Cuadernos 8: En el camino del amor/Instrumentos de Dios

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INSTRUMENTOS DE DIOS


Cristo Jesús, supremo y eterno Sacerdote, que desea continuar su testimonio y su servicio por medio de los laicos, los anima y con su espíritu los impulsa incesantemente a toda obra buena y perfecta. Y a aquéllos a quienes asocia íntimamente a su vida y misión, les hace participar también en su oficio de sacerdote, para ejercer el culto espiritual para la gloria de Dios y salvación de los hombres (1).

Podría el Señor no habernos asociado a su obra redentora, porque la ayuda de las enseñanzas humanas aprovecha al alma cuando el que actúa para que aproveche es Dios, que podría dar al hombre el Evangelio sin los hombres y sin mediación de hombre alguno (2). Pero ha querido servirse de nosotros para después premiarnos por unas obras que, en realidad, son suyas. Considerad si no, hermanos, vuestra vocación; pues no hay entre vosotros muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que Dios escogió la necedad del mundo para confundir a los sabios y Dios eligió la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes; escogió Dios a lo vil, a lo despreciable del mundo, a lo que no es nada, para destruir lo que es, de manera que ningún mortal pueda gloriarse ante Dios. Pues de El os viene que estéis en Cristo Jesús, a quien Dios hizo para nosotros sabiduría, justicia, santifica-

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ción y redención, para que, como está escrito: el que se gloría, que se gloríe en el Señor (3).


Como el pincel en manos del artista

Por sí mismo, el hombre únicamente puede realizar obras proporcionadas a su naturaleza. Y si nuestra naturaleza no pudo mantenerse firme en las obras buenas, estando sana, ¿cuánto menos podrá levantarse por sí misma, estando corrompida? (4); si quedó tan malherida después del pecado original, que ni siquiera podemos evitar todos los pecados veniales sin un auxilio especial de la gracia (5), ¿cómo no necesitaremos la ayuda divina para comunicar a otros la vida sobrenatural, participando en la obra redentora de Cristo? Porque los hijos de Dios no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios (6).. No es posible para nuestra condición natural comunicar vida sobrenatural.

Sin embargo, el don de la gracia eleva al hombre para cosas que están por encima de su naturaleza (7), y sus acciones cobran entonces una eficacia divina: se hace partícipe de la virtud de Dios, que puede, aun de estas piedras, suscitar hijos de Abraham (8). En el apostolado, el Espíritu Santo se sirve de la palabra del hombre como de cierto instrumento. Pero es El quien interiormente perfecciona la obra. De ahí que diga San Gregorio: "si el Espíritu Santo no llega a los corazones, en vano la voz de los maestros resuena en los oídos " (In Evangelium homiliae 1, 2, 30) (9).

Nuestro Padre nos enseñaba de un modo gráfico: eres lo que el pincel en manos del artista. -Y nada más (10).

Para que el pincel sea un instrumento útil y eficaz, en primer lugar ha de ser de buena calidad, de modo que permita recoger bien los colo-

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res, trazar rasgos gruesos y finos, tonos fuertes o delicados.

En segundo lugar, el pincel necesita subordinar su propia calidad al uso que de él quiera hacer el pintor, que es el que compone las figuras y combina los colores, el que hace jugar las sombras y las luces, los grises con los tonos vivos; el que da el relieve, la profundidad y la armonía, hasta formar un conjunto coherente, lleno de vigor plástico: el artista es el autor principal de la obra, el que la firma.

Finalmente, el pincel ha de tener buena empuñadura, y estar unido a la mano del maestro: si no hay unión, si no secunda fielmente el impulso que recibe, no puede cooperar a la obra de arte. Esa es la condición de todo buen instrumento. Su calidad y modo de actuar propio valen en la medida en que estén subordinados al artista; si no, estorban. A fin de cuentas, un buen artista puede hacer obras maestras con un pincel imperfecto, pero ¿qué haría un buen pincel sin el pintor?

Nuestra condición de instrumentos

La imagen se queda infinitamente corta, si la aplicamos a nuestras relaciones con Dios. Porque, aunque poco, el pincel es algo, tiene un propio ser que no ha recibido del artista; pero nosotros somos enteramente criaturas de Dios: El nos ha dado la vida y nos la conserva, y aun en el orden natural necesitamos para cualquier acción el concurso divino: como el barro en manos del alfarero, que le señala el destino según su juicio, así son los hombres en manos de su Hacedor, que hace de ellos según su voluntad (11).

Si esto es así en el plano natural, con mayor motivo somos instrumentos de Dios en el terreno sobrenatural. Aquí necesitamos especialmente el auxilio divino, porque la mera acción humana jamás podría alcanzar un objetivo tan inmensamente trascendente. En nuestra labor sobrenatural lo único indispensable es la acción de Dios omnipotente que, si quiere usar de nosotros como instrumentos, es para hacernos

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participar de la gloria de su obra divina, por pura donación gratuita de su bondad.

En la vida espiritual y apostólica, los tres elementos -eficiencia propia, perfecta subordinación, unión- requeridos para que la acción sea verdaderamente instrumental, se traducen en formarse bien, para actuar responsablemente, con iniciativa y perfección humana; en ser humildes, con la firme convicción de que todo lo hace Dios; en estar unidos al Señor, por la vida interior y la obediencia. De este modo, nuestra acción, que de suyo nada vale, llega a ser fuente de vida sobrenatural. He trabajado más que todos ellos -decía San Pablo-; pero no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo (12).

Cuando Dios Nuestro Señor proyecta alguna obra en favor de los hombres, piensa primeramente en las personas que ha de utilizar como instrumentos..., y les comunica las gracias convenientes (13). Dios nos ha elegido para hacer su Obra, y esa vocación divina nos da como un título para recibir la gracia de llevar a buen término las labores apostólicas que se nos encomiendan. "Las obras de Dios son perfectas" (Deut. XXXII, 4). Por eso, a quienes se da divinamente una potestad, se les dan también los medios para usarla dignamente (14). También cuando hay que llevar encargos de particular responsabilidad, desarrollar apostolados de más envergadura, ocupar cargos de gobierno, el Señor da toda la gracia necesaria. Deben los Directores considerar -escribía nuestro Padre-, con un conocimiento cierto, que tienen gracia especial de Dios: y llenarse de confianza de que el Señor les ayudará en el cumplimiento de los deberes de su oficio (15)

De nuestra parte hace falta responsabilidad, porque no somos instrumentos inertes y sin vida, sino seres inteligentes y libres, que deben poner su inteligencia, su voluntad y su corazón, dándose por entero, para ser el instrumento apto, pronto para recibir la acción de Dios. Hace falta también mucha humildad: para no poner nunca obstáculos a la

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acción de la gracia, hay que ser consciente de la propia flaqueza, y del poder y de la misericordia de Dios.

Con el sentido de responsabilidad y el conocimiento de la propia insuficiencia, se precisa unión con Dios, por la vida interior y la obediencia, para que nos llegue sin resistencia la savia del amor y del poder y de la sabiduría divina.

De este modo la labor que realizamos es a la vez obra nuestra y obra de Dios, con una eficacia divina, a pesar de nuestra indigencia.

Para servir, servir

Responsabilidad. Los instrumentos no pueden estar mohosos (16). Hemos de mantenernos siempre prontos para secundar la acción de la gracia. ¿Quién es, pues, el siervo fiel y prudente, a quien su señor puso al frente de la servidumbre, para darles el alimento a su tiempo? (17).

El que cuida la hacienda del Señor ha de ser siervo fiel y vigilante. En la casa del justo que vive de la fe y aún peregrina lejos de la ciudad celestial, incluso los que mandan sirven a aquellos a quienes parecen mandar. La razón es que no mandan por afán de poder, sino porque tienen el ministerio de cuidar de los demás; no son los primeros por soberbia, sino por amor, para atenderles (18). Se lo oímos decir a nuestro Padre muchas veces: para servir, servir. Sin esa disposición de servicio, no se puede ser buen instrumento. No en vano he repetido muchas veces que quiero ser ut iumentum, como un borriquillo delante de Dios. Y ésta ha de ser tu actitud, y la mía, aunque nos cueste. Pidamos humildad a la Santísima Virgen, que se llamó a sí misma ancilla Domini. Servicio. ¿Con qué devoción decís serviam cada día? ¿Es sólo una palabra, o es un grito que sale del fondo del alma? (19)

Ese afán de servicio se traduce en poner todos los medios prácticos

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que nos da la Obra para el buen gobierno en nuestras labores apostólicas: y entre esos medios se cuenta especialmente el gobierno colegial. Me da mucha alegría que améis el gobierno colegial y que tengáis horror a la tiranía -escribía nuestro Padre-. No tiene por qué conceder Nuestro Señor luces a una persona que no ha sabido formar a sus colaboradores. El gobierno colegial es manifestación de humildad, porque significa que cada uno no se .fía de su propio juicio (20).

Junto con la opinión de los que están a nuestro lado, sentimos la obligación de recoger la experiencia de los que nos han precedido, sin hacer una labor destructiva, revolucionaria, que sería locura; mejorarla con nuestras aportaciones; .y transmitirla a otros, de modo que nuestro orgullo sea que haya muchos que sepan más que nosotros, que comiencen donde nosotros hemos terminado: .y les serviremos de pedestal (21).

Hace falta dedicación: una preparación constante, hecha con mentalidad profesional, para mejorar la propia formación y el ejercicio de nuestro encargo apostólico. ¿No veis, ahora que estamos en la era de la técnica, cómo preparan los instrumentos, cómo los perfeccionan para poder llegar al fin? Nosotros lo mismo, con la particularidad de que contamos con nuestra vanidad, con nuestra soberbia, con nuestra ceguera, que ponen obstáculos, que ponen la dificultad máxima a la marcha de aquel pusillus grex que el Señor nos ha confiado. Luego necesitamos humildad colectiva práctica, para convencernos de que no somos buenos instrumentos, sino que estamos faltos de mortificación, faltos de tantas condiciones como deberíamos tener, porque el Señor derrocha su gracia en nosotros (...).

Pensad, hijos míos, si alguna vez habéis tenido una amargura, que el obstáculo no es el hecho ni la persona, sino tú y yo que no nos hemos preparado para ser el instrumento adecuado (22).

Tenemos que procurar formarnos cada vez mejor. Tened presente que el Señor quiere que los instrumentos hagan lo posible, para estar bien dispuestos: hemos de procurar que nunca falte esa buena disposición. Y

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de esa manera se multiplicarán a nuestro alrededor todas las cosas buenas, se llenarán de luz y de sal las inteligencias y las costumbres (23).

Humildad de instrumentos

Después de haber puesto la inteligencia y la energía necesaria en el servicio que el Señor pide, cuando vienen los frutos del apostolado, no digas: mi fuerza y el poder de mi brazo me ha dado toda esta riqueza (24). Sería una locura comportarse así, porque los frutos son principalmente obra de la gracia, que el Señor concede a sus instrumentos fieles. Pero Dios retiraría esa gracia si de ahí la criatura sacase ocasión de soberbia.

Estamos expuestos a un peligro muy sutil, a una insidia casi imperceptible del enemigo, que cuanto más eficaces nos ve, tanto más redobla sus esfuerzos para engañarnos. Ese peligro sutil -corriente, por lo demás, en las almas dedicadas a trabajar por Dios- es, hijos míos, una especie de soberbia oculta, que nace de saberse instrumentos de cosas maravillosas, divinas; una callada complacencia en uno mismo, al ver los milagros que se obran por su apostolado: porque vemos inteligencias ciegas que recobran la vista; voluntades paralizadas que vuelven a moverse; corazones de piedra que se hacen de carne, capaces de caridad sobrenatural y de cariño humano; conciencias cubiertas de lepra, de manchas del pecado, que quedan limpias; almas muertas del todo, podridas -iam foetet, quatriduanus est enim (Ioann. XI, 39)-, que recobran la vida sobrenatural.

Y tantos obstáculos humanos superados; tantas incomprensiones vencidas; tantos ambientes conquistados: un trabajo cada vez más amplio y diverso, cada vez más eficaz... Todo eso, hijos míos, puede a veces ser ocasión de una injustificada -pero posible- satisfacción de nosotros mismos. Debemos estar atentos, para que esto no suceda; debemos tener una conciencia muy fina, y reaccionar enseguida. No podemos admitir ni por un instante ningún pensamiento de soberbia, por cualquier servicio nues-

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tro a Dios: porque, en ese mismo momento, dejaríamos de ser sobrenaturalmente eficaces (...).

El espectáculo de los prodigios que obra Dios por nuestras manos debe ser una ocasión para humillarnos, para alabar a Dios y reconocer que todo viene de El, y que nosotros no hemos hecho más que estorbar o, a lo más, ser pobres instrumentos en las manos del Señor (25).

Nunca podemos olvidar que todos los méritos de los hombres son dones de Dios, y en consecuencia, por ellos el hombre se hace más deudor de Dios que Dios del hombre (26). Si es que algún mérito ha habido, a más eficacia apostólica, más endeudados estamos con el Señor. Cuando os parezca que habéis trabajado mucho en el servicio del Señor, repetid las palabras que El mismo nos ha enseñado: serví inutiles sumus; quod debuimus facere, fecimus (Luc. XVII, 10); somos siervos inútiles: no hemos hecho más que lo que teníamos obligación de hacer (27). Más aún, deberemos pensar: ¡qué bueno es el Señor, que nos ha buscado, que nos ha hecho conocer esta manera santa de ser eficaces, de amar a las criaturas todas de Dios y darles la paz y la alegría! (28).

Si de la eficacia de la labor no se saca humildad, habría motivo para temer lo que dice San Jerónimo: profetizar, hacer milagros y arrojar demonios, no es mérito de quien lo hace, sino que es la invocación de Cristo la que lo logra: unas veces para la utilidad de aquellos que ven u oyen tales prodigios, y a veces incluso para la condenación de los que le invocan (29).

Conocer la propia insuficiencia

La soberbia de atribuirse a sí mismo la eficacia sobrenatural de la labor puede tener también otra manifestación, que es el desaliento. No entiendo cómo te puedes retraer de esa labor de almas -si no es por ocul-

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ta soberbia: te crees perfecto-, porque el fuego de Dios que te atrajo, además de la luz y del calor que te entusiasman, dé a veces el humo de la flaqueza de los instrumentos (30).

En ocasiones el Señor nos deja ver un poquito la insuficiencia de nuestra capacidad personal, y si no estamos bien convencidos de que es Dios el que da el incremento (31), de la actitud presuntuosa se pasa al desaliento, cuando la confianza no estaba arraigada en Dios, sino en las propias fuerzas. Si alguno de vosotros pensara que él no es un instrumento a propósito para esta labor universal -nos advertía nuestro Padre-, porque su humildad -quizá es su soberbia- le hace ver sus propios defectos, quiero recordaros aquellas palabras de San Pablo: yo tengo para mí que Dios a nosotros, los apóstoles -sois apóstoles-, nos trata como a los últimos, como a los hombres más viles, como a los condenados a muerte, haciéndonos servir de espectáculo al mundo, a los ángeles y a los hombres (I Cor. IV, 9) (32).

Ver los propios defectos es una gracia del Señor. Con sumo gusto me gloriaré más todavía en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por lo cual me complazco en mis flaquezas, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones y angustias, por Cristo; pues cuando soy débil, entonces soy fuerte (33). El conocimiento de la propia insuficiencia, nos da a entender una dimensión más profunda de la necesidad de ser instrumentos de Dios. Y como queremos ser buenos instrumentos, cuanto más pequeños y miserables nos sintamos con verdadera humildad, todo lo que nos falte lo pondrá Nuestro Señor (34). El sacará la labor adelante, aunque nosotros no hagamos más que estorbar. Porque así como los hombres escribimos con la pluma, el Señor escribe con la pata de la mesa, para que se vea que es El el que escribe: eso es lo increíble, eso es lo maravilloso (35).

Convencidos de que la luz y el calor que atrae a las almas procede de lo que logramos reflejar del espíritu que el Señor ha dado a la Obra,

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hemos de trabajar, a pesar de nuestros defectos y de nuestros errores, tratando de irlos venciendo poco a poco con nuestra lucha interior (36). Conociendo que nos faltan dotes para unas cosas, que tenemos que aprender otras, que a veces somos carga más que ayuda, que no siempre sabemos acertar, será más fácil no estorbar la acción de Dios, transmitir íntegro el espíritu de la Obra sin que lo deformen nuestros defectos. Hay que dejar pasar el espíritu, sin poner obstáculos, pero quedándonos con todo lo que sea necesario para la propia alma: hay que hacer y desaparecer. ¡Esto sí que es difícil y es fácil! ¡Nos ha llamado sal el Señor, y a Dios no le gustan los instrumentos insípidos! (37).

Unión con Dios por la vida interior y la obediencia

La gracia del Señor no nos ha de faltar, si luchamos: a los que Dios elige para una misión los prepara y dispone de suerte que resulten idóneos para desempeñar la misión para la que fueron elegidos (38).. Y si toda la eficacia viene de Dios -¿qué cosa tienes que no hayas recibido? (39)-, necesitamos estar muy unidos a El por la vida interior y la obediencia, que son el cauce normal por el que recibimos la gracia: dime para qué sirve un pincel, si no deja hacer al pintor (40).

Por eso, la primera condición de un buen instrumento es la humildad. Hemos de ser humildes. La humildad es el fundamento y la base de todas las virtudes. Humildad de corazón, porque Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes (Iacob. IV, 6).

¡Cómo duele a los soberbios de ahora y a los de siempre que se les diga que son instrumentos! Pero es vieja esa doctrina paulina. Tú y yo en las manos de Dios somos como un instrumento que deja hacer. Pongámonos siempre (...) en las manos del Señor para que nos dé forma quasi lutum figuli in manu ipsius, como el barro en manos del alfarero, que le se-

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ñala su destino según su juicio (Eccles. XXXIII, L3) (...).

Contad con las bendiciones de Dios, con vuestros deseos, vuestros planes de trabajo, vuestras dificultades, pero no olvidéis que entre esas dificultades tenéis que poner siempre vuestra falta de santidad personal y la mía. Seremos buenos instrumentos de Dios, si somos cada día mejores (41).

Todo esto requiere crecer siempre en humildad. Sin humildad no podemos jamás servir eficazmente, porque no sentiremos la necesidad de abandonarnos confiadamente a la acción de la gracia, no tendremos el impulso continuo de acudir a Dios como a nuestra única fuerza. Y no alcanzaremos del Señor los favores que nos tiene reservados, para nuestra santificación y la de nuestros compañeros: quoniam excelsus Dominus, et humilia respicit (Ps. CXXXVII, 6); porque el Señor es excelso, v mira las cosas humildes.

Hijos de mi alma: sé que lucharéis por ser humildes; sé que seréis así maravillosamente eficaces, porque seréis instrumentos dóciles en las manos de Dios. Y llevaréis al mundo entero la sal y la luz de Cristo (42).

Hay que acudir a la oración, tratar al Señor en la Eucaristía y en la intimidad de nuestra alma: estar unidos a Dios, que está metido en el centro de tu alma y de la mía. Y está para algo: para que tengamos más sal y para que adquiramos mucha luz y mucha gracia, y sepamos repartir esos dones de Dios, cada uno desde su puesto. ¿Y cómo podremos repartir esos dones de Dios? (...). Con humildad, con piedad y con unión. ¿Os acordáis de la vid y los sarmientos? ¡Qué fecundidad la del sarmiento unido a la vid! ¡Qué racimos generosos! ¡Y qué esterilidad la del sarmiento separado!: se seca, pierde la vida y, si ya tenía racimos, se los comen los gusanos (43).

Unión con Cristo también por la obediencia. Vosotros sois cuerpo de Cristo, y cada uno un miembro de él (44). ¿Cómo seríamos buenos instrumentos, si nos sustrajéramos a lo que es voluntad expresa de Dios? Obedeced, como en las manos del artista obedece un instrumento -que no se para a considerar por qué hace esto o lo otro-, seguros de que nun-

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ca se os mandará cosa que no sea buena y para toda la gloria de Dios (45). Y los que hacen cabeza son quienes con más fidelidad necesitan vivir la virtud santa de la obediencia: porque, en primer lugar, han de identificarse. con sus Directores inmediatos; y, además, han de acomodarse siempre al espíritu y a las normas de la Obra (46).

Toda la diligencia necesaria para ser buenos instrumentos tiene su razón de ser y se justifica en la medida en que se subordina a las directrices de gobierno y las secunda. Ante todo, somos ejecutores, pero haciendo propio -con libertad y responsabilidad personal- lo que ejecutamos. Por tanto, humildad, rendir la cabeza: en estos momentos brutales por los que pasa la Iglesia en el mundo, hemos de ser fieles, humildes e instrumentos (47).

Humildad y obediencia: dos condiciones indispensables para recibir la doctrina, mi espíritu que es el que me ha dado Dios para que te lo entregue (48).

A pesar de nuestros errores personales, llevaremos adelante la labor que tenemos encomendada si sabemos ser instrumentos. Más aún, porque tenemos flaquezas y defectos, y vemos nuestra insuficiencia y la necesidad de acudir al Señor, seremos buenos instrumentos en sus manos. Los pobres y los menesterosos buscan el agua y no la hallan: su lengua está seca por la sed; pero Yo, Yavé, les oiré; Yo, el Dios de Israel, no los abandonaré. Yo, Yavé, haré brotar manantiales en las alturas peladas y fuentes en medio de los valles. Tornaré el desierto en estanque, y la tierra seca en corrientes de aguas. Yo plantaré en el desierto cedros y acacias, mirtos y olivos. Yo pondré en la soledad cipreses, olmos y alerces. Para que todos vean y comprendan, y todos consideren y entiendan, que es la mano de Yavé la que hace eso y el Santo de Israel el que lo crea (49). Todo eso, y más, hará el Señor en nosotros, si somos dóciles y humildes.

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Pongamos los ojos en el ejemplo de la Virgen. Cooperó de tal modo con Dios que con su intercesión obtiene para todos los dones de la salvación eterna (50). Estuvo más unida al Señor que ninguna otra criatura, fue de un modo singular corredentora, y sin embargo supo pasar inadvertida. Las pocas palabras que la Escritura recoge de sus labios nos dan un incomparable ejemplo de humildad: mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador: porque ha puesto los ojos en la bajeza de su esclava; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las naciones. Porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo (51).

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(1) Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 34.

(2) San Agustín, De doctrina christiana 4, 17, 34.

(3) I Cor. 1, 26-31.

(4) San Bernardo, In Annunliationem Beatae Virgínis Mariae sermo 1, 1.

(5) Cfr. Santo Tomás, S. Th. I-II, q. 109, a. 8 c.

(6) Ioann. 1, 13.

(7) Santo Tomás, S. Th. II-II, q. 171, a. 2, ad 3.

(8) Matth. III, 9.

(9) Santo Tomás, S. Th. II-II, q. 177, a. 1.

(10) Camino, n. 612.

(11) Eccli. XXXIII, 13-14.

(12) I Cor. XV, 10.

(13) De nuestro Padre, Instrucción, l9-III-1934, n. 48.

(14) Santo Tomás, Supl., q. 35, a. 1 c.

(15) De nuestro Padre, Instrucción, 31-V-1936, n. 7.

(16) Camino, n. 486.

(17) Matth. XXIV, 45.

(18) San Agustín, De civitate Dei XIX, 14.

(19) De nuestro Padre, Meditación, 20-I-1967.

(20) De nuestro Padre, Carta, 29-IX-1957, n. 61.

(21) De nuestro Padre, Carta, 29-IX-1957, n. 52.

(22) De nuestro Padre, Meditación, 20-I-1967.

(23) De nuestro Padre, Instrucción, mayo-1935, 14-IX-1950, nota 115.

(24) Deut. VIII, 17.

(25) De nuestro Padre, Carta, 9-I-1932, nn. 87-89.

(26) San Bernardo, In Annuntiationem Beatae Virginis Mariae sermo 1, 2.

(27) De nuestro Padre, Carta, 9-I-1932, n. 90.

(28) De nuestro Padre, Meditación, 29-III-1959.

(29) San Jerónimo, Super Matthaeum commentarium 1, 7, 27.

(30) Camino, n. 485.

(31) 1 Cor. III, 7.

(32) De nuestro Padre, Instrucción, 8-XII-1941, n. 17.

(33) II Cor. XII, 9-10.

(34) De nuestro Padre, Carta, 24-III-1931, n. 26.

(35) De nuestro Padre, Carta, 14-IX-1951, n. 4.

(36) De nuestro Padre, Instrucción, 8-XII-1941, n. 18.

(37) De nuestro Padre, Meditación, 20-I-1967.

(38) Santo Tomás, S. Th. III, q. 27, a. 4 e.

(39) I Cor. IV, 7.

(40) Camino, n. 612.

(41) De nuestro Padre, Meditación, 20-I-1967.

(42) De nuestro Padre, Carta, 9-I-1932, n. 90.

(43) De nuestro Padre, Meditación, 20-I-1967.

(44) I Cor. XII, 27.

(45) Camino, n. 617.

(46) De nuestro Padre, Instrucción, 31-V-1936, n. 35.

(47) De nuestro Padre, Meditación, 20-I-1967.

(48) De nuestro Padre, Meditación, 2-X-1955.

(49) Isai. XLV, 17-20.

(50) Cfr. Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 62.

(51) Luc. I, 46-50.