Anexo a una historia/Los que siguen

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EL OPUS DEI - ANEXO A UNA HISTORIA


LOS QUE SIGUEN

¿Por qué, si las incoherencias que yo denuncio de la Obra son ciertas, si todo lo que vengo contando es una realidad objetiva, por qué hay tantos que siguen? Me interesan especialmente esas personas -que las hay- inteligentes, buenas, con prestigio profesional, con capacidad de raciocinio. ¿Cómo logran superar esas contradicciones, cómo las explican, por qué perseveran?

A la vista de tantos socios, de tantas labores en marcha y en tantos países, ¿no parecerán desprovistas de fundamento mis afirmaciones? Y, en el caso de que se me crea, ¿cómo concordar mi verdad con la verdad de unos hechos tan patentes? ¿Cómo aunarlas?

Creo que la solución está en la historia, en volver la vista atrás y constatar acontecimientos semejantes entre los hombres a lo largo de los tiempos.

No, no es ninguna contradicción que en la Obra haya muchos socios, muchas posibilidades de todo tipo, muchos medios, y, a la vez, muchas incoherencias: como en tantas otras instituciones de todo tipo.

¿Qué dice la Obra de sí misma? Que es sencilla, que es auténtica; que sus socios son iguales a los demás hombres, son gente corriente en medio del mundo. Sin embargo, nada más llegar inculcan exhaustivamente que ser de la Obra es algo maravilloso, lo ¡mejor del mundo, lo más grande. Algo que, como lógica consecuencia, hace mirar a los demás como desde un pedestal: se entra en la iluminación de los grandes misterios, se es elegido entre miles para formar parte de un cuerpo perfecto; los demás ¡qué pena! siguen allá abajo, envueltos en las tinieblas del error, expuestos a todos los peligros. Por el hecho de ser de la Obra, siempre estará uno en lo cierto, se dará la doctrina segura a esos pobres equivocados, deformados, ignorantes e ingenuos; porque, nada más llegar, uno está ya avalado, apoyado y garantizado por los directores, personas especialmente selectas (así debe concebirse) que poseen, 'por estar unidas al Padre, el don de lo inerrable. Porque el Padre no se equivoca nunca, y en la Obra todo pasa por el Padre: "habéis de pasarlo todo por mi cabeza y por mi corazón", dijo repetidas veces Monseñor Escrivá a los directores.

"Somos el resto del pueblo de Israel -decía un sacerdote de la Obra a un grupo de asociadas en una clase doctrinal-, somos lo que queda del pueblo fiel a Dios, lo único que puede salvar hoy día a la Iglesia. A esa Iglesia en la que parece que el Espíritu Santo esté de brazos cruzados. Somos nosotros -se refería a los de la Obra- los que, con nuestra fidelidad al Padre, tenemos que salvarla." No se trata del comentario aislado de una persona fanática, ya he dicho antes que nunca aduciré esta clase de testimonios; me consta que este comentario responde a un sentir institucionalizado, a esa suficiencia tan peculiar de la Obra. Tampoco me propongo afirmar que todos los sacerdotes de la Obra piensen y argumenten así; pero es cierto que si quieren ejercer públicamente su ministerio, han de hacerlo en este estilo, so pena de ser relegados a tareas secundarias.

Es impresionante la suficiencia espiritual que se vive en la Obra, y que se basa en ese hilo directo, en ese "teléfono rojo" que une al Fundador con Dios. Sin intermediarios. "El Cielo está empeñado en que se realice" la Obra a través de lo que piensa y se propone Monseñor Escrivá. Por tanto, no hay nada que temer. Como no hay "nada" que dialogar con "nadie": "lo quiere Dios, y basta". Hay que mirar sólo hacia arriba, hay que desentenderse de toda preocupación,. hay que desechar necesidades personales, incluso la necesidad de razonar: ¿para qué? "Dios es el que permite las cosas, y todo lo demás sobra." Así y sólo así es como se entiende en la Obra las necesidades de los suyos; así es como se logra, por reducción "ad absurdum", la sencillez, la desproblematización de sus miembros; a esto es a lo que se le llama "sentido sobrenatural" y entrega. El silogismo es apabullante: el Padre lo dice, luego es Dios quien lo quiere.

"Mira hacia arriba, ten visión sobrenatural... ¿No lo entiendes? No importa, no hace falta: esto es fidelidad", aseguran. Y yo me pregunto; acaso así, de esa manera ¿no se puede ser igual del Opus Dei que comunista?

Si no importa entender, si el convencimiento ha de ser -por principio- previo al razonamiento, si ha de declinarse en otro la capacidad del intelecto para encontrar la razón de lo que cada día ocupa, ¿en qué se diferencia del totalitarismo más exacerbado? ¿Qué queda de la dignidad individual?

¿Mentalizaciones e influencias programadas no son la manera de forjar una clase muy determinada de personalidad? ¿No es todo esto una auténtica manipulación de las conciencias para lograr la masificación de sus actitudes?

Así se puede comprender que haya tantos que se van, porque, a pesar de los pesares, se sienten hombres libres y enteros, y se niegan, con clara conciencia de integridad, a ser autómatas. Pero... ¿acaso no explica esto también la permanencia de tantos?

Dentro ¿por qué? Porque han aceptado, quizá inconscientemente, esta manipulación. Porque creen en ello. No ya en una doctrina, ni en un estilo, ni en una espiritualidad determinada: creen en la persona del Fundador, y basta. Bien claro se dice que esto es lo único que hace falta para ser de la Obra (en el terreno ideológico, claro). Sí, puede afirmarse con toda certeza que están los que "creen" en el Padre. Y esta creencia en el Padre es tan absoluta que llega a subordinar a ella todas las demás creencias: en la Iglesia, en la sociedad. Sí, sé de quien ha llegado a dar la explicación de: "Creo en la Iglesia porque creo en el Padre", y sé también que esta idea es compartida por muchos.

Algún lector ajeno al tema quizá esté sorprendido y no llegue a entender el sentido de la palabra "Padre" referido al Fundador. En la Obra, ningún sacerdote es Padre, sólo lo es Monseñor Escrivá. Además, por indicación expresa, es Padre con mayúscula. Más de una vez, cuando era de la Obra, tuve que rechazar la tentación que me asediaba cuando venían a mi mente aquellas palabras del Evangelio: "Uno solo es vuestro Padre, el Padre Celestial" (Mateo, 23,9). No creo que el hecho de que esto sea así tenga en la Obra mayor importancia, no le encuentro trascendental. Pero sí significativo...

Los que siguen son, pues, los que han llegado a creer que "sólo" a través del Padre les viene la voluntad de Dios, y que "sólo" identificándose con él podrán alcanzar la santidad. Igualmente, creen que negarse a aceptar estos presupuestos es negarse a la gracia misma, negarse a su vocación personal; es traicionar a la Obra, y, en consecuencia, directamente al mismo Dios.

La admiración y toda clase de cariño y veneración que pueden admitirse en la Obra sólo caben referidas al Padre, orientadas al Padre, producidas por el Padre.

Incluso la fraternidad tiene su origen en el Padre: todos son hermanos, pues son hijos del Padre. Una fraternidad -ayuda y afecto entre los socios- que tal y como se vive en la Obra, en teoría, existe una maravillosa fraternidad: el lema de los tres mosqueteros -"todos para uno y uno para todos"- palidece ante lo que ella encierra.

Fraternidad que sería maravilloso contar con ella, poder vivirla, tal y como su teoría la plantea. Pero, en la realidad, se encuentra atrincherada, machacada, secuestrada, entre prejuicios y prevenciones constantes. Y así, una fraternidad llena de posibilidades queda reducida a algo diluido, colectivo y genérico, que sólo sirve para hacer de los socios una "piña" para protegerse y defenderse de terceros.

Si algún socio se propone ser estímulo y ayuda para otros socios, en concreto, se le acusa inmediatamente dc hacer "capillitas" y de faltar a la unidad. La personalidad del Padre no admite que haya nadie más que pueda destacar.

Como expresión de esa "visión sobrenatural" que debe caracterizar a todos los miembros de la Asociación, en la Obra "nunca pasa nada". Pase lo que pase, nunca nada debe preocupar, nunca las cosas -los problemas de las personas- necesitarán una atención específica: importa la labor y sólo la labor, porque "con sentido sobrenatural, sólo cabe confiar en que, pase lo que pase, nunca pasa nada", y añaden repitiendo la frase de San Pablo: "Para los que aman a Dios todo es para bien." Y el juego de palabras se redondea en esta frase de "buen espíritu": "Si pasa, ¿qué importa?; y si importa, ¿qué pasa?"

Para los que aman a Dios todo es para bien, efectivamente, pero no creo que esa frase sea patente de corso para que el que manda pueda desentenderse de las consecuencias de su mandato; sí creo que el verdadero sentido de estas palabras pueda quedar iluminado por aquellas del refrán castellano: "Dios escribe recto con renglones torcidos."

Por la experiencia de los años que he vivido en ella, yo diría que en la Obra, más que no pasar nada, lo que ocurre es que NUNCA IMPORTA NADA DE LO QUE PASA a las personas, siempre que el prestigio de la asociación quede a salvo.

Pero volviendo al punto de partida, hay muchos que están en la Obra, que siguen en ella, porque están convencidos de que esto, todo esto, es para ellos la mejor manera de vivir una entrega generosa. Y hay algunos -pocos- que están muy a gusto; otros.., no tan a gusto, sin dejar por eso de estar empeñados en su valoración. Los hay también que sufren, y sufren mucho, esperando, anhelando que algún día eso que ellos creyeron y entendieron que debía ser la Obra se haga realidad. Sufren y piensan, y no quieren pensar; ven y no quieren ver; porque saben que oponerse no sirve para nada dentro, y no quieren, por otra parte, marcharse. Porque conocen la enorme dificultad, la impotencia que existe para dar con su marcha un testimonio eficaz, por el desprestigio que se lanzará contra ellos.

Siguen también todos los que muy cansados ya de decir y luchar aportando experiencias, de escribir incluso al Padre en carta cerrada (es uno de los medios que existen, pero que no suele tener consecuencias), cansados de no poder conseguir ni encontrar ningún eco a esa necesidad de coherencia que ven que no existe, cansados pero que se han ido haciendo mayores, están porque saben lo difícil que sería volver a emprenderla fuera. Han gastado en la Obra sus mejores años y sus mejores afanes. La edad no deja de ser un obstáculo para la salida.

Están muchos que, como yo y tantos otros, años atrás, veíamos en nuestra lucha desde dentro nuestra mejor posibilidad para lograr una solución, una reacción favorable.

¿Me atreveré a asegurar a éstos, basándome en mi experiencia personal, nada corta, que su lucha está condenada al fracaso? No les quiero cerrar una puerta a la esperanza, aunque para mí ya quedó suficientemente descartado. Es triste llegar a la edad madura -a esa edad en la que el cuerpo pide serenidad y reposo- y encontrarse abocado a tomar una decisión que cierra una etapa de tantos años. Gente estupenda, gente que siguen o están ahora en la etapa de búsqueda y esperanza, de poner antes todos los medios desde dentro, para dejarlo tal vez también cuando, como otros, crean haber agotado sus posibilidades.

Siguen también los que han quedado mentalizados por la idea del Fundador, tan repetida, de que el que se va "va al abismo, va a la oscuridad del océano, se sale de la barca. No doy por su alma ni cinco céntimos".

Hay otra categoría de socios que se encuentran en la Obra como pez en el agua: autoritarios por temperamento, ven en sus métodos y tendencias la más perfecta adecuación con sus ideas. Sobre todo, si las pueden exponer desde arriba, desde los cargos directivos. Éstos conciben la Obra como un frente armado para la lucha, estricto y militante, que se opone a otros sistemas (el comunismo, por ejemplo) empleando sus mismas bazas: consignas, sometimientos, mentalizaciones, despersonalizaciones, mitificación del líder, etc. Todas las artes son válidas, todo vale: si los "otros" las utilizan para el mal, también cabe, de igual manera, manejarlas para el bien.

Unos fines buenos, no lo pongo en duda, pero ¿y los medios? ¿Se puede defender, desde un punto de vista cristiano, el empleo de sistemas que atacan los valores fundamentales de la dignidad humana (la libertad responsable, la individualidad personal) aunque estén movidos por los más puros fines espirituales?

Luego hay otro apartado: los socios que a través de una profesión externa muy absorbente consiguen la evasión necesaria para superar o contrarrestar los acogotamientos de la praxis de la Obra. (Me estoy refiriendo a los numerarios y numerarias -socios internos cabría llamarlos, o de dedicación plena-. Los agregados -que viven con su familia- y los supernumerarios -casados-, puesto que su dedicación es distinta tienen otros problemas; sus dificultades y sus ventajas son diferentes.) Sobre esta profesión-escapatoria puede ser significativa la respuesta de un famoso arquitecto, ex numerario, en una entrevista publicada recientemente; le preguntaba la periodista Alicia de Matoses si le había costado mucho trabajo salirse: "en efecto -respondió-; quise hacerlo varias veces desde el principio, pero entre ejercicios espirituales y otras cosas fui tirando, refugiándome en el gran sedante que es para mi la arquitectura y el trabajo".

Por último, siguen también aquellos a los que les resulta cómodo ser de la Obra. Porque es cómodo que todo lo den hecho, pensado, triturado, masticado; cómoda es la seguridad, y la protección a todos los niveles que brindan desde dentro. Para quien no tiene iniciativa, para el cobarde o para el pusilánime, el dejarse llevar, el tenerlo todo determinado de antemano, sin posibilidad de duda y sin esfuerzo, es la gran comodidad deseada. Lo verdaderamente incómodo es tener una conciencia personal. Porque dentro de la Obra no cabe el derecho a discernir, a elegir, a decidir, a contribuir; porque no cabe que nadie pueda afirmar, en conciencia, que tiene algo que objetar, algo que pedir, algo que aportar.

En la Obra -argumentan- tuviste ocasión de elegir una vez, cuando decidiste seguir la llamada al Opus Dei a través del Padre. Se elige una vez y para siempre. Yo estaría de acuerdo con este planteamiento si hubiera elegido, conscientemente, "esta" Obra; pero elegí otra: a mi me hablaron de una vocación ajena a estrecheces y a cuadriculamientos, me dijeron que venia a una "organización desorganizada" (son palabras del Fundador), corriente y secular, sin más prerrogativas que ser y luchar por ser cristianos auténticos, en una mutua colaboración y apoyo, llena de afán de virtudes, sin compromisos ni obligaciones coercitivas, sin mandatos cuarteleros.

Milicia, sí, pero como se entiende dentro del Cuerpo Místico de Cristo, por el hecho de ser su parte militante: milicia en cuanto a una vida interior disciplinada y comprometida. Pero ¿funcionamientos a lo ejército? Se nos dijo que en la Obra no existían las órdenes, "no hay mandatos, existe sólo el "por favor", la indicación o el consejo". ¿Cómo deducir de ello que lo que denominan consejo es en realidad una orden estricta, y que, o se acepta toda esta disciplina, más severa que la de cualquier cuerpo militar, o se está de más, se tiene mal espíritu?

En la Obra no cabe la conciencia personal porque en ella no se cuenta con el ineludible e intransferible deber de ejercer la responsabilidad particular. Aunque se predique, aunque se teorice, sobre la necesidad dc una oración sin anonimato, sobre una santidad que es respuesta personal de cada uno. Son conceptos, que, una vez más, caen arrollados ante la realidad.

Cuenta sólo lo escrito, y escrito está todo, hasta lo más opinable.

Es asombroso el ardor legislativo desplegado por Monseñor Escrivá en su Obra: son centenares y centenares las notas internas de gobierno que llegan continuamente a las casas, señalando el exacto y único criterio de actuación ante las situaciones más variadas y más singulares. En torno a esos escritos las medidas de seguridad son rigurosísimas: desde Roma a los gobiernos locales más alejados, esos escritos se transportan a mano -y, durante el viaje, nunca se han de dejar de la mano-, para evitar la más remota posibilidad o extravío que pudiera librar esos preciosos escritos a manos extrañas. Para mayor seguridad, están redactados a máquina en papel corriente, sin firma ni encabezamiento, con las palabras más comprometidas expresadas en siglas que sólo conocen los interesados. Una vez llegadas a su destino, esas notas internas se guardan en armarios cerrados, cuya llave custodia la directora -o director- en otro cajón también cerrado. Por supuesto, esos documentos de gobierno no están al alcance de todos los socios; sólo los leen -y los comentan a los demás si así está indicado- los directores y algunos miembros de la Obra seleccionados. Para acabar de complicar aún más este engranaje burocrático, esos escritos son constantemente anulados o sustituidos por otros, y hay que hacer desaparecer los documentos invalidados reduciéndolos a cenizas.

Los directores han de cumplir y hacer cumplir lo indicado en esos escritos de la manera más estricta, sin el menor descuido, sin el menor retardo, sin la menor interpretación: un fallo en ese campo significaría, de inmediato, su relevo en el cargo.

Según los propios socios de la Obra, no importa el número de los que se van, porque es mucho mayor el de los que entran. Se van -dan a entender- los que se cansan, los soberbios, los que no son generosos; al tiempo que llegan muchos jóvenes, llenos de vida y de entusiasmo. Se van -diría yo- muchos de los que tienen poco que dar, porque "lo dieron todo"; llegan chicos y chicas muy jóvenes -en su gran mayoría, adolescentes que no han cumplido siquiera los quince años-, inexpertos, ingenuos, maleables. Muchachos que se encuentran con un ambiente grato, con abundancia de medios, con aparente liberación (independencia de las ataduras que, a su edad, les impone todavía la familia) que favorece su más incondicional disponibilidad.

"No nos importan las estadísticas", asegura Monseñor Escrivá. Pero sí importa, y mucho, el número de los que piden la admisión en la Obra cada año. Incluso se llegan a fijar cupos por casas o ciudades, y se exhorta con vehemencia a los socios para que no dejen de lograr esas cifras.

Una vez entrado en el juego de la Obra, es difícil romper el cerco que la Obra crea; es muy difícil jugarse esa facilidad amable de una situación social privilegiada, bien respaldada, de una vida resuelta. Una asociada explicaba así su permanencia: "a mí me dan de comer, vivo bien, y eso me compensa aunque no esté de acuerdo con muchas cosas". Vivo bien, y hago cosas buenas, añadiría yo por ella, pues sé que esto también lo piensan. En efecto, en la Obra se cuenta con muchos medios agradables; casas inmejorables, descansos anuales llenos de comodidades, ambiente social selecto, trabajo seguro. Así es fácil ser bueno; facilidad y felicidad que encima dicen que son fidelidad. ¿Cómo no pensar que sólo por ello hay muchos a los que les vale la pena seguir?

Aunque otros nos hayamos atrevido a pensar en la necesidad de aportar una reacción personal distinta, jugándonos la facilidad, la felicidad y (según ellos) eso que llaman fidelidad a un compromiso de conciencia cara a Dios.

Marcharse de la Obra no es fácil. Y no lo es por cuanto he venido exponiendo. Como no lo es, tampoco, por la necesidad de prestigio de la asociación, que sólo consentirá en ello cuando quede bien claro, hacia dentro y hacia afuera, que esa salida tiene una razón de incapacidad, de expulsión por motivos "suficientes" o de infidelidad culpable.

Por eso, porque no es fácil, porque no se entiende sino como una deshonra, son muchos los que se sienten incapaces de tomar esa determinación; son muchos los que se imponen "la necesidad de no planteárselo"; son muchos, en fin, los que prefieren las dificultades de dentro a la problemática de la salida: les viene grande, muy grande, el peso de la "deserción" contra el que tendrán que debatirse.


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