviene. De esas personas, casi instintivamente, nos fiamos; porque, sin presunción y sin ruidos de alharacas, proceden siempre bien, con rectitud 24.
De saber rectificar, como de tantas otras cosas, nos ha dado buen ejemplo nuestro Fundador. Era una actitud constante en nuestro Padre. Decía que no era como un río, obligado inevitablemente a correr en el mismo sentido. Cuando tenía datos nuevos que aconsejaban cambiar de opinión, rectificaba inmediatamente. Lo contrario indica falta de humildad, de prudencia, y poco talento 25.
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Con el imperio de la voluntad
El hábito de la prudencia reluce en todo su esplendor cuando se ponen por obra las decisiones bien tomadas. Allí se acrisola la rectitud de intención, que lleva a buscar los medios efectivos para que los nobles ideales no sean luces de bengala, ni se reduzcan a buenos deseos.
La prudencia -enseña nuestro Padre- exige ordinariamente una determinación pronta, oportuna. Si a veces es prudente retrasar la decisión hasta que se completen todos los elementos del juicio, en otras ocasiones sería gran imprudencia no comenzar a poner por obra, cuanto antes, lo que vemos que se debe hacer, especialmente cuando está en juego el bien de los demás 26.
El Santo Padre Juan Pablo II, hablando de la prudencia, invitaba en cierta ocasión a un examen de la propia conducta: ¿Soy prudente? ¿Vivo consecuente y responsablemente? El programa que realizo, ¿sirve al bien verdadero? ¿Sirve para la salvación que quiere para nosotros Cristo y la Iglesia? Si hoy me escucha un estudiante o una estudiante, un hijo o una hija, contemple, bajo esta luz, sus propias tareas de la escuela, las lecturas, los intereses, los pasatiempos, el ambiente de los amigos y amigas. Si me escucha un padre o una madre de familia, piense un poco en sus compromisos conyugales y de padre. Si me escucha un ministro o un hombre de Estado, mire el abanico de sus deberes y de sus responsabilidades. ¿Busca el verdadero bien de la sociedad, de la nación, de la humanidad? ¿O sólo intereses particulares o parciales? Si me escucha un periodista, un publicista, un hombre que ejerce influencia sobre la opinión pública, reflexione sobre el valor y el fin de es la influencia 27
Se requiere, pues, que la voluntad sea guiada por juicios prudentes. El antiguo adagio per aspera ad astra -por las espinas de la lucha a los astros, cumbres de luz-, resume gráficamente el empeño noble del hombre de bien, del cristiano consecuente. San Pablo prometía la
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corona imperecedera a los que pugnan por el bien de la virtud grata a Dios 28. Al que venciere, asegura el Espíritu Santo , le daré a comer del árbol de la vida que está en el paraíso de mi Dios 29.
Esa tensión, además, va modelando una voluntad firme, decidida: en el continuo ejercicio de negar y negarte en esas cosas -que nunca son futilidades, ni naderías- fortalecerás, virilizarás, con la gracia de Dios, tu voluntad, para ser muy señor de ti mismo, en primer lugar. Y, después, guía, jefe, ¡caudillo!..., que obligues, que empujes, que arrastres, con tu ejemplo y con tu palabra y con tu ciencia y con tu imperio 30.
El Señor, en su vida y en sus enseñanzas, ha unido a la prudencia otra virtud: sed prudentes como serpientes y sencillos como palomas 31. A lo que comenta San Juan Crisóstomo: como la serpiente lo abandona todo, y aunque le hagan pedazos el cuerpo no hace mucho caso, con tal de guardar indemne la cabeza, así vosotros -parece decir el Señor- entregadlo todo antes que la fe, aun cuando fuera preciso perder la vida misma. La fe es la cabeza y la raíz. Si se conserva indemne, aunque todo lo demás lo pierdas, todo lo recuperarás más espléndidamente 32.
Junto a la prudencia, ha de ir siempre la sencillez, la intención recta. El hombre prudente evita la ostentación. No obra el bien para que lo vean los demás, aunque tiene claro su deber de dar buen ejemplo. Hay algunos a quienes les falta sencillez en las buenas obras que realizan, porque buscan no la retribución espiritual, sino el aplauso de los hombres. Por eso se dice con razón en uno de los libros sapienciales: "¡Ay del hombre que va por dos caminos!" (Eccli. II, 14) 33
Con palabras incisivas lo ha escrito nuestro Padre: Deja ese "aire de suficiencia" que aísla de la tuya a las almas que se te acercan. -Escucha. Y habla con sencillez: sólo así crecerá en extensión y fecundidad tu trabajo de apóstol 34
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La falsa prudencia
Existe una falsa prudencia -que más bien debemos llamar astucia -que está al servicio del egoísmo, que aprovecha los recursos más aptos para alcanzar fines torcidos. Usar entonces de mucha perspicacia no lleva más que a agravar la mala disposición, y a merecer aquel reproche que San Agustín formulaba, predicando al pueblo: ¿pretendes inclinar el corazón de Dios, que es siempre recto, para que se acomode a la perversidad del tuyo? (Enarr. in ps. 63, 18) Esa es la falsa prudencia del que piensa que le sobran sus propias fuerzas para justificarse. No queráis teneros dentro de vosotros mismos por prudentes (Rom. XII, 16), dice San Pablo, porque está escrito: destruiré la sabiduría de los sabios y la prudencia de los prudentes (1 Cor. 1, 19) 35.
Es la prudencia de la carne, de la que habla el Apóstol 36 y que se opone a la verdadera prudencia, la del espíritu. Sus manifestaciones son muy diversas. Entre otras, los retrasos -dictados por la pereza o cobardía- en llevar a la práctica las buenas resoluciones en la vida personal y los planes apostólicos. Al contrario: ¡Dios y audacia! -La audacia no es imprudencia. -La audacia no es osadía 37. Si por exceso de prudencia dejásemos de actuar -nos dice el Padre-, el diablo se saldría con la suya, y eso no puede ser. Quien ha de salirse con la suya es Dios. Si vamos de su mano, El hará que desaparezcan los obstáculos en el momento oportuno, 38. Es lo que nuestro Fundador escribió en Camino: ¡Mañana!: alguna vez es prudencia; muchas veces es el adverbio de los vencidos 39.
El Padre nos advierte frecuentemente de otro síntoma de prudencia de la carne: regatear la entrega de lo que el Señor pide. Alguno podría pensar: ¿cómo conjugar el deseo de entregarse a Dios con la necesaria ponderación? A mí me molesta ese modo humano de ver la entrega. En el seguimiento de Dios no cabe prudencia ni ponderación: hay que amar sin
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medida, entregarse del todo. No hay tasa en el amor, no hay prudencia que valga: lo que importa ante todo es darse de verdad. Si hace falta, ya nos tirarán de las riendas: ya ejercitarán esa prudencia los Directores, por ejemplo, para mitigar nuestro espíritu de penitencia, o para encauzarlo bien si nos desviamos en algo 40.
También en el apostolado puede darse esa deformación de la prudencia. La prudencia, ciertamente, es virtud necesaria para el gobierno. Sin embargo, a nuestro Fundador no le bastaba, si se tomaba como freno para extender el apostolado que Dios nos exige. Y aseguraba que para prudente, en la Obra, ya estaba el Padre; que los demás tenían que ser imprudentes... Imprudentes en el buen sentido: ¡no vamos a hacer tonterías! Pero a veces la prudencia humana sirve como excusa para encubrir la pereza. Quizá pensamos: conviene esperar por prudencia; y en esa determinación se esconde una falta de amor de Dios, al permitir que nos domine la vagancia 41.
El sabio de corazón será llamado prudente 42. Al influir sobre toda la actividad del hombre, ordenando sus actos al bien, la prudencia deja en el corazón ese poso de sabiduría, como el instinto de atinar con lo que es recto y bueno: sabiduría de corazón que orienta y rige otras muchas virtudes. Por la prudencia el hombre es audaz, sin insensatez; no excusa, por ocultas razones de comodidad, el esfuerzo necesario para vivir plenamente según los designios de Dios. La templanza del prudente no es insensibilidad o misantropía; su justicia no es dureza; su paciencia no es servilismo 43.
La verdadera prudencia no puede dejar de permanecer atenta a los planes de Dios. El corazón prudente poseerá la ciencia (Prov. XVIII, 15); y esa ciencia es la del amor de Dios, el saber definitivo, el que puede salvarnos, trayendo a todas las criaturas frutos de paz y de comprensión y, para cada alma, la vida eterna 44.
(1) Matth. XXIV, 45.
(2) San Agustín, De diversis quaestionibus LXXXIII, q. 61.
(3) Santo Tomás, S. Th., II-II, q. 47, a. 4.
(4) Santo Tomás, S. Th., II-II, q. 47, a. 8.
(5) Juan Pablo II, Alocución, 25-X-1978.
(6) Cfr. Santo Tomás, S. Th., II-II, q. 47, a. 8.
(7) Amigos de Dios, n. 87.
(8) Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 16.
(9) De nuestro Padre, Carta, 16-VII-1933, n. 24.
(10) De nuestro Padre, Carta, 8-VIII-1956, n. 38.
(11) Amigos de Dios. n. 86.
(12) Eccli. XXXII, 24.
(13) De nuestro Padre, Carta, 14-II-1974, n. 11.
(14) Camino, n. 339.
(15) Cfr. Tertuliano, Apologeticum 42; San Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae 6 y 37.
(16) De nuestro Padre, Carta, 14-II-1974, n. 11.
(17) Del Padre, Tertulia, 25-V-1983. p. 420.
(18) De nuestro Padre, Carta, 14-II-1974, n. 11.
(19) Camino, n. 21.
(20) Amigos de Dios, n. 29.
(2l) Concilio Vaticano II, Decr. Optatam totius, n. 11.
(22) Camino, n. 3
(23) Camino, n. 250.
(24) Amigos de Dios, n. 88.
(25) Del Padre, Noticias, 1979, p. 54.
(26) Amigos de Dios, n. 86
(27) Juan Pablo II, Alocución, 25-X-1978.
(28) Cfr. II Tim. IV, 7-8.
(29) Apoc. II, 7.
(30) Camino, n. 19
(31) Matth. X, 16.
(32) San Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae 33, 2.
(33) San Gregorio Magno, Moralia 1.
(34) Camino, n. 958.
(35) Amigos de Dios, n. 85.
(36) Cfr. Rom. VIII, 6. (37) Camino, n. 401.
(38) Del Padre. Tertulia, 2-IV-1983.
(39) Camino, n. 251.
(40) Del Padre, Tertulia, 17-IV-1983.
(41) Del Padre, Crónica, 1977, p. 513.
(42) Prov. XVI, 21.
(43) Amigos de Dios, n. 87.
(44) Amigos de Dios, n. 88.