Carta "Singuli dies", José María Escrivá, 24 de marzo de 1930

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Es una reconstrucción fragmentaria a partir de las citas publicadas en los seis tomos de Meditaciones (ed. segunda Roma 1987, 1989-1991) y en algunos volúmenes de la serie de Cuadernos (de momento, los números III, V, VII-VIII). Los lugares de localización de esos fragmentos se ordenan según la división de números de la Carta. Se indica el comienzo y el final de cada cita mediante paréntesis cuadrados [...]; los paréntesis redondos que advierten sobre omisiones de texto (...) pertenecen a la cita tal como ha sido editada. En los tomos de Meditaciones se indica primero su número y después, tras un punto (.), el número de la página donde aparece cada cita. La serie de Cuadernos se menciona con la abreviatura C seguida del número de volumen unidos por un guión (-) y después se añade el número de la página con indicación de la respectiva nota.
Aparecen fragmentos de la carta Singuli dies en estos lugares: 1: C-III.198 n.1, C-V.21 n.2, V.198. 4: I.447, V.199. 5: III.557. 6: I..446. 8: III.505, III.557. 9: IV.339. 10: III.338. 11: C-V.11 n.20, C-VIII.153 n.27, IV.653, IV.503, IV.653, VI.170. 12: I..563, I.683. 13: I..683, III.657. 15: C-III.119 n.33, C-III.199 n.35, III.342, I..462. 17: IV.629. 18: C-III.40 n.8, I...440, III.664. 19: I..562, I..562, III.372, IV.334, IV.259, IV.513. 20: IV.469, I..522, III.504, III.753. 21: IV.469, IV.224, I..146. 22: C-VIII.31 n.7, C-VIII.39 n.37, I..114, III.662, III.410, III.477, VI.406. 23: III.669.

1 <singuli dies> Todos los días, hijos queridísimos, deben presenciar nuestro afán por cumplir la misión divina que, por su misericordia, nos ha encomendado el Señor. El corazón del Señor es corazón de misericordia, que se compadece de los hombres y se acerca a ellos. Nuestra entrega, al servicio de las almas, es una manifestación de esa misericordia del Señor, no sólo hacia nosotros, sino hacia la humanidad toda. Porque nos ha llamado a santificarnos en la vida corriente, diaria; y a que enseñemos a los demás —providentes, non coacte, sed spontanee secundum Deum (I Petr. V, 2), prudentemente, sin coacción; espontáneamente, según la voluntad de Dios— el camino para santificarse cada uno en su estado, en medio del mundo [...]

4 [...] Nuestro modo de ser ha de estar empapado de naturalidad, para que se nos puedan aplicar aquellas palabras de la Sagrada Escritura: había un varón en la tierra de Hus llamado Job, y era sencillo y recto, y amaba a Dios, y se apartaba del mal (Iob. I, 1). Como esta sencillez cristalina, que hemos de procurar que haya en nosotros, no puede ser simpleza —sin misterio ni secreto, que no los necesitamos ni los necesitaremos jamás—, tened en cuenta lo que se lee en el Eclesiástico: non communices homini indocto, ne mala de progenie tua loquatur (Eccli. VIII, 5); no hables de tus cosas particulares con un hombre ignorante, para que no diga mal de tu linaje [...]

[...] Os he dicho, desde el primer día, que Dios no espera de nosotros cosas extraordinarias, singulares; y que quiere que llevemos esta bendita llamada divina por todo el mundo, que invitéis a muchos a seguirla. Pero nuestro proselitismo hemos de hacerlo con sencillez, con el ejemplo de nuestra conducta: mostrando que muchos —si no todos— pueden, con la gracia de Dios, convertir en camino divino la vida ordinaria y corriente, del mismo modo que vosotros habéis sabido hacer divina vuestra vida, también corriente y ordinaria [...]

5 [...] Me gusta hablar en parábolas, y más de una vez he comparado esa misión nuestra, siguiendo el ejemplo del Señor, a la de la levadura que, desde dentro de la masa (cfr. Matth. XIII, 33), la fermenta hasta convertirla en pan bueno. He gozado, en mis temporadas de verano, cuando era chico, viendo hacer el pan. Entonces no pretendía sacar consecuencias sobrenaturales: me interesaba porque las sirvientas me traían un gallo, hecho con aquella masa. Ahora recuerdo con alegría toda la ceremonia: era un verdadero rito preparar bien la levadura —una pella de pasta fermentada, proveniente de la hornada anterior—, que se agregaba al agua y a la harina cernida. Hecha la mezcla y amasada, la cubrían con una manta y, así abrigada, la dejaban reposar hasta que se hinchaba a no poder más. Luego, metida a trozos en el horno, salía aquel pan bueno, lleno de ojos, maravilloso. Porque la levadura estaba bien conservada y preparada, se dejaba deshacer —desaparecer— en medio de aquella cantidad, de aquella muchedumbre, que le debía la calidad y la importancia. Que se llene de alegría nuestro corazón pensando en eso: levadura que hace fermentar la masa [...]

[...] Para ser levadura, es necesaria una condición: que paséis inadvertidos. La levadura no surte efecto si no se mete en la masa, si no se confunde con ella. No me cansaré de repetiros, hijos míos, que no debéis distinguiros en nada de los demás; que vuestra aspiración debe ser la de permanecer donde estábamos, siendo lo que somos: cristianos corrientes, personas que hacen una vida ordinaria y sencilla [...]

6 [...] la lección de Jesucristo es que debemos convivir entre los demás de nuestra condición social, de nuestra profesión u oficio, desconocidos, como uno de tantos.

No desconocidos por nuestro trabajo, ni desconocidos porque no destaquéis por vuestros talentos; sino desconocidos, porque no hay necesidad de que sepan que sois almas entregadas a Dios. Que lo experimenten, que se sientan ayudados a ser limpios y nobles, al ver vuestra conducta llena de respeto para la legítima libertad de todos; al escuchar de vuestros labios la doctrina, subrayada por vuestro ejemplo coherente; pero que vuestra dedicación al servicio de Dios pase oculta, inadvertida, como pasó inadvertida la vida de Jesús en sus primeros treinta años [...]

8 [...] Lo que nos pide el Señor es naturalidad: si somos cristianos corrientes, almas entregadas a Dios en medio del mundo —en el mundo y del mundo, pero sin ser mundanos—, no podemos comportarnos de otro modo [...]

[...] no es necesario, para demostrar que se es cristiano, adornarse con un puñado de distintivos, porque el cristianismo se manifestará con sencillez en las vidas de los que conocen su fe y luchan por ponerla en práctica, en el esfuerzo por portarse bien, en la alegría con que tratan las cosas de Dios, en la ilusión con que viven la caridad.

En nosotros, no obrar así sería olvidar la esencia misma de nuestra divina llamada, porque entonces ya no seríamos personas corrientes: nos habríamos separado de la masa, y habríamos dejado de ser levadura. Una sola cosa ha de distinguirnos: que no nos distinguimos [...]

9 [...] Vuestra vida y la mía tienen que ser así de vulgares: procuramos hacer bien —todos los días— las mismas cosas que tenemos obligación de vivir; realizamos en el mundo nuestra misión divina, cumpliendo el pequeño deber de cada instante. Mejor, esforzándonos por cumplirlo, porque a veces no lo conseguimos y, al llegar la noche, en el examen tendremos que decir al Señor: no te ofrezco virtudes; hoy sólo puedo ofrecerte defectos, pero, con tu gracia, llegaré a poder llamarme vencedor [...]

10 [...] Nuestro camino no es de mártires —si el martirio viene, lo recibiremos como un tesoro—, sino de confesores de la fe: confesar nuestra fe, manifestar nuestra fe en nuestra vida diaria [...]

11 [...] Habéis de atraer sobre todo con el ejemplo de la integridad de vuestras vidas, con la afirmación —humilde y audaz a un tiempo — de vivir cristianamente entre vuestros iguales, con una manera ordinaria, pero coherente; manifestando, en nuestras obras, nuestra fe: ésa será, con la ayuda de Dios, la razón de nuestra eficacia.

No tengáis miedo al mundo: somos del mundo y, unidos a Dios, si vivimos nuestro espíritu, nada puede dañarnos. Quizá, en ocasiones, entre gentes alejadas de Dios, nuestra conducta cristiana pueda chocar: habréis de tener la valentía, apoyados en la omnipotencia divina, de ser fieles.

Pido para mis hijos la fortaleza de espíritu que les haga capaces de llevar consigo su propio ambiente; porque un hijo de Dios, en su Obra, debe ser como una brasa encendida, que pega fuego dondequiera que esté, o por lo menos eleva la temperatura espiritual de los que le rodean, arrastrándolos a vivir una intensa vida cristiana [...]

12 [...] La entrega de cada uno de nosotros fue don de sí mismo, generoso y desprendido; porque conservamos esa entrega, la fidelidad es una donación continuada: un amor, una liberalidad, un desasimiento que perdura, y no simple resultado de la inercia. Dice Santo Tomás: eiusdem est autem aliquid constituere, et constitutum conservare (S. Th. II-II, q.79, a.1 c). Lo mismo que dio origen a tu entrega, hijo mío, habrá de conservarla [...]

[...] El milagro de la Obra consiste en saber hacer, de la prosa pequeña de cada día, endecasílabos, verso heroico.

13 Muy claro está, pues, nuestro camino: las cosas pequeñas. Se puede comparar nuestra vida, siendo nosotros hombres duros y fuertes, a la de un niño pequeño —lo habréis visto tantas veces— a quien llevan de paseo por el campo, y recoge una florecilla, y otra, y otra. Flores pequeñas y humildes, que pasan inadvertidas a los grandes, pero que él —como es niño— ve, y las reúne hasta formar un ramillete, para ofrecerlo a su madre, que le mira con mirada de amor [...]

[...] Somos niños delante de Dios, y si consideramos así nuestra vida ordinaria, en apariencia siempre igual, veremos que las horas de nuestras jornadas se animan, que están llenas de maravillas, diversas entre sí y todas hermosas. Basta no cerrar los ojos a la luz divina, porque el Señor nos está hablando constantemente en mil pequeños detalles de cada día [...]

15 [...] Nos ha llamado el Señor a su Obra para que seamos santos; y no seremos santos, si no nos unimos a Cristo en la Cruz: no hay santidad sin cruz, sin mortificación [...] No es espíritu de penitencia el de aquél que hace unos días grandes sacrificios, y deja de mortificarse los siguientes. Tiene espíritu de penitencia el que sabe vencerse todos los días, ofreciendo al Señor, sin espectáculo, mil cosas pequeñas. Ese es el amor sacrificado, que espera Dios de nosotros [...]

[...] en las cosas ordinarias y corrientes: en el trabajo intenso, constante y ordenado; sabiendo que el mejor espíritu de sacrificio es la perseverancia en acabar con perfección la labor comenzada; en la puntualidad, llenando de minutos heroicos el día; en el cuidado de las cosas, que tenemos y usamos; en el afán de servicio, que nos hace cumplir con exactitud los deberes más pequeños; y en los detalles de caridad, para hacer amable a todos el camino de santidad en el mundo: una sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra de nuestro espíritu de penitencia [...]

17 [...]..si en las cosas pequeñas está nuestra lucha, de ellas hemos de tomar ocasión para nuestro diálogo con Dios. Es posible que haya quienes, como hombres fuertes, a los que basta hacer sólo una gran comida al día, mantengan la tensión interior gracias a un largo rato de oración; nosotros somos niños que necesitan, para mantenerse, de muchas pequeñas comidas: tenemos siempre necesidad de nuevo alimento.

Cada día debe haber algún rato dedicado especialmente al trato con Dios, pero sin olvidar que nuestra oración ha de ser constante, como el latir del corazón: jaculatorias, actos de amor, acciones de gracias, actos de desagravio, comuniones espirituales. Al caminar por la calle, al cerrar o abrir una puerta, al divisar en la lejanía el campanario de una iglesia, al comenzar nuestros quehaceres, al hacerlos y al terminarlos, todo lo referimos al Señor. Estamos obligados a hacer de nuestra vida ordinaria una continuada oración, porque somos almas contemplativas en medio de todos los caminos del mundo [...]

18 [...] Santidad heroica. Es una exigencia de la llamada que hemos recibido. Hemos de ser santos de veras, auténticos, canonizables; si no, hemos fracasado. Santidad auténtica, sin paliativos, sin eufemismos, que llega hasta las últimas consecuencias; sin medianías, en plenitud de vocación vivida de lleno. De modo que hemos de poner un cuidado extremado hasta en las cosas más pequeñas, porque precisamente a nuestra santificación se llega santificando el trabajo de cada día (…) no consiste en hacer cosas cada día más difíciles, sino en hacerlas cada vez con más amor.

Viene bien recordar la historia de aquel personaje imaginado por un escritor francés, que pretendía cazar leones en los pasillos de su casa y, naturalmente, no los encontraba. Nuestra vida es común y corriente: pretender servir al Señor con cosas grandes sería como intentar ir a la caza de leones en los pasillos. Igual que el cazador del cuento, acabaríamos con las manos vacías: las cosas grandes, de ordinario, se presentan sólo en la imaginación, rara vez en la realidad.

En cambio, a lo largo de la vida, si nos mueve el Amor, cuánto detalle encontraremos que se puede cuidar, cuánta ocasión de hacer un pequeño servicio, cuánta contradicción —sin importancia— sabremos avalorar. Pequeñas cosas que cuestan y que se ofrecen por un motivo concreto: la Iglesia, el Papa, tus hermanos, todas las almas.

Hijos míos, os lo repito una vez más: habríamos errado el camino si despreciáramos las cosas pequeñas. En este mundo todo lo grande es una suma de cosas pequeñas. Que os fijéis en lo pequeño, que estéis en los detalles. No es obsesión, no es manía: es cariño, amor virginal, sentido sobrenatural en todo momento, y caridad. Sed siempre fieles en las cosas pequeñas por Amor, con rectitud de intención, sin esperar en la tierra una sonrisa, ni una mirada de agradecimiento [...]

19 [...] Nuestra vida es sencilla, ordinaria, pero si la vivís conforme a las exigencias de nuestro espíritu será a la vez heroica. No es nunca la santidad cosa mediocre, y no nos ha llamado el Señor para hacer más fácil, menos heroico, el caminar hacia El [...]

[...] Si hacer todos los días las mismas cosas puede parecer chato, plano, sin alicientes, es porque falta amor. Cuando hay amor, cada nuevo día tiene otro color, otra vibración, otra armonía [...]

[...] Alguno puede tal vez imaginar que en la vida ordinaria hay poco que ofrecer a Dios: pequeneces, naderías. Un niño pequeño, queriendo agradar a su padre, le ofrece lo que tiene: un soldadito de plomo descabezado, un carrete sin hilo, unas piedrecitas, dos botones: todo lo que tiene de valor en sus bolsillos, sus tesoros. Y el padre no considera la puerilidad del regalo: lo agradece y estrecha al hijo contra su corazón, con inmensa ternura. Obremos así con Dios, que esas niñerías —esas pequeneces— se hacen cosas grandes, porque es grande el amor: eso es lo nuestro, hacer heroicos por Amor los pequeños detalles de cada día, de cada instante [...]

[...] Que hagáis todo por amor. No nos cansemos de amar a nuestro Dios: tenemos necesidad de aprovechar todos los segundos de nuestra pobre vida para servir a todas las criaturas [...] No nos cansemos de amar a nuestro Dios: tenemos necesidad de aprovechar todos los segundos de nuestra pobre vida para servir a todas las criaturas, por amor a Nuestro Señor [...]

[...] Si vivís así haréis con vuestra vida un apostolado fecundo, y mereceréis al fin del camino el elogio de Jesús: quia super pauca fuisti fidelis, super multa te constituam: intra in gaudium domini tui (Matth. XXV, 21); ya que has sido fiel en lo poco, en las cosas pequeñas, yo te entregaré lo mucho: entra en el gozo de tu Señor [...]

20 [...] Seamos humildes, busquemos sólo la gloria de Dios, porque nuestra vida de entrega, callada y oculta, debe ser una constante manifestación de humildad. La humildad es el fundamento de nuestra vida, medio y condición de eficacia. La soberbia y la vanidad pueden presentar como atrayente la vocación de farol de fiesta popular, que brilla y se mueve, que está a la vista de todos; pero que, en realidad, dura sólo una noche y muere sin dejar nada tras de sí.

Aspirad más bien a quemaros en un rincón, como esas lámparas que acompañan al Sagrario en la penumbra de un oratorio, eficaces a los ojos de Dios; y, sin hacer alarde, acompañad también a los hombres —vuestros amigos, vuestros colegas, vuestros parientes, ¡vuestros hermanos!— con vuestro ejemplo, con vuestra doctrina, con vuestro trabajo y con vuestra serenidad y con vuestra alegría.

Vita vestra est abscondita cum Christo in Deo (Colos. III, 3); vivid cara a Dios, no cara a los hombres. Esa ha sido y será siempre la aspiración de la Obra: vivir sin gloria humana; y no olvidéis que, en un primer momento, me hubiera gustado incluso que la Obra no tuviera ni nombre, para que su historia la conociera sólo Dios: pero, como abominamos del secreto y queremos trabajar siempre dentro de los límites de la ley, en cada país, no podremos dejar de emplear un nombre [...] Esa debe ser también la aspiración de cada uno de vosotros, hijos míos: pasar inadvertidos, imitar a Cristo, que permanecio oculto treinta años siendo sencillamente el hijo del artesano (Matth. XIII, 55); imitar a María que, siendo Madre de Dios, gusta de llamarse su esclava: ecce ancilla Domini (Luc. I, 38).

21 El Señor nos quiere humildes: esa humildad no significa que no lleguéis a donde debéis llegar en el terreno profesional, en el trabajo ordinario, y, desde luego, en la vida espiritual. Es preciso llegar, pero sin buscaros a vosotros mismos, con rectitud de intención. No vivimos para la tierra, ni para nuestra honra, sino para la honra de Dios, para la gloria de Dios, para el servicio de Dios: sólo esto nos mueve [...]

[...] Dios se ha querido servir de vosotros, de vuestra lucha por alcanzar la santidad e incluso de vuestros talentos humanos. Recordad siempre el mandato de Cristo: que brille vuestra luz ante los hombres, de manera que vean vuestras obras buenas y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos (Matth. V, 16). Para El toda la gloria, todo el honor: soli Deo honor et gloria in saecula saeculorum (I Tim. I, 17), sólo a Dios hemos de dar el honor y la gloria, por los siglos sin fin [...]

[...] no olvidéis que es señal de predilección divina pasar ocultos. A mí me enamora el texto del Evangelio en que San Juan, al describir un grupo de los discípulos, nos dice: hallábanse juntos Simón Pedro y Tomás, llamado Dídimo, y Natanael, que era de Cana de Galilea, y los hijos de Zebedeo, y otros dos discípulos (Ioann. XXI, 2). Tengo una gran simpatía a esos dos, de los que ni siquiera se sabe el nombre, porque pasan inadvertidos. Me da una gran alegría pensar que se puede vivir toda una vida de este modo: ser apóstol, ocultarse y desaparecer. Aunque a veces cueste, es muy hermoso desaparecer: Illum oportet crescere, me autem minui (Ioann. III, 30) [...]

22 [...] Hijos míos, tenemos mucho que hacer en el mundo: el Señor nos ha dado una misión divina. Desde el primer día os he invitado a agradecer esta muestra de predilección soberana, esta llamada divina en servicio de todos los hombres: Dios nos pide que el afán apostólico llene nuestros corazones, que nos olvidemos de nosotros mismos, para ocuparnos —con gustoso sacrificio— de la humanidad entera. La mayor parte de los que tienen problemas personales, los tienen por el egoísmo de pensar en sí mismos. ¡Darse, darse, darse! Darse a los demás, servir a los demás por amor de Dios: ése es el camino [...]

[...] Hemos de llenar de luz el mundo, porque el nuestro ha de ser un servicio hecho con alegría. Que donde haya un hijo de Dios en su Obra no falte ese buen humor, que es fruto de la paz interior. De la paz interior y de la entrega: el darse al servicio de los demás es de tal eficacia, que Dios lo premia con una humildad llena de gozo espiritual [...]

23 [...] Sólo así, con Amor —caridad de Cristo— y con la humildad del conocimiento propio, podremos tener voz para decir al Señor Nuestro, non verbo neque lingua, sed opere et veritate (I Ioann. III, 18) —no con la lengua, sino con las obras y de verdad— que queremos seguir sus pisadas: sólo así sabremos responder a la llamada de Dios con un grito de verdadera entrega, de correspondencia a la gracia divina: ecce ego, quia vocasti me! (I Reg. III, 6): ¡aquí me tienes, porque me has llamado [...]