Ante el nuevo milenio 'Post Opus Dei'

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Por Marcus Tank, 7.05.2007


1. La verdad acaba imponiéndose más tarde o más temprano. Me ha sorprendido gratamente la consonancia de ideas de mi último artículo ¿Es el Opus Dei un fraude total? con el de Gervasio La sola piedad no basta, publicados ambos el mismo día y sin ponernos de acuerdo. Las tesis comunes son varias, pero podrían sintetizarse en los escasos visos de sobrenaturalidad de un “espíritu” y de una “piedad” que se muestran teológicamente insuficientes ya en sus planteamientos más básicos.

Lo mismo puede decirse de la institución Opus Dei que, con el paso de muy poco tiempo, se ha manifestado en su monstruosa realidad. Gervasio compara sutilmente “espíritu” y “fundador” con el fenómeno de los mormones y la pretensión de crear una nueva iglesia. En el fondo se trata de una demoledora crítica a la totalidad, que indicaría que el Opus Dei es un fraude, y que todos los que creímos o confiamos en su fundador, andábamos engañados. Esto cuesta reconocerlo, pero peor es seguir en la mentira.

Sin embargo, aunque la institución no sea propiamente una criatura de Dios en sentido estricto, de lo que no dudo es de que casi todos los que nos vinculamos al Opus Dei lo hicimos movidos por unos deseos de santidad y de entrega suscitados por el Espíritu Santo. Nada de todo ello se ha perdido ni se pierde: al contrario, debería tener continuidad en una personal relación con Dios, quien “al aire de tu vuelo fresco toma”, según el místico carmelita. Si observamos las espiritualidades surgidas en el siglo XX, y las reformas emprendidas en fundaciones anteriores, puede advertirse una tendencia a disminuir el peso de lo institucional y lo corporativo en favor de alentar un encuentro realmente personal con Dios...


2. En los orígenes de la vida eremítica no existían organizaciones de santificación instituidas, sino maestros espirituales (un abba, padre: de ahí el término abad más tardío, o el starez en la Ortodoxia de Oriente) que con su experiencia ayudaban a los que espontáneamente acudían a pedirles consejo. Posteriormente surgieron agrupaciones de estos eremitas en cenobios y monasterios bajo Reglas donde la norma no tenía más sentido que trazar “caminos comunes” orientados hacia la personal unión con Dios. San Benito de Nursia (años 480-547), el más humano de todos los monjes, atemperó reglas y prescripciones para favorecer la oración personal de sus monjes y en ellos respetar la acción de Dios. Con el paso de los siglos, las reformas monásticas inventan nuevas fórmulas canónicas de organización: las “órdenes” de obediencias, por ejemplo, como la obediencia de Cister o de Cluny durante los siglo XI y XII. Y luego, a estas instituciones de carácter eminentemente “contemplativo” siguieron otras con fines más específicamente “activos” o asistenciales. La época moderna muestra el florecimiento de este segundo tipo de instituciones.

Durante los siglos XIX y XX, el Espíritu Santo suscita la inquietud por la vida espiritual y la santidad de los seglares en sus quehaceres ordinarios. Y aparece así toda una teología del laicado que discurre en paralelo a una renovación de la teología sobre la Iglesia: una nueva eclesiología sobre el “Cuerpo Místico de Cristo” que, al poco de ser recibida en 1943 por la encíclica Mystici Corporis de Pío XII, ya está renovada y superada por los grandes maestros de la Teología del siglo XX, que escriben desde una perspectiva ecuménica. La fuerza innovadora de las nuevas tendencias eclosiona en el Concilio Vaticano II de 1961-1965.

Los documentos de este Concilio conllevan en efecto una nueva visión teológica de la fe cristiana, que enlaza pacíficamente las nociones de “Pueblo de Dios” y “Cuerpo de Cristo” en su originario sentido bíblico y patrístico. Pero también este Concilio aporta una antropología renovada: una visión del hombre más deudora de la modernidad, basada en su ser personal y comunitario a la vez, y dando preeminencia sin duda a lo personal sobre lo institucional. La dignidad humana reclama el ejercicio de la libertad personal con preferencia a la asunción obligada de los signos objetivos de la libertad, que suelen expresarse en normas o estereotipos de conducta institucionales, tantas veces impuestas como si fueran la garantía del bien y de la ortodoxia.

Con perspectiva histórica resulta difícil negar que la Iglesia cristiana del Occidente ha alcanzado un grado excesivo —por eso, negativo, pernicioso— de institucionalización, que debería purificar. A pesar de las buenas intenciones de muchos, todavía lo sigue padeciendo. En cambio, la teología y la espiritualidad cristiana de Oriente nunca dejó de ser personalista y eminentemente contemplativa.


3. ¿Qué lugar ocupa el Opus Dei en todo este panorama? A mí me parece que es un cuerpo extraño, pues mantiene las formas religiosas de la piedad más tradicional en los siglos inmediatos, a la vez que afirma poseer un “espíritu secular” en la vanguardia de la nueva eclesiología conciliar. Nada de esto es verdad, porque el Opus Dei continúa aferrado a una eclesiología vieja, caduca, insuficiente, todavía no renovada, y lo peor: con aires de suficiencia. El fundador jamás entendió una jota de la “nueva Teología” del siglo XX y menos del Concilio Vaticano II, del cual siempre hizo una valoración negativa. Por su mentalidad y por su formación no entendió, no pudo entender, ni el qué y ni el porqué de este Concilio tan providencial.

¿Qué hizo entonces? Lo más característico suyo fue diseñar una organización de apariencias religiosas pero al modo secular, empresarial, con fines eminentemente humano-seculares: una estructura de poder intramundano, donde lo personal desaparece completamente ante la importancia primaria de lo institucional, por mor de su eficacia. En esto, pues, nihil novum sub sole, nada nuevo bajo el sol. Hans Urs von Balthasar comprendió perfectamente ese intento y por eso su crítica al Opus Dei supo poner el dedo en la llaga.

Esto explica muchas cosas. Pero, si atendemos ahora al devenir eclesial de los últimos decenios, parece claro que la Iglesia sigue tendiendo a espiritualizarse. Esto no debe entenderse al modo pietista, la “piedad” sobre la que ironiza Gervasio, sino en el sentido de soltar el lastre de “lo instituido por los hombres” a lo largo de la historia, a fin de que la Iglesia vuelva a sus orígenes y, en definitiva, vaya dejando obrar más a Dios en ella.

Tratando lo sacro, el hombre sin Dios es lo más “inhumano” que pueda imaginarse. Así, es capaz de sostener una “piedad de normas” mediante la pastoral de una monstruosa maquinaria institucional, que en su fondo oculta a un Dios frío, teórico, producto de una teología racionalista. Entre el auténtico Dios personal de la Revelación —el Dios de Jesucristo en los evangelios— y todos nosotros —el yo de cada uno— se interpone la mediación de lo institucional como un sistema lógico-teórico que nos arranca de la propia realidad subjetiva personal e impide contactar con el Dios vivo y verdadero, revelado en Cristo.

El contraste entre este modo de acercarse al cristianismo y los Evangelios es notorio. En Jesús de Nazaret apenas hay institución. Entre Jesús y sus discípulos no se interpone ningún “sistema” de protocolos para articular relaciones: Él teje siempre la amistad, relaciones interpersonales con quienes ama. La ley de Dios es su amor en acción. Así pues, el error viene cuando la moralidad pretende imponerse como resultado de sólo un ejercicio racional: las reglas de vida cristiana serían entonces abstracciones de por sí reductivas, letra que mata.

Es entones cuando la prevalencia de lo institucional se convierte en una dificultad cierta para la auténtica contemplación, para la comunicación personal con el corazón de Dios, porque mi relación con Dios no es ni puede reducirse a cumplir lo que me dicen los Superiores y, menos aún, a seguir su conciencia corporativa: es decir, a entender que la vida espiritual y la organización van bien si todos hacen lo que se les dice. ¿No estaríamos así poniendo al Espíritu Santo al servicio de los Superiores? Sin embargo, Dios es libre y actúa en las personas con independencia de toda estructura. ¿No carece de sentido entonces hablar de un “conducto reglamentario” para tales relaciones?


4. Parece que el Opus Dei ha olvidado que las organizaciones y las instituciones no son personas: con ellas se establecen relaciones sistemáticas e impersonales, políticas. Sólo este tipo de relaciones cabría tener con el Opus Dei institucional, por más que se “autosubjetive” abstractamente como “Madre guapa”. Si los miembros de la Obra se convenciesen de que su institución no es una familia sino un sistema, se evitarían muchos malos ratos. La amistad y el amor sólo caben con las personas, no con las organizaciones. Y nunca una institución puede arrogarse el papel de intermediaria entre Dios y el hombre o entre dos seres humanos. Las relaciones interpersonales son inmediatas, de corazón a corazón.

Partamos, pues, de la seguridad de que es Dios el que nos salva, y no nuestros esfuerzos; de que es Dios el que nos comunica su vida y nos santifica sin mediaciones. Por tanto, si sabemos que nosotros no podemos alcanzar a Dios ni autosantificarnos, sino que toda iniciativa de revelación y de comunión es suya, advertiremos entonces que las reglas, los criterios, las normas y los esfuerzos humanos de santificación, son radicalmente insuficientes para el fin pretendido. De ahí que debamos dejar la iniciativa de la santidad al Espíritu Santo, sin pretender sustituirle en nada: ni por la acción humana de una “empresa”, ni por un inmaduro sentimiento idealista subjetivo no suscitado por Dios.

Además, no se puede olvidar que toda relación amorosa, como la de cada hombre con Dios, es interpersonal y, por tanto, absolutamente original. Al ser cada persona distinta y única, hay tantas vocaciones como personas: cada uno ha de recorrer su propio camino. Debe cada uno, por tanto, desarrollar personalmente su vida espiritual bajo la escucha y guía del Espíritu, dirigiendo su propia existencia. Esto no es incompatible con el hecho de pedir consejo a otras personas experimentadas, ni tampoco con buscar apoyo amistoso en los demás para animarse y compartir ilusiones y dificultades.

Con estos presupuestos tan evidentes, las reglas y caminos colectivos de santificación carecen de sentido cuando son meros sistemas institucionalizados de acción y de esfuerzos humanos que pretenden homogeneizar las relaciones personales con Dios, y todavía peor si se tratara de una empresa de “objetivos apostólicos” de productividad. Lo que Dios me pide a mí, no tiene por qué pedírselo a los demás. No excluyo la importancia fundamental de la comunidad humana y cristiana como algo necesario para trasmitir la fe y para el encuentro sacramental con Cristo. Una cosa no quita la otra. La santificación no es individualista, cierto, pero tampoco es una realización colectivista. En ella se dan relaciones interpersonales y comunión, y no existe una única regla humana común como si fuera la “fórmula mágica” de la empresa humana (marca registrada), capaz de resolver todo. Ni siquiera la historia de la Iglesia puede asimilarse a los desarrollos de una empresa humana, pues es Dios quien construye su Reino en los tiempos y momentos de su presciencia.


5. En definitiva, me parece que nuestro tiempo está como a las puertas de un concepción más espiritual de la vida eclesial y, también, más personal –que es distinto de individualista- de la tarea de santificación. Sólo Cristo es el Camino, no inventemos otros. Necesitamos orientación para encontrar a Cristo, pero no “sustitutivos de Dios” de fabricación humana. Los colectivismos institucionalizados son en el fondo materialismos, organizaciones sin vida, sistemas hechos por hombres, artefactos que instrumentalizan la acción de Dios. Y son, en suma, ocasiones para que el “poder” humano despliegue su acción controladora, que es donde germinan y crecen los verdaderos totalitarismos camuflados de piedad y de religión; que constituyen a la vez parapetos de ambiciones humanas y de abusos intolerables.

Las instituciones del futuro deberían ser organizaciones de servicios en favor de las personas, no instituciones totalitarias que usan personas alienadas de sí mismas para servir a su organización, confundiendo esto con la entrega a Dios. Y, al compás de lo que venimos diciendo, quizás conviene recordar que estas reflexiones críticas están al servicio de la esperanza, pues para avanzar es necesario corregir lo que está mal o lo que no funciona. De otra forma nos perpetuaríamos en lo falso, instalados en la irrealidad. Quizá el aspecto más positivo de la crítica es que nos abre a otras posibilidades mejores.

Pensando en la experiencia de muchos de nosotros en la institución “Opus Dei”, mi convicción es que probablemente todos poseemos por gracia divina grandes inquietudes de unión con Dios, de un modo más o menos latente. Estas ilusiones se vieron defraudadas, como en un sueño de irrealidad, por el descubrimiento de lo que en verdad es el Opus Dei. Pero Dios es más grande que todo eso, que todos los montajes humanos, y nos sigue llamando a una vida de amor: ahora ya sin artefactos intermedios “humanos”, de los que estamos ya escandalizados. En las comunicaciones que aparecen en esta página web se aprecia la enorme riqueza interior de tantos que participáis en ella.

La Iglesia del Nuevo Milenio está todavía por construir con las piedras vivas que somos cada uno de nosotros y los demás seres humanos. Para ello hay que superar las experiencias negativas apoyados en otras dimensiones óptimas de la personalidad, aquellas que no aparquen las ilusiones irrenunciables de todo corazón grande. Se precisa una espiritualidad nueva, fundamentada en una teología nueva, en una sensata antropología, y en una verdadera fraternidad, sin Superiores que obstaculicen la acción de Dios en cada uno —no otros y no más que los de la auténtica Iglesia—. Necesitamos apoyarnos unos en otros, sin duda, pero sobre todo necesitamos palpar la realidad espiritual de la fraternidad del Espíritu Santo. Dejemos, pues, que el Espíritu Santo nos siga uniendo y no perdamos la ilusión por una profunda vida cristiana.



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