Cuadernos 9: Virtudes humanas/La base humana de la vida cristiana

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LA BASE HUMANA DE LA VIDA CRISTIANA


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La santidad, que no es más que la plenitud de la vida cristiana, es obra de la gracia; pero requiere de ordinario, como base idónea, una personalidad madura, una voluntad firme, solidez de hábitos bien arraigados. El Reino de los Cielos se adquiere a viva fuerza, y sólo los esforzados lo arrebatan 1. Cuanto más elevado sea el nivel de las cualidades morales humanas, mejor se secunda la obra de la gracia.

Según la enseñanza tradicional 2, la madurez humana es el resultado de la actuación armónica, fácil y constante de ciertos hábitos que el hombre es capaz de adquirir y desarrollar con las fuerzas naturales, y que por esto reciben el nombre de virtudes naturales o humanas.

Sin la gracia sobrenatural es posible cultivar estas virtudes, pero -como consecuencia del pecado original, que ha herido y desordenado la naturaleza humana- resulta inasequible la perfección humana a la que el hombre, sin el lastre del pecado, podría llegar y, desde luego, aún más imposible es alcanzar la perfección sobrenatural: nadie se salva sin la gracia de Cristo 3. Con la gracia, en cambio, el alma queda enriquecida con las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo, que permiten conocer y amar a Dios de un modo nuevo, y la misma naturaleza queda sanada y elevada. El hombre es entonces capaz de alzarse por encima de todo lo creado, para conocer y amar a Dios tal como es

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en sí mismo. Las cualidades humanas, informadas por la caridad, quedan también fortalecidas y elevadas; y sus actos, de simplemente humanos, pasan a ser actos de valor sobrenatural, capaces de conducir al hombre por los caminos de la vida cristiana.

La Providencia divina ha dispuesto que la obra de la santificación discurra simultáneamente por estos dos cauces: la gracia y el esfuerzo humano, que no se excluyen, sino que se complementan mutuamente: Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti 4. Por eso la Iglesia impulsa a todos los fieles a cultivar en sí mismos y a difundir en la sociedad las virtudes morales y sociales, de forma que se conviertan verdaderamente en hombres nuevos y en artífices de una nueva humanidad, con el necesario auxilio de la divina gracia 5.

Las virtudes naturales resultan, pues, de gran importancia para la búsqueda de la perfección cristiana, que es al mismo tiempo e inseparablemente madurez humana y sobrenatural. Como ha recordado el Papa Juan Pablo II, cuando hablamos de virtudes (...) debemos tener siempre ante los ojos al hombre real, al hombre concreto. La virtud no es algo abstracto, separado de la vida, sino, al contrario, tiene profundas "raíces" en la vida misma, brota de ella y la forma. La virtud incide sobre la vida del hombre, sobre sus acciones y sobre su conducta. Se deduce de ello que, en todas estas reflexiones nuestras, no hablamos tanto de la virtud como del hombre que vive y actúa "virtuosamente"; hablamos del hombre prudente, justo, valiente 6..


Hombres de verdad, para ser cristianos

Esta ha sido siempre la enseñanza de nuestro Padre. Si aceptamos nuestra responsabilidad de hijos suyos, Dios nos quiere muy humanos. Que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas pisen bien seguras en la tierra. El precio de vivir en cristiano no es dejar de ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen, aun sin cono-

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cer a Cristo. El precio de cada cristiano es la Sangre redentora de Nuestro Señor, que nos quiere -insisto- muy humanos y muy divinos, con el empeño diario de imitarle a El, que es perfectus Deus, perfectus homo 7.

Tanto quienes profesan un naturalismo hostil a Dios, como los que se dejan llevar por un pietismo falso y deshumanizado, entorpecen la práctica del bien humano proporcionado a la naturaleza y convergen en una misma consecuencia: no considerar al cristiano como hombre entero y pleno. Para los primeros, las exigencias del Evangelio sofocarían las cualidades humanas; para los otros, la naturaleza caída pondría en peligro la pureza de la fe. El resultado es el mismo: desconocer la hondura de la Encarnación de Cristo, ignorar que el Verbo se hizo carne, hombre, y habitó en medio de nosotros (Ioann. 1, 14) 8..

Depaupera el Evangelio quien no ve en él más que algunos elementos desconectados de la madurez humana y extraños al mundo. Incurrir en tal doble vida supone un profundo trastorno del espíritu cristiano. Nuestro Padre preconizó desde el principio de su labor la necesidad de mantener una unidad de vida, sabiendo materializar la vida espiritual y rechazando al mismo tiempo los materialismos cerrados al espíritu 9 y los espiritualismos aberrantes, que desdeñan los nobles valores humanos.

Ciertamente no faltan en nuestro mundo gentes sin fe, personas alejadas de Dios, que pregonan una aparente virtud, indigna del hombre porque rechaza a su Autor. Pero abundan también quienes -olvidando que la Iglesia ha condenado siempre los errores que menosprecian la bondad de las virtudes naturales del hombre- rehúyen el esfuerzo humano con argumentos antiguos y gastados, y hasta con disfraces de vida espiritual, y prefieren disfrutar de una vida cómoda y sin complicaciones.

A cuántos cristianos tibios se les podrían aplicar aquellas frases que nuestro Padre escribió en los años treinta: no te veo hacer un sacrificio, ni prescindir de ciertas conversaciones... mundanas (podría, con razón, aplicarles otro calificativo), ni ser generoso con los de abajo... ¡ni con

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esa Iglesia de Cristo!, ni soportar una flaqueza de tu hermano, ni abatir tu soberbia por el bien común, ni deshacerte de tu firme envoltura de egoísmo, ni... ¡tantas cosas más! 10.

En un cristiano así, santurrón, beato 11 o bondadoso 12, la fe permanece estéril, como la higuera que maldijo Cristo 13; su caridad -viene falseada por una apariencia hipócrita, o languidece en el marasmo de la tibieza. No pensemos que valdrá de algo nuestra aparente virtud de santos, si no va unida a las corrientes virtudes de cristianos.

-Esto sería adornarse con espléndidas joyas sobre los paños menores 14. Una situación caricaturesca y anómala, que provocaría el rechazo de los hombres y el reproche de Dios.

Un fundamento necesario

Las virtudes humanas son cauce utilísimo para que Dios obre, hasta el punto de que, en quienes no tienen fe o viven alejados de la gracia de Dios, esas virtudes -cuando existen- son como un reducto de bondad, como un vestigio de la Bondad de Dios, que les disponen de algún modo para recibir la acción de la gracia. En este mundo -ha escrito nuestro Padre-, muchos no tratan a Dios; son criaturas que quizá no han tenido ocasión de escuchar la palabra divina o que la han olvidado. Pero sus disposiciones son humanamente sinceras, leales, compasivas, honradas. Y yo me atrevo a afirmar que quien reúne esas condiciones está a punto de ser generoso con Dios, porque las virtudes humanas componen el fundamento de las sobrenaturales 15.

La vida sobrenatural que la gracia fomenta en el alma está íntimamente entrelazada con el perfeccionamiento de las virtudes naturales. De este modo se explica que la Iglesia exija a sus santos el ejercicio heroico no sólo de las virtudes teologales, sino también de las morales o humanas; y que las personas verdaderamente unidas a Dios por el ejercicio de las vir-

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tudes teologales se perfeccionan también desde el punto de vista humano, se afinan en su trato; son leales, afables, corteses, generosas, sinceras, precisamente porque tienen colocados en Dios todos los afectos de su alma 16.

La verdadera dignidad y excelencia del hombre consiste (...) en la virtud. La virtud es patrimonio común de todos los mortales 17; un patrimonio que, aun sin el auxilio de la fe o la caridad, es asequible en buena parte a la capacidad de nuestra naturaleza. Ciertamente, sin la gracia es imposible evitar -por largo tiempo- el desorden grave, al menos en algún punto importante de la ley divina; pero la gracia cuenta ordinariamente con el soporte de una voluntad educada por la virtud humana. Porque el orden sobrenatural ni destruye ni prescinde del orden natural; por el contrario, lo levanta y perfecciona, y cada uno de los dos órdenes presta al otro un auxilio, como un, complemento proporcionado a su propia naturaleza y dignidad, puesto que ambos proceden de Dios, que no puede menos que estar de acuerdo consigo mismo 18.

Aunque la gracia de Dios puede transformar enteramente a las personas -y no faltan ejemplos en la Sagrada Escritura y en la vida de la Iglesia-, lo normal es que requiera la colaboración de las virtudes humanas. ¿Qué frutos daría la virtud infusa de la fortaleza en quien nunca ha luchado por superar la cobardía? ¿Por cuánto tiempo evitaría los pecados de gula o de lujuria quien no se hubiera esforzado nunca por vivir templadamente? ¿Podría practicar fácilmente la justicia quien hubiera discurrido hasta entonces en un rematado egoísmo? Quizá hemos observado a tantos que se dicen cristianos -porque han sido bautizados y reciben otros Sacramentos-, pero que se muestran desleales, mentirosos, insinceros, soberbios... Y caen de golpe. Parecen estrellas que brillan un momento en el cielo y, de pronto, se precipitan irremisiblemente 19. Es la consecuencia lógica de la falta de fundamento humano en sus vidas, y también el final previsible de quienes viven inmersos en la pereza y en la presuntuosa seguridad en sí mismos. Porque la unión con Dios, la vida sobrenatural, comporta siempre la práctica atractiva de las virtudes humanas 20.

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Nuestra capacidad de arraigarnos en el bien proporcionado a la dignidad humana es un talento -un don de Dios-, que ha de dar su fruto y del que seremos juzgados. Pero sabiendo que su valor, y su mérito, está supeditado a lo sobrenatural. Un humanismo que olvide o ponga entre paréntesis la condición creatural del hombre y su destino eterno, es un falso humanismo, que acaba descuidando el cultivo de las virtudes humanas, tanto por someterlas a un criterio de conveniencia, como por olvidar que el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios.

Como enseña el Concilio Vaticano II, queda en pie para cada hombre el deber de conservar la noción íntegra de la persona humana, en la que destacan los valores de la inteligencia, voluntad, conciencia y fraternidad, todos ellos fundados en el Creador y admirablemente sanados y elevados por Cristo 21.

El ejemplo de Jesucristo

Al proclamar su doctrina salvadora, Cristo propone -como parábolas que encerraban los más altos misterios- ejemplos de la vida corriente. De igual modo, el Señor aprecia los detalles humanos de delicadeza y urbanidad 22; exige el cumplimiento de la perfección humana encerrada en la ley natura 23; forma a sus Apóstoles sin cesar, no sólo en la fe y la caridad, sino en la sinceridad y nobleza 24 y en la ponderación de juicio 25. Tan importante considera este pulimento de virtud humana, que les apremia: si no entendéis las cosas de la tierra, ¿cómo entenderéis las celestiales? 26.

La madurez cristiana que Nuestro Señor pide a sus discípulos es la medida de la edad perfecta según Cristo 27. El Hijo de Dios quiso asumir plenamente la naturaleza humana; más aún, en El nuestra naturaleza

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alcanza su perfección: hecho semejante a los hombres 28, Jesús no se avergüenza de llamarlos hermanos 29.

Ciertamente, las virtudes de Cristo son sobre todo signo y efecto de la plenitud de su santidad, pero también son manifestación de su libertad. Cristo, perfecto Dios y perfecto hombre 30, nos da ejemplo de un cúmulo de cualidades bien entrelazadas, que compete vivir a cualquier hombre en sus relaciones con Dios, con sus semejantes y consigo mismo.

Jesús crece hasta alcanzar la madurez humana y en la adquisición experimental de conocimientos 31. Admiramos la plena y sabia sujeción de su voluntad humana a la misión recibida del Padre Celestial y el celo ardiente por las cosas de Dios; el respeto a las autoridades, el cumplimiento de las obligaciones ciudadanas, familiares y sociales; la laboriosidad, la abnegación y la templanza; el amor a la verdad, la afabilidad y la comprensión...

¡Gracias, Jesús mío! -exclamaba nuestro Fundador-, porque has querido hacerte perfecto Hombre, con un Corazón amante y amabilísimo, que ama hasta la muerte y sufre; que se llena de gozo y de dolor; que se entusiasma con los caminos de los hombres, y nos muestra el que lleva al Cielo; que se sujeta heroicamente al deber, y se conduce por la misericordia; que vela por los pobres y por los ricos; que cuida de los pecadores y de los justos...

-¡Gracias, Jesús mío, y danos un corazón a la medida del Tuyo! 32.

Cristo no podía incurrir en la menor deficiencia moral, ni admitir complicidad con pecado alguno, en razón de la unión hipostática de su Humanidad Santísima en la Persona del Verbo; pero aunque era el Hijo, aprendió con sus padecimientos la obediencia 33: no desdeña la lucha contra la tentación externa, ni el empeño por soportar el dolor y la fatiga. Su ejemplo en lo humano, es aliciente y mandato.

En consecuencia, nadie puede ganar al cristiano en humanidad 34, porque la fe nos hace captar el valor divino de la perfección humana. El discípulo de Cristo, a quien Dios llama a santificarse en medio del

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mundo, ha de reflejar la fisonomía moral del Maestro, el más hermoso entre los hijos de los hombres 35.

De Jesucristo se pudo proclamar: bene omnia fecit 36, que todo lo hizo bien; no sólo los milagros de su omnipotencia divina, sino las manifestaciones de su perfección humana. Lo mismo ha de poder afirmarse del cristiano.

Así lo resumía nuestro Padre: para servir, servir. El esfuerzo por alcanzar un alto nivel de virtudes humanas es una gran aventura, una bendita complicación de trascendencia divina. Todos los cristianos estamos llamados a mover y guiar a lo demás, sirviéndoles con un cúmulo de virtudes.

Deber de ejemplaridad

Todos han de poder reconocer, a través de las cualidades humanas de los cristianos, el calor de la gracia que late en el alma. Hemos de conducirnos de tal manera, que los demás puedan decir, al vernos: éste es cristiano, porque no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque está por encima de los instintos, porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama 37.

La virtud humana tiene el buen sabor de la madurez, que se manifestará de distintas maneras, según la edad de la persona y los distintos temperamentos; pero siempre con los rasgos inequívocos de lo ordenado y bueno. Es incompatible, por tanto, con el infantilismo del que parece haberse detenido en permanente minoría de edad, con un comportamiento inconsciente. No caigas en esa enfermedad del carácter que tiene por síntomas la falta de fijeza para todo, la ligereza en el obrar y en el decir, el atolondramiento...: la frivolidad, en una palabra.

Y la frivolidad -no lo olvides- que te hace tener esos planes de cada día tan vacíos ("tan llenos de vacío"), si no reaccionas a tiempo -no mañana: ¡ahora!-, hará de tu vida un pelele muerto e inútil 38.

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Necesitamos de las virtudes humanas para el apostolado. Porque si no, no brillarán tampoco en nosotros las virtudes sobrenaturales. Ni daremos ejemplo de coherencia. Ni dejaremos ver en nosotros, a los demás, el verdadero rostro de Jesucristo 39.

Desde el principio de su apostolado, nuestro Fundador insistió sin descanso en la importancia de cultivar las virtudes naturales, que constituyen la credencial del cristiano en su andar por el mundo, la llave que abre el corazón de las gentes a quienes se acerca -con ocasión de su trabajo y de su tarea corriente- para mostrarles horizontes más altos. Lo humano ha de ser como el candelero sobre el que brille la lumbre de Cristo: luz que garantiza la autenticidad de su mensaje divino; calor que atrae, de forma quizá callada pero irresistible, a los que tienen buena voluntad; fuego que les enciende en el deseo de ser partícipes del secreto de esa calidad espiritual.

La virtud humana del cristiano ha de manifestarse sin tapujos, audazmente, sin miedo al qué dirán, tanto si lo que dicen es elogioso -toda virtud despierta admiración y, a veces, explícita alabanza- como si critican: no faltarán nunca los fariseos, que ni entran en el Reino de Dios ni dejan entrar a los demás 40 y se molestan de que otros avancen hacia esa cumbre. Claridad, no porque la suya sea una virtud sonora 41 sino porque los demás han de ver su buen ejemplo: no basta ser bueno, también hace falta parecerlo. Si no eres malo, y lo pareces -escribió nuestro Padre en Camino-, eres tonto. -Y esa tontería -piedra de escándalo- es peor que la maldad 41.

Triste hipocresía la del cristiano que, con la excusa de evitar la posible vanidad ante la admiración ajena, se retrajera de mostrar con las obras sus convicciones y deberes. Porque el esfuerzo por practicar y testimoniar las virtudes rebosa rectitud de intención, si lo que se busca es la gloria de Dios y el provecho del prójimo. No procuramos vanamente una mejoría que aplaudan los hombres 43, sino agradar a Dios y servir a los demás.

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Por eso, el ejemplo ha de estar penetrado de sencillez, porque la afectación es molesta y aleja a las personas sinceras. Deja ese "aire de suficiencia" que aísla de la tuya a las almas que se te acercan. -Escucha. Y habla con sencillez: sólo así crecerá en extensión y fecundidad tu trabajo de apóstol 44. Debe evitarse hasta la apariencia de arrogancia en el trato con los demás. Si la conducta recta estuviera envuelta en modos llenos de insensibilidad, menosprecio o dureza por las limitaciones del prójimo, se daría una imagen odiosa y falsa del Cristianismo, pues faltaría el tono de la verdadera caridad cristiana. Tu caridad es... presuntuosa... . -Desde lejos, atraes: tienes luz. -De cerca, repeles: te falta calor. -¡Qué lástima! 45.

El mundo actual necesita urgentemente el testimonio de cristianos que sean hombres de una pieza, hombres de cuerpo entero. Quizá nunca se ha hablado tanto de los derechos del hombre y de los logros humanos. Quizá nunca ha sido tan vívida la conciencia que la humanidad tiene de sus propias fuerzas. Pero quizá nunca se han dejado más claramente de lado los valores verdaderamente humanos, que son aquéllos que el hombre posee en cuanto imagen de Dios.

Es necesario recordar a nuestros contemporáneos la llamada -intrínsecamente cristiana- a ser plenamente humanos, porque Cristo Redentor (...) revela plenamente el hombre al mismo hombre. Tal es -si se puede hablar así- la dimensión humana del misterio de la Redención. En esta dimensión el hombre vuelve a encontrar la grandeza, la dignidad y el valor propios de su humanidad 46.

De los cristianos esperan muchos hombres esta enseñanza: que están llamados a ser hijos de Dios. Para alcanzar esta meta, hemos de vivir en primer lugar como hombres cabales. Así les mostraremos que, para ser divinos, hay que ser muy humanos; y que, siendo plenamente humanos, llevamos camino -porque la gracia nunca falta- de ser plenamente hijos de Dios.


(1) Matth. XI, 12.

(2) Cf.. Santo Tomás, S. Th. I-II, qq. 55-66.

(3) Amigos de Dios, n. 75.

(4) San Agustín, Sermo 169.

(5) Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 30.

(6) Juan Pablo II, Alocución, 22-XI-1978.

(7) Amigos de Dios, n. 75.

(8) Amigos de Dios, n. 74.

(9) Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 115.

(10) Camino, n. 683.

(11) Cfr. Camino, n. 408.

(12) Cfr. Camino, n. 337.

(13) Cfr. Marc. XI, 14.

(14) Camino, n. 409.

(15) Amigos de Dios, n. 74.

(16) Del Padre, Escritos sobre el sacerdocio, 3ª ed., Madrid, 1971, p. 31.

(17) León XIII, Litt. enc. Sapientiae christianae, 10-I-1890.

(18) Pío XI, Litt. enc. Divini illius Magistri, 31-XII-1929.

(19) Amigos de Dios, n. 75.

(20) Surco, n. 566.

(21) Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 61.

(22) Cfr. Luc. VII, 44-46.

(23) Cfr. Matth. V, 21 ss; XIX, 18-19.

(24) Cfr. Matth. V, 37.

(25) Cfr. Ioann. IX, 1-3.

(26) Ioann. III, 12.

(27) Ephes. IV, 13.

(28) Philip. n, 7.

(29) Hebr, II, 11.

(30) Símbolo Atanasiano. (31) Cfr. Luc. II, 40, 52.

(32) Surco, n. 813.

(33) Hebr. V, 8.

(34) Amigos de Dios, n. 93.

(35) Ps. XLIV, 3.

(36) Marc. VII, 37.

(37) Es Cristo que pasa, n. 122.

(38) Camino, n. 17.

(39) Cfc Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium el spes, n. 21.

(40) Cfr. Matth. XXIII, 13.

(41) Camino, n. 410.

(42) Camino, n. 370.

(43) Cfr. Matth. V, 2.

(44) Camino, n. 958.

(45) Camino, n. 459.

(46) Juan Pablo II, Litt. enc. Redemptor hominis, 4-III-1979, n. 10.