Carta, José María Escrivá, Roma, 25-01-1961

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Carta de Mons. Escrivá de Balaguer a los miembros del Opus Dei; 25-I-1961.

Los textos de estas cartas no están completos. Han sido extraídos del libro El itinerario jurídico del Opus Dei, EUNSA 1989, pp. 327 ss. y llevan sus comentarios


Quiero abriros mi corazón, en esta fiesta del Apóstol de las gentes —escribe al principio—, para que os llenéis de agradecimiento, al considerar cómo nos ha ido conduciendo el Señor por este camino nuevo que ha dispuesto con el Opus Dei (...).

Cuando contemplo el sendero que hemos recorrido desde 1928, me veo, hijos míos, como un niño pequeño delante de un Padre buenísimo. A un niño pequeño no se le dan cuatro encargos de una vez. Se le da uno, y después otro, y otro más cuando ha hecho el anterior. ¿Habéis visto cómo juega un chiquillo con su padre? El niño tiene unos tarugos de madera, de formas y de colores diversos... Y su padre le va diciendo: pon éste aquí, y ese otro ahí, y aquél rojo más allá... Y al final ¡un castillo! Pues así, hijos míos, así veo yo que me ha ido llevando el Señor ludens coram eo omni tempore: ludens in orbe terrarum (Prov. VIII, 30 y 31), como en un juego divino. Y al final de este maravilloso juego ¿no veis qué fortaleza más hermosa ha salido?: opus sanctum, bonum, pulchrum, amabilel, una Obra suya, con todo este colorido, con toda esa variedad de formas y perfiles, que son reflejo de la Bondad de Dios (nn. 1 y 2)

Este es el modo divino de hacer las cosas: una primero y otra después, guiando los pasos, utilizando causas segundas, mediaciones humanas. (...) ¿Veis?, una gracia primero, un encargo después: con una divina selección de tiempos, de modos y de circunstancias. Así ha ido el Señor haciendo su Obra: primero una Sección, después otra, y después —nuevo don— los sacerdotes. Y en cada aspecto de nuestro camino, en cada frente que había que ganar en esta hermosa guerra de paz, el Señor me ha tratado siempre así: primero esto, después aquello (n. 2).

Una novedad, antigua como el Evangelio, que hace asequible a personas de toda clase y condición —sin discriminación de raza, de nación, de lengua— el dulce encuentro con Jesucristo en los quehaceres de cada día (n 4)

El estado religioso, hijos míos, no lo podía aceptar para nosotros, porque difiere —por su ascética, por sus medios y por sus fines específicos— de la ascética, medios y fines que Dios, en su providencial designio, quería para su Obra (nn. 5-6)

(En párrafos sucesivos se detiene a comentar y fundamentar esa distinción, señalando las peculiaridades de uno y otro camino. En primer lugar, el estado religioso es "fruto de la evolución histórica de unas formas de vida peculiares", en las que la perfección cristiana se convierte "para el religioso no sólo en el fin al que debe tender, sino en un peculiar y típico modo de vida, objeto de profesión". La llamada a la perfección, así entendida, comporta "no sólo la obligación de vivir cuanto Jesucristo aconsejaba, sino de vivirlo de una determinada manera: muriendo para el mundo, y entendiendo por mundo no sólo lo que puede fomentar las tres concupiscencias, sino también el estado de vida, los afanes, trabajos y ocupaciones —negotia saecularia— de los demás fieles, que no tienen esa peculiar vocación". Es ésa —concluye- ­la "base teológica" a la que corresponde en el plano jurídico, "la creación de un status", es decir, "un estado público", objeto de "una determinada regulación positiva": en suma, el estado religioso, tal y como lo recoge el Código de Derecho Canónico) (Iter p. 329; carta nn. 7-8)

La Obra, hijos míos, no es un eslabón al final de esta cadena. No ha venido a ser un nuevo estadio de la vida religiosa o de perfección. Es un eslabón de otra evolución: la que el Espíritu Santo vivificador ha ido infundiendo en el laicado católico, haciendo madurar su conciencia por saberse llamados también ellos —los simples fieles, los laicos corrientes— a participar, activamente y según una forma propia, en la única misión santificadora de la Iglesia; sin que por eso abandonen su condición de laicos ni su plena inserción en las estructuras de la ciudad temporal.

Dios quiso promover su Obra como una primicia de esta voluntad divina, como un medio para hacer oír esta llamada a la responsabilidad del laicado, para urgir a hombres y mujeres, de toda clase y condición, a vivir con plenitud su vocación cristiana, y para facilitarles —con espíritu específicamente laical y una peculiar dirección pastoral— un modo y un camino concreto de alcanzar ese fin, sin que abandonaran el estado ni la forma de vida que, por disposición divina, tienen en la Iglesia y en la sociedad civil.

No es, pues, nuestro camino, hijos míos, un alargamiento del estado religioso, para adaptarlo a determinadas circunstancias de permanencia en el mundo, exigidas por razones pastorales. Es otra cosa.

Podemos decir que, ascéticamente, se invierten los términos: lo que en la vida religiosa es óbice u obstáculo para seguir a Jesucristo según la propia vocación, en la Obra se hace camino: la occupatio negotiorum saecularium, que para quien profesa la vida religiosa dificulta el cumplimiento de su fin, para nosotros es precisamente el medio sine quo non, el único modo para ejercer un apostolado específico y para santificarnos.

El trabajo es para nosotros el eje, alrededor del cual ha de girar todo nuestro empeño por lograr la perfección cristiana, el carácter peculiar de la espiritualidad del Opus Dei está en que cada uno debe santificar su propia profesión u oficio, su trabajo ordinario; santificarse, precisamente en su tarea profesional; y, a través de esa tarea, santificar a los demás" (nn. 9-10)

(La cita ha sido larga. Y, sin embargo, necesaria, para mostrar el fundamento que explica y da sentido a la contraposición entre "estado de perfección" y "perfección en el propio estado") (Iter, p. 330)

Me habéis oído decir que deseamos que desaparezcan de nuestra vida (n 15) (se refiere a cualquier tipo de votos, privados o públicos)

Los consejos del Señor, hijos míos, sería muy difícil contarlos. O se reducen a uno, que es precepto y no consejo —¡el Amor!—, o se habrá de contar, para cada virtud, el consejo de la generosidad en su ejercicio. (...) Sin embargo, comprendo muy bien —porque amo la tradición vieja, la sabiduría antigua de la Iglesia, cuando legisla— que esas tres virtudes, que crucifican tan directamente las tres concupiscencias capitales, hayan sido y sean el núcleo esencial y el instrumento principal de la vida de perfección evangélica de los religiosos. Pero el Señor ha querido que, en la Obra, esas mismas virtudes —que tanto amamos— se injertaran en todo el tejido peculiar de nuestra ascética. De modo que la pobreza, la castidad y la obediencia no tienen en el Opus Dei —como ya os he recordado- la tipicidad formal que adquieren en la vida religiosa (nn. 52-53).

No se puede olvidar que fenómenos diversos, ascéticos y pastorales, requieren un planteamiento y unas soluciones jurídicas distintas también. Nadie, hijas e hijos míos, nos puede llamar tozudos porque insistamos en estas ideas, que a vosotros os resultan tan evidentes y tan elementales, que repetirlas os parecerá quizá machaconería. (n 72)