Cilicio

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Por Gómez, 18.06.2007


Los agentes de la Policía nos detienen, nos piden papeles de identificación y se disponen a requisarnos.

Cuando salimos de Hontanar para hacer una vuelta hacía sol. Ahora, cerca de las cinco de la tarde, llovizna.

Las requisas en Bogotá son habituales. No tiene nada que ver que en este año de 1969 estén llegando al país curas, monjas y seminaristas españoles e irlandeses que se quieren unir en las montañas al clandestino Ejército de Liberación Nacional. Siempre estamos en guerra, pero las requisas se dan también en las treguas. Es una costumbre que las autoridades mantienen viva...

No sé a quién de los tres se le ocurrió lo de “vamos al centro a hacer una vuelta”. Yo tenía puesto el cilicio y sin más dije que sí. Por la forma como caminaban hacia la Séptima, para tomar el bus amarillo Olaya-Quiroga, sé que VD y MC también lo tenían puesto.

Veníamos en un bus atestado de gente, el lugar donde se unen todas las tentaciones del mundo, el demonio y la carne. Cada uno rezaba su rosario, con una mano metida en la chompa para ir pasando las pepas de la camándula y la otra, aferrada del tubo superior para sostenerse. El viaje de media hora es una orgía de miradas y empujones que se conjuran con los cinco misterios gozosos y las punzadas del cilicio que ya lleva ahí en el muslo más de hora y media.

Llegamos al centro. Nos bajamos haciendo un último esfuerzo por no mirar, no sentir, no imaginar y no desear. Caminamos deprisa por la Novena con Veinticuatro, y ahí nos detienen los agentes. “¡Papeles!”.

Por mi parte, lo de los papeles no tiene problema. Tengo mi tarjeta de identidad y mi carné de la Universidad Nacional en el bolsillo de la libretica en la que anoto el plan de vida, las correcciones fraternas y los días de novena a Isidoro Zorzano y a Monserrat Grases. También está ahí doblada la hojita de las preces. En problema está en la requisa. Cuando el policía pase su mano por mi pierna derecha va a sentir el cilicio y va a preguntar qué llevo ahí. Qué es eso.

Con la paranoia nacional que hay por estos tiempos, el agente podría pensar que se trata de una arma secreta, algún mecanismo para accionar una bomba a distancia o simplemente el producto de un robo en algún almacén por departamentos, como el Ley, Vida o Caravana. Empiezo a presionar a mi ángel custodio para que me saque de esta.

Uno de los agentes revisa los papeles de MC. Le dice que se ponga de frente a la pared y de espaldas a él y que abra las piernas. Comienza la requisa. Detiene su manoseo arriba de las caderas donde se suelen llevar las armas según se ve en las películas gringas. No sé si en la requisa llega al muslo. No alcanzo a ver.

Mientras el trámite habitual y tantas veces repetido sucede, pasan por mi imaginación posibles argumentos para explicar a los agentes qué es un cilicio. “Somos franciscanos y, como ustedes lo saben, desde tiempos de san Francisco usamos cilicio, que es una mortificación para pedir por los pecados de la humanidad y por la paz del mundo. No tenemos hábito, porque después del Vaticano II dejamos de usarlo. Por eso vamos vestidos así, de paisanos”.

Una mentira poco convincente, pero sin duda más creíble que la verdad: “somos personas comunes y corrientes, que no nos diferenciamos de nuestros conciudadanos, ni por un tabique de papel...”

En el mismo momento en que el otro agente está ojeando las credenciales de VD y se dispone a requisarlo, el primero se voltea y le dice: “son buena gente”. Yo respiro tan profundo como no la he hecho antes. Agradezco Dios, a la Virgen María, al ángel custodio y a todos los santos que no me hayan puesto la mano encima.

Pronto oscurece. Regresamos a Hontanar en un bus de la misma ruta, pero ya no tan congestionado como el de ida y, por lo mismo, con menos tentaciones que el anterior. En el trayecto le ofrezco a Dios en agradecimiento mi cuarta hora de cilicio y me pregunto por qué los agentes decidieron que éramos buena gente y que podían suspender la requisa.


Epílogo

MC se ordenó y hoy sigue siendo sacerdote, pero ya no tiene que usar el cilicio porque está incardinado en la Arquidiócesis de Medellín, donde tal costumbre prescribió hace siglos. VD tampoco lo usa ya. No se lo permitirían ni su esposa, ni sus hijos. ¿Y yo? ¡Menos! No lo hago desde el 19 de marzo de 1979, pero, ¡ojo!, sigo siendo superamigo de mi ángel custodio. Nos entendemos muy bien.



Original