Cuadernos 11: Familia y milicia/Parecerse a nuestro Padre

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PARECERSE A NUESTRO PADRE


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Ser Opus Dei significa dar cumplimiento al designio de Dios, que nos ha elegido antes de la constitución del mundo, para que seamos santos en su presencia 1, siguiendo este camino de santificación en el trabajo profesional y en el cumplimiento de los deberes ordinarios del cristiano 2, en el que Él mismo nos ha puesto.

La meta es alta. La llamada universal a la santidad, concretada para nosotros en la práctica de las virtudes cristianas, según el espíritu de la Obra, requiere un empeño serio —luchar con todas nuestras fuerzas— por subir a las cumbres de la unión con Dios. Las palabras de Cristo son claras, y nos señalan un objetivo bien preciso: sed vosotros perfectos, así como vuestro Padre celestial es perfecto3. Y a todos en el Opus Dei, haciendo eco a estas palabras del Señor, nuestro Fundador nos ha dicho: hemos de ser santos de veras, auténticos, canonizables; si no, hemos fracasado. Santidad auténtica, sin paliativos, sin eufemismos, que llega hasta las últimas consecuencias; sin medianías, en plenitud de vocación vivida de lleno 4.

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El que a los suyos parece

La santidad a la que Dios nos llama se resume en el perfecto seguimiento de Jesucristo según el modo específico del Opus Dei, hasta el grado heroico en que lo hizo nuestro Padre. Conformarse con menos sería recortar a nuestro gusto la Voluntad de Dios, y en definitiva negarse a cumplirla. No está en nuestras manos rebajar la meta, ni mitigar la exigencia.

Hay un proverbio castellano que dice: el que a los suyos parece, honra merece. Cada uno de nosotros tiene su propia personalidad, pero como somos familia, nos parecemos al Padre en rasgos que son sobrenaturales y al mismo tiempo humanos: en la santificación del trabajo profesional, en esa alegría contagiosa que es patrimonio de todos los cristianos, pero muy especialmente de los hijos de Dios en el Opus Dei; en el espíritu proselitista... 5.

Hemos de reproducir, cada uno en nuestra vida espiritual, esos rasgos de familia, siguiendo el ejemplo de nuestro Fundador, que (...) durante toda su, vida, no cesó de acudir al Señor y a su Madre bendita, con aquellas jaculatorias —Domine, ut vi-deam!, Domina, ut sit!— que presuponen el empeño sincero de crecer cada día en una mayor identificación con el espíritu del Opus Dei, y de mantener despierto el sentido de responsabilidad. Del mismo modo que la condición de los hijos de Dios no se reduce a santificar un día de la semana ni al cumplimiento de unos pocos deberes, así nosotros, los hijos de Dios en la Obra, debemos hacer el Opus Dei sin soluciones de continuidad6.

Cuando preguntaban a nuestro Padre: ¿cómo le podemos imitaren esto o en aquello?, con su gran humildad, respondía siempre: ¿imitarme a mí? ¡No! Hay que imitar a Jesucristo, que es el modelo de todos7. Por eso, constantemente enseñó que ser santo es

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ser buen cristiano: parecerse a Cristo. El que más se parece a Cristo, ése es más cristiano, más de Cristo, más santo 8. Hemos, pues, de seguir los pasos de nuestro Fundador, con humildad y constancia, para que los rasgos de Cristo se reflejen plenamente en nosotros.

Podemos y debemos imitar el espíritu que movía en toda circunstancia a nuestro Padre: un amor de Dios y, por Dios, a los hombres, que no conoció empequeñecimientos humanos. Y aunque nunca quiso proponerse como modelo, quiso enseñarnos explícitamente cuál era el nervio de su vida, el hilo conductor de su lucha por la santidad: de pocas cosas puedo ponerme como ejemplo. Y sin embargo, en medio de todos mis errores personales, pienso que puedo ponerme como ejemplo de hombre que sabe querer. Vuestras preocupaciones, vuestras penas, vuestros desvelos son para mí una continua llamada. Querría, con este corazón mío de padre y de madre, llevar todo sobre mis hombros 9.

El criterio certero

Cuantos han estado con nuestro Padre de manera inmediata, recuerdan su figura amable y vigorosa, su acento y su semblante. Apelaba con especial fuerza a la responsabilidad de haberle conocido personalmente. Hijos míos, decía, os tengo que hacer una consideración que, cuando era joven, no me atrevía ni a pensar ni a manifestar; y me parece que ahora debo decírosla. En mi vida, he conocido ya a varios Papas; cardenales, muchos; obispos, una multitud; ¡Fundadores del Opus Dei, en cambio, no hay más que uno!, aunque sea un pobre pecador como soy yo; bien persuadido estoy de que el Señor escogió lo

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peor que encontró, para que así se viera más claramente que la obra es suya. Pero Dios os pedirá cuenta de haber estado cerca de mí, porque me ha confiado el espíritu del Opus Dei, y yo os lo he trasmitido.

Os pedirá cuenta por haber conocido a aquel pobre sacerdote que estaba con vosotros, y que os quería tanto, tanto, ¡más que vuestras madres! Yo pasaré, y los que vengan después os mirarán con envidia, como si fuerais una reliquia: no por mí, que soy —insisto— un pobre hombre, un pecador que ama a Jesucristo con locura; sino por haber aprendido el espíritu de la Obra de labios del Fundador 10.

Esa cercanía, sin embargo, no es patrimonio exclusivo de quienes llegaron a la Obra en vida de nuestro Fundador, con el título y el peso de cofundadores. Todos poseemos el mismo aire de familia, en lo espiritual. También los que han venido al Opus Dei después del 26 de junio de 1975, y los que vendrán hasta el final de los siglos, pueden y deben imitar íntegramente el ejemplo de nuestro Fundador. Don Álvaro no excluía a ninguno de nosotros al pronunciar estas palabras: todos conocéis a nuestro Padre, aunque no hayáis tenido la gracia de verle y de tratarle cuando aún se encontraba físicamente entre nosotros, porque meditáis su vida santa y sacáis consecuencias, porque os formáis según su mismo espíritu y, sobre todo, porque el Señor le permite actuar en nuestras almas.

Nuestro Fundador ponía el ejemplo de un recién nacida al que se le muere su padre: no le ha conocido pero, con el pasar de los años, va pareciéndose más y más a él: en los gestos, en el modo de reaccionar y en tantos aspectos de la vida física y psíquica. Pues nosotros, espiritualmente, poseemos los mismos rasgos que nuestro Padre, porque somos hijos de su oración y de su sacrificio y nos alimentamos de su misma vida interior 11.

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Con nuestra lucha por vivir según el espíritu de la Obra, esa semejanza se hace de día en día más explícita y madura. Y crece el deseo de imitarle y hacer que muchos lo conozcan. Encendido en el Amor eterno, con toda la vibración de su alma en Dios, le sabemos próximo, como si a cada uno nos dijera: háblame, acude a mi ayuda, cuéntame tus dificultades, tus afanes, tu labor, pregúntame lo que no entiendas 12. Si mantenemos ese diálogo, nos será más fácil asimilar su vida de humildad, su capacidad de amar y de llevar la Cruz, su celo por las almas, su cariño a María Santísima. Cuando tratamos mucho a una persona, conocemos sus gestos, sus modos de decir, hasta la cantinela de su voz. Todo se nos queda en el corazón, y lo imitamos sin darnos cuenta 13.

El recurso a nuestro Fundador ha de ser un hábito arraigado, profundo. Nuestro Padre quiere que cada uno de sus hijos conserve su peculiar fisonomía interior, que nada ni nadie sustituya su industria e iniciativa, bajo la guía de la gracia. Para eso, es particularmente eficaz preguntarse frecuentemente, ante las circunstancias más dispares del día: ¿cómo rezaría el Padre?, ¿cómo trabajaría el Padre?, ¿cómo se ocuparía de los demás?... Os aseguro que creceréis en fidelidad y en amor al Señor14.

En todo hemos de actuar como lo haría nuestro Padre: ése es el criterio certero. Es una empresa que ocupará toda nuestra vida: nunca podremos sentirnos satisfechos. Sabemos que siempre trabajó sobre el soporte de una recia vida de fe, con oración y mortificación constantes 15, y nosotros hemos de corresponder a ese sacrificio con esfuerzo personal, evitando hasta la apariencia de tacañería; además no nos pedía nada que no hubiera practicado antes 16, y sería ingratitud escatimar fuerzas en la respuesta.

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Libros de fuego

Disponemos de abundantes relatos que testimonian la vida santa de nuestro Padre. Ahí tenemos muchos detalles prácticos, que podemos reproducir en nuestra conducta. Sobre todo, hemos de asimilar sus escritos, en los que está esculpido nuestro espíritu.

Nuestro Fundador ha visto realizado aquel anhelo apostólico de sus primeros años de sacerdote: querría escribir unos libros de fuego, que corrieran por el mundo como llama viva, prendiendo su luz y su calor en los hombres, convirtiendo los pobres corazones en brasas, para ofrecerlos a Jesús como rubíes de su corona de Rey I7. Una vez más se ha cumplido el elogio divino a sus siervos fieles: eran sus palabras como ardiente antorcha 18.

Esos libros han hecho llegar las enseñanzas de nuestro Padre a millones de personas; son —afirmaba don Álvaro— una catequesis de doctrina y de vida cristiana donde, a la vez que se habla de Dios, se habla con Dios: quizá sea éste el secreto de su gran fuerza comunicativa 19. Al hilo de su lectura y meditación, la vida interior de nuestro Padre se engarza fácilmente en la nuestra; prenden en el alma sus sinceros arranques de amor, su piedad filial y mariana, la firmeza en la fe de la única Iglesia de Cristo, su sed de almas... Esos consejos, en confidencia de ami­go, de hermano, de padre 20, hallan eco en el entendimiento y espolean la voluntad. Son las monedas de oro que, como en las bodas del Gran Rey, dejaba caer nuestro Padre. Frases incisivas, fuertes, sobrenaturales...21.

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Monedas de oro

Procuro estar siempre como en las bodas del Gran Rey. ¿Recordáis aquellos tiempos en los que, cuando se celebraban las bodas de los reyes, se acostumbraba a tirar monedas a voleo? Hijos, yo procuro no repartir calderilla, moneda de cobre, sino monedas de oro, oro de Dios. Tengo la obligación de daros oro bueno, monedas de oro purísimo; si no las recogéis hacéis mal, y Dios Nuestro Señor os pedirá cuenta muy estrecha 22.

Ciertamente, ninguno de nosotros se puede sentir excluido en el reparto de ese valioso caudal. Gracias a sus numerosos escritos, a la filmación de las tertulias, y sobre todo, al verdadero diálogo de hijos que entablamos en la oración, todos conocemos muy bien a nuestro Padre. Meditar sobre este inmenso tesoro nos ayudará a ser fieles, hijos responsables que no piensan sino en la familia, sin fines personales, con el corazón y la mente puestas en la Obra. Así hemos visto actuar a los primeros de Casa, que incorporaron a su vida, con fidelidad ejemplar, el espíritu de nuestro Padre, e hicieron realidad aquellas palabras de la Sagrada Escritura: su heredad pasó a los hijos de sus hijos; su linaje se mantiene fiel a la alianza23.

Don Álvaro nos hablaba con frecuencia de la responsabilidad de conservar intactos los bienes divinos que hemos recibido de manos de nuestro Padre: me gusta pensar con detenimiento, nos escribía en 1978, en todos vosotros —consummati in unum! (Ioann. XVII, 23)—, arrodillados conmigo en la Cripta, para renovar el firme propósito de ser muy fieles a la herencia espiritual que hemos recibido de nuestro santo Fundador y para darle gracias, una vez más, por su heroica entrega y por sus des-

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velos de buen Pastor24. Y del mismo modo, el Padre sigue ahora recordándonos que la Obra está en nuestras manos, y que la hemos de transmitir a los demás con la misma fuerza y santidad con que Dios se la hizo ver y llevar a cabo a nuestro Padre, y luego a don Álvaro 25.

La santidad es, principalmente, fruto de la acción del Espíritu Santo; nuestro Fundador nos ayuda como un amplificador de las mociones divinas 26, que nos las repite interiormente. Por eso, don Álvaro recomendaba: buscad a nuestro Padre en vuestro corazón; permitidle actuar en vuestra alma en gracia, para que levante propósitos de una humildad más profunda, de una entrega más plena, de una fidelidad más decidida27. Como Padre que es, disfrutará desde el Cielo viendo nuestra lucha, y pensará: cómo se esfuerza este hijo mío para parecerse a mí. ¿No habéis visto con qué alegría enseñan los padres las fotos de sus hijos para mostrar que se parecen a ellos? Pues nuestro Fundador tiene derecho al santo orgullo de que todos sus hijos se le asemejen, y nosotros tenemos la obligación de darle esa alegría 28.

Hemos de considerar con frecuencia cómo le dejamos actuar en nosotros, cómo nos esforzamos por imitarle, dónde hemos puesto las metas de nuestra santidad. Y, después, acudir a Nuestra Madre la Virgen Santísima, y decirle: monstra te esse Matrem!, Madre, haz también que nos parezcamos más y más a nuestro Fundador, que así seremos buenos hijos tuyos29.

1. Ephes. 1,4.
2. Oración para la devoción al Beato Josemaría.
3. Matth. V, 48.
4. De nuestro Padre, Meditación, 19-III-1960.
5. Don Álvaro, Tertulia, 28-III-1976.
6. Del Padre, Carta 1-X-1996.
7. Don Álvaro, Tertulia, 14-IV-1976.
8. De nuestro Padre, Tertulia, 16-XI-1972.
9. De nuestro Padre, Tertulia, 6-X-1968.
10. De nuestro Padre, Meditación, 11-IX-1960.
11. Don Álvaro, Tertulia, 9-I-1980.
12. Don Álvaro, Cartas de familia (2), n. 54.
13. De nuestro Padre, Tertulia, 21-VI-1974.
14. Don Álvaro, Cartas de familia (2), n. 93.
15. Del Padre, Carta I-X-1996.
16. Ibid.
17. De nuestro Padre, 7-VIII-1931, en Apuntes íntimos, n. 218.
18. Eccli. XXVIII, 1.
19. Don Álvaro, Presentación de Amigos de Dios.
20. Camino, Prólogo.
21. Don Álvaro, Tertulia, 14-IV-1976.
22. De nuestro Padre, Meditación, 1l-IX-1960.
23 Eccli. XLIV, 10-12.
24. Don Álvaro, Cartas de familia (1), n. 27.
25. Del Padre, Carta 1-VI-1994.
26. Don Álvaro, Crónica, 1979, p. 5.
27. Don Álvaro, Carta, Navidad de 1975.
28. Don Álvaro, Tertulia, 3-IX-1977.
29. Don Álvaro, Crónica, 1978, p. 847.