Cuadernos 12: Apostolado de la opinión pública/La Palabra de Dios no permanecerá encadenada

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LA PALABRA DE DIOS NO PERMANECERÁ ENCADENADA


Antes o después los muros construidos con la violencia se derrumban solos, como los de Jericó 1. Con estas palabras se refería nuestro Padre al telón de acero, bastantes años antes de que cayera el muro de Berlín. Aquel símbolo había sido levantado, entre otros motivos, con el vano intento de impedir el paso a Dios, la difusión del Evangelio. Pero la historia ha confirmado una vez más que la palabra de Dios no puede permanecer encadenada 2, que no existen barreras infranqueables ni ambientes en los que no pueda penetrar.

Sin embargo, otros muros levantados contra Dios deben caer todavía. Por ejemplo, el muro del materialismo consumista, que a tantas personas mantiene prisioneras y cuyo aspecto no es amenazador, sino risueño. A pesar de su aparente solidez, también se romperá este obstáculo, si no permitimos que la Palabra de Dios permanezca encerrada por el miedo o el desánimo. A veces considero, escribió nuestro Padre, que unos pocos enemigos de Dios y de su Iglesia viven del miedo de muchos buenos, y me lleno de vergüenza 3.

Los hijos de Dios debemos ser protagonistas de los cambios

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que se operan en la sociedad. Aunque nos veamos impotentes ante la eficacia, la organización y el poder de los que combaten a Dios, hemos de llenarnos de fe y no dejarnos llevar sólo por las apariencias. El Pueblo Elegido tuvo que luchar contra adversarios temibles, se enfrentó a dificultades humanamente insuperables. Y, sin embargo, conocemos la suerte que corrieron las murallas de Jericó y tantos otros obstáculos que aparecen en las páginas del Antiguo Testamento. Lo mismo sucederá con tantos muros contemporáneos: caerán, porque Dios no pierde batallas. Pero el Señor quiere contar con nuestra colaboración. Dios se apoya en nuestra iniciativa: hemos de plantearnos qué estamos haciendo y qué más podemos hacer para configurar nuestra época con la luz de Cristo, sin retrasos ni indecisiones.


El verdadero rostro de la Iglesia

Vivimos una gran oportunidad apostólica; tenemos por delante una aventura de gran trascendencia. No exageraba nuestro Padre -lo estamos viendo- cuando afirmaba que toda una civilización se tambalea, impotente y sin recursos morales 4. Pero, a la vez, como escribía don Álvaro, recordando palabras de nuestro Fundador, estos tiempos, en los que ha prosperado el mal, son también muy buenos: son tiempos de gracia, de santidad heroica 5.

Nos encontramos en una situación parecida a la de los primeros cristianos, y es preciso que, como ellos, vivamos en estrecha unión con Cristo, pidiendo al Espíritu Santo que nos otorgue discernimiento para individuar las causas y los remedios que precisa esta crisis de proporciones tan vastas. Además, sabemos que es necesario romper, en primer lugar, un

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muro de silencio, de prejuicios y desinformación que pretende aislar a la Iglesia Católica del exterior, para que no se transparente hacia fuera la maravilla de la doctrina cristiana y el verdadero rostro de Jesucristo.

Muchos desconocen la verdadera realidad del cristianismo. Piensan que la doctrina de Nuestro Señor es un conjunto de dogmas y preceptos morales difíciles de comprender y practicar, que se oponen a una pretendida autonomía del ser humano, a una especie de plenitud que sería la garantía de la felicidad. Todo lo contrario: el cristianismo es una Vida -la misma de Jesucristo- que llena nuestra existencia de felicidad, de luz, de sentido. La Iglesia no es -como algunos quieren dibujarla- una estructura anquilosada que a duras penas ha sobrevivido al pasado, encerrada en posiciones defensivas. Es una fuerza eternamente joven, dinámica, que tiene las respuestas y, sobre todo, la salvación que el hombre busca y necesita. Basta pensar en el papel que está jugando para defender al hombre, para salvaguardar sus derechos fundamentales, antes que nada la vida y la dignidad de cada persona. La Iglesia -hasta ese punto se ha llegado- está luchando ahora por la supervivencia del ser humano, no por defender su propio status. Y lo hace tantas veces en solitario. Esto es un signo elocuente de su eterna juventud, de la vivificante presencia del Espíritu Santo, que le infunde energías inagotables para luchar contra corriente y ser fiel a la Palabra de su Fundador. Cuando es tan fácil ceder y acomodarse, cuando las reservas morales de una civilización parecen agotarse y la resistencia a la injusticia, a la mentira o al error se va haciendo más débil, la Iglesia no se pliega e invita a todos los hombres de buena voluntad a unir fuerzas para que triunfe la verdad y el bien.

La Iglesia es consciente -como Juan Pablo II ha recordado tantas veces- de que únicamente mirando a Cristo, Redentor nuestro, el hombre puede conocerse a sí mismo y descubrir su

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altísimo valor. «El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» 6. Sólo esta verdad puede evitar que el ser humano se autodestruya.

Nada humano es ajeno a la fe cristiana: «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo» 7. De ahí surge el empeño por afrontar las grandes causas del momento, evitando que banderas profundamente cristianas como la paz, la justicia o la libertad sean enarboladas por personas que no saben cómo se llega a esos nobles ideales, y que por eso -antes o después- acaban por arrastrar a los demás hacia la violencia, la injusticia y la esclavitud.

Incertidumbres, errores, certezas

Vemos cómo aumenta cada día el ya crecido número de los que caminan sin rumbo por la vida, en medio de incertidumbres y perplejidades. Algunos buscan refugio en paraísos artificiales o incluso en formas de religiosidad que más bien parecen sistemas psicoterapéuticos destinados a proporcionar un contrapeso al materialismo sofocante que los envuelve.

En este cuadro viven personas que buscan unas verdades y unos valores en los que sostenerse. Sufren y reconocen que un mundo así resulta inhumano. Sería triste no ayudarles o disimular, callando por vergüenza, lo que podría darles la felicidad terrena y eterna. Comprendemos por qué Cristo, al ver a las multitudes se llenó de compasión por ellas, porque estaban maltratadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor (8).

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A otros hay que abrirles los ojos y describirles lo que tienen delante, para que sean conscientes y reaccionen. Como resumía don Álvaro, siempre será necesario dar doctrina, pero es indudable que existen épocas, como la actual, en las que este deber adquiere particular urgencia 9.

No podemos olvidar que la ignorancia religiosa se da, efectivamente, no sólo en personas poco instruidas, sino también entre quienes tienen fama de sabios en las ciencias humanas: en la investigación científica, en historia, en economía, en derecho, etc. 10. No excluía nuestro Fundador a hombres prestigiosos en su profesión, a los gobernantes en países de tradición cristiana, a gentes de todas las clases sociales.

Al meditar el milagro imponente de la curación de un leproso que narra el Evangelio 11, nuestro Padre pensaba también en quienes tienen la mente ofuscada por la lepra de la mala doctrina 12 . Aquel pobre enfermo, excluido hasta entonces de la convivencia social, no pudo contener su alegría y comenzó a proclamar la noticia de su curación 13: hay que difundir las maravillas del Señor, hijos míos, como hizo este pobrecito. Es necesario que llegue a todas partes la verdad de Dios: con la prensa y con otras publicaciones, con el cine, la radio y la televisión... Y esto es una labor vuestra 14.

Cooperar con el poder de Dios

A grandes males, grandes remedios: con nuestra labor apostólica hemos de contrarrestar también la efectiva difusión del error, de falsas ideas sobre el hombre, el mundo y Dios,

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contrarias a la razón natural y a la Revelación divina. Ideas que, en su mayor parte, no son nuevas, porque ya el Apóstol San Pablo prevenía así a los Colosenses: videte ne quis vos de­cipiat per philosophiam et inanem fallaciam (Colos. II, 8); mirad que nadie os engañe con filosofías falaces y vanas 15.

Nos aseguraba nuestro Padre que Dios no tolerará que a los que anuncian su palabra les sigan tapando la boca. Desde la cárcel romana donde estaba encerrado, clamaba San Pablo: laboro usque ad vincula quasi male operans; sed verbum Dei non est alligatum (II Tim. II, 9): la palabra de Dios no puede permanecer encadenada. El juicio que tiempo ha les amenaza -concluía San Pedro (...)-, va viniendo a grandes pasos y no está dormida la mano que debe perderlos (II Petr. II, 3)16. Con la seguridad que esta verdad encierra, los cristianos debemos luchar decididamente contra el error, con el objeto de ganar las almas para Cristo.

Quiere el Señor que seamos nosotros, los cristianos -porque tenemos la responsabilidad sobrenatural de cooperar con el poder de Dios, ya que Él así lo ha dispuesto en su misericordia infinita-, quienes procuremos restablecer el orden quebrantado y devolver a las estructuras temporales, en todas las naciones, su función natural de instrumento para el progreso de la humanidad, y su función sobrenatural de medio para llegar a Dios, para la Redención: venit enim Filius hominis -y nosotros hemos de seguir los vestigios del Señor- salvare quod perierat (Matth. XVIII, 11); Jesús vino para salvar a todos los hombres. Siendo El la vida, la verdad y el camino (cfr. Ioann. XIV, 6), quería enseñar el camino, la verdad y la vida a todos los hombres, en todos los tiempos 17.

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Arrojar luz sobre temas candentes

La inquietud apostólica nos lleva a abordar los problemas candentes en cada momento y en cada ambiente, presentando los argumentos de modo positivo, que arrastre, que muestre el atractivo, la belleza y la armonía de la fe. En primer lugar, mediante el ejemplo: una imagen vale más que mil palabras. Nuestra vida puede convencer más que todos los argumentos. De hecho, hay personas que se comportarían de otro modo si conocieran a gente que es feliz pagando los impuestos justos, practicando la castidad, renunciando a los caprichos y lujos del consumismo, siendo fieles en el matrimonio durante toda la vida, aceptando los hijos como una bendición, comportándose honradamente en los negocios, preocupándose por los demás... siendo coherentes con la fe, en la vida diaria.

La historia de la primitiva Iglesia enseña que tantos se convirtieron al ver la transformación que la fe operaba en la conducta de sus parientes, amigos, siervos... Mucha gente saldrá del nuevo paganismo arrastrada por el atractivo de una vida limpia y alegre, por la caridad y humanidad con que los cristianos procuran tratar a quienes les rodean, y por tantas otras virtudes. La doctrina de Jesucristo requiere que la propaguen quienes buscan ser -conscientes de sus miserias- otros Cristos. Todo lo que hacemos en el Opus Dei es dar doctrina, la doctrina de Jesucristo; pero como El -que coepit facere et docere (Act. 1, 1)-, primero hemos de dar el testimonio del ejemplo, porque no podemos tener una doble vida. No podemos enseñar lo que no practicamos; por lo menos, hemos de enseñar lo que luchamos por practicar 18.

El espíritu del Opus Dei nos exige unidad de vida y, por tan-

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to, proclamar la doctrina cristiana conectada con la existencia real y los problemas del hombre de hoy. Conviene meditar muchas veces el ejemplo de nuestro Padre, para exponer de manera convincente las exigencias humanas y espirituales que se plantean en los diversos ámbitos profesionales y sociales: problemas reales que están lejos de ser resueltos, y que hemos de contribuir a encauzar cristianamente, junto con tantas personas de buena voluntad.

No se trata de reiterar recetas más o menos sabidas. El apostolado de la doctrina exige repetir, pero también reflexionar a fondo sobre lo que se dice. Podemos expresar las verdades con sentido siempre nuevo, con creatividad, con un lenguaje claro, si tratamos de replantearnos cada problema y reconstruir -en cierta manera- el proceso que ha llevado a determinadas soluciones equivocadas, y la parte de verdad que muchas veces contienen. De este modo, lo que creemos llegará a ser intelectualmente nuestro y lo sabremos explicar en todas las circunstancias.

No obstante, como las ocasiones de dar doctrina se presentan frecuentemente de forma inesperada -una conversación entre amigos o con algún compañero de viaje en un medio público de transporte, una entrevista o sondeo de opinión por la calle, una carta que debe llegar rápidamente a un periódico...-, además del estudio hondo y pausado de las cuestiones, es útil tener preparado un bagaje de ideas sencillas y datos a los que acudir enseguida. Buscar formas de decir breves para dar luz en temas como la indisolubilidad del matrimonio, la educación de los hijos, el derecho a la vida, la demografía, las cuestiones candentes de justicia social, la Iglesia y el Papa... Especialmente, recordaba nuestro Padre, hay dos puntos esenciales en la vida de los pueblos: las leyes sobre el matrimonio y las leyes sobre la enseñanza; y ahí tenéis que luchar y bien. Para que se oiga la voz de la Iglesia y se conozcan

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y respeten sus derechos intangibles, para que todos los católicos sientan la responsabilidad de actuar como les corresponde. Vosotros deberéis mantener siempre, en carne viva, ese hondo sentido de responsabilidad que promueve y encauza la actuación de los fieles en la vida pública 19.

Para dar doctrina, hay que saber; estudiar, antes de exponer; formarse, antes de enseñar; informarse, antes de comunicar. El esfuerzo intelectual, sostenido día a día por un gran afán apostólico, llega al fondo de los problemas reales, asegura y clarifica las propias convicciones y facilita exponerlas de un modo atractivo, adaptado a la cultura y las necesidades de cada persona. Ante la urgencia de difundir la luz de Cristo, señalaba nuestro Padre: atesora formación, llénate de claridad de ideas, de plenitud del mensaje cristiano, para poder después transmitirlo a los demás. -No esperes unas iluminaciones de Dios, que no tiene por qué darte, cuando dispones de medios humanos concretos: el estudio, el trabajo 20.

Necesitamos también un don muy importante en las actuales circunstancias: saber comunicar la verdad de manera que todos nos entiendan, lo que nuestro Padre llamaba don de lenguas.

Con la certeza de que Cristo vive, de que no es una figura que pasó 21, sabremos presentar su ejemplo y su doctrina con garbo, con la vibración de quienes hablan con profunda convicción personal, dispuestos a ser protagonistas, en la propia vida, de la parábola del sembrador. Quiero hacer a Jesús, antes de hablaros de esta siembra, una petición que le hacían los discípulos con frecuencia, una petición que es razonable que yo le haga, como aquellos que le seguían tan de cerca y tenían tan-

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tos deseos de asimilar el alimento, la doctrina: edissere nobis parabolam (Matth. XIII, 36), explícanos la parábola. Jesús, mete en estos hijos míos y en estas hijas mías que me leen, y en mí, una claridad que nunca falte en la vida nuestra, para que la podamos dar a los demás. Explícanos bien, bien, este hecho concreto de trabajar por tu gloria, sembrando la semilla tuya por todos los ambientes a través de esos instrumentos de difusión de las ideas y de los hechos que ocurren en el universo 22.

Todos implicados

Dar doctrina es tarea que corresponde a todo cristiano, puesto que cada uno, por el Bautismo, participa en la misión apostólica de la Iglesia. La gracia del sacramento regenera el alma, nos incorpora al Cuerpo de Cristo y nos compromete en la misión de santificar el mundo con la fuerza de un derecho y de un deber: «la vocación cristiana es, por su misma naturaleza, vocación también al apostolado» 23.

Junto al apostolado personal de amistad y de confidencia, que -como recordaba don Álvaro- es lo nuestro y lo verdaderamente eficaz, hay que sentir también la responsabilidad de colaborar -con iniciativa y responsabilidad personales- en el apostolado de la opinión pública: cartas a los periódicos y a los demás medios de comunicación, artículos, conferencias, publicaciones... Todos estáis en condiciones de realizar esta tarea, porque la Prelatura os proporciona de modo constante la conveniente formación doctrinal-religiosa, tanto mediante Círculos, clases, meditaciones, etc., como a través de una abundante información escrita: aprovechad bien esos medios, hijos míos; atesorad en vuestro corazón la buena doctrina de nuestra Santa Madre la Iglesia; co-

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nocedla a fondo, cada uno en la medida de sus posibilidades; hacedla llegar a muchísimas personas 24..

No está al alcance de cualquier pluma escribir un artículo especializado o un libro de investigación, pero todos estamos en condiciones de enviar unas letras a quien corresponda, para rectificar -amablemente y con sentido positivo- una información errónea sobre determinado tema de relevancia para la fe o la moral, para aclarar cuestiones relativas a la familia, a la vida social. Una carta a un director de un periódico o un breve comentario redactado con claridad y sencillez son suficientes, a veces, para que muchas personas se reafirmen, con alivio, en lo que siempre habían creído, animadas al saber que no están solas, y se lancen también a dar buena doctrina; o para que otras cambien una opinión falseada sobre determinados hechos o teorías propaladas con ligereza y desconocimiento de la verdad.

En ocasiones no nos faltan ideas, pero escasean las horas que se necesitarían para llevarlas a la práctica. Es el momento de seleccionar las que puedan resultar más eficaces, de buscar otras personas que puedan ayudarnos o, sencillamente, de llamar por teléfono a la redacción del periódico o a la administración de la emisora de radio o televisión, para alabar una feliz iniciativa o manifestar la desaprobación que nos merece un programa o un artículo.

Gracias a Dios, no existen límites de edad ni de salud, de talentos o de ambiente: si tenemos celo por las almas, descubriremos siempre los métodos oportunos.

Queremos llevar la gente a Cristo. Queremos que le amen las criaturas todas de la tierra. Pero, quomodo ergo invocabunt in quem non crediderunt? (Rom. X, 14), ¿cómo van a rezar si no creen en El? Aut quomodo credent ei quem non au-

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dierunt? (Ibid.), ¿y cómo van a creer en Él, si no han oído hablar de El? Quomodo autem audient sine praedicante? (Ibid.), ¿cómo van a oír, si no hay quien les diga nada?

Es nuestra misión, os decía, dar doctrina; extender esta luz de Dios, hacer esta guerra maravillosa de paz y de amor; llevarla a todos los hombres, sin excepción de razas, ni de lenguas, ni de circunstancias sociales: quam speciosi pedes evangelizantium pacem, evangelizantium bona (Rom. X, 15); ¡qué feliz es la llegada de los que anuncian el evangelio de la paz, de los que anuncian los verdaderos bienes!

Tened la seguridad de que, a medida que este apostolado se vaya extendiendo, llevando la buena doctrina por todos los cauces que ofrecen hoy las estructuras de la sociedad, se verán solucionados los grandes problemas de la opinión pública, como consecuencia del espíritu cristiano que irá empapando todas estas actividades. Se llevará a cabo una cruzada de virilidad y de pureza, que contrarreste y anule la labor salvaje de quienes creen que el hombre es una bestia. Se llenarán de caridad las relaciones entre los hombres, y se aplacarán los odios, las luchas fratricidas, las divisiones 25.

1. De nuestro Padre, Tertulia, 11-XI-1967.
2. Cfr. II Tim. II, 9.
3. Surco, n. 115.
4. De nuestro Padre, Carta 14-1I-1974, n. 10.
5. Don Álvaro, Cartas de familia (3), n. 384.
6. Juan Pablo II, Litt. enc. Redemptor hominis, 4-III-1979, n. 8; Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 22.
7. Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 1.
8. Matth7. IX, 36.
9. Don Álvaro, Cartas de familia (1), n. 143.
10. De nuestro Padre, Carta 9-I-1951, nn. 7-8.
11. Cfi-. Matth. VIII, 2 y ss.
12. De nuestro Padre, Tertulia, 12-III- 1960.
13. Cfr. Marc. 1, 45.
14. De nuestro Padre, Tertulia, 12-III-1960.
15. De nuestro Padre, Carta 30-IV-1946, n. 17.
16. Ibid. n. 19.
17. Ibid.
18. Ibid. n. 44.
19. Ibid. n. 69.
20. Forja, n. 841.
21. Camino, n. 584.
22. De nuestro Padre, Carta 30-IV-1946, n. 44.
23. Conc. Vaticano II, Decr. Apostolicam actuositatem, n. 2.
24. Don Álvaro, Cartas de familia (1), n. 144.
25. De nuestro Padre, Carta 30-IV-1946, n. 45.