Cuadernos 11: Familia y milicia/Comprender, animar, exigir

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COMPRENDER, ANIMAR, EXIGIR


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La caridad de Jesucristo te llevará a muchas concesiones... nobilísimas. —Y la caridad de Jesucristo te llevará a muchas intransigencias..., nobilísimas también 1. En los Evangelios encontramos numerosos relatos sobre el modo en que el Maestro conjuga la fortaleza y la compresión: dos virtudes inseparables en el corazón de quien sabe amar de verdad.

Cuando los escribas y fariseos pretenden lapidar a la mujer sorprendida en adulterio 2, Jesús les hace ver que todos somos pecadores, necesitados de la misericordia divina: el que de vosotros esté sin pecado, que tire la piedra el primero. Todos se marchan, uno tras otro, hasta quedar solamente la mujer. Jesús se incorporó y le dijo: mujer ¿dónde están? ¿Ninguno te ha condenado? Ella respondió: ninguno, Señor. Díjole Jesús: tampoco yo te condeno; vete y desde ahora no peques más. El Maestro no esconde la gravedad del pecado cometido e insta con claridad a no reincidir, pero lo hace de tal modo que resulta fácil imaginar el profundo arrepentimiento que brotaría en el corazón de aquella mujer. Comentando esta escena evangélica, nos decía nuestro Padre:

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Contemplad, hijos míos, lo que Jesucristo hace por defender casi lo indefendible 3.

Hablando sobre el modo de enlazar el cariño con la exigencia, don Álvaro decía: no es incompatible una cosa con la otra. Hay incompatibilidad entre querer y ser exigente, cuando estamos en el terreno de la sensiblería y del sentimentalismo. Cuando se ama de verdad, cuando se quiere para otra persona la felicidad en el cielo y también en la tierra, ya se sabe que a veces hay que dar disgustos. Ser fuertes cuando es preciso, puede suponer meter otra vez en el camino a un alma que se estaba saliendo 4.

Comprender y exigir a los demás

El Padre nos ha recordado en repetidas ocasiones que la Obra está en nuestras manos. Esa realidad comporta una seria responsabilidad sobre la santidad de los demás de Casa. Todos somos oveja y pastor. Para compaginar la comprensión con la fortaleza en ese trabajo de formación, que a todos compete, necesitamos conocer bien a los demás. No se trata de un esfuerzo psicológico; ni de recabar más datos sobre cada persona, sino de saber calibrar cómo se les debe ayudar en cada momento, con la oración, con el buen ejemplo, con el servicio cariñoso, con la corrección fraterna. Para lograrlo, necesitamos rezar mucho, porque rezando poco no se logran discernir los espíritus 5. ¡Qué responsabilidad si, por negligencia nuestra, un alma que haya pasado a nuestro lado, pudiera exclamar al Señor: hominem non habeo!6.

Las personas que viven junto a nosotros se encuentran en circunstancias distintas, tienen virtudes diversas, y han de lu-

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char contra defectos concretos. Pero podemos estar seguros de que también cuentan con la gracia necesaria para vencer. Dios no reclama lo que no estamos en condiciones de dar; en cambio sí podemos —y debemos— dar todo lo que Dios nos pide.

Respondiendo a quienes proponen una moral adaptada a las concretas posibilidades del hombre, Juan Pablo II se pregunta: «¿Pero cuáles son esas concretas posibilidades del hombre? ¿De qué hombre se habla? ¿Del hombre dominado por la concupiscencia o del hombre redimido por Cristo?»7. Por gracia de Dios, lo que hay de más humano es la aspiración a la santidad. Sólo a la luz de esta insondable verdad veremos claramente el modo de practicar la comprensión y la fortaleza.

Es importante identificar en la conducta de las personas aquello en lo que no debemos transigir, porque causaría un gran daño a sus almas. Y después, ayudar como nos aconseja nuestro Padre: afondo, con caridad y con fortaleza, con sinceridad. No caben las inhibiciones. Es equivocado pensar que con omisiones o con retrasos se resuelven los problemas 8. A veces, la pereza o la cobardía pueden llevarnos a practicar una paciencia engañosa, dilatando una determinación que deberíamos haber tomado cuando el defecto estaba incubándose.

Con mano de padre y corazón de madre

Si falta la caridad de Jesucristo, no nos fijaremos en la actuación de los demás —porque estaremos pensando en nosotros mismos— o no les advertiremos lo que sea conveniente, mediante la corrección fraterna; quizá terminemos por comentarlo, con enfado o con ironía, cuando nos resulte molesto: sería otro modo de pensar en nosotros mismos.

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La comprensión debe dar siempre luz a los juicios sobre los demás. De una manera gráfica y bromeando —enseñaba nuestro Padre—, os he hecho notar la distinta impresión que se tiene de un mismo fenómeno, según se observe con cariño o sin él. Y os decía —y perdonadme, porque es muy gráfico— que, del niño que anda con el dedo en la nariz, comentan las visitas: ¡qué sucio!; mientras su madre dice: ¡va a ser investigador!; y concluía: Mirad a vuestros hermanos con amor y llegaréis a la conclusión —llena de caridad— de que ¡todos somos investigadores! 9. No se trata de una desordenada comprensión, carente de fortaleza. Esa madre, sin duda, corregirá al pequeño, porque es madre y le quiere, pero quizá cuando se hayan marchado las visitas, para no humillarlo.

Son numerosas las anécdotas de la vida de nuestro Padre que ilustran su manera de prestar fortaleza a quien la necesitaba en un momento de flaqueza. Os quiero mucho, hijos míos, pero os quiero santos, repetía. Porque miraba con los ojos de Cristo, se identificaba con esa figura del pastor que va delante, abriendo camino al rebaño. Aunque en ocasiones, añadía, haya tenido que corregiros y reprenderos, y, aun a veces, daros un grito 10, si era necesario, por el bien de un alma. Pero no empleaba una dureza hiriente, sino una caridad recia, la que necesitamos cuando nuestras fuerzas desfallecen, la que distingue a las personas que nos quieren de verdad. Traed a vuestra memoria, consideraba don Álvaro, su forma clara de corregir una falta de espíritu y, a la vez, su delicadeza para recoger nuestra alma —quizá con un sencillísimo gesto o con una miradica en el momento oportuno—, no fuera a quedar herida. Herido de amor de Dios quedaba quien escuchaba una corrección del Padre; siempre ponía en el corazón del interesado el sosiego de sentirnos queridos de verdad, sin engaños de falsas dulzuras que fo-

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mentan reincidencias. ¡Esto sí que era la mano de un Padre y el corazón de una madre! 11.

Cada semana nos preguntamos sobre el modo en que hemos ejercitado la corrección fraterna: ¿tengo presentes de modo especial las virtudes de la caridad y de la prudencia, al dar o recibir, siempre que sea precisa, la corrección fraterna? Mediante esta costumbre —termómetro de la verdadera caridad— ayudamos a que nuestros hermanos sean como Dios los quiere. Además, junto a la caridad y la prudencia, nunca debe faltar nuestra oración, para que esa indicación no sea sólo exigencia, sino también ayuda; y después, la paciencia: quizá, la lucha de aquella persona por corregirse tardará en notarse exteriormente.

En una de sus cartas, don Álvaro explicaba cómo han de conjugarse la caridad y la prudencia cuando ayudamos a los demás en la lucha por alcanzar la santidad: tan lejos de vosotros ha de estar la condescendencia frívola con los fallos y defectos de un hermano vuestro, de una hermana vuestra, como la exigencia descarnada. Estas dos actitudes se oponen radicalmente al espíritu que Dios ha fijado para el Opus Dei, que es indisolublemente de milicia y de familia. Hay que saber tirar para arriba de quienes están cerca de nosotros, pero sin brusquedades, sin herir innecesariamente, esperando el momento oportuno, la ocasión propicia. Una exigencia que ignorara los planes de Dios con cada criatura, no causaría ningún bien y, desgraciadamente, podría provocar mucho mal. Cada alma necesita su tiempo, y todos en la Obra, especialmente los Directores, han de saber discernir esos momentos en los que el Señor pide más a un alma o espera más de su entrega. Para actuar rectamente, resulta imprescindible un recurso asiduo al Paráclito, un respeto lleno de delicadeza al plano inclinado por el que el Señor conduce de ordinario a cada uno, sin pre-

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tender poner raíles, a nuestro antojo, a la acción singularísima del Espíritu Santo 12.

Ante las propias faltas

La caridad de Jesucristo ha de ser el norte que oriente todo juicio: también los que emitimos interiormente, respecto a nosotros mismos. Hemos de agradecer a Dios que nos haya creado así, como somos —con virtudes y defectos—, conscientes de que hemos de poner al servicio de los demás los dones recibidos, y luchar por superar nuestras deficiencias.

«La santidad cristiana —explica Juan Pablo II— no consiste en ser impecables, sino en la lucha por no ceder y volver a levantarse siempre, después de cada caída. Y no deriva tanto de la fuerza de voluntad del hombre, como del esfuerzo por no obstaculizar la acción de la gracia en la propia alma, y ser, más bien, sus humildes colaboradores» 13.

Carecería de sentido sobrenatural quien permitiese un resquicio de envidia ante el modo de ser de otras personas, de desánimo ante las faltas reiteradas, o de amargura por sus miserias. El deseo de ser impecables escondería una vana ilusión de no tener que luchar, cuando es precisamente la pelea diaria lo que nos santifica. Dios no nos quiere impecables: nos quiere santos: ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación 14. Si en vez de amor propio hay deseo de alcanzar la santidad, estaremos contentos con los talentos que el Señor nos ha concedido, con las circunstancias en las que nos ha hecho nacer, e incluso con nuestros defectos, cuando no son ofensa de Dios. Lucharemos con todas nuestras fuerzas por desarraigarlos, pero llenos de paz.

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La verdadera comprensión —llena de caridad y fortaleza— con quienes nos rodean, fácilmente puede desvirtuarse cuando la empleamos con nosotros mismos, pues la falta de objetividad a menudo la transforma en blandenguería y comodidad: no me seas flojo, blando. —Ya es hora de que rechaces esa extraña compasión que sientes de ti mismo 15.

Dejarnos querer

Nunca nos encontramos solos en el campo de batalla. Además de la continua compañía de la Trinidad Beatísima, de la Santísima Virgen, de nuestro Padre, de nuestro Ángel Custodio... contamos siempre con el apoyo de los demás de Casa. Como una prolongación de ese Amor del Cielo, escribía nuestro Fundador, nos sentimos arropados por la unidad maravillosa de la Obra: este vivir los unos preocupados por los otros, es un gran refuerzo para la lucha diaria 16.

Dejarnos querer es una manifestación de humildad, de sabernos necesitados de ayuda. Al tiempo que examinamos nuestro modo de comprender y exigir a los demás, también debemos pensar en la manera en que nos dejamos comprender y exigir por quienes tienen la misión de guiarnos.

Hemos de estar prevenidos, sin embargo, porque nuestra tendencia natural es poner el acento en el ser comprendidos y, casi sin darnos cuenta, buscar el consuelo, el ánimo, e incluso la indulgencia ante nuestras faltas; en definitiva, los aspectos más suaves de lo que significa comprensión. Para los santos, sentirse comprendidos equivalía a notar la exigencia; buscaban quien se hiciese cargo de su situación, para que pudiesen pedirles más; no sólo para encontrar descanso y alien-

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to, y menos aún, tolerancia, para sus errores. Ser comprendidos, en definitiva, es dejar que nos quieran con la caridad de Jesucristo.

La sabiduría popular ha acuñado una expresión que en cierto modo refleja esta realidad: quien bien te quiere, te hará llorar. Sin duda, quienes nos quieren de veras se adelantarán mil veces a nuestras necesidades y gustos; pero el cariño auténtico no vacila en poner remedio ante las posibles heridas de quien se ama, y busca su curación, aunque sea necesario pasar un mal rato, o hacérselo pasar a otros. Decir lo que exige la santidad de quien bien se quiere: también esto es comprensión. El niño bobo llora y patalea, cuando su madre cariñosa hinca un alfiler en su dedo para sacar la espina que lleva clavada... El niño discreto, quizá con los ojos llenos de lágrimas —porque la carne es flaca—, mira agradecido a su madre buena, que le hace sufrir un poco, para evitar mayores males. —Jesús, que sea yo niño discreto 17.

A Nuestra Madre, la Santísima Virgen, hemos de pedir que nos conceda una participación en su cariño materno. Con el amor que llena su Corazón Dulcísimo sabremos comprender y exigir a los demás, y perderemos el miedo a que nos exija con fortaleza, sin buscar una falsa comprensión de nuestros defectos.

1. Camino, n. 369.
2. Cfr. Ioann. VIH, 3 y ss.
3. De nuestro Padre, Carta 14-IX-1951, n. 48.
4. Don Álvaro, Tertulia, 19-III-1985.
5. De nuestro Padre, Carta 14-11-1974, n. 16.
6. Ioann. V, 7.
7. Juan Pablo II, alloc. 1-III-1984.
8. Amigos de Dios, n. 157.
9. De nuestro Padre, Carta 29-IX-1957, n. 35.
10. De nuestro Padre, Crónica, 1971, p. 595.
11. Don Álvaro, Cartas de familia (2), n. 266.
12. Don Álvaro, Cartas de familia (2), n. 481.
13. Juan Pablo II, alloc. 23-III-1983.
14. I Thess. lV, 3.
15. Camino, n. 193.
16. A solas con Dios, n. 143.
17. Forja, n. 329.