Crecer para adentro/Sillares

SILLARES (27-VII-1937)

J. M. Escrivá, fundador del Opus Dei


La composición de lugar será figurarnos una catedral, un gran edificio imponente por su mole, admirable por su belleza, primoroso por la esbeltez de sus agujas. Un día, se desprende de la muralla de esa construcción una piedra; otra vez, una columna quiere salirse de su sitio; en otra ocasión, es esa piedrecilla, situada en la juntura de dos grandes sillares, la que desea abandonar su puesto; y así, hasta que sobreviene un derrumbamiento parcial o total del gran edificio. La petición será un gran amor al sacrificio, por la Obra.

De la cantera de mi casa, de la roca fuerte de un hogar cristiano, me arrancó el barreno de la gracia de Dios: eso es la vocación. Soy, por Voluntad del Señor, piedra, elemento de construcción para el edificio de su Obra. Puedo repetir con palabras de mi Madre Santísima: Quia respexit humilitate mancillae suae... (234). Porque el Señor vio la pequeñez, la incapacidad de su siervo, lo eligió para instrumento suyo y le dijo: inveni David servum meum, oleo sancto meo unxi eum (235); encontré a David mi siervo, y con mi óleo santo le ungí.

A pesar de esta llamada, la atracción de la sangre me impulsa hacia esa cantera de donde me sacó el barreno -fue necesario un barreno-de la gracia de Dios. Si examino esa inclinación en la presencia de Dios, comprendo que es obstáculo, que es barrera que corta mi camino. ¿Por qué no he de raspar y arrancar y combatir esa tendencia? La piedra sacada de su cantera, para ser sillar en el edificio, me proporcionará ejemplo. Se deja llevar, se deja transportar a su sitio. No se apega a su voluntad propia; no posee más que voluntad de servir, de ser eficaz para el cumplimiento del querer de su dueño. No pretende realizar su finalidad fuera del camino, del plan que se le ha marcado.

Pero no basta con permitir que le arranquen de la cantera. El sillar cae luego en manos del operario que ha de desbastarlo; al golpe de los instrumentos, van desapareciendo pedazos de su materia; los salientes son suprimidos; las asperezas, limadas. Es la labor de formación. Aunque el sillar sienta perder parte de su integridad, aunque sufra al verse herido por las herramientas que lo pulen, no se queja. Se entrega, sumiso; su tosquedad está desapareciendo, y ya se entrevé, en lo que antes era masa informe, la forma reglada de la pieza perfecta.

No basta eso. Aún ha de ser sometido al golpeteo de un martillo ancho, duro, pesado, que tiene -en la superficie que hiere- numerosas puntas agudas. Comienza el golpeteo igual, monótono. Son las contrariedades cotidianas, que moliendo nuestra materia, la bruñen y la alisan. Y el sillar sigue sometido. Pero todavía ha de ser retocado.

El que hace cabeza, el arquitecto director, lo contempla desbastado, pulido, rectificado y razona: "Ésta no ha de ser una pieza vulgar: en esta superficie se han de labrar ahora en alto-relieve unas hojas de acanto; en esta otra cara se grabarán estos otros adornos". El sillar es entonces herido por instrumentos cortantes; el cincel, impulsado por el martillo, le surca, se clava en profundidad. ¡Si el sillar pudiera quejarse...! Pero calla y se somete. Es la perseverancia. Nada le lleva a desistir de su voluntad de ser útil.

Ya está conseguida la forma, el tamaño, el aspecto deseado, gracias a esa constancia. Pero si separadamente –considerado individualmente- el sillar demuestra cierta belleza, al quedar encajado en el conjunto del edificio casi desaparece, se vuelve insignificante. Sin embargo, permite que le trasladen a su sitio, a su sitio propio, el que determina la voluntad del que dirige, y allí se ajusta.

Ya está encajado; su belleza particular sirve para contribuir a la belleza total; individualmente, pasa inadvertido. ¡Cuánto cuesta oscurecerse así, renunciar al brillo propio, esfumarse en el conjunto! Pero, ¿de qué sirve un sillar aislado, fuera de su lugar? Quizá después de ajustado, se le ha enlucido y así, bajo una capa de cal, desaparece totalmente. Es la renuncia completa a la propia gloria. Ha de soportar entonces la presión, en sus superficies laterales y horizontales, de las piezas del edificio que le rodean: sostiene a otros sillares y éstos le aguantan a su vez. Nosotros, elementos de esta construcción sobrenatural que es la Obra de Dios, hemos de pedir al Señor fortaleza para ser apoyo seguro de los que están a nuestro lado.

¿Se resigna el sillar a ser olvidado? ¿No insinúa, en ocasiones, la idea de figurar, de salirse de su sitio? Pero, ¿qué haría la piedra, al saltar de su lugar propio, sino desarticular el conjunto? El sillar de un edificio divino no ha de moverse de donde está: tiene conciencia de la unidad y no desea romperla. Porque romper la unidad es dar ocasión a una mina parcial o quizá total. En la Obra, el que atente contra esa unidad no material, sino espiritual, que ha de existir entre todos, podría producir un derrumbamiento -no completo, porque la Obra es de Dios, pero sí al menos limitado- de un lienzo de muralla, de una torre... Ésa sería la labor maldita que llevaría a cabo el que comentara chismes de unos y de otros, el que engendrara y fomentara discordias entre sus hermanos.

El espíritu de chinchorrería, en nuestro ambiente, no se queda sólo en algo poco recio, supone un pecado horrendo. Murmurar, quitar la paz a los demás, menoscabar la unión entre los hermanos, significa traición; y levantarse contra esa agresión u omisión, un deber sagrado e ineludible. Ir susurrando que si dicen, que si piensan, que si hacen, es seguir una inspiración diabólica. A los que se comportaran así, habría que atajarles enérgicamente, aclarándoles: "Eso no lo aguanto. Tú te callas, porque no me importa saber nada de eso. Si buscas desahogarte, porque hay algo en ti que se revuelve, ponte ante el Sagrario o dirígete al que hace cabeza". Éste es el modo de comportarse de quien se mueve con visión sobrenatural y amor de Dios; ante Jesús en el Sagrario, o con nuestra Madre en la oración, o con el que gobierna, sea en toda la Obra, en la nación o en el Centro.

Aún nos ofrece una lección el sillar: la lección de su silencio. Nuestra discreción ha de extremarse hasta imitarle perfectamente. Callados como una piedra, ése es nuestro deber, cuando no hay por qué hablar. ¿Qué le importan a nadie nuestras interioridades? Esto no es secretear, no es ocultar ningún misterio. Es sencillamente no descubrir la intimidad de nuestra familia –de nuestra familia sobrenatural- delante de quien no tiene por qué conocerla. ¿Porqué han de saltar a la calle, a los ojos de todos, esos detalles que sólo nosotros podemos estimar? Nuestra discreción consiste en no exponer a la luz pública las cosas de familia, y ha de vivirse sin levantar curiosidad alguna.

No creo que en la Obra se llegue nunca, en cuestión de indiscreción y de chinchorrería, al punto de confiar al exterior los asuntos que nos acongojan. Desahogar los resquemores que uno sienta, criticar, censurar a los de la propia familia, humana o sobrenatural, o airear su conducta ante gente extraña, sin condiciones para entender, es tan abominable, es labor tan infernal, que sólo puede llevarla a cabo quien haya perdido ya nuestro espíritu sobrenatural. ¿Qué consejo busca el que no procediera con esta honradez? ¿Cómo podría aconsejarle rectamente la persona a la que se confiara -sacerdote o seglar-, si no cuenta con los datos necesarios para formarse un criterio, si no es capaz de entender la situación, porque sólo cuenta con la visión que el acusador le proporciona, visión que ha de ser forzosamente apasionada?

El sillar -insisto- descansa sobre otros, iguales así mismo, y sirve a su vez de apoyo a los que le rodean. Para convertirse en sostén firme necesita fortaleza. Así se verá útil, siendo fuerte. Las piedras esenciales en una construcción son las que se entierran en los cimientos, a varios metros bajo el suelo; ésas no se ven. En cambio -lo he repetido siempre-, la veleta dorada que gira en lo alto de la torre, ¡cómo brilla!, ¡cómo lucen las bolas de bronce que coronan una fachada! Pero si las arranca el viento, no pasa nada. En cambio, si arrancamos los sillares de la cimentación, toda la construcción se agrieta.

¿Qué podrá agrietar esta fortaleza, tan necesaria para la integridad del edificio? A la fortaleza interior, daña la impureza; como obstáculo exterior, el apego excesivo a la propia familia. Aún existen, es cierto, otros obstáculos: el entregamiento desordenado a una labor profesional, sin rectificar la intención; o las persecuciones contra la Obra. En resumen, las tentaciones contra la vocación cristiana, las que intentan hacer vacilar nuestra decisión de entrega, son las de soberbia y ambición, las de impureza, las de atracción desordenada de la sangre, de la familia natural. Pues, a la hora de la tentación, si se presenta, piensa que no estás solo. Para ti son aquellas palabras del Señor a David: manus enim mea auxiliabitur ei, et brachium meum confortabit eum (236), mi mano teauxiliará, y mi brazo te conferirá fortaleza.

El coloquio final lo mantenemos con nuestra Madre, con San José, con los Ángeles Custodios: pidámosles fortaleza para volvernos apoyo firme de los que vengan detrás de nosotros. Pidámosles perseverancia en nuestra vocación cristiana, discreción, amor que fomente la unidad entre los de la Obra, docilidad para ocupar el sitio que se nos destine, desasimiento de los lazos de la sangre. Digámosles que nos sentimos dichosísimos de sacrificarnos por cumplir la voluntad de Jesucristo, extendiendo su Obra por el mundo, a costa de todos los sufrimientos: aunque nos cueste la pérdida de la honra, de la posición económica; aunque destroce nuestro prestigio profesional; aunque nos acarree, en fin, lo que más pueda dolernos. Procuraremos vivir aquellas palabras de Juan el Bautista: Illum' oportet crescere, me autem minui (237), conviene que Él crezca, y yo mengüe. Yo, morir, para que la Obra se realice y sea instrumento eficaz del reinado de Cristo.



(234). Lc 1, 48.

(235). Sal 88, 21.

(236). Sal 88, 22.

(237). Jn 3, 30.