Cuadernos 12: Apostolado de la opinión pública/Televisión y familia

From Opus-Info
< Cuadernos 12: Apostolado de la opinión pública
Revision as of 10:50, 13 May 2016 by Bruno (talk | contribs)
(diff) ← Older revision | Latest revision (diff) | Newer revision → (diff)
Jump to navigation Jump to search

TELEVISIÓN Y FAMILIA


La televisión se ha convertido, en los últimos decenios, en un fenómeno social y cultural de importancia extraordinaria para los individuos, las familias y la misma sociedad. Con motivo del Año Internacional de la Familia, que se celebró en 1994, el Santo Padre Juan Pablo II dedicó a este tema su Mensaje para la XXVIII Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, titulado Televisión y familia: criterios para saber mirar.


Un gran servicio a la sociedad

Resulta necesario señalar, como hace Juan Pablo II en los primeros párrafos de ese mensaje, las grandes posibilidades positivas que ofrece la televisión, así como los medios de comunicación en general: «Hoy, la televisión es una fuente importante de noticias, de información y de entretenimiento para innumerables familias, hasta el extremo de modelar sus actitudes, sus opiniones, sus valores y sus prototipos de comportamiento. La televisión puede enriquecer la vida familiar. Puede unir más a sus miembros y promover su solidaridad hacia otras familias y hacia la comunidad en general. Puede acrecentar no solamente su cultura general, sino también la religiosa, permitiendo a sus miembros escuchar la Palabra de Dios, reforzar su identidad religiosa y nutrir su vida moral y espiritual» 1.

-146-

En este sentido, la televisión puede prestar grandes servicios, al permitir el acceso de muchas personas a acontecimientos de diverso orden -informaciones de actualidad, actos religiosos, manifestaciones culturales y deportivas...- que son ocasión de enriquecimiento espiritual y de descanso para el hombre; a la enseñanza o a la formación cultural, a la promoción humana y profesional, sobre todo en zonas más aisladas geográficamente. Basta considerar que gracias a la televisión ha sido posible la difusión mundial de las enseñanzas del Santo Padre, tanto cuando las pronuncia en su sede romana como con ocasión de sus viajes apostólicos.

Nunca hasta ahora había conocido la humanidad un vehículo que transmita ideas y costumbres a tantos millones de personas y con tanta rapidez y capilaridad. Es lógico, por tanto, que la Iglesia preste una gran atención a este singular medio de difusión que tantas posibilidades ofrece para el bien común. Es la consecuencia lógica de comprender, como certeramente explica el Papa, que «su razón de ser es el servicio al bienestar de la sociedad en su totalidad» 2. Sin embargo, ese servicio -que tradicionalmente se ha resumido en tres verbos: formar, informar, entretener- puede desvirtuarse cuando se ignoran su naturaleza propia y sus verdaderos fines. Los daños serán entonces -igual que podrían serlo los bienes- enormes.

La responsabilidad sobre esos efectos no es sólo de quienes elaboran o difunden determinados contenidos -cadenas públicas o privadas, empresas productoras...-, sino también de los usuarios, mayoritariamente familias. Unos y otros pueden hacer un uso positivo o negativo de un medio técnico tan poderoso; en el caso de la familia cristiana, como se analizará más adelante, la actitud ante la televisión puede juzgarse no sólo a

-147-

la luz de la valoración moral de los distintos programas, sino también de la responsabilidad que a los cristianos concierne en el uso del tiempo, don de Dios, del que habremos de dar cuenta. Hablando especialmente a los padres de familia, el Papa recuerda el papel que les corresponde como educadores y la relación que esto tiene con el uso de la televisión; también dedica algunos párrafos al papel activo que a todos se exige -profesionales, autoridades, ciudadanos...- para que este medio se utilice bien.

Superar la "teledependencia"

Por desgracia, con frecuencia se observa que la televisión se aparta de ese servicio al bien común al que está llamada; entonces «puede también dañar la vida familiar: difundiendo valores y modelos de comportamiento degradantes, emitiendo pornografía e imágenes de brutal violencia; inculcando el relativismo moral y el escepticismo religioso; difundiendo mensajes distorsionados o información manipulada sobre los hechos y los problemas de actualidad; transmitiendo publicidad de explotación, que recurre a los más bajos instintos; exaltando falsas visiones de la vida que obstaculizan la realización del recíproco respeto, de la justicia y de la paz» 3.

Por otro lado, aun cuando las emisiones no tuviesen esas características, la televisión puede producir otros desórdenes. Cuando se usa de modo excesivo, se despilfarra el tiempo; se sustraen muchas horas al trabajo, a la vida familiar, al trato con Dios. Contra este peligro nos ponía en guardia don Álvaro: entre otras muchas precauciones, os he insistido tanto, y os seguiré insistiendo, en que seleccionéis muy bien los programas televisi-

-148-

vos; más aún: es necesario superar esa especie de dependencia casi morbosa de la pequeña pantalla, que muchas personas experimentan y que se hace presente hasta en el último rincón del pueblo más pequeño 4.

Ese fenómeno, que ha venido a llamarse teledependencia, está muy difundido. En bastantes hogares el aparato de televisión está casi continuamente en funcionamiento, desde las primeras horas de la mañana hasta las últimas de la noche, aunque nadie le preste atención. Se le concede así, tácitamente, un protagonismo desmesurado en la vida familiar, que produce, como Juan Pablo II explica, «efectos negativos sobre la familia aunque los programas televisivos no sean de por sí moralmente criticables: puede aislar a sus miembros en sus mundos privados, eliminando las auténticas relaciones interpersonales, y dividir también a la familia, alejando a los padres de los hijos y a los hijos de los padres» 5.

Ante el televisor, es más difícil dialogar. Si se habla es para comentar lo que sale en el receptor, o, incluso, para discutir qué programa poner. Y para evitar conflictos, en algunos hogares se recurre a una solución que agrava más el aislamiento entre los miembros de la familia: multiplicar los aparatos de televisión, para que cada uno tenga el suyo.

Saber mirar

La pasividad que la televisión genera en el sujeto -sobre todo en el plano de la creatividad- va poco a poco adormeciendo también su sentido crítico; lo hace más vulnerable a la difusión de doctrinas o modelos de conducta que por este medio penetran de manera sutil; casi inconscientemente, sobre todo en el

-149-

caso de los niños y adolescentes. Se termina hablando, reaccionando y viviendo según los modelos que propone la televisión. A este peligro se refiere con claridad el Catecismo de la Iglesia Católica: «Los medios de comunicación social (...) pueden engendrar cierta pasividad en los usuarios, haciendo de éstos, consumidores poco vigilantes de mensajes o de espectáculos. Los usuarios deben imponerse moderación y disciplina respecto a los mass-media. Han de formarse una conciencia clara y recta para resistir más fácilmente las influencias menos honestas» 6.

Muchas familias han comprobado los efectos positivos de esa moderación y esa disciplina de las que habla el Catecismo. Con sentido común y sobrenatural, conviene tomar decisiones claras a este respecto y ser consecuentes con ellas. Por ejemplo: no encender la televisión si no es para ver un programa concreto; comer y cenar con el receptor apagado; disponer de un único aparato, en una zona común de la casa; enseñar a los hijos, y ponerlo personalmente en práctica, a no ver la televisión solos; incluso, cuando sea oportuno, custodiar bajo llave el aparato.

Quizá en un primer momento, sobre todo si ya se ha creado una teledependencia nociva, surjan dificultades al tratar de poner en práctica esas medidas u otras semejantes que la prudencia indique. Sin embargo, no pasa mucho tiempo sin que se compruebe que la vida del hogar se enriquece, que mejora el conocimiento recíproco de los diversos miembros de la familia y que, en definitiva, crece el cariño y la alegría entre todos.

Al igual que sucede en los demás campos del obrar humano, la responsabilidad última de nuestros actos es personal, y en el caso de la televisión no tendría sentido descargarla únicamente en las personas que rigen las diversas cadenas televisivas o producen los programas. Cada uno, sea cual sea su edad, debe ser especialmente prudente a la hora de ver la televisión. Saber mirar consistirá, por tanto, en limitar el tiempo que le de-

-150-

dicamos, en enterarnos previamente del contenido del programa que vamos a ver y en asegurarnos de su rectitud moral y de su valor objetivo, y en ocasiones, cuando a pesar de estas cautelas aparezcan imágenes inconvenientes, o su contenido sea claramente tendencioso, en saber apagar el televisor. Y no sólo si hay niños; con gran prudencia recordaba nuestro Padre en una de sus cartas: mirad que lo que mancha a un chiquillo mancha también a un viejo 7.

En definitiva, se trata de evitar que surjan apegamientos desordenados. Además, éste es también un buen campo para ejercitar el espíritu de mortificación que debe presidir nuestra vida cristiana: por ejemplo, prescindiendo, alguna vez, con señorío, de un programa determinado que quizá nos gustaría ver; o no lamentándose -como si fuera una tragedia- si durante una temporada se carece del televisor, por la razón que sea.

Igualmente, es importante que quien conoce nuestra alma esté al corriente de cómo usamos la televisión, para que pueda aconsejarnos lo que más conviene a nuestra vida espiritual y ayudarnos a implantar en nuestro hogar -usando de la prudencia necesaria en cada caso y precedidas de nuestro buen ejemplo- estas normas de conducta, propias de cristianos.

Formar los hábitos de los hijos

Juan Pablo II ha subrayado la responsabilidad de los padres en la educación y formación de los hijos. «Dios ha investido a los padres de la grave responsabilidad de ayudar a los hijos a "buscar la verdad desde su más tierna infancia y a vivir en conformidad con ella, a buscar el bien y a promoverlo" (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 1991, n. 3). (...) Por consi-

-151-

guiente, además de ser espectadores en condiciones de discernir por sí mismos, los padres deberían contribuir activamente a formar en sus hijos hábitos en el uso de la televisión que conduzcan a un sano desarrollo humano, moral y religioso» 8.

Los padres deben prestar atención a los instrumentos materiales utilizados por los hijos en su desarrollo cultural: examinar los libros de texto, formar una biblioteca familiar, poner a su alcance libros bien orientados y proporcionados a su edad, evitar el acceso a obras que pudieran resultarles perjudiciales... La misma preocupación que con los libros, y aun mayor, han de tener ahora en relación con la televisión. Como sugiere Juan Pablo II, los padres pueden acudir, para ello, a la orientación que proporcionan organismos y personas de recto criterio, y a partir de ahí, junto con los hijos, «hacer una elección consciente, para el bien de la familia, sobre lo que se debe ver o no» 9.

Sería claramente deficiente una educación que sólo señalara los peligros, que se basara en una suma de negaciones. Educar es, en su sentido primigenio, dirigir, encaminar; y aplicado a la formación, perfeccionar y desarrollar las facultades intelectuales y morales: está claro que nada de esto se consigue sin estímulos positivos, atrayentes, que adhieren la voluntad al bien y mueven a rechazar el mal.

Quizá represente un obstáculo serio la natural rebeldía que a determinadas edades -sobre todo durante la adolescencia- suele manifestarse en el carácter. Pero también esa tendencia puede ser muy bien encauzada. En una época en la que el alma se abre de modo impetuoso a cuanto le rodea, y busca la verdad y el bien de modo vehemente, es más necesaria que nunca la ayuda de los padres; en esas circunstancias, los planteamientos exigentes y los grandes ideales resultan atractivos y pueden

-152-

orientar toda la vida. También hay que contar con que la inmadurez del juicio tal vez los rechace por principio, si por el modo de transmitirlos tienen apariencia de imposición. Con delicadeza, por tanto, pero sin ceder, los padres enseñarán a los hijos a ver la televisión, a valorar sus contenidos, inculcándoles la santa intransigencia para rechazar lo que no va; dialogarán con ellos acerca de los programas, y aprovecharán esas mismas oportunidades para mostrarles la responsabilidad que les compete como hijos de Dios en la tarea de hacer que Cristo reine en todas las cosas.

En esa valoración debe estar presente, además de la calidad de los programas elegidos, el tiempo que se va a dedicar a ver la televisión: «formar los hábitos de los hijos -explica el Papa-, a veces puede querer decir sencillamente apagar el televisor porque hay cosas mejores qué hacer, o porque la consideración hacia otros miembros de la familia lo requiere o porque la visión indiscriminada de la televisión puede ser perjudicial» 10.

Es evidente que comportarse así implica esfuerzo, por la facilidad con que la televisión capta la atención de los más pequeños y genera esa teledependencia perjudicial. A veces puede parecer a los hijos que privarse de algunos programas supone no estar al día. Cuando esto suceda, ha de enseñárseles, sobre todo con el ejemplo, que ir contra corriente, lejos de ser un motivo de humillación, es causa de sano orgullo; y que la personalidad no se demuestra -por ejemplo- en seguir cualquier moda o en querer llamar la atención a toda costa, sino en la coherencia de quien lucha y vence, aunque sea contra la opinión de la mayoría.

Pasando al plano sobrenatural, será oportuno ayudarles a entender el bien inmenso de la mortificación y de la sobriedad. Don Álvaro, refiriéndose al uso de la televisión, sugería: os plan-

-153-

teo la posibilidad de ofrecer una pequeña mortificación más al Señor, yendo contra corriente del propio gusto o de lo que se puede estar tentado de justificar con facilidad, por la capciosa y falsa razón de que se trata de una costumbre muy generalizada 11.

El polo opuesto a esta dedicación responsable a la formación de los hijos es una actitud que Juan Pablo II describe gráficamente: «los padres que hacen un uso regular y prolongado de la televisión como si se tratara de una especie de niñera electrónica, abdican de su deber de principales educadores de sus hijos» 12. De este modo, la fuente natural de verdad y de criterio en el seno de la familia, los padres, se desprestigia seriamente -con grave perjuicio para los hijos- frente a la autoridad contradictoria y solapada, pero tiránica y eficaz, que de hecho ejerce la televisión.

Muchos padres, incluso de buen criterio, se dejan arrastrar por ese planteamiento cómodo y equivocado, desanimados o desorientados quizá ante una tarea que ciertamente es difícil y requiere una continua dedicación. Si eres buen cristiano -enseñó nuestro Padre, y lo repitió innumerables veces con parecidas palabras-, tratarás de contribuir activamente a la formación cristiana de tus hijos. No te abandonarás, (...) sino que seguirás paso a paso el andar de esas criaturas, que Dios te ha dado, y comprenderás que el mejor negocio de tu vida es formar a esos hijos 13.

Excusas para descuidar ese papel activo no faltan: escasez de tiempo, dedicación profesional intensa y absorbente, preocupaciones... Pero quien mira sobre todo al bien espiritual y material de los suyos ha de contar también, y en primer lugar, con la gracia de Dios, que asiste a los esposos unidos con el Sacramento del Matrimonio. Y después, poner los medios humanos.

-154-

El Señor no dejará de dar a los padres abundantes luces y fortaleza sobrenatural para llevar a cabo esa labor; concretamente, para controlar el influjo que un medio con tanta capacidad de sugestión ejerce sobre los hijos. Incluso en los programas destinados a los más pequeños debe mantenerse una vigilancia atenta, pues no es raro que presenten sutilmente modos de conducta opuestos a la vida cristiana, ante los que el público infantil se encuentra indefenso.

En todo caso, como también sugiere el documento de Juan Pablo II sobre este tema, la televisión no ha sustituido a los otros medios de formación o de descanso para los hijos: más aún, resulta muy conveniente para su maduración personal fomentar en ellos el gusto por la lectura, el deporte, las manualidades, el conocimiento de la naturaleza, de la historia...; aficiones para las que existen grandes posibilidades en la sociedad actual, y que se adaptan a todas las edades y a las distintas posibilidades económicas. No se trata, por tanto, de prescindir totalmente de un uso adecuado -que puede ser muy positivo­ de la televisión, sino de ser «conscientes de que también los buenos programas deben ser complementados por otras fuentes de información, entretenimiento, educación y cultura» 14

Un gran instrumento para el bien

Además de asumir las responsabilidades que les corresponden en el ambiente de su propio hogar, compete a los padres de familia influir, según sus posibilidades, en los diversos ámbitos donde se decide la programación televisiva, tanto políticos como económicos. «Para garantizar que la industria televisiva salvaguarde los derechos de las familias, los padres deberían ex-

-155-

presar sus legítimas preocupaciones a los productores y a los responsables de los medios de comunicación social. A veces, será útil unirse a otros, formando asociaciones que representen sus intereses con relación a los medios de comunicación, a los anunciadores, a los sponsors y a las autoridades públicas» 15.

Como cristianos, sentimos la llamada a realizar una acción benéfica para ahogar el mal en abundancia de bien y favorecer así un ambiente social que pueda orientar a todos los hombres hacia el Cielo. Hoy se requiere una acción decidida en el ámbito de la televisión y de los demás medios de comunicación, para lograr que se conviertan en aliados de esa fuerza de renovación moral y social que es la propia familia.

La televisión ofrece posibilidades de enriquecimiento muy aprovechables. Es un campo en el que los católicos hemos de actuar, desde dentro, con libertad y sentido de responsabilidad, sin ceder a la comodidad, sin dejarse influir por una actitud desdeñosa que lo considera como un terreno frívolo en el que no vale la pena participar.

Lejos de esto, los cristianos sabemos que la dignificación del entretenimiento es una tarea necesaria para la transmisión de los valores humanos. Si todo trabajo digno es santificable, el que se ejerce en el ámbito de la televisión lo es también; y po­ner ahí a Cristo es una de las tareas más urgentes.

Conviene también hacer llegar la propia voz a las autoridades para que tomen medidas que favorezcan un uso constructivo de la televisión. La participación de los cristianos en la promoción de organizaciones de telespectadores es una iniciativa de gran interés, cuyos frutos ya se ven en diversos países. Estas organizaciones conceden galardones a los profesionales que han destacado por su contribución al enriquecimiento cultural y moral de los telespectadores; prestan a sus asociados servi-

-156-

cios de orientación positiva sobre la programación de las diferentes emisoras; solicitan la colaboración de los anunciantes para que eviten financiar programas corrosivos, que atenten contra los valores que fundamentan la convivencia...

Además de contribuir -con los medios que están al alcance de cada uno- a que se orienten bien las distintas producciones audiovisuales, compete a todos una labor más callada pero igualmente importante: difundir a nuestro alrededor ese saber mirar cristiano. La vida ordinaria ofrece mil ocasiones para llevar a cabo ese apostolado personal, pues, en efecto, muchas de las conversaciones corrientes entre amigos o conocidos a menudo giran en torno a tal o cual programa de televisión. Son oportunidades para explicar, con don de lenguas, los criterios que ponemos en práctica en el uso de la televisión y los beneficios que nos reporta ese modo de proceder. En una sociedad paganizada que llama fanatismo o intolerancia a lo que no es sino coherencia cristiana, practicada sin rarezas, no ha de extrañarnos que la primera reacción de algunos sea juzgar nuestra conducta como algo insólito, anticuado, antinatural. Chocará sin duda, escribió nuestro Padre en Camino, la vida tuya con la de ellos: y ese contraste, por confirmar con tus obras tu fe, es precisamente la naturalidad que yo te pido 16.

A la postre, como aseguraba nuestro Fundador en otro punto de Camino, sabemos cuál será el fruto de esa naturalidad: si has cogido este espíritu, estoy seguro de que me dirás con el pasmo de los primeros discípulos al contemplar las primicias de los milagros que se obraban por sus manos en nombre de Cristo: "¡Influimos tanto en el ambiente! 17.

1. Juan Pablo II, Mensaje, 24-I-1994.
2. Ibid.
3. Ibid.
4. Don Álvaro, Cartas de familia (1), n. 383.
5. Juan Pablo II, Mensaje, 24-1-1994.
6. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2496.
7. De nuestro Padre, Carta 14-II-1974, n. 11.
8. Juan Pablo II, Mensaje, 24-1-1994.
9. Ibid.
10. Ibid.
11. Don Álvaro, Cartas de familia (1), n. 383.
12. Juan Pablo II, Mensaje, 24-I-1994.
13. De nuestro Padre, Tertulia, 8-X-1972.
14. Juan Pablo II, Mensaje, 24-I-1994
15. Ibid.
16. Camino, n. 380.
17. Ibid. n. 376.